EL ARTE DE PENSAR. Alfonso López Quintás







Blog de Tendencias21 sobre formación en creatividad y valores

Método tercero

Retorno al cultivo de la belleza
Nos impresiona observar cuántas formas hay de belleza, y cómo nos elevan el ánimo y nos reconcilian con la vida en momentos de desánimo, cuando nada sonríe y parecen secarse las fuentes del buen humor.


Entonces leemos, por ejemplo, las primeras frases de la Plegaria iroquesa:

«¡Oh Gran Espíritu que estás en el viento,
escúchame!
Déjame contemplar la belleza del alba
y de los ocasos rojos…»

Y nos parece entrar en un ámbito de luz, que nos conforta.

O bien recordamos las palabras sencillas de la Plegaria del pescador bretón, que, impresionado al salir al océano con su pobre barquilla, dice algo tan esencial como esto:

« ¡Dios mío, sé bueno conmigo!
¡La mar es tan extensa
y mi bote tan pequeño...!» (1).



Artículo n°89
Aquí están, bien claras, tres realidades esenciales: el mar inmenso, con su grandeza y sus temibles riesgos; en él, como un punto minúsculo, el pescador con su frágil bote, y, encima de ambos, el Dios infinito y providente. No se puede expresar nada más grande con medios tan escasos y humildes. De ahí la gracia indefinible, es decir el encanto de esta sencilla plegaria. Nadie dudará de su belleza. Pero ¿sabrá alguien definirla?

Un pastor solitario entona en el campo una sencilla melodía. Es elemental ‒apenas treinta notas‒, pero transforma la agobiante soledad en un mundo mágico. Esa simple melodía inserta al humilde campesino en el vibrante mundo de la música. Y la repite sin cesar para tener la sensación consoladora de que vive creativamente el mundo de la belleza. Él no sabe qué es la belleza, ni le preocupa, pero se adentra gozosamente en su ámbito y se deja llevar de su impulso siempre nuevo, que llena su alma de ánimo hasta los bordes.

Vais caminando por el campo en grupo. Se hace largo y costoso el camino. Entonad una melodía: por ejemplo la que impulsa el último tiempo de la Sinfonía Pastoral de Beethoven. Veréis que el campo se transforma y el camino se hace leve. La belleza no sólo agrada; transfigura, consuela, eleva de nivel. Pero ¿qué es exactamente la belleza?

Hace siglos, en un golpe de genialidad, Platón propuso esta pregunta a un pueblo asombrado de su capacidad de engendrar obras en la belleza: obras musicales, escultóricas, arquitectónicas, literarias… Los griegos desbordaban arte de primerísima calidad, pero ¿sabían, acaso, lo que es la belleza, “eso que hace bellas todas las cosas”, según Platón? El sofista Hipias fracasó en su intento de dar una respuesta contundente. A base de preguntas bien encadenadas, Sócrates logró ridiculizar su autosuficiencia. Al verse arrinconado y sin salida airosa, pidió impaciente a Sócrates que respondiera él de una vez a la pregunta que había planteado: “Qué es la belleza”. Tampoco yo sé decirlo de golpe ‒respondió Sócrates‒, y esto me cuesta muchos reproches, pero no hemos perdido el tiempo con esta larga conversación dubitante; yo, al menos, he logrado comprender lo que dice el proverbio: “¡Lo bello es difícil!” (Hipias major 304 d).

Los artistas crean obras en la belleza

Durante siglos, los grandes artistas buscaron ansiosamente crear obras en la belleza. Eran conscientes, como los antiguos griegos, de que ni siquiera los más dotados crean la belleza. Crean obras merced a la energía que irradia la belleza misma. Y se sienten mediadores de la belleza, intérpretes de ella, transmisores de su mensaje radiante y consolador (2). Pero la belleza no la crean; la reciben como un don de lo alto.

• En los llamados “tiempos bárbaros” (desde el siglo I al IX después de Cristo), los monjes integraron la herencia cultural de la sinagoga hebrea, los ocho modos de la técnica musical griega y la espiritualidad monástica con objeto de crear un estilo musical ‒el “gregoriano”‒ que fuera un himno de alabanza y de súplica al Señor. Y le dieron un carácter ingrávido, a medio camino entre la tierra y el cielo, como corresponde a peregrinos que caminan ligeros de equipaje hacia la verdadera patria. Lo hicieron con una técnica precisa, con fervor religioso y una recatada belleza. No intentaron crear arte, sino orar de una forma depurada, densa, sumamente expresiva. Y el resultado fue una eclosión de belleza, que desafió al tiempo y conserva todavía hoy su encanto primero.

• En sus recreos, los monjes medievales se entretenían a menudo cantando a la vez una misma melodía en alturas distintas. Sin querer, realizaron el descubrimiento más fecundo de la Historia de la música: el fenómeno indescriptible de la armonía. Con pasmosa rapidez se cultivó luego el arte de la polifonía, que nos llena de asombro al llegar, en el siglo XVI, a la cumbre que supone la Escuela Romana, representada por el italiano Giovanni Perluigi da Palestrina y el español Tomás Luís de Victoria. A su genio se debe que toda la expresividad y el atractivo de la polifonía de los Países Bajos se pusiera al servicio de la liturgia católica, a la que enriquecieron con joyas artísticas que todavía hoy nos sobrecogen por la perfección de su forma y la hondura de su sentimiento religioso. Tampoco ellos pretendieron inundar las iglesias del arte más excelso. Precisamente, su gran tarea fue convencer al Papa Marcelo de que la polifonía más brillante puede constituir una excelsa forma de oración. Querían mostrar de la manera más impresionante que “el que canta ora dos veces”, en frase de San Agustín. Y lo consiguieron, a la vez que alzaron un monumento a la más pura belleza.

En los siglos XVII y XVIII, la polifonía contribuyó a crear un estilo sumamente expresivo: el barroco italiano y el alemán.

• En sus oratorios, Georg Friedrich Haendel y Johann Sebastian Bach erigieron monumentos de dimensiones inigualables, tanto en el cultivo de diversas formas estéticas como en el tratamiento de grandes temas religiosos. Pero esa grandiosidad no degeneró en teatralidad, pues conservaron el núcleo de la estética del gregoriano y de la polifonía romana, que era su ingravidez, su carácter de ilusionado peregrinar hacia la patria. Según confesión de Ana Magdalena Bach, su admirado Juan Sebastián creó sus dos principales Pasiones con lágrimas en los ojos, pues su intención era rendir al Salvador un homenaje de alabanza y agradecimiento.


Artículo n°89
• Nos consta que Haendel compuso su Mesías en un arrebatado esfuerzo de 40 días por entonar un himno imperecedero al Redentor. Los dos últimos coros parecen traducir en música los inmortales versículos del Apocalipsis (19, 6-7):

«Y oí como el rumor de una muchedumbre inmensa,
como el rumor de muchas aguas
y como el fragor de fuertes truenos, que decían:
“Aleluia. Porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo,
alegrémonos y démosle gracias».

Sin pretenderlo expresamente, legaron a la humanidad tres obras cumbre del arte.

En el siglo XVIII y comienzos del XIX, se configuró en Viena un nuevo estilo musical sumamente depurado, tan brillante en la forma como denso en el fondo: el clasicismo vienés. Fue fruto de una feliz conjunción del arte barroco, la invención de numerosos instrumentos, el perfeccionamiento de la orquesta, el papel mediador de la ciudad de Viena ‒encrucijada entre el mundo occidental y el oriental‒, y, coronándolo todo, el brote milagroso de varios genios que supieron integrar esos elementos y lograr una realidad originaria, nueva, única y fecunda.

En ese ambiente de moderación clásica, irrumpió un músico del Norte, el joven Ludwig van Beethoven, ansioso de una vida más espontánea, menos sometida a las convenciones de una sociedad clasista y más abierta a la expresión de los propios sentimientos. Un buen día, este joven de dotes explosivas daba su paseo habitual por el bosque de Viena. Vio a un pastor en actitud de tocar una flauta, pero no pudo oír los sonidos. Atormentado al ver que su sordera era total, regresó a casa y se puso a improvisar en el piano. Fruto de esta improvisación agitada fue un cuarteto para cuerdas. Al estreno asistió su buen amigo y admirador Wolfgang Amadeus Mozart. Al terminar, saludó al autor y le dijo: «Querido Ludwig, te admiro mucho como pianista y como compositor, pero esta obra es demasiado expresiva». Beethoven se apresuró a contestarle: «La música tiene que expresar nuestros sentimientos». Mozart sabía bien que el romanticismo estaba llamando a sus puertas, pero no dudó en decirle, acercándose algo más a él: «Ciertamente, la expresión de nuestra alma es fundamental, pero, al hacerlo, debemos siempre rendir culto a la diosa belleza». Beethoven debió de hacer un gesto de duda, y Mozart agregó: «Vuelve a oír el final de mi Don Giovanni y verás confirmada la verdad de lo que te acabo de decir». Efectivamente, este final expresa de modo descarnado, casi diríamos violento, el destino trágico del joven Don Juan, triunfador en las lides del amor egoísta, pero fracasado al confrontar su vida con la de Don Gonzalo, el Comendador, representante de la actitud ética y religiosa. Pero esta espeluznante expresividad nos es comunicada con una belleza tal que nos hace ver cómo por encima de la extrema bajeza nos queda siempre el reino de la suma belleza, de la que deben ser heraldo fiel los artistas auténticos. Lo había postulado tempranamente Platón al escribir: «…Es preciso que la música encuentre su fin en el amor a la belleza» (3).

Ya entrado el Romanticismo, en el siglo XIX admiramos las figuras de compositores que nos ofrecen, en obras de gran formato, temas sobremanera profundos. Félix Mendelsohn, en su oratorio Elías, y Richard Wagner, en su ópera Tannhäuser, nos muestran historias de gran relieve, y las arropan con una impresionante belleza. El coro “Oye Israel” de Mendelsohn y el de los peregrinos del Tannhäuser condensan la azarosa historia de muchos grupos y pueblos, pero todo ello está presidido, gloriosamente, por la “diosa belleza”, como había solicitado el genio al que en Viena solían llamar “el milagro Mozart”.

El alejamiento de la belleza

En los últimos tiempos, no pocos artistas parecen alejarse de la belleza. Y lo hacen sin nostalgia, como quien camina por una senda segura, sin preguntarse a dónde les conduce. Conceden la primacía al mero hacer, hacer obras, como si todo cuanto “produce” una persona dedicada al arte tuviera calidad artística. En el Congreso Mundial de Estética celebrado en Montréal, en 1983, una artista francesa afirmó que las obras de arte no necesitan tener sentido alguno, pues son un puro “il y a”, un puro “hay”, una mera existencia. Aproveché el coloquio para indicar que este planteamiento se mueve exclusivamente en el nivel 1, el del manejo y elaboración de objetos. Pero el arte auténtico aspira a situarse en el nivel 2, el de la creatividad, el encuentro y las experiencias artísticas. Como todo nivel de realidad logra su perfección en el nivel inmediatamente superior, las obras artísticas reciben del nivel 3 ‒el de los grandes valores e ideales‒ su energía interior, su sentido pleno, ese halo poético que las eleva al nivel de la excelencia. Los artesanos griegos que, bajo la guía de Fidias, tallaron las columnas dóricas del Partenón ‒con sus estrías modeladas conforme al “triángulo estético” de Pitágoras‒, no merecerían el calificativo de artistas si se hubieran reducido a tallar los mármoles conforme a las medidas fijadas por el arquitecto, sin comprender el papel que iban a jugar en el logro de la armonía del conjunto, de la que arranca su indefinible belleza.

Por eso hoy más que nunca necesitamos preguntarnos muy en serio qué es eso que llamamos de antiguo belleza. No vamos, de momento, a preocuparnos por definirla, es decir, por acotarla dentro de unos límites. Vamos a vivirla, admirarla, sobrecogernos ante sus diferentes manifestaciones. Tal vez así nos pase lo que predijo Platón en su famosa Carta Séptima: tras darle muchas vueltas a una idea, de repente, como por un relámpago, se ilumina la cuestión, y esa luz es la filosofía (4).

La recuperación del asombro ante el largo alcance de lo bello

A pesar de todas sus sombras, el momento actual se nos presenta como un tiempo oportuno ‒un verdadero “kairós”‒ para descubrir el papel que está llamada a jugar la belleza en el mundo de la alta cultura. No es sólo una delicia para los sentidos, un don de los dioses ‒como suele decirse‒, una invitación constante a la alegría ‒como bien subrayó el poeta John Keats (5) ‒; es una vía privilegiada para hacernos pasar del nivel 3 al nivel 4, es decir, del plano donde resplandecen los valores al plano en que los valores hallan su última e insondable fuente.

Al cabo de muchos siglos, la cultura europea sigue afirmando que “lo bello es difícil”, parece esquivo, pero, a la vez, es “la más manifiesta y la más amable de todas las realidades dignas de amarse” (6). Se nos manifiesta radiantemente, como algo eminentemente real, pero enigmático, en el sentido más prometedor del vocablo.

NOTAS

(1) Disfrutémoslo en inglés:
«¡My God, be good with me!
The see is so wide
and my boat so small».
(2) Bien dijo el esteta francés Denis Huisman que “el arte o es consolador o no es arte”. Cf. L´esthétique (PUF, Paris 1971) 78.
(3) Cf. República III, 403 c.
(4) Cf. Cartas, 341, c-d. Cf. Cartas, 341, c-d.
(5) En el umbral de su poema Eudimion dejó escrita esta noble sentencia: «A thing of beauty is a joy for ever», lo bello es una alegría para siempre. Cf. o.c. (Bosch, Barcelona 1977) 66.
(6) Cf. Platon: Fedro 250 e.

Alfonso López Quintás
07/11/2015

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Editado por
Alfonso López Quintás
Alfonso López Quintás
Alfonso López Quintás realizó estudios de filología, filosofía y música en Salamanca, Madrid, Múnich y Viena. Es doctor en filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y catedrático emérito de filosofía de dicho centro; miembro de número de la Real Academia Española de Ciencias Morales y Políticas –desde 1986-, de L´Académie Internationale de l´art (Suiza) y la International Society of Philosophie (Armenia); cofundador del Seminario Xavier Zubiri (Madrid); desde 1970 a 1975, profesor extraordinario de Filosofía en la Universidad Comillas (Madrid). De 1983 a 1993 fue miembro del Comité Director de la FISP (Fédération Internationale des Societés de Philosophie), organizadora de los congresos mundiales de Filosofía. Impartió numerosos cursos y conferencias en centros culturales de España, Francia, Italia, Portugal, México, Argentina, Brasil, Perú, Chile y Puerto Rico. Ha difundido en el mundo hispánico la obra de su maestro Romano Guardini, a través de cuatro obras y numerosos estudios críticos. Es promotor del proyecto formativo internacional Escuela de Pensamiento y Creatividad (Madrid), orientado a convertir la literatura y el arte –sobre todo la música- en una fuente de formación humana; destacar la grandeza de la vida ética bien orientada; convertir a los profesores en formadores; preparar auténticos líderes culturales; liberar a las mentes de las falacias de la manipulación. Para difundir este método formativo, 1) se fundó en la universidad Anáhuac (México) la “Cátedra de creatividad y valores Alfonso López Quintás”, y, en la universidad de Sao Paulo (Brasil), el “Núcleo de pensamento e criatividade”; se organizaron centros de difusión y grupos de trabajo en España e Iberoamérica, y se están impartiendo –desde 2006- tres cursos on line que otorgan el título de “Experto universitario en creatividad y valores”.





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