|
|
Cuaderno de Bitácora
El conocimiento, aunque sólo sea mediano, del griego y el latín nos abre innumerables puertas en la vida cultural. A San Agustín se atribuye, profusamente, la frase “Ama y haz lo que quieras”, y se da por hecho que la versión original es “ama et quod vis fac”. Esta formulación ha desquiciado la idea original y causado no leves malentendidos. El genio del obispo de Hipona les salió al paso escribiendo: «Dilige et quod vis fac», ama con el amor expresado por el término “dilectio” ‒amor oblativo, generoso‒, y lo que quieras hazlo tranquilo, pues amando de este modo no puedes sino hacer el bien. («Dilige, et non potes nisi bene facere»). Esta matización es ineludible, y se puede hacer con un conocimiento somero del latín.
Te maravillan las armonías de la polifonía romana, con el genial italiano Pierluigi da Palestrina y el insigne español Tomás Luis de Victoria. Pero, si no captas el texto latino, con su peculiar expresividad, no entrarás en el reino de lo sublime en que ellos se movían. Algo semejante, pero todavía más relevante si cabe, podemos decir de las cantatas barrocas de Schütz y Bustehude, y las grandes misas de Bach, Mozart y Beethoven. No es suficiente leer una traducción del texto, pues las traducciones no suelen reflejar la musicalidad del original. Hay que percibir el sorprendente valor expresivo del conjunto de música y texto. Oye atentamente el Agnus dei de la Missa solemnis de Beethoven y verás la vibración que adquieren los distintos vocablos del texto: agnus, tollis, miserere… No puedes figurarte en qué medida crecería tu gozo si pudieras advertir cómo se complementan el texto y la melodía en todo tipo de música desbordante de sentido. Te gusta viajar y conocer ciudades y monumentos. Pero, de pronto, te encuentras con una lápida a la entrada de un edificio notable, y en ella figuran estas dos palabras con caracteres destacados: Siste viator (párate, caminante). Si no sabes latín, prosigues la marcha. Pero justamente lo que se te pedía era que te parases, para comunicarte un mensaje muy significativo. Entras en Madrid por la famosa Puerta de Hierro, y al llegar a la Moncloa te recibe un gran arco de triunfo, presidido por una cuadriga victoriosa. Debajo de ella figura una inscripción: Hic victricibus armis… Si la sabes leer, te enteras de lo que sucedió en ese lugar en un momento decisivo de la historia de la capital y de toda España. Y se ensancha tu horizonte espiritual de visitante. Vete a Roma, contempla los diversos arcos de triunfo, memorial perenne del imponente imperio romano. Si no entiendes las inscripciones, verás la ciudad a lo largo y a lo ancho, pero no a lo profundo. Tu mirada se quedará a las puertas de la gran cultura. Esas puertas te las hubiera abierto el conocimiento del latín. Elevémonos a las cimas del pensamiento y supongamos que te gusta penetrar en la historia de las ideas que determinaron la marcha de la humanidad hasta el día de hoy. Te verás frenado penosamente si, por desconocer el latín, no puedes adentrarte en el mundo intelectual de mentes privilegiadas -juristas, filósofos, científicos, historiadores, literatos…-, como Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Ockam, Descartes, Copérnico, Leibniz, Francisco de Vitoria, Francisco Suárez… ¿Qué puede saber de primera mano sobre la Edad antigua, la Media y la Moderna de España –al menos hasta el siglo XVIII‒ el que no conoce el latín? ¿Cómo puede un filósofo del derecho sumergirse en ese monumento de sabiduría y gloria de España que es el Corpus hispanorum de pace si no tiene un conocimiento siquiera mediano del latín eclesiástico? Los hispanohablantes venimos del latín y del griego. No conocerlos es ignorar nuestro origen y quedarnos en buena medida sin raíces. La pérdida que esto significa para nuestra vida intelectual resalta cuando estudiamos el origen de nuestros vocablos españoles, es decir, su etimología. Es una delicia analizar, por ejemplo, la palabra "autoridad" y descubrir que procede del verbo latino augere, que significa promocionar, aumentar. Tiene autoridad, aunque no disponga de mando, el que, con sus indicaciones y pautas de conducta, nos enriquece en uno u otro aspecto y nos eleva a niveles de mayor calidad. Por eso el que ejerce la autoridad, vista de esta forma, no irrita; suscita agradecimiento. Conocer la etimología de las palabras de nuestro idioma es una deliciosa fuente de sabiduría, pues nos permite ahondar en nuestras raíces espirituales. Si sabemos que “recordar” se deriva del sustantivo latino “cor” (corazón) y significa “volver a pasar por el corazón” ‒es decir, traer de nuevo a la existencia‒, descubrimos un hecho de suma importancia: que la memoria no se reduce a un mero almacenaje de datos, antes presenta un carácter eminentemente creativo. Al enterarnos de que el vocablo “generosidad” procede del verbo latino “generare” (generar, engendrar, promover), cobramos una idea lúcida de la fecundidad de este concepto decisivo. Es generoso el que da vida, el que la incrementa y lleva a plenitud. Si quieres conocer a fondo el significado de la fidelidad, te basta descubrir que está emparentado con los términos fe, fiable, confianza, confidencia que se apoyan en la misma raíz latina fid, y, bien articulados entre sí, hacen posible el encuentro, que ‒como sabemos‒ constituye uno de los ejes decisivos de nuestro desarrollo personal. Sin esta clarificación radical podemos merodear largo tiempo en torno al secreto de nuestro crecimiento como personas y no adentrarnos nunca en él. En un nivel más sencillo, pero también harto significativo, el conocimiento del latín y el griego nos descubre el origen etimológico de numerosos vocablos científicos, el significado exacto de diversos lemas jurídicos –compendio del inmenso legado romano –, y nos podría liberar del bochorno de observar que multitud de compatriotas repiten, impávidos, el término "Sanítas" (bien acentuado en la í) para designar una conocida Sociedad sanitaria. De tal manera se ha generalizado el pronunciar mal las palabras latinas que uno tiene reparo en pronunciarlas bien en público, por temor a ser tachado de sujeto poco enterado, es decir, paleto. Cuando uno observa cómo personas de todos los niveles dicen y escriben, por ejemplo, «contra natura» -sin una m al final-, «urbi et orbe» -cambiando la i final por una e-, «manu militare» -insistiendo en el mismo error-, «mutatis mutandi» -comiéndose la s final-..., se sonroja y ruega que, si no se estudia latín, se lo olvide al menos del todo. Hablar y escribir en latín no es obligatorio, pero, de hacerlo, lo decoroso es hacerlo bien. Lo grave es que quienes desconocen el latín y el griego no saben lo que se pierden, pues no acceden a los mundos que ellas nos abren. El que ignora las lenguas clásicas conoce el español muy a medias, aunque sea doctor en lenguas románicas, y corre riesgo de vivir también a medias como persona, porque el lenguaje da cuerpo expresivo a la trama de realidades e interrelaciones que constituye la vida plena del ser humano. No tiene, en consecuencia, sentido afirmar que el latín y el griego son lenguas muertas. Perviven en el lenguaje –que es nuestro “elemento vital” por excelencia, pues en él accedemos al mundo del sentido‒ y, derivadamente, en multitud de documentos decisivos para la cultura. Vas al puente de Alcántara, vecino a Portugal, y, si no sabes latín, no puedes recibir el mensaje que te trasmiten quienes erigieron esa obra de arte sobrecogedora, al escribir “ars ubi natura vincitur ipsa sua”; lema que viene a decir: he aquí el arte que vence a la naturaleza con sus propios medios. Los reformadores de los planes de estudio debieran tener todo esto muy en cuenta. Se afirma, a menudo, que debemos primar lo actual sobre lo antiguo, entendido superficialmente como lo pasado. Se olvida que, según la Filosofía de la historia, somos creativos en el presente cuando asumimos activamente las posibilidades que cada generación del pasado ha ido entregando a las siguientes. Esa entrega se dice en latín traditio. De ahí que la tradición no sea un peso muerto que gravita sobre los hombres del presente; es un legado que impulsa su actividad creativa. Si no acogemos creadoramente la tradición, no podemos configurar el futuro. Además, todo lo relativo al lenguaje merece ser cuidadosamente cultivado, porque la Antropología filosófica nos enseña que el lenguaje es el vehículo viviente de la creatividad humana. Al hacer quiebra el lenguaje, se quebranta la creatividad. Una vez dicho esto, he de indicar con la misma firmeza que es ineludible mejorar las formas de enseñanza del griego y el latín. Someter a todos los estudiantes al estudio prematuro de los grandes clásicos puede convertirse en un tormento, en vez de constituir una delicia. Hay que precisar bien qué tipo de latín y de griego van a necesitar los futuros profesionales e introducirlos, de modo sugestivo, en los textos correspondientes. Los alumnos más sensibles se dejarán prender por el encanto de esta lengua y se abrirán al estudio de sus clásicos: Cum subit illius tristíssima noctis imago… La configuración de este método exige un tratamiento pormenorizado que aquí no puedo ni siquiera pespuntear. Pero colaboraría gustosamente a ello si fuera requerido. Cuaderno de Bitácora
Por su afán de mejorar la suerte de los menesterosos, Bertold Brecht intentó convertir el arte literario en un medio eficaz para despertar la conciencia crítica de una sociedad adormecida en el bienestar material. A ello se opone la tendencia de los espectadores a identificarse con los personajes teatrales, evadirse de las preocupaciones diarias y convertir la actividad teatral en un mero pasatiempo. Para evitarlo, cultivó Brecht el “efecto distanciamiento”, a fin de que los espectadores se distancien de las peripecias argumentales de las obras y adopten una actitud crítica ante los sucesos contemplados (1).
Algunos de los recursos movilizados por Brecht y sus seguidores para conseguir tal distanciamiento provocaron un verdadero alejamiento estético de las obras teatrales por falta del necesario compromiso con lo que en ellas sucede. De esta forma, las obras literarias se vieron convertidas en medios para unos fines ajenos y dejaron de suscitar la peculiar relación de encuentro con el lector o espectador. Esta relación de encuentro requiere una actitud de compromiso por nuestra parte. ¿Podemos comprometernos con una obra sin caer en los extremismos de fusionarnos con ella o de alejarnos? Si nos fusionamos, haciendo nuestro el destino de los personajes ‒sufriendo con su suerte adversa, celebrando su suerte venturosa‒, nos evadimos de la vida diaria y nos despreocupamos de sus problemas más hondos. Si nos alejamos, no damos vida estética a la obra, que surge cuando subimos del nivel 1 al nivel 2, y transfiguramos nuestro modo de ver la realidad de tal manera que, por ejemplo, no vemos en la Antígona de Sófocles un conflicto entre dos personas individuales ‒Creonte y Antígona‒, sino entre dos ámbitos de realidad y de conducta: el ámbito de la piedad fraterna y el ámbito de la ley que prohíbe dar sepultura a quien traiciona a su patria. Nuestro compromiso se da en el nivel 2, el de los ámbitos, en el que actuamos con una actitud básica de respeto, estima y colaboración. Si nos respetamos, no nos fusionamos; nos concedemos el espacio que necesitamos para desplegar nuestros ámbitos de vida. Estimo tu capacidad creativa y colaboro con ella, ofreciéndote posibilidades para ejercitar tus potencias. En reciprocidad, tú asumes activamente las posibilidades que yo te otorgo. Este intercambio de posibilidades crea entre nosotros un campo de juego común, en el cual se supera la escisión entre el interior y el exterior, el dentro y el fuera. Al movernos en ese campo, ganamos un modo elevado de unidad, que está muy por encima de toda fusión. Nos tratamos y conocemos a distancia de perspectiva, como hacemos para contemplar activamente un cuadro y vivirlo desde dentro, genéticamente, como si lo estuviéramos gestando. En síntesis, para comprometernos con una trama argumental sin caer en los extremismos de fusionarnos con ella o alejarnos, debemos conjugar una forma determinada de inmediatez con una forma determinada de distancia, a fin de entrar en relación de presencia, como se desprende del análisis de los triángulos hermenéuticos (2). Estamos cerca de lo que acontece en la obra y desde el principio tomamos contacto con los personajes y sus avatares, pero lo hacemos en cuanto son realidades abiertas ‒ámbitos‒, que nos apelan a la colaboración. Toda apelación o llamada crea cierta distancia entre la persona que apela y la persona apelada. El respeto nos lleva a tratarnos como personas, como un tú capaz de oír y responder, ser invitado y aceptar o rechazar la invitación. Ese distanciamiento de por sí no nos aleja; nos invita a estrechar el trato y acrecentar la amistad. Si lo hacemos, podemos captar el mensaje profundo que transmitimos a través de las palabras. De modo análogo, si participamos de una obra teatral, debemos hacerlo en principio con la preceptiva actitud de “desinterés estético”, que nos lleva a considerar la obra en sí misma, en todo su poder expresivo. Si la obra no sólo ofrece acciones y conversaciones superficiales ‒propias del nivel 1‒, antes nos sumerge en ámbitos y tramas de ámbitos, con el correspondiente intercambio de posibilidades creativas, nos comprometemos con el tema de la obra, que aviva nuestra capacidad reflexiva y nuestro poder de tomar iniciativas creativas. Sumergirnos en el mero argumento con afán de perdernos en él y fusionarnos, nos aliena como personas y amengua nuestra capacidad creativa. Hacernos cargo del tema y asumirlo creativamente nos permite penetrar en el trasfondo del argumento ‒su “intrahistoria”, en expresión de Miguel de Unamuno‒ y ganar en madurez humana. De esta forma, una experiencia literaria puede constituir, a la vez, una actividad estética auténtica y despertar en nosotros la conciencia crítica de nuestros deberes sociales. La obra logra, así, todo su alcance y nosotros ganamos nuestra plena madurez de personas abiertas a la vida cultural. En este momento, la actividad literaria exhibe todo su poder formativo. Notas (1) Cf. Escritos sobre teatro (Nueva Visión, Buenos Aires 1970) 150. (2) En la obra El triángulo hermenéutico (Editora Nacional, Madrid 1971, págs. 59-111) expongo dieciséis triángulos hermenéuticos que suponen otras tantas formas de presencia que podemos llegar a tener con la realidad al conjugar una forma determinada de inmediatez con una forma de distancia. Cuaderno de Bitácora
En una tertulia radiofónica reciente, varios escritores afirmaron, con la contundencia del que dice algo obvio, que tiene más interés discutir, en los foros comunitarios, cuestiones económicas perentorias que “ciertas cuestiones teóricas que a nadie interesan, por ejemplo la necesidad de aludir a las raíces cristianas de Europa en la futura Constitución de la Unión Europea”. Si se analiza este tema con cuidado, se descubre que no es una cuestión meramente teórica, sino eminentemente práctica, ya que tiene una incidencia decisiva en la cultura europea.
Es ineludible tratar con hondura esta cuestión, pues sólo entonces veremos que reconocer en el Preámbulo de dicha Constitución el papel decisivo jugado por el cristianismo en la configuración del espíritu y las instituciones de Europa tiene un alcance muy superior al mero reconocimiento de un dato histórico sólo vigente en el pasado. Sabemos por la actual Filosofía de la Historia que pertenece a nuestra condición de seres humanos vivir históricamente, y esto no se reduce a llevar una existencia decurrente, circunstancia que también afecta a los animales. Vivir históricamente significa que los hombres de cada generación asumen las posibilidades creativas que les han trasmitido las generaciones anteriores, crean nuevas posibilidades y se las transmiten a las generaciones más jóvenes. Como sabemos, transmitir se dice en latín tradere, de donde procede tradición. Para abrirnos al futuro, debemos estar fecundamente vinculados a la tradición, es decir, al pasado histórico, visto rigurosamente, no como lo ya sido, sino como aquello que sigue ofreciéndonos posibilidades para vivir creativamente. Hoy, los hispanos no podemos hablar sin estar conectados vivamente a los griegos, los latinos y los árabes, que nos transmiten su sabiduría a través de sus lenguas. Dices “entusiasmo”, y estás participando de la teoría griega del ascenso a lo divino, que para los griegos significaba lo perfecto. Un cúmulo de sabiduría nos viene dado en esa palabra, considerada en todo su alcance. Aceptar activamente el pasado histórico no es fruto de una nostalgia romántica, de un afán de conservar el legado de nuestros mayores. Es una medida indispensable para ser creativos en el presente. Desde que San Pablo dio el salto de Asia a Europa, en su primer viaje a Grecia, la fe cristiana abrió a los europeos horizontes nuevos que decidieron su orientación cultural y espiritual. Por ejemplo, les inspiró un concepto claro, preciso y vivo, de la trascendencia, o, más exactamente, del Ser Supremo que trasciende todo lo creado y no presenta un carácter abstracto y difuso sino concreto, incluso personal. Este concepto de trascendencia dio lugar a un nuevo canon en estética y en ética, y determinó el sentido profundo de la vida religiosa. La idea de trascendencia, unida a la de infinitud, enriqueció la experiencia estética con el concepto de lo sublime, ajeno al mundo griego, atenido al canon de la proporción y la medida o mesura. El criterio de bondad ética ya no viene dado por el justo medio, sino por la perfección absoluta del Ser Infinito, considerada por el Señor como la medida de nuestra conducta: “¡Sed perfectos –dijo Jesús- como vuestro Padre celestial es perfecto!” De una forma o de otra, este nuevo horizonte abierto al hombre determinó la marcha de todas las vertientes culturales, entendiendo la cultura como el fruto de la relación creativa del ser humano con la realidad circundante. El arte europeo no se entiende sin el influjo del Cristianismo, no sólo en cuanto a sus temas sino sobre todo en cuanto a su espíritu. Es sintomático lo que sucedió en el albor mismo de la arquitectura sacra, cuando los cristianos de Roma asumieron como base de la construcción de sus iglesias, no el Panteón romano –de planta circular y espíritu estático–, sino los salones nobles llamados basílicas, y los transformaron de modo que prevaleciera la directriz horizontal, que orienta la vista de los creyentes hacia el altar del sacrificio y les hace vivir dinámicamente su espíritu de peregrinos que marchan hacia la verdadera patria. La música europea nace con el canto gregoriano, que recoge la técnica musical griega de los ocho modos y la pone al servicio de una mentalidad trascendente, heredada de la sinagoga hebrea y cultivada fervorosamente en el monacato cristiano. Del gregoriano se deriva el canto trovadoresco y la polifonía sacra, que –unida a otros elementos culturales– contribuirá decisivamente a la formación del estilo barroco, el clasicismo vienés, el romanticismo... Estudiemos las últimas raíces de las obras cumbre de Schütz, Bach, Beethoven, Mozart y Wagner, y veremos latiendo en ellas el espíritu cristiano. Se dice que el Don Giovanni mozartiano es la ópera más perfecta de todos los tiempos. Ciertamente, se da en ella una integración inigualable de fondo y forma. Pero la raíz última de su genialidad, lo que la torna sobrecogedora se da en su escena final cuando entran en confrontación los tres niveles de realidad y de conducta: el nivel de la entrega a las sensaciones placenteras (representado por Don Juan), el nivel ético de la creación de vínculos personales comprometidos y el nivel religioso del respeto incondicional al Ser Supremo (ambos encarnados en la figura de Don Gonzalo, el Comendador). Sin la versión profunda al Ser trascendente, esa escena cumbre perdería ese punto de grandeza que la eleva al plano de lo excepcional. Los grandes monumentos literarios europeos nacieron en un clima abierto activamente al horizonte sobrenatural. No podemos entender a fondo esas cimas literarias que son La divina comedia del Dante, El burlador de Sevilla de Tirso de Molina, El Quijote de Cervantes, el Fausto de Goethe, Los hermanos Karamazof de Dostoievski sin la orientación de las gentes hacia un mundo superior, trascendente y cercano al mismo tiempo, tal como se nos revela en la figura del Verbo Encarnado. Incluso la gran ciencia cultivada por Europa con éxito espectacular se hizo posible, en buena medida, gracias a la idea que nos transmitió el Cristianismo –bien apoyado aquí en la tradición judaica– de que el mundo fue creado por un Dios personal trascendente, una Inteligencia Suprema que lo modeló conforme a leyes y lo dotó de una admirable racionalidad. El mundo finito está muy vinculado a su Creador pero es distinto de él; merece inmenso respeto pero no es algo sacro que resulte profanado si lo sometemos a algún tipo de análisis o experimentación. Más bien, el hombre tiene el encargo del Creador de poblar el mundo y dominarlo, es decir, convertirlo en un lugar de habitación y encuentro. El hombre, en consecuencia, se distancia del mundo para conocerlo y perfeccionarlo, no para alejarse de él y destruirlo. El conocimiento de las leyes del universo viene posibilitado en principio por la creencia de que el mundo fue creado de forma ordenada, sometida a leyes, y por eso expresable en lenguaje matemático. Lo indica el gran científico y humanista Albert Einstein en este sugestivo párrafo: «Aunque es cierto que los resultados científicos son enteramente independientes de cualquier tipo de consideraciones morales o religiosas, también es cierto que justamente aquellos hombres a quienes la ciencia debe sus logros más significativamente creativos fueron individuos impregnados de la convicción auténticamente religiosa de que este universo es algo perfecto y susceptible de ser conocido por medio del esfuerzo humano de comprensión racional. (...) De no haber estado inspirados en su búsqueda por el amor dei intellectualis de Spinoza, difícilmente hubieran podido dedicarse a su tarea con esa infatigable devoción, la única que permite al hombre llegar a las más encumbradas metas» (1). Obviamente, quien mantuvo viva en Europa esa conciencia lúcida del carácter finito-creatural del universo fue el Cristianismo. Basta recordar la figura señera de Kepler. Descubrir ese nexo profundo del Cristianismo y la historia del proceso de constitución del espíritu europeo requiere una voluntad firme de penetrar en los estratos donde se fraguan las grandes corrientes culturales. Por eso resulta penoso que el Presidente de la Comisión encargada de redactar la Constitución de la Unión Europea sólo cite como fuentes de nuestra cultura a Grecia, Roma y la Ilustración. Deja de lado nada menos que toda la Patrística y la Edad Media, a quienes debemos –entre otros muchos dones– la transmisión viva y creadora de la mejor cultura grecolatina y árabe. Suele decirse que Descartes es el padre de la modernidad. Pero el auténtico Descartes no puede ser entendido sin conocer a fondo la Edad Media y el nexo de la razón humana con la trascendencia divina. Recuérdese su obra básica: Meditationes de prima philosophia. De ese Descartes abierto a la trascendencia religiosa dependerá después el mejor Fichte y otros eximios pensadores europeos. Cuanto más se estudia el pensamiento europeo, más claramente se advierte que es suicida prescindir del pensamiento cristiano. Lo que procede hoy día no es olvidar ese pensamiento, sino purificarlo de malentendidos, incrementarlo hasta desarrollar todas sus virtualidades. No acabamos de lamentar las desventuras que provocó en Europa el hecho de que algunas figuras determinantes de su destino hayan tenido una idea precaria de lo que es y significa la vida religiosa cristiana. Basta pensar en Hegel y Marx. Un rumbo bien distinto hubiera tomado Europa si esas mentes privilegiadas hubieran dispuesto de un conocimiento aquilatado del Cristianismo. La renovación de Europa habrá de venir por vía de ahondamiento en sus raíces cristianas, no a través de un ataque a las mismas. Es hora de movilizar la inteligencia y purificar la voluntad para ver y reconocer esto con la debida lucidez y decisión. Resulta, por ello, difícilmente creíble que ciertos grupos sigan empeñándose en privar a los escolares de un estudio serio de la vida religiosa. A veces se achaca esta tendencia a un espíritu sectario. Tal vez sea más bien cuestión de ignorancia, unida a cierta indiferencia respecto al futuro de niños y jóvenes. Si éstos desconocen la religión cristiana y su historia, no podrán adentrarse en el maravilloso mundo de las artes plásticas, la arquitectura, la música, la literatura, la Historia, incluso la ciencia, radicalmente entendida. Esta penosa exclusión del mundo cultural supone una regresión calamitosa. A ella se debe, en no pequeña medida, la llamada “catástrofe antropológica” que muy lúcidos pensadores están delatando en la actualidad. El vendaval ideológico que vació en buena medida a Occidente de grandes valores, sobre todo el valor supremo encarnado por el Creador, explica la amarga decepción de lúcidos intelectuales de Europa oriental. «Nos unimos a los países libres, los países de Europa occidental –escribe uno de ellos-, y vemos una civilización sometida a la divisa: “Vivamos como si Dios no existiera”. Y se nos anima a aceptar ese estilo de vida como pasaporte para Europa» (2). A veces se intenta justificar esa actitud ante la religión afirmando que ésta es un asunto privado, interno, de cada persona. Parece ignorarse que lo externo y lo interno se vinculan estrechamente cuando se vive de modo creativo. Un saludo, una interpretación musical, una comida de amigos... son actos internos y externos a la vez. Hoy nos enseña la mejor Antropología filosófica que la persona humana crece comunitariamente, participando en estructuras comunitarias. No tiene sentido afirmar que la Religión se vive en la interioridad, y la política en la exterioridad. Tal distinción tiene valor cuando se aplica a realidades materiales, sometidas al espacio: O estoy dentro de la sala o estoy fuera. Esta frase es, efectivamente, un dilema. Pero, cuando oigo activamente una obra musical ¿puedo decir con sentido que estoy fuera de ella? De ningún modo, pues, en el nivel de la creatividad, lo interior y lo exterior se integran. Nada más importante que reconocer en el pórtico de la Constitución europea que tenemos un pasado cristiano, entendido el término “pasado” en el sentido de fuente inagotable de energía para configurar en el presente una forma de vida auténticamente creativa. En este momento decisivo de la configuración de una nueva Europa, necesitamos tener una idea clara sobre el tipo de hombre que deseamos configurar. Pues bien. Tal configuración estuvo durante siglos determinada por la vinculación efectiva y fecunda de los europeos con el Ser trascendente. No se trata, pues, de aludir a los orígenes cristianos de Europa para hacer una concesión amable a las Iglesias cristianas. Lo decisivo es aclarar si nos decidimos a asumir todas las posibilidades que nos vienen del pasado cristiano en orden a orientar la vida europea hacia la trascendencia divina. Bien sabido que no se trata de cualquier tipo de ascenso a lo sobrenatural, sino justamente del modo concreto y preciso de ascenso que proclama y vive el cristianismo. Podemos decidir los europeos lo que deseemos en orden a incluir a Dios en la Carta Magna que ha de configurar nuestra vida, en todas sus vertientes. Pero hemos de estar bien seguros de que la apertura cristiana a la trascendencia divina no es una gracia que hayamos de hacer al Cristianismo y a las Iglesias cristianas. Es una herencia excelsa que hemos recibido de la tradición cristiana y que bien haremos en no rechazar si queremos mantener incólume nuestra capacidad creadora en todos los órdenes. A ello alude el eminente científico y humanista Werner Heisenberg en este inspirado párrafo: “Nadie sabe lo que el futuro encierra, ni cuáles serán las fuerzas espirituales que regirán el universo, pero está fuera de duda que no lograremos sobrevivir si no sabemos creer en algo y querer algo. Y desde luego queremos que la vida espiritual reflorezca en nuestro alrededor. (...) Queremos que nuestros jóvenes, a pesar del confuso torbellino de los hechos externos, se sientan iluminados por la luz espiritual del Occidente, y que ella les permita hallar de nuevo las fuentes de vitalidad que han nutrido a nuestro continente a lo largo de dos milenios” (3). NOTAS (1) Cf. Heisenberg y otros: Cuestiones cuánticas, Kairós, Barcelona 1987, p. 170. (2) Cf. El horizonte de la libertad. En camino hacia la nueva Europa, Ciudad Nueva, Madrid 1994, p. 31. (3) Cf. La imagen de la naturaleza en la física actual, Ariel, Barcelona 1976, p. 56 Cuaderno de Bitácora
No hace mucho, en una encuesta realizada entre 1.800.000 estudiantes franceses y 124 profesores, la mayoría manifestaron su deseo de que se incremente en los centros escolares el conocimiento del arte y, en general, de las áreas de conocimiento que les ayudan a descubrir el sentido de la vida (1). Sobrada razón tienen estos jóvenes y sus profesores, y bien haríamos los educadores y, sobre todo, los responsables de los planes educativos en tomar nota de esa nostalgia por un conocimiento riguroso y penetrante de las Humanidades.
|
Editado por
Alfonso López Quintás
Alfonso López Quintás realizó estudios de filología, filosofía y música en Salamanca, Madrid, Múnich y Viena. Es doctor en filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y catedrático emérito de filosofía de dicho centro; miembro de número de la Real Academia Española de Ciencias Morales y Políticas –desde 1986-, de L´Académie Internationale de l´art (Suiza) y la International Society of Philosophie (Armenia); cofundador del Seminario Xavier Zubiri (Madrid); desde 1970 a 1975, profesor extraordinario de Filosofía en la Universidad Comillas (Madrid). De 1983 a 1993 fue miembro del Comité Director de la FISP (Fédération Internationale des Societés de Philosophie), organizadora de los congresos mundiales de Filosofía. Impartió numerosos cursos y conferencias en centros culturales de España, Francia, Italia, Portugal, México, Argentina, Brasil, Perú, Chile y Puerto Rico. Ha difundido en el mundo hispánico la obra de su maestro Romano Guardini, a través de cuatro obras y numerosos estudios críticos. Es promotor del proyecto formativo internacional Escuela de Pensamiento y Creatividad (Madrid), orientado a convertir la literatura y el arte –sobre todo la música- en una fuente de formación humana; destacar la grandeza de la vida ética bien orientada; convertir a los profesores en formadores; preparar auténticos líderes culturales; liberar a las mentes de las falacias de la manipulación. Para difundir este método formativo, 1) se fundó en la universidad Anáhuac (México) la “Cátedra de creatividad y valores Alfonso López Quintás”, y, en la universidad de Sao Paulo (Brasil), el “Núcleo de pensamento e criatividade”; se organizaron centros de difusión y grupos de trabajo en España e Iberoamérica, y se están impartiendo –desde 2006- tres cursos on line que otorgan el título de “Experto universitario en creatividad y valores”.
Archivos
Últimos apuntes
Artículo n°128
22/05/2023
Artículo n°127
24/02/2023
Artículo n°126
10/12/2022
Artículo n°125
30/08/2022
Artículo n°124
23/10/2021
Artículo n°123
18/10/2021
Artículo n°122
12/03/2021
Artículo n°121
08/10/2020
Artículo n°120
21/07/2020
Tendencias de las Religiones
Enlaces de interés
|
Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850
|