EL ARTE DE PENSAR. Alfonso López Quintás







Blog de Tendencias21 sobre formación en creatividad y valores
El conocimiento, aunque sólo sea mediano, del griego y el latín nos abre innumerables puertas en la vida cultural. A San Agustín se atribuye, profusamente, la frase “Ama y haz lo que quieras”, y se da por hecho que la versión original es “ama et quod vis fac”. Esta formulación ha desquiciado la idea original y causado no leves malentendidos. El genio del obispo de Hipona les salió al paso escribiendo: «Dilige et quod vis fac», ama con el amor expresado por el término “dilectio” ‒amor oblativo, generoso‒, y lo que quieras hazlo tranquilo, pues amando de este modo no puedes sino hacer el bien. («Dilige, et non potes nisi bene facere»). Esta matización es ineludible, y se puede hacer con un conocimiento somero del latín.

Te maravillan las armonías de la polifonía romana, con el genial italiano Pierluigi da Palestrina y el insigne español Tomás Luis de Victoria. Pero, si no captas el texto latino, con su peculiar expresividad, no entrarás en el reino de lo sublime en que ellos se movían. Algo semejante, pero todavía más relevante si cabe, podemos decir de las cantatas barrocas de Schütz y Bustehude, y las grandes misas de Bach, Mozart y Beethoven. No es suficiente leer una traducción del texto, pues las traducciones no suelen reflejar la musicalidad del original. Hay que percibir el sorprendente valor expresivo del conjunto de música y texto. Oye atentamente el Agnus dei de la Missa solemnis de Beethoven y verás la vibración que adquieren los distintos vocablos del texto: agnus, tollis, miserere… No puedes figurarte en qué medida crecería tu gozo si pudieras advertir cómo se complementan el texto y la melodía en todo tipo de música desbordante de sentido.

Te gusta viajar y conocer ciudades y monumentos. Pero, de pronto, te encuentras con una lápida a la entrada de un edificio notable, y en ella figuran estas dos palabras con caracteres destacados: Siste viator (párate, caminante). Si no sabes latín, prosigues la marcha. Pero justamente lo que se te pedía era que te parases, para comunicarte un mensaje muy significativo. Entras en Madrid por la famosa Puerta de Hierro, y al llegar a la Moncloa te recibe un gran arco de triunfo, presidido por una cuadriga victoriosa. Debajo de ella figura una inscripción: Hic victricibus armis… Si la sabes leer, te enteras de lo que sucedió en ese lugar en un momento decisivo de la historia de la capital y de toda España. Y se ensancha tu horizonte espiritual de visitante.

Vete a Roma, contempla los diversos arcos de triunfo, memorial perenne del imponente imperio romano. Si no entiendes las inscripciones, verás la ciudad a lo largo y a lo ancho, pero no a lo profundo. Tu mirada se quedará a las puertas de la gran cultura. Esas puertas te las hubiera abierto el conocimiento del latín.

Elevémonos a las cimas del pensamiento y supongamos que te gusta penetrar en la historia de las ideas que determinaron la marcha de la humanidad hasta el día de hoy. Te verás frenado penosamente si, por desconocer el latín, no puedes adentrarte en el mundo intelectual de mentes privilegiadas -juristas, filósofos, científicos, historiadores, literatos…-, como Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Ockam, Descartes, Copérnico, Leibniz, Francisco de Vitoria, Francisco Suárez… ¿Qué puede saber de primera mano sobre la Edad antigua, la Media y la Moderna de España –al menos hasta el siglo XVIII‒ el que no conoce el latín? ¿Cómo puede un filósofo del derecho sumergirse en ese monumento de sabiduría y gloria de España que es el Corpus hispanorum de pace si no tiene un conocimiento siquiera mediano del latín eclesiástico?

Los hispanohablantes venimos del latín y del griego. No conocerlos es ignorar nuestro origen y quedarnos en buena medida sin raíces. La pérdida que esto significa para nuestra vida intelectual resalta cuando estudiamos el origen de nuestros vocablos españoles, es decir, su etimología. Es una delicia analizar, por ejemplo, la palabra "autoridad" y descubrir que procede del verbo latino augere, que significa promocionar, aumentar. Tiene autoridad, aunque no disponga de mando, el que, con sus indicaciones y pautas de conducta, nos enriquece en uno u otro aspecto y nos eleva a niveles de mayor calidad. Por eso el que ejerce la autoridad, vista de esta forma, no irrita; suscita agradecimiento.

Conocer la etimología de las palabras de nuestro idioma es una deliciosa fuente de sabiduría, pues nos permite ahondar en nuestras raíces espirituales. Si sabemos que “recordar” se deriva del sustantivo latino “cor” (corazón) y significa “volver a pasar por el corazón” ‒es decir, traer de nuevo a la existencia‒, descubrimos un hecho de suma importancia: que la memoria no se reduce a un mero almacenaje de datos, antes presenta un carácter eminentemente creativo. Al enterarnos de que el vocablo “generosidad” procede del verbo latino “generare” (generar, engendrar, promover), cobramos una idea lúcida de la fecundidad de este concepto decisivo. Es generoso el que da vida, el que la incrementa y lleva a plenitud. Si quieres conocer a fondo el significado de la fidelidad, te basta descubrir que está emparentado con los términos fe, fiable, confianza, confidencia que se apoyan en la misma raíz latina fid, y, bien articulados entre sí, hacen posible el encuentro, que ‒como sabemos‒ constituye uno de los ejes decisivos de nuestro desarrollo personal. Sin esta clarificación radical podemos merodear largo tiempo en torno al secreto de nuestro crecimiento como personas y no adentrarnos nunca en él.

En un nivel más sencillo, pero también harto significativo, el conocimiento del latín y el griego nos descubre el origen etimológico de numerosos vocablos científicos, el significado exacto de diversos lemas jurídicos –compendio del inmenso legado romano –, y nos podría liberar del bochorno de observar que multitud de compatriotas repiten, impávidos, el término "Sanítas" (bien acentuado en la í) para designar una conocida Sociedad sanitaria. De tal manera se ha generalizado el pronunciar mal las palabras latinas que uno tiene reparo en pronunciarlas bien en público, por temor a ser tachado de sujeto poco enterado, es decir, paleto.

Cuando uno observa cómo personas de todos los niveles dicen y escriben, por ejemplo, «contra natura» -sin una m al final-, «urbi et orbe» -cambiando la i final por una e-, «manu militare» -insistiendo en el mismo error-, «mutatis mutandi» -comiéndose la s final-..., se sonroja y ruega que, si no se estudia latín, se lo olvide al menos del todo. Hablar y escribir en latín no es obligatorio, pero, de hacerlo, lo decoroso es hacerlo bien.

Lo grave es que quienes desconocen el latín y el griego no saben lo que se pierden, pues no acceden a los mundos que ellas nos abren. El que ignora las lenguas clásicas conoce el español muy a medias, aunque sea doctor en lenguas románicas, y corre riesgo de vivir también a medias como persona, porque el lenguaje da cuerpo expresivo a la trama de realidades e interrelaciones que constituye la vida plena del ser humano. No tiene, en consecuencia, sentido afirmar que el latín y el griego son lenguas muertas. Perviven en el lenguaje –que es nuestro “elemento vital” por excelencia, pues en él accedemos al mundo del sentido‒ y, derivadamente, en multitud de documentos decisivos para la cultura. Vas al puente de Alcántara, vecino a Portugal, y, si no sabes latín, no puedes recibir el mensaje que te trasmiten quienes erigieron esa obra de arte sobrecogedora, al escribir “ars ubi natura vincitur ipsa sua”; lema que viene a decir: he aquí el arte que vence a la naturaleza con sus propios medios.

Los reformadores de los planes de estudio debieran tener todo esto muy en cuenta. Se afirma, a menudo, que debemos primar lo actual sobre lo antiguo, entendido superficialmente como lo pasado. Se olvida que, según la Filosofía de la historia, somos creativos en el presente cuando asumimos activamente las posibilidades que cada generación del pasado ha ido entregando a las siguientes. Esa entrega se dice en latín traditio. De ahí que la tradición no sea un peso muerto que gravita sobre los hombres del presente; es un legado que impulsa su actividad creativa. Si no acogemos creadoramente la tradición, no podemos configurar el futuro. Además, todo lo relativo al lenguaje merece ser cuidadosamente cultivado, porque la Antropología filosófica nos enseña que el lenguaje es el vehículo viviente de la creatividad humana. Al hacer quiebra el lenguaje, se quebranta la creatividad.

Una vez dicho esto, he de indicar con la misma firmeza que es ineludible mejorar las formas de enseñanza del griego y el latín. Someter a todos los estudiantes al estudio prematuro de los grandes clásicos puede convertirse en un tormento, en vez de constituir una delicia. Hay que precisar bien qué tipo de latín y de griego van a necesitar los futuros profesionales e introducirlos, de modo sugestivo, en los textos correspondientes. Los alumnos más sensibles se dejarán prender por el encanto de esta lengua y se abrirán al estudio de sus clásicos: Cum subit illius tristíssima noctis imago… La configuración de este método exige un tratamiento pormenorizado que aquí no puedo ni siquiera pespuntear. Pero colaboraría gustosamente a ello si fuera requerido.
Alfonso López Quintás
27/10/2013

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El “efecto distanciamiento” en Bertold Brecht
Por su afán de mejorar la suerte de los menesterosos, Bertold Brecht intentó convertir el arte literario en un medio eficaz para despertar la conciencia crítica de una sociedad adormecida en el bienestar material. A ello se opone la tendencia de los espectadores a identificarse con los personajes teatrales, evadirse de las preocupaciones diarias y convertir la actividad teatral en un mero pasatiempo. Para evitarlo, cultivó Brecht el “efecto distanciamiento”, a fin de que los espectadores se distancien de las peripecias argumentales de las obras y adopten una actitud crítica ante los sucesos contemplados (1).

Algunos de los recursos movilizados por Brecht y sus seguidores para conseguir tal distanciamiento provocaron un verdadero alejamiento estético de las obras teatrales por falta del necesario compromiso con lo que en ellas sucede. De esta forma, las obras literarias se vieron convertidas en medios para unos fines ajenos y dejaron de suscitar la peculiar relación de encuentro con el lector o espectador.

Esta relación de encuentro requiere una actitud de compromiso por nuestra parte. ¿Podemos comprometernos con una obra sin caer en los extremismos de fusionarnos con ella o de alejarnos? Si nos fusionamos, haciendo nuestro el destino de los personajes ‒sufriendo con su suerte adversa, celebrando su suerte venturosa‒, nos evadimos de la vida diaria y nos despreocupamos de sus problemas más hondos. Si nos alejamos, no damos vida estética a la obra, que surge cuando subimos del nivel 1 al nivel 2, y transfiguramos nuestro modo de ver la realidad de tal manera que, por ejemplo, no vemos en la Antígona de Sófocles un conflicto entre dos personas individuales ‒Creonte y Antígona‒, sino entre dos ámbitos de realidad y de conducta: el ámbito de la piedad fraterna y el ámbito de la ley que prohíbe dar sepultura a quien traiciona a su patria. Nuestro compromiso se da en el nivel 2, el de los ámbitos, en el que actuamos con una actitud básica de respeto, estima y colaboración. Si nos respetamos, no nos fusionamos; nos concedemos el espacio que necesitamos para desplegar nuestros ámbitos de vida. Estimo tu capacidad creativa y colaboro con ella, ofreciéndote posibilidades para ejercitar tus potencias. En reciprocidad, tú asumes activamente las posibilidades que yo te otorgo.

Este intercambio de posibilidades crea entre nosotros un campo de juego común, en el cual se supera la escisión entre el interior y el exterior, el dentro y el fuera. Al movernos en ese campo, ganamos un modo elevado de unidad, que está muy por encima de toda fusión. Nos tratamos y conocemos a distancia de perspectiva, como hacemos para contemplar activamente un cuadro y vivirlo desde dentro, genéticamente, como si lo estuviéramos gestando.

En síntesis, para comprometernos con una trama argumental sin caer en los extremismos de fusionarnos con ella o alejarnos, debemos conjugar una forma determinada de inmediatez con una forma determinada de distancia, a fin de entrar en relación de presencia, como se desprende del análisis de los triángulos hermenéuticos (2). Estamos cerca de lo que acontece en la obra y desde el principio tomamos contacto con los personajes y sus avatares, pero lo hacemos en cuanto son realidades abiertas ‒ámbitos‒, que nos apelan a la colaboración. Toda apelación o llamada crea cierta distancia entre la persona que apela y la persona apelada. El respeto nos lleva a tratarnos como personas, como un tú capaz de oír y responder, ser invitado y aceptar o rechazar la invitación. Ese distanciamiento de por sí no nos aleja; nos invita a estrechar el trato y acrecentar la amistad. Si lo hacemos, podemos captar el mensaje profundo que transmitimos a través de las palabras.

De modo análogo, si participamos de una obra teatral, debemos hacerlo en principio con la preceptiva actitud de “desinterés estético”, que nos lleva a considerar la obra en sí misma, en todo su poder expresivo. Si la obra no sólo ofrece acciones y conversaciones superficiales ‒propias del nivel 1‒, antes nos sumerge en ámbitos y tramas de ámbitos, con el correspondiente intercambio de posibilidades creativas, nos comprometemos con el tema de la obra, que aviva nuestra capacidad reflexiva y nuestro poder de tomar iniciativas creativas. Sumergirnos en el mero argumento con afán de perdernos en él y fusionarnos, nos aliena como personas y amengua nuestra capacidad creativa. Hacernos cargo del tema y asumirlo creativamente nos permite penetrar en el trasfondo del argumento ‒su “intrahistoria”, en expresión de Miguel de Unamuno‒ y ganar en madurez humana.

De esta forma, una experiencia literaria puede constituir, a la vez, una actividad estética auténtica y despertar en nosotros la conciencia crítica de nuestros deberes sociales. La obra logra, así, todo su alcance y nosotros ganamos nuestra plena madurez de personas abiertas a la vida cultural. En este momento, la actividad literaria exhibe todo su poder formativo.

Notas

(1) Cf. Escritos sobre teatro (Nueva Visión, Buenos Aires 1970) 150.
(2) En la obra El triángulo hermenéutico (Editora Nacional, Madrid 1971, págs. 59-111) expongo dieciséis triángulos hermenéuticos que suponen otras tantas formas de presencia que podemos llegar a tener con la realidad al conjugar una forma determinada de inmediatez con una forma de distancia.

Alfonso López Quintás
23/06/2013

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En una tertulia radiofónica reciente, varios escritores afirmaron, con la contundencia del que dice algo obvio, que tiene más interés discutir, en los foros comunitarios, cuestiones económicas perentorias que “ciertas cuestiones teóricas que a nadie interesan, por ejemplo la necesidad de aludir a las raíces cristianas de Europa en la futura Constitución de la Unión Europea”. Si se analiza este tema con cuidado, se descubre que no es una cuestión meramente teórica, sino eminentemente práctica, ya que tiene una incidencia decisiva en la cultura europea.

Es ineludible tratar con hondura esta cuestión, pues sólo entonces veremos que reconocer en el Preámbulo de dicha Constitución el papel decisivo jugado por el cristianismo en la configuración del espíritu y las instituciones de Europa tiene un alcance muy superior al mero reconocimiento de un dato histórico sólo vigente en el pasado. Sabemos por la actual Filosofía de la Historia que pertenece a nuestra condición de seres humanos vivir históricamente, y esto no se reduce a llevar una existencia decurrente, circunstancia que también afecta a los animales. Vivir históricamente significa que los hombres de cada generación asumen las posibilidades creativas que les han trasmitido las generaciones anteriores, crean nuevas posibilidades y se las transmiten a las generaciones más jóvenes. Como sabemos, transmitir se dice en latín tradere, de donde procede tradición. Para abrirnos al futuro, debemos estar fecundamente vinculados a la tradición, es decir, al pasado histórico, visto rigurosamente, no como lo ya sido, sino como aquello que sigue ofreciéndonos posibilidades para vivir creativamente.

Hoy, los hispanos no podemos hablar sin estar conectados vivamente a los griegos, los latinos y los árabes, que nos transmiten su sabiduría a través de sus lenguas. Dices “entusiasmo”, y estás participando de la teoría griega del ascenso a lo divino, que para los griegos significaba lo perfecto. Un cúmulo de sabiduría nos viene dado en esa palabra, considerada en todo su alcance. Aceptar activamente el pasado histórico no es fruto de una nostalgia romántica, de un afán de conservar el legado de nuestros mayores. Es una medida indispensable para ser creativos en el presente.

Desde que San Pablo dio el salto de Asia a Europa, en su primer viaje a Grecia, la fe cristiana abrió a los europeos horizontes nuevos que decidieron su orientación cultural y espiritual. Por ejemplo, les inspiró un concepto claro, preciso y vivo, de la trascendencia, o, más exactamente, del Ser Supremo que trasciende todo lo creado y no presenta un carácter abstracto y difuso sino concreto, incluso personal. Este concepto de trascendencia dio lugar a un nuevo canon en estética y en ética, y determinó el sentido profundo de la vida religiosa. La idea de trascendencia, unida a la de infinitud, enriqueció la experiencia estética con el concepto de lo sublime, ajeno al mundo griego, atenido al canon de la proporción y la medida o mesura. El criterio de bondad ética ya no viene dado por el justo medio, sino por la perfección absoluta del Ser Infinito, considerada por el Señor como la medida de nuestra conducta: “¡Sed perfectos –dijo Jesús- como vuestro Padre celestial es perfecto!” De una forma o de otra, este nuevo horizonte abierto al hombre determinó la marcha de todas las vertientes culturales, entendiendo la cultura como el fruto de la relación creativa del ser humano con la realidad circundante.

El arte europeo no se entiende sin el influjo del Cristianismo, no sólo en cuanto a sus temas sino sobre todo en cuanto a su espíritu. Es sintomático lo que sucedió en el albor mismo de la arquitectura sacra, cuando los cristianos de Roma asumieron como base de la construcción de sus iglesias, no el Panteón romano –de planta circular y espíritu estático–, sino los salones nobles llamados basílicas, y los transformaron de modo que prevaleciera la directriz horizontal, que orienta la vista de los creyentes hacia el altar del sacrificio y les hace vivir dinámicamente su espíritu de peregrinos que marchan hacia la verdadera patria.

La música europea nace con el canto gregoriano, que recoge la técnica musical griega de los ocho modos y la pone al servicio de una mentalidad trascendente, heredada de la sinagoga hebrea y cultivada fervorosamente en el monacato cristiano. Del gregoriano se deriva el canto trovadoresco y la polifonía sacra, que –unida a otros elementos culturales– contribuirá decisivamente a la formación del estilo barroco, el clasicismo vienés, el romanticismo... Estudiemos las últimas raíces de las obras cumbre de Schütz, Bach, Beethoven, Mozart y Wagner, y veremos latiendo en ellas el espíritu cristiano. Se dice que el Don Giovanni mozartiano es la ópera más perfecta de todos los tiempos. Ciertamente, se da en ella una integración inigualable de fondo y forma. Pero la raíz última de su genialidad, lo que la torna sobrecogedora se da en su escena final cuando entran en confrontación los tres niveles de realidad y de conducta: el nivel de la entrega a las sensaciones placenteras (representado por Don Juan), el nivel ético de la creación de vínculos personales comprometidos y el nivel religioso del respeto incondicional al Ser Supremo (ambos encarnados en la figura de Don Gonzalo, el Comendador). Sin la versión profunda al Ser trascendente, esa escena cumbre perdería ese punto de grandeza que la eleva al plano de lo excepcional.

Los grandes monumentos literarios europeos nacieron en un clima abierto activamente al horizonte sobrenatural. No podemos entender a fondo esas cimas literarias que son La divina comedia del Dante, El burlador de Sevilla de Tirso de Molina, El Quijote de Cervantes, el Fausto de Goethe, Los hermanos Karamazof de Dostoievski sin la orientación de las gentes hacia un mundo superior, trascendente y cercano al mismo tiempo, tal como se nos revela en la figura del Verbo Encarnado.

Incluso la gran ciencia cultivada por Europa con éxito espectacular se hizo posible, en buena medida, gracias a la idea que nos transmitió el Cristianismo –bien apoyado aquí en la tradición judaica– de que el mundo fue creado por un Dios personal trascendente, una Inteligencia Suprema que lo modeló conforme a leyes y lo dotó de una admirable racionalidad. El mundo finito está muy vinculado a su Creador pero es distinto de él; merece inmenso respeto pero no es algo sacro que resulte profanado si lo sometemos a algún tipo de análisis o experimentación. Más bien, el hombre tiene el encargo del Creador de poblar el mundo y dominarlo, es decir, convertirlo en un lugar de habitación y encuentro. El hombre, en consecuencia, se distancia del mundo para conocerlo y perfeccionarlo, no para alejarse de él y destruirlo.

El conocimiento de las leyes del universo viene posibilitado en principio por la creencia de que el mundo fue creado de forma ordenada, sometida a leyes, y por eso expresable en lenguaje matemático. Lo indica el gran científico y humanista Albert Einstein en este sugestivo párrafo:

«Aunque es cierto que los resultados científicos son enteramente independientes de cualquier tipo de consideraciones morales o religiosas, también es cierto que justamente aquellos hombres a quienes la ciencia debe sus logros más significativamente creativos fueron individuos impregnados de la convicción auténticamente religiosa de que este universo es algo perfecto y susceptible de ser conocido por medio del esfuerzo humano de comprensión racional. (...) De no haber estado inspirados en su búsqueda por el amor dei intellectualis de Spinoza, difícilmente hubieran podido dedicarse a su tarea con esa infatigable devoción, la única que permite al hombre llegar a las más encumbradas metas» (1).

Obviamente, quien mantuvo viva en Europa esa conciencia lúcida del carácter finito-creatural del universo fue el Cristianismo. Basta recordar la figura señera de Kepler.

Descubrir ese nexo profundo del Cristianismo y la historia del proceso de constitución del espíritu europeo requiere una voluntad firme de penetrar en los estratos donde se fraguan las grandes corrientes culturales. Por eso resulta penoso que el Presidente de la Comisión encargada de redactar la Constitución de la Unión Europea sólo cite como fuentes de nuestra cultura a Grecia, Roma y la Ilustración. Deja de lado nada menos que toda la Patrística y la Edad Media, a quienes debemos –entre otros muchos dones– la transmisión viva y creadora de la mejor cultura grecolatina y árabe. Suele decirse que Descartes es el padre de la modernidad. Pero el auténtico Descartes no puede ser entendido sin conocer a fondo la Edad Media y el nexo de la razón humana con la trascendencia divina. Recuérdese su obra básica: Meditationes de prima philosophia. De ese Descartes abierto a la trascendencia religiosa dependerá después el mejor Fichte y otros eximios pensadores europeos. Cuanto más se estudia el pensamiento europeo, más claramente se advierte que es suicida prescindir del pensamiento cristiano.

Lo que procede hoy día no es olvidar ese pensamiento, sino purificarlo de malentendidos, incrementarlo hasta desarrollar todas sus virtualidades. No acabamos de lamentar las desventuras que provocó en Europa el hecho de que algunas figuras determinantes de su destino hayan tenido una idea precaria de lo que es y significa la vida religiosa cristiana. Basta pensar en Hegel y Marx. Un rumbo bien distinto hubiera tomado Europa si esas mentes privilegiadas hubieran dispuesto de un conocimiento aquilatado del Cristianismo. La renovación de Europa habrá de venir por vía de ahondamiento en sus raíces cristianas, no a través de un ataque a las mismas. Es hora de movilizar la inteligencia y purificar la voluntad para ver y reconocer esto con la debida lucidez y decisión.

Resulta, por ello, difícilmente creíble que ciertos grupos sigan empeñándose en privar a los escolares de un estudio serio de la vida religiosa. A veces se achaca esta tendencia a un espíritu sectario. Tal vez sea más bien cuestión de ignorancia, unida a cierta indiferencia respecto al futuro de niños y jóvenes. Si éstos desconocen la religión cristiana y su historia, no podrán adentrarse en el maravilloso mundo de las artes plásticas, la arquitectura, la música, la literatura, la Historia, incluso la ciencia, radicalmente entendida. Esta penosa exclusión del mundo cultural supone una regresión calamitosa. A ella se debe, en no pequeña medida, la llamada “catástrofe antropológica” que muy lúcidos pensadores están delatando en la actualidad.

El vendaval ideológico que vació en buena medida a Occidente de grandes valores, sobre todo el valor supremo encarnado por el Creador, explica la amarga decepción de lúcidos intelectuales de Europa oriental.

«Nos unimos a los países libres, los países de Europa occidental –escribe uno de ellos-, y vemos una civilización sometida a la divisa: “Vivamos como si Dios no existiera”. Y se nos anima a aceptar ese estilo de vida como pasaporte para Europa» (2).

A veces se intenta justificar esa actitud ante la religión afirmando que ésta es un asunto privado, interno, de cada persona. Parece ignorarse que lo externo y lo interno se vinculan estrechamente cuando se vive de modo creativo. Un saludo, una interpretación musical, una comida de amigos... son actos internos y externos a la vez. Hoy nos enseña la mejor Antropología filosófica que la persona humana crece comunitariamente, participando en estructuras comunitarias. No tiene sentido afirmar que la Religión se vive en la interioridad, y la política en la exterioridad. Tal distinción tiene valor cuando se aplica a realidades materiales, sometidas al espacio: O estoy dentro de la sala o estoy fuera. Esta frase es, efectivamente, un dilema. Pero, cuando oigo activamente una obra musical ¿puedo decir con sentido que estoy fuera de ella? De ningún modo, pues, en el nivel de la creatividad, lo interior y lo exterior se integran.

Nada más importante que reconocer en el pórtico de la Constitución europea que tenemos un pasado cristiano, entendido el término “pasado” en el sentido de fuente inagotable de energía para configurar en el presente una forma de vida auténticamente creativa. En este momento decisivo de la configuración de una nueva Europa, necesitamos tener una idea clara sobre el tipo de hombre que deseamos configurar. Pues bien. Tal configuración estuvo durante siglos determinada por la vinculación efectiva y fecunda de los europeos con el Ser trascendente. No se trata, pues, de aludir a los orígenes cristianos de Europa para hacer una concesión amable a las Iglesias cristianas. Lo decisivo es aclarar si nos decidimos a asumir todas las posibilidades que nos vienen del pasado cristiano en orden a orientar la vida europea hacia la trascendencia divina. Bien sabido que no se trata de cualquier tipo de ascenso a lo sobrenatural, sino justamente del modo concreto y preciso de ascenso que proclama y vive el cristianismo.

Podemos decidir los europeos lo que deseemos en orden a incluir a Dios en la Carta Magna que ha de configurar nuestra vida, en todas sus vertientes. Pero hemos de estar bien seguros de que la apertura cristiana a la trascendencia divina no es una gracia que hayamos de hacer al Cristianismo y a las Iglesias cristianas. Es una herencia excelsa que hemos recibido de la tradición cristiana y que bien haremos en no rechazar si queremos mantener incólume nuestra capacidad creadora en todos los órdenes. A ello alude el eminente científico y humanista Werner Heisenberg en este inspirado párrafo:

“Nadie sabe lo que el futuro encierra, ni cuáles serán las fuerzas espirituales que regirán el universo, pero está fuera de duda que no lograremos sobrevivir si no sabemos creer en algo y querer algo. Y desde luego queremos que la vida espiritual reflorezca en nuestro alrededor. (...) Queremos que nuestros jóvenes, a pesar del confuso torbellino de los hechos externos, se sientan iluminados por la luz espiritual del Occidente, y que ella les permita hallar de nuevo las fuentes de vitalidad que han nutrido a nuestro continente a lo largo de dos milenios” (3).

NOTAS

(1) Cf. Heisenberg y otros: Cuestiones cuánticas, Kairós, Barcelona 1987, p. 170.
(2) Cf. El horizonte de la libertad. En camino hacia la nueva Europa, Ciudad Nueva, Madrid 1994, p. 31.
(3) Cf. La imagen de la naturaleza en la física actual, Ariel, Barcelona 1976, p. 56


Alfonso López Quintás
26/12/2012

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Cuaderno de Bitácora

No hace mucho, en una encuesta realizada entre 1.800.000 estudiantes franceses y 124 profesores, la mayoría manifestaron su deseo de que se incremente en los centros escolares el conocimiento del arte y, en general, de las áreas de conocimiento que les ayudan a descubrir el sentido de la vida (1). Sobrada razón tienen estos jóvenes y sus profesores, y bien haríamos los educadores y, sobre todo, los responsables de los planes educativos en tomar nota de esa nostalgia por un conocimiento riguroso y penetrante de las Humanidades.


Conveniencia e importancia de saber latín y griego

Hace algún tiempo acudí en Madrid a las oficinas de la sociedad médica “Sanitas”, y, al decir que pertenecía a Sánitas -acentuando, naturalmente, la primera a-, la gentil señorita de la ventanilla se acercó amablemente hacia mí, para hablar bajo y no sonrojarme ante el público, y me indicó con tono maternal: «Sanítas, señor, se dice sanítas», y acentuaba la í con la firmeza de quien dice algo obvio. Yo no pude evitar el sonreírme, y ella, muy digna, quiso saber la causa de mi reacción. «Es que me hace gracia -le indiqué-, que me haya matado durante media vida a aprender latín y ahora no sepa decir a derechas el nombre de algo tan elemental como salud».

Cuando uno oye y lee a brillantes periodistas y sesudos varones de la política y la ciencia decir y escribir, por ejemplo, «contra natura» -sin una m al final-, «urbi et orbe» -cambiando la i final por una e-, «manu militare» -insistiendo en el mismo error-, «mutatis mutandi» -comiéndose la s final-..., se sonroja y pide al cielo que, si no se estudia latín, se lo olvide al menos del todo, y no se lo utilice para darle a los escritos o discursos un realce que de hecho viene a convertirse en un auténtico precipicio por el que se despeña el prestigio del que comete tales desafueros.

Puede, tal vez, alguien pensar -y así ha ocurrido incluso en las esferas dotadas de poder sobre los planes de estudio nacionales- que el latín es una lengua muerta y debe ceder el paso al estudio de lenguas vivas de amplia circulación mundial y, por tanto, más útiles desde el punto de vista práctico. Esta opinión es muy discutible. De hecho, la reducción del estudio de las lenguas clásicas no se tradujo en un mayor conocimiento de las lenguas modernas. Todo hace sospechar que se trataba de simplificar a toda costa, en virtud de criterios alicortos. Por vía de orientación, no está de más recordar que las naciones europeas más florecientes en materias científicas y técnicas son las que dedican más atención al estudio de las lenguas clásicas.

Somos un pueblo de origen latino, y el desconocimiento del latín nos aleja de nuestras raíces. Preocupados por la dificultad que experimentan los extranjeros para aprender su endiablada fonética, los ingleses trataron seriamente en un congreso la cuestión de la conveniencia de simplificar su lengua, sintonizándola con la escritura. Al final, decidieron no alterar el estado actual de cosas, a fin de conservar la cercanía de la lengua a sus fuentes, que, como sabemos, son muy diversas.

Los españoles tendemos por principio a simplificar, sin reparar en las consecuencias de tal recurso facilón. Como la p de Psicología apenas la pronunciamos en el habla cotidiana, surgen a veces voces que proponen suprimirla de la escritura porque les parece un elemento superfluo. No se detienen a pensar que Psicología significa «tratado de la psique», de todo lo relativo al «alma» humana, y Sicología, en cambio, equivale a «tratado de los higos». No es precisamente lo mismo. La p de Psicología es uno de los puentes que unen a las generaciones actuales con los antiguos griegos que pusieron las bases de nuestro conocimiento del hombre.

Si desgajamos nuestro modo de hablar -que es, no se olvide, el vehículo viviente de nuestra creatividad personal- de los orígenes de nuestra cultura -que implica cuanto el hombre realiza para vincularse a lo real y desarrollar su personalidad-, nuestra vida cultural queda seriamente perjudicada. Poco tendrán que agradecernos las generaciones que reciban una lengua errática, desarraigada, entregada a todos los vaivenes y adulteraciones que provoca la falta de identidad propia de un apátrida.

Al no saber latín y griego, se desconocen las raíces de buen número de palabras castellanas de uso corriente, y se empobrece rápidamente el léxico. Si se conocen las fuentes de nuestra lengua, muchas palabras se iluminan al sólo oírlas. Hace días se indicó en un programa de televisión que los españoles somos los más «ichtiófagos» del mundo. Aunque no se haya oído nunca tal palabra, resulta obvia si se sabe cómo se dice en griego pez y comer.

La ignorancia del latín y del griego deja a los hispanohablantes desvalidos a la hora de crear neologismos, porque el castellano no cuenta entre sus muchas y excelentes cualidades con la de ser flexible en orden a la creación de nuevos vocablos. Este desvalimiento va a obligar -ya lo está haciendo- a los hispanoblantes a acudir en tropel a las lenguas extranjeras en busca de préstamos difícilmente integrables en nuestra lengua. La asimilación de elementos extraños realizada por falta de conocimiento de la propia lengua no puede sino dar lugar a un resultado híbrido y a la pérdida consiguiente de identidad.

En todos los rincones de la cultura -arte, historia, derecho, filosofía, teología...- tropezamos constantemente los hispanos con el latín. No es fácil adivinar cómo podemos realizar una investigación medianamente seria en cualquier campo del conocimiento sin contar con cierto conocimiento de nuestra lengua madre. Pero no sólo en la altiplanicie de la cultura se echa de menos este conocimiento; también en la vida diaria se camina a ciegas, en buena medida, cuando se ignora el latín. «Siste viator» (Párate, caminante); así comienza una inscripción grabada en la puerta de entrada a la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense. Su mensaje es profundamente emotivo, pero, al estar expresado en latín, permanece mudo para todos cuantos, debido a planes de estudio poco afortunados, ven reducido su horizonte cultural. Monumentos, sepulcros, monedas..., multitud de elementos de nuestra cultura pierden su carácter expresivo y elocuente ante quienes se han alejado de sus raíces. Vas al puente de Alcántara, cerca de Portugal, y, si no sabes latín, no te enteras de lo que allí plasmaron en lenguaje bien preciso quienes erigieron una de las obras más impresionantes de la humanidad: “Ars ubi natura vincitur ipsa sua”.

El latín no sólo dio origen al castellano; está incrustado en sus estructuras como algo natural. Un hispanohablante que ignora el latín navega por un mar cuyo fondo desconoce. En cualquier campo que se mueva tendrá que mantenerse a menudo en un plano superficial y su labor carecerá de la radicalidad que hubiera podido tener. Saber tocar un instrumento musical es algo magnífico, pero carecer de tal arte no disminuye nuestra talla de españoles en cuanto tales. El no saber latín afecta, en cambio, a nuestra base cultural, nos desvincula de nuestro humus nutricio y nos desnutre.

Las etimologías, una fuente de luz

Conocer la etimología de las palabras de nuestro idioma es una deliciosa fuente de sabiduría, pues nos permite ahondar en nuestras raíces espirituales.

• Si sabemos que “recordar” se deriva del sustantivo latino “cor” (corazón) y significa “volver a pasar por el corazón” -es decir, traer de nuevo a la existencia-, descubrimos un hecho de suma importancia: que la memoria no se reduce a un mero almacenaje de datos, antes presenta un carácter eminentemente creativo.
• Al enterarnos de que el vocablo “generosidad” procede del verbo latino “generare” (generar, engendrar, promover), cobramos una idea lúcida de la fecundidad de este concepto decisivo. Es generoso el que da vida, el que la incrementa y lleva a plenitud.
• Basta saber que “fidelidad” es una palabra emparentada estrechamente con “fe”, “confianza”, “fiabilidad” y “confidencia” para adivinar que no se reduce a mero “aguante”, antes implica la capacidad de crear una relación estable y fecunda de convivencia.
• Cuando nos enteramos de que la palabra “entusiasmo” significaba para los griegos antiguos estar inmerso en “lo divino”, que para ellos equivalía a “lo perfecto”, aprendemos a distinguir debidamente la euforia –propia del proceso de fascinación- y el entusiasmo –característico del proceso de creatividad-. Con ello ganamos luz para comprender que la entrega a las diversas formas de fascinación no supone ascender en la vida a una alta cota sino despeñarse por una vía de destrucción. Al hablar del “entusiasmo”, nos sumergimos en la concepción griega del amor y el ascenso a lo divino. Si uno es incapaz de descomponer esta palabra y adivinar su articulación interna, ¿puede captar su inmensa riqueza y su correlativa hermosura? Lamentablemente, no.

De lo antedicho se desprende que desconocer el latín y el griego deja a las personas de lengua hispana sobre un penoso vacío cultural. Hay en la vida humana muchas desgracias posibles. Una de ellas -no la mayor, tampoco la más pequeña- es no saber latín y griego. Buen tema éste para meditar a la hora de planificar la enseñanza.

NOTA
(1) En el informe de la comisión presidida por Philippe Meirieu para analizar dicha encuesta se dice que “esa demanda de una cultura menos instrumental y técnica se inscribe dentro de otra demanda más global de un saber que dé sentido al mundo”. Cf. Rafael Gómez Pérez: Ni de letras ni de ciencias. Una educación humana, Rialp, Madrid 1999, p. 78.
Alfonso López Quintás
10/10/2012

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Actualmente, se exige, como algo obvio, libertad absoluta para expresarse en público. Pero haremos bien en pensar de dónde nos viene tal derecho. A mi entender, tenemos derecho a pedir libertad para expresarnos porque somos seres personales que crecen abriéndose al entorno y creando formas de vida comunitaria. Esta condición personal-comunitaria nos exige colaborar al bien común. De aquí se infiere que ejercer el derecho a la libertad de expresión para dañar el desarrollo personal de otras personas constituye una contradicción flagrante. Ese daño podemos hacerlo de múltiples formas: deteriorando injustamente su imagen ante la sociedad, o confundiendo a la opinión pública con declaraciones contundentes sobre temas que no conocemos a fondo.


En principio, la sociedad ha de concedernos libertad de expresión sin restricciones. Para que esta afirmación sea justa, debo inmediatamente matizar a qué libertad nos referimos cuando hablamos de “libertad de expresión”. De ordinario, se alude a la “libertad de maniobra”, la libertad para realizar en cada momento lo que deseamos. Si los seres humanos debemos crecer como personas creando vida comunitaria, esa forma de libertad está lejos de ser la auténtica. La auténtica es la “libertad creativa”, que supera inmensamente a la “libertad de maniobra”. Ésta puede ayudar a construirnos, pero también a destruirnos. Por tanto, hace bien la sociedad cuando nos concede libertad para expresarnos a nuestro arbitrio, pero somos nosotros quienes debemos estar dispuestos a no concedernos la libertad de expresarnos en público cuando nuestras manifestaciones no favorecen el bien común.

Obviamente, no lo favorecen si lesionan de algún modo la justicia, virtud básica para configurar una vida social bien ordenada y acogedora. Hacer uso de la libertad de expresión no es, en este caso, una actividad creativa. No está, por tanto, justificado.

Pero tampoco contribuyen al bien común nuestras manifestaciones si se refieren a temas que desconocemos y no hacen sino acrecentar la confusión de la opinión pública sobre cuestiones importantes. Si doy consejos en público sobre un tema que no conozco bien -por ejemplo, cómo escoger las setas-, seré tachado de intruso o entrometido, y mi opinión no será considerada como respetable sino como reprobable. El que se aventura a ejercer una profesión que afecta a la salud pública –la de médico y farmacéutico, por ejemplo- sin la correspondiente titulación es objeto de reprobación por parte de la sociedad y de castigo por parte de quienes deben proteger el bien público. Esto que parece tan claro en los casos que afectan a la vida biológica no parece serlo, para ciertos ciudadanos, en el plano de la vida creadora personal. Basta, sin embargo, un instante de reflexión para comprender que, si alguien -por falta de la debida preparación- entorpece o anula la creatividad de las gentes con sus manifestaciones banales e indocumentadas acerca de cuestiones relativas al sentido de la vida humana, no se hace digno de respeto, y no puede ser considerado como persona respetable. Respetar algo significa estimarlo, asumirlo como un elemento fecundo en el juego de la propia vida. Lo que resulta perturbador para este empeño hacemos bien en considerarlo como rechazable.

El que se manifiesta en público sin autoexigirse la debida calidad no es verdaderamente libre, con libertad interior o libertad creativa. Si lo fuera, no se concedería “libertad de maniobra” para expresarse en ese preciso momento. Antonio Machado advirtió, a través de su Juan de Mairena -reflejo de sus preocupaciones pedagógicas- que lo importante para el hombre no es poder decir todo lo que quiere sino pensar con auténtica libertad.

Esta forma de libertad es muy exigente: nos insta a desembarazarnos de prejuicios irracionales, presiones ideológicas e intereses partidistas, y esforzarnos en conseguir los debidos conocimientos. Para pensar con libertad creativa se requiere tener la debida perspectiva, amplitud de horizonte, riqueza de saberes y experiencias.

En este momento, podría alguien preguntarme quién es el ser privilegiado que haya de indicarnos si disponemos o no de la necesaria preparación para abordar un tema. Cuando un intérprete trabaja concienzudamente una obra musical y frasea con soltura y articula las distintas frases musicales con coherencia y pleno sentido..., está seguro de que conoce la obra y la configura de modo auténtico. Puede equivocarse, pero ha hecho lo necesario para ofrecer un producto de calidad que contribuya a enaltecer el clima cultural de su sociedad. De modo afín, si hemos dedicado tiempo al análisis de un tema y lo conocemos en pormenor, podremos expresar ideas valiosas sobre él y contribuir a esclarecerlo debidamente. Es posible que cometamos algún error, pero no seremos unos intrusos, unos temerarios aventureros de la cultura. Habremos hecho un uso creativo de la libertad de expresión, pues habremos contribuido a crear un clima propicio al descubrimiento de la verdad.

Karl Jaspers, el prestigioso filósofo existencial, bien conocido por su agudeza para penetrar en el secreto del desarrollo humano, subraya enérgicamente el nexo de libertad y verdad: "La libertad es la victoria aplicada sobre el arbitrio. Pues la libertad coincide con la necesidad de la verdad. Cuando soy libre, no quiero tal cosa o la otra porque la quiero, sino porque me he persuadido de que es justo"."Una simple opinión no es todavía certeza. El arbitrio se impone de nuevo cuando quiero imponer una opinión pretendiendo que toda opinión es válida desde el momento en que alguno la defiende. La conquista de la certeza (...) exige que las opiniones vulgares se superen". (1).

Sabemos, por experiencia, que se puede hablar ampliamente de un tema sin conocerlo de raíz, sin poder dar razón profunda, coherente y aquilatada de lo que se afirma. Esas manifestaciones no superan el nivel de meras “opiniones vulgares”. Tales opiniones tienen cierto valor en algunos casos, por ejemplo cuando alguien nos pide privadamente nuestro parecer sobre un determinado tema. Pero, si nos invita a un debate televisivo o radiofónico para que opinemos sobre ello, debemos abstenernos de tomar parte en dicho debate si no estamos preparados para ello y dejar el sitio a personas más versadas en dicho tema. Podríamos caer, de no hacerlo, en la desmesura que supone el intrusismo. En cierta ocasión, una persona que había dirigido una serie de debates sobre temas de ética muy comprometidos puso de manifiesto, en un coloquio académico, que desconocía los rudimentos de la vida ética. Quedó claro que no estaba preparada para hacer un uso creativo de la libertad de expresión que se le había concedido.

En este momento nos sale al paso el difícil tema del perspectivismo. Se dice, a menudo, que cada persona ve la realidad desde su propia perspectiva y aporta siempre un punto de vista peculiar, que es tan válido como cualquier otro. ¿Es esto verdad? En un plano de la realidad sí, en otros no.

Empecemos por el plano físico. Si tú y yo contemplamos una sierra desde vertientes distintas, tomamos vistas diferentes de la misma. Ninguna puede considerarse como la única aceptable y válida. Si ambos gozamos de buena vista, obtenemos escorzos de la sierra igualmente legítimos y fecundos en orden a un conocimiento pleno de esa realidad. Cuando se trata de la contemplación de una realidad física, basta disponer de los sentidos adecuados.

Pero, ascendamos a un modo de contemplación más complejo, por ejemplo el estético. Aquí, las condiciones que debemos cumplir son más sutiles. Necesitamos una preparación adecuada para que nuestra experiencia estética sea auténtica. Cuantos tenemos una agudeza normal de visión, podemos contemplar de forma nítida El entierro del Conde de Orgaz, la genial obra de El Greco. Las diferentes perspectivas que tengamos del mismo según nuestra posición espacial son todas justas. Pero la visión estética del cuadro sólo puede tenerla quien previamente haya cultivado su sensibilidad. ¿Por dónde has de empezar a contemplar el cuadro y qué dirección has de seguir? ¿Qué función artística ejercen el amarillo sulfuroso del manto de San Pedro y el azul del manto de María? ¿A qué responde que el artista haya acumulado varias cabezas de caballeros castellanos por encima de la cabeza de San Agustín? Estas cuestiones pertenecen a la contemplación estética de la obra. El que no haya sido formado en Estética no sabe contestarlas, ni siquiera tal vez formularlas. ¿Cabe decir que las formas de ver el cuadro que tienen las personas que gozan de vista normal son todas igualmente válidas? Evidentemente, no. Y nadie nos tachará de intolerantes por afirmarlo.

Napoleón fue un genio de la estrategia militar, pero, en cuanto al arte musical, parece haber sido una persona bastante tosca. Al afirmar, según se dice, que "la música es el menos intolerable de los ruidos", no emitió una opinión igualmente válida que la de un experto melómano. Es una opinión que no suscita sino una indulgente sonrisa, gesto con el cual se indica que no es algo digno de ser tomado en consideración.

Pero alguien me dirá que de gustos no hay nada escrito, nada regulado de modo universalmente válido. Es cierto, pero el gusto necesita ser cultivado. Si una persona formada estéticamente emite un juicio sobre una obra de arte o un paisaje, su opinión ha de ser tenida en cuenta aunque contradiga nuestro parecer personal. Cuando alguien carente de toda sensibilidad estética manifiesta su aversión hacia una obra de calidad, tenemos perfecto derecho a no prestarle oídos. Respetamos a la persona, pero evitamos consagrar tiempo a una confesión que no supone un juicio "respetable", en el sentido de bien fundamentado, fruto de una mente y una sensibilidad debidamente formadas.

Se nos va clarificando poco a poco la idea de que no todo vale, y, al decirlo, estamos seguros de no ser intolerantes. En los distintos aspectos de la vida humana hay que cumplir determinadas exigencias. Si no se cumplen, no se logran ciertos objetivos en cuanto a conocer, sentir, amar y crear. Para dialogar contigo, debo cumplir las exigencias de todo diálogo auténtico, que es bien distinto de dos monólogos alternantes. Si, al hablar conmigo, observas que me comporto de forma agresiva, impaciente, poco o nada acogedora, tienes derecho a indicarme que así no es posible el diálogo y puedes renunciar a seguir conversando. No puedo acusarte, por ello, de intolerante, a no ser que desconozca la quintaesencia del diálogo y de la tolerancia. De lo antedicho se desprende que el perspectivismo sólo es válido respecto a las realidades físicas, no respecto a las realidades que ostentan un rango superior.

No se trata, pues, de negar a los demás el derecho a hablar, a exponer sus puntos de vista, sino de despertar en nosotros la capacidad de discernir si estamos o no suficientemente preparados para abordar en público ciertos temas. Por el hecho de expresarnos en televisión, hablar en una emisora de radio o escribir en un periódico, aparecemos orlados de cierto prestigio ante el público y nuestras ideas adquieren una especial fuerza persuasiva. Debemos ser conscientes de que este poderío exige de nosotros una responsabilidad correlativa (2).

NOTA

(1) Cf. El espíritu europeo, Guadarrama, Madrid 1957, p.291.
(2) El tema de la tolerancia y la manipulación lo trato con amplitud en la obra La tolerancia y la manipulación, Rialp, Madrid 2008, 2ª ed.
Alfonso López Quintás
19/07/2012

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Cuaderno de Bitácora

CLAVES PARA ORIENTAR LA AFECTIVIDAD
Quiero contar a mis lectores lo que intento en mi último libro: El descubrimiento del amor auténtico. Claves para orientar la afectividad (1). Me propongo descubrir, a la vista del lector, unas cuantas claves para orientarse bien respecto a ese tema eterno que es la afectividad. Desde hace unos años no suelo contentarme con exponer ideas. Intento ayudar al lector a captar el valor de los contenidos que expongo. Para eso recurro a diversas experiencias, a fin de que el lector las realice personalmente y descubra, por su cuenta, los descubrimientos que voy haciendo. De esta forma su lectura adquiere un carácter creativo. Veámoslo.

En tres obras anteriores (El amor humano, La formación para el amor, El secreto de una vida lograda) mostré el camino hacia el desarrollo de la afectividad, con gran empeño por definir con precisión los conceptos y distinguir lo que construye y lo que destruye. Ahora, el mejor conocimiento de los niveles de realidad me ha permitido dar una respuesta precisa al joven angustiado que pidió ayuda al gran teólogo Karl Rahner: “Mis amigos y yo hemos perseguido la felicidad febrilmente y nos hemos convertido en carne de hospital. ¿Podría decirme dónde está la felicidad?” (2).

Fiel a mi método, invito al lector a vivir una experiencia impresionante. Empezamos poniendo las bases para descubrir el camino que nos lleva al encuentro personal. Al vivir el encuentro, experimentamos sus frutos, y, a la vista de éstos, descubrimos el ideal de la unidad, bien unido al de la bondad, la verdad, la justicia, la belleza. El que opta por este ideal, asume las condiciones que fundan la excelencia humana: adquiere libertad creativa, dota su vida de sentido, gana poder creativo, crea relaciones de verdadero encuentro, desarrolla plenamente su afectividad. Al contemplar este proceso de conjunto, descubrimos asombrados la grandeza de la afectividad humana bien comprendida y bien vivida.

Este descubrimiento nos sugiere una serie de claves para dar razón de muestra conducta, y nos dispone para guiarnos a nosotros mismos y a otros. Un buen guía sabe que, si vivimos sólo en el nivel 1 –en el cual ansiamos poseer lo que nos seduce-, no podemos conocer lo que acontece en el nivel 2, el de la creación generosa de relaciones de verdadero encuentro. Por eso el auténtico amor nos parecerá algo bello pero irreal. Intentemos subir al nivel 2 –tarea básica de todo noviazgo- y cambiará el panorama. Descubriremos que, al vivir de veras el encuentro, nos encaminamos hacia la felicidad auténtica. Por eso, una de las claves decisivas de la obra es ésta: “Si nos movemos exclusivamente en el nivel 1, anulamos en su raíz la formación para el amor, pues desde un nivel inferior no se puede ni vislumbrar siquiera lo que sucede en los niveles superiores” (p. 47).

Al subir al nivel 2, descubrimos que la meta del amor no es obtener el goce de saciar los deseos, sino el gozo de crear formas de verdadera amistad. Entonces es cuando el amor primero perdura y se acrecienta. Nos lo dice la 4ª clave: “La única garantía de que el amor perdure es que sea auténtico. No somos unos ilusos por creer en la posibilidad del amor” (p. 62).

Cuando el amor es auténtico, todo gesto afectivo cobra pleno sentido y es fuente de felicidad. En cambio, «si realizamos un gesto corpóreo que indica intimidad personal pero no la tenemos, cometemos un fraude, y dejamos frustrada a la otra persona, que con razón puede lamentarse, diciendo: “He buscado amor y sólo encontré sexo”» (Clave 8ª).

A la luz de las claves anteriores, descubrimos con toda nitidez la 9ª: “El pudor, bien entendido, es la salvaguardia de la dignidad humana” (p. 85). «La vista es, después del tacto, el sentido más posesivo. Es una especie de “tacto a distancia”. Por eso dejarse ver es, en cierta medida, dejarse poseer. Como el poseer pertenece al nivel 1, dejarse ver significa un rebajamiento de la intimidad (nivel 2) al nivel 1. Evitar esa merma de la propia dignidad es la función del pudor, bien entendido». Nos ayuda a comprenderlo el profundo mito de Orfeo. «Cuando Orfeo recobró a su amada Eurídice del reino de los muertos, fue advertido de que, para retenerla junto a sí, debía abstenerse de mirar su rostro durante una noche. En la literatura y la mitología, la noche simboliza un período de prueba. Mirar indica el afán de poseer. El rostro es el lugar en que vibra el ser entero de una persona. A Orfeo se le vino a decir que, para crear una relación valiosa y estable con Eurídice, debía renunciar al deseo de poseerla y adoptar una actitud respetuosa» (p. 88).

Para el que conoce los niveles de realidad –explicados en la primera parte de la obra- la clave que ilumina el desarrollo de la afectividad es la 12ª: «La condición indispensable para iniciar una verdadera “formación para el amor” es ascender del nivel 1 a los niveles 2 y 3» (p. 96). Esta clave vale por todo un curso de formación para el amor.

El libro que hoy ofrezco no es sólo para leerlo, sino para meditarlo y vivirlo. Al realizar personalmente las experiencias que propone, logramos elevarnos a la altura que nos sugiere. Porque se trata de un escrito sugerente: abre un camino, invita al lector a seguirlo, y le deja libertad para que vaya, por sus pasos, hacia esa fuente de felicidad que es el amor bien entendido y bien vivido.

Hoy se afirma a menudo que hemos perdido el sentido del amor auténtico. Este libro nos invita a buscarlo, y decir, al modo de Ladislao en el Persiles cervantino (cap. 3º): “Como te habías ido, se me fue contigo el alma”.


Notas
(1) BAC, Madrid 2012 (www.bac-editorial.com)
(2) Cf. Karl Rahner: Tengo un problema. K. Rahner responde a los jóvenes, Sal Terrae, Santander 1984, págs. 12-14
Alfonso López Quintás
18/06/2012

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Actualmente se confunde, a menudo, errar y mentir. Esta confusión ha tenido repercusiones muy graves, incluso en la vida política. De ahí la urgencia de distinguir cuidadosamente ambos términos.


El que dice algo que no se ajusta a la realidad comete un error. El que afirma algo, a sabiendas de que es falso, con objeto de engañar a alguien miente. No todo el que comete un error puede ser acusado de mentir. El que induce a otro a equivocarse para luego acusarlo de mentir riza el rizo de la maldad y se adentra en el reino tenebroso de la perfidia. La perfidia es un caso extremo de mala fe que corroe la convivencia humana. Si se montan campañas electorales sobre una base de mala fe, se corrompe la política hasta extremos alarmantes.

Por eso es tan urgente clarificar bien los términos. Apoyémonos en algún ejemplo instructivo. Si un Ministro del Interior piensa y dice que cierto atentado fue cometido por determinada banda terrorista y, más tarde, se descubre que el autor fue otro grupo, comete un error. Si un ministro/a de economía afirma que terminará la legislatura con un déficit sólo de 6, a sabiendas de que esa cifra será muy superada, miente como un bellaco/a. Si además lo hace para sembrar la confusión en el gobierno entrante y arrojarlo de bruces contra un muro de dificultades y conflictos, tal ministro/a se convierte en un manifiesto peligro público.

El que diga que Galileo Galilei es un jugador del Milán Club de Fútbol –y delantero por más señas- yerra gravemente. El que asegure que la Iglesia maltrató al tal Galileo encerrándolo en los temidos calabozos romanos de Sant´Angelo, bien consciente de que es falso, miente con un descaro mayúsculo. Puede que no sepa que es falso, pero lo dice precipitadamente para dañar la reputación de la Iglesia. En ese caso, no miente en sentido estricto, pero une a la insipiencia una frivolidad maligna. Antes de alabar a alguien, se te perdona fácilmente que no lo pienses mucho. Si no lo haces antes de criticar, zaherir o vilipendiar, tienes que avergonzarte de ti mismo.

Errar es de hombres, porque somos seres finitos, menesterosos, limitados. Mentir es propio de bellacos, que lo tergiversan todo, para, a río revuelto, sacar provecho para sí mismos. El que se aprovecha del mal ajeno ha de saber que abdica de su condición de persona, porque –según la ciencia actual más calificada- los seres humanos somos “seres de encuentro”. Y la mentira destruye el encuentro de raíz porque engendra desconfianza y siembra discordia.
Alfonso López Quintás
29/02/2012

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En casi todas mis obras dedico especial atención a las cuestiones de metodología: necesidad de pensar con rigor, modos de adquirir ese arte, autores que promueven su cultivo o que lo descuidan…


PRIMER INTENTO DE REFLOTE DE UN BARCO HUNDIDO
Como fruto de un encargo, en el año 1972 dediqué un libro al análisis de la forma de pensar de dos renombrados pensadores españoles: Eugenio D´Ors y José Ortega y Gasset (1) . Mi intención en principio no fue crítica, sino puramente pedagógica: realizar análisis de textos para aprender la forma de exponer temas filosóficos con belleza y penetración. Sin pretenderlo, el estudio de una serie de textos fundamentales de D´Ors resultó muy positivo y, de forma inexpresa, elogioso. Varios miembros destacados de su familia se mostraron muy complacidos.

En cambio, el análisis de diversos textos orteguianos tomó, sin pretenderlo y quererlo, un sesgo más bien crítico. Desde muy joven había leído con fruición a Ortega y había adquirido sincero afecto a su figura y admiración agradecida por su acierto en abrir la cultura española a la centroeuropea, sobre todo la alemana.

Sentí mucho, por ello, que, tras el esfuerzo que supuso este detenido y laborioso análisis, mi libro haya sido interpretado como hostil al prestigioso maestro. Como nunca he tenido tiempo suficiente para seguir al día los movimientos culturales y sus avatares, no me cuidé de salir al paso a tal malentendido, subrayando que mi trabajo no quería en modo alguno juzgar en bloque la figura intelectual de Ortega, sino realizar un sencillo trabajo de seminario filosófico. Aprovecho justamente la ocasión que me brinda el blog para aclarar este pormenor.

No hago ahora esta aclaración con ánimo publicitario, pues el libro, lamentablemente, hace años que desapareció. En pleno período de difusión, la editorial cambió de dueño un par de veces, y, cuando quise tener noticia de él, nadie pareció saber nada. Varias veces intenté reeditar este “niño perdido” (digo perdido, no secuestrado, por falta de pruebas), porque estoy seguro de que este tipo de estudios son muy necesarios en nuestro clima cultural, en cuanto fomentan la lectura aquilatada de los textos. Pero la acumulación de tareas, por mi parte, y, por otra, la dificultad de las editoriales para difundir libros especializados no permitieron realizar el proyecto.

Con objeto de conceder a este libro alguna de las oportunidades que le negó su corta existencia, quisiera reproducir en el espacio de este blog algunas de sus páginas más sugestivas cuando el curso de las exposiciones lo aconseje. Este libro amplía considerablemente lo afirmado en la última aportación sobre la fecundidad del primero de los cinco métodos que estoy exponiendo. En este Cuaderno de bitácora reproduzco un texto que va de la páginas 151 a la 162.


Mi actitud ante Ortega y Gasset
Confrontación de Ortega y Husserl



Como este libro -El pensamiento filosófico de Ortega y D´Ors- quiere contribuir a la decidida puesta en marcha de una forma de critica filosófica eminentemente constructiva, creo necesario exponer con cierto detenimiento mi actitud ante un caso tan conocido y sensible como es el de Ortega.

Para evitar malos entendidos. debo indicar aquí con toda nitidez que la obra de Ortega me suscita una gran simpatía cuando la veo desde la perspectiva analéctica a que responde este trabajo, a cuya luz adquiere, según espero, la plenitud de su alcance y fecundidad. Si nos dejamos prender, por el contrario, en la letra misma de los escritos orteguianos con el deseo de mantener una fidelidad estricta al maestro, se envara el pensamiento al quedar encallado en ciertos angostos horizontes muy propios de los años 20.

Todos mis trabajos responden al empeño de analizar la condición relacional de la realidad y su capacidad creadora -por vía interferencial- de modos de entidad nuevos, tanto más firmes cuanto menos rígidos. De ahí mi interés por estudiar de cerca las realidades denominadas "atmosféricas", "dimensionales", "correlacionales", "existenciales", "dialécticas", "envolventes", "eventuales" -de evento-, etc. Aleccionado por un largo contacto no sólo intelectual con la Estética de la formatividad, me propuse -sobre todo en El triángulo hermenéutico -analizar, a propósito de diversos temas, el género singular de luz intelectual y de belleza que surge a modo de "splendor" en el "encuentro" de diversas entidades que se interfieren con intención creadora (2) .

Esta concepción de la filosofía como activa contemplación de las realidades que "acontecen" en los diversos modos de interferencia cocreadora me inspiró desde hace años un vivo interés por el estilo dinámico de pensar que late bajo el concepto orteguiano de razón vital histórica. Pero, al estudiar este concepto en su interna contextura, no pude menos de sentir una y otra vez honda desazón al notar cómo ciertos desajustes metodológicos frenan considerablemente el impulso investigador de Ortega e impiden que sus intuiciones primeras logren un cabal desarrollo. De aquí arranca mi preocupación por matizar todo lo posible las implicaciones de la razón vital histórica.

Análoga desazón me produjo la lectura de varias obras fundamentales de G. Santayana y E. Husserl.

I. Ya en mi Filosofía española contemporánea (3) tuve ocasión de consignar los puntos metodológicos que requieren una honda revisión si se desea comprender de modo riguroso el alcance de la obra filosófica de ese "gran ensayista español en lengua inglesa", que fue Jorge Santayana. De un modo afín a Ortega, Santayana expuso ya en 1923 (4) que el conocimiento del ser finito se realiza por perfiles, y, en consecuencia, no puede penetrar en la verdadera realidad de los objetos de conocimiento, a los que el hombre conoce inicialmente como "algo que se le enfrenta", y que desempeña frente a su actividad el papel de obstáculo o de instrumento (5) . Esta afirmación de la existencia de los objetos externos, basada no en motivos racionales sino en la acción, es denominada por Santayana "fe instintiva", o "fe animal". Al no admitir la posibilidad de desbordar la atenencia al conocimiento por perfiles, Santayana no puede sino escindir el ámbito de lo real y el ámbito de las esencias, y afirmar que sólo la intuición de las esencias intemporales e inexistentes se muestra orlada de autentica seguridad. Ello permite comprender que haya pasado Santayana de una posición escéptica -adoptada más bien con fines metódicos- a una actitud de "sentido común" que acepta todas las posibilidades del conocimiento humano, pero renuncia cuidadosamente a cualquier pretensión dogmatica de exhaustividad y certeza absoluta, reconociendo con "escéptica sencillez" los límites impuestos a la actividad del espíritu por su origen material.

Si se confronta detenidamente el "conocimiento por perfiles", en Ortega, y el "conocimiento simbólico" en Santayana; si se analizan los supuestos a que responde la atribución por ambos de una condición modélica a la vida animal -frente a la singular "epifenomenicidad" de la vida del espíritu-, y se estudian las condiciones que lleva en su base la primacía gnoseológica de la "acción", se observará una profunda afinidad metodológica, nada casual, entre estos dos pensadores, vinculados por múltiples lazos a los estratos que podríamos llamar "fundamentales" de la realidad -materia y vida-, pero abiertos con muy fina sensibilidad a todo fenómeno metabiológico relevante.

II. Por lo que toca a Husserl, la obra que juega a este respecto un papel decisivo es Ideen zu einer reinen Phänmenologie und phänomenologischen Philosophie (6) , que en el aspecto metodológico (sobre todo en lo referente al conocimiento por perfiles -"Abschattungen"- de las realidades exteriores al sujeto cognoscente) ejerció notable y evidente influjo sobre Ortega. Tras seguir de cerca el proceso de desarrollo del pensamiento husserliano, pude comprobar con honda satisfacción que el mismo Husserl en los años posteriores a la publicaci6n de dicha obra (1913-1930) le hizo a la misma diversas correcciones con carácter predominantemente metodológico. Al examinar con atención los cambios operados en el texto de esta y otras obras fundamentales y las notas escritas al margen de los ejemplares de su uso particular (notas publicadas posteriormente en las ediciones póstumas), constaté que Husserl se fue percatando con nitidez creciente de que las complejísimas cuestiones abordadas en su Fenomenología no podían ser resueltas con la precaria metodología que había ido poniendo en juego a lo largo de su labor investigadora.

Así, por ejemplo, en la obra Philosophie als strenge Wissenschaft (7) , al margen de la frase: "Al oír un sonido se puede ver inmediatamente una 'esencia', la esencia 'sonido' ...", anotó más tarde Husserl: "Lo inmediato necesita una interpretación" (8) . Apoyado, tal vez, en las investigaciones schelerianas acerca de las relaciones intersubjetivas -las obras de M. Scheler sobre ética material de los valores y sobre los sentimientos de simpatía fueron publicadas en 1913-, Husserl escribió una nota a pie de página -en su ejemplar privado de Ideen- que revela su convicción de la inaplicabilidad del método de conocimiento por perfiles al plano de las realidades personales:

"Esto no quiere decir que todo lo real sea una cosa (Ding) que deba darse a conocer, como todo lo existente, a través de perfiles. Los hombres son personas; las demás personas me son dadas, naturalmente, según su ser de sujetos (Ichsein) y su vida de tales, no como unidades de perfiles (Abschattungeinheiten)" (9) .

Este texto -que no figura en la edición española de J. Gaos y en la francesa de P. Ricoeur, por estar realizadas sobre las primeras ediciones de la casa Niemeyer-, implica una salvedad que compromete de raíz toda la doctrina husserliana, pues equivale a reconocer que, en el nivel de los fenómenos interhumanos, carece de vigencia el esquema "inmanencia-trascendencia" en el que se apoya la teoría de las reducciones. Que Husserl fue consciente de la gravedad de este reconocimiento se echa de ver en la decisión con que, diez años tras la publicación de Ideen, descalificó todo el parágrafo 44, escribiendo al margen: «¡Todo el parágrafo 44 inservible!" Su título reza: «Bloss phänomenales Sein des Transzendenten, absolutes Sein des Immanenten» (10) . En un ejemplar privado, Husserl lo corrigió del siguiente modo: «Bloss phänomenales Gegebensein des Transzendenten als absolutes Gegebensein des Inmanenten» (11) .

Indudablemente, Husserl entreveía la imposibilidad de dar alcance con su metodología -demasiado atenida a categorías espaciotemporales meramente empíricas- a las realidades más relevantes del entorno. Tal sentimiento de inadecuación se trasluce en las numerosas notas de los apéndices a los volúmenes II y III de Ideen (12) .

Alfonso López Quintás
14/01/2012

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En el último Cuaderno de Bitácora, transcribí el texto de una entrevista que me realizaron en Televisión Española Internacional sobre el tema de la “Emergencia educativa”. Al ser preguntado por los posibles remedios a esta calamitosa situación, hablé de la necesidad de pensar con rigor y extraer de cada área de conocimiento todo el poder formativo que alberga. Si se consigue esto último, se logra una meta muy deseada: convertir a los profesores en formadores de la personalidad de los alumnos. Dejamos este último tema para una segunda conferencia. Este es el texto de la misma.


- En diversas obras suyas y conferencias ha mostrado usted gran interés en destacar el poder formativo de las diversas actividades culturales: las ciencias, la historia, la literatura, el cine, el arte plástico, la música…

- Sí. Es necesario descubrir nuevas fuentes de formación, porque todo es poco actualmente para entusiasmar a niños y jóvenes con los valores. De no hacerlo, quedarán sin desarrollarse en ellos mil posibilidades, y esa inmadurez les producirá frustración e infelicidad. Las personas podrían ser mucho más útiles a los demás, irradiar felicidad en su entorno y ser felices ellas mismas si, a su tiempo, se hubieran abierto a las diversas posibilidades creativas que existen. Recuerdo que, de niño, ansiaba introducirme en la música. El día en que pude poner las manos en un magnífico armonio -de una renombrada firma francesa- me sentí feliz, porque intuí que me introducía en un mundo nuevo, rebosante de posibilidades insospechadas. Recuerdo con emoción que las primeras armonías que hice salir de aquel delicioso instrumento procedían del gran Palestrina –Giovanni Perluigi da Palestrina-. Esa impresión me inspiró luego multitud de estudios y conferencias sobre la Polifonía romana clásica, que cuajaron, recientemente, en mi obra El poder formativo de la música. Estética musical.

- Ese empeño le llevó a estudiar el poder formativo de todas las áreas de conocimiento

- En efecto, quise mostrar que cada área de conocimiento tiene un gran poder formativo. Sin salirse de su área, todo profesor puede ser un formador de la personalidad de los alumnos, no sólo un informador de la materia que le compete enseñar. Lo vemos de manera impresionante si pensamos en un alumno que curse matemáticas, física, arte griego y música con un profesor que procure destacar la importancia de la relación en estas áreas de conocimiento.

- Veámoslo, primero, en las ciencias matemáticas y en las físicas

- Las ciencias matemáticas crean estructuras, y el profesor debe enseñar a operar con ellas. Pero, al mismo tiempo, ha de hacer ver a los alumnos el poderío de las mismas, por ejemplo el de unas fórmulas, que son modos de interrelación y constituyen una fuente de conocimiento y de belleza, debido a su interna armonía. El alumno sale de la clase admirando el poder de las relaciones, que juegan un papel muy superior al de un mero accidente de una sustancia. Conviene tener muy en cuenta la creciente importancia que está adquiriendo el concepto de relación en la ciencia y en la filosofía contemporáneas.

Acude el alumno a la clase de ciencias físicas y oye al profesor destacar que lo último de la realidad material no son trozos infinitivamente pequeños de materia sino “energías estructuradas”, “informadas”, es decir, dotadas de forma y, por tanto, interrelacionadas. Su asombro ante el poder de la relación va en aumento.

- Entremos ahora en el mundo del arte, que parece ser tan distinto

- Lo parece, pero presenta una gran afinidad. Para iniciar a los alumnos en la estética del arte occidental, el profesor suele subrayar que los antiguos griegos descubrieron que la belleza surge como fruto de la armonía. Subes a la Acrópolis de Atenas, y te ves sorprendido por la majestuosidad del Partenón, su serenidad clásica y su bellísimo equilibrio. Y recuerdas que esas cualidades responden al hecho de que está armónicamente configurado. Pero la armonía surge cuando hay proporción -entre las distintas partes de la obra- y medida, es decir: una relación ajustada entre el conjunto del edificio y la figura humana. La imponente belleza de este templo se debe, en definitiva, a dos interrelaciones. Y algo semejante sucede con la esbelta figura de la Venus de Milo, configurada conforme a las relaciones sugeridas por la llamada “Sección aurea” o “Número de Oro”.

El alumno sale de la clase pensando qué enigmático poder alberga la relación, pues no sólo se halla en el origen de la realidad y permite que la mente humana elabore estructuras que sirven para penetrar en el secreto de la realidad material, sino que da razón, además, de esa otra forma de realidad, la artística, que eleva nuestros sentidos y los transfigura.

Alfonso López Quintás
05/09/2011

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No hace mucho me realizaron una entrevista en Televisión Española Internacional sobre un tema preocupante: la emergencia educativa. El tema parece haber interesado mucho a la audiencia, pues al día siguiente recibí más de trescientos correos de distintas partes del mundo. Es buen síntoma que las gentes se mantengan alerta ante fenómenos, como éste, que comprometen nuestro futuro.

Con la esperanza de que también suscite interés entre mis amables lectores, les ofrezco el texto íntegro del diálogo.


- Hoy se está hablando mucho de “Emergencia educativa”.

- Ciertamente. Intelectuales y dirigentes considerados hoy como un referente utilizan, a menudo, esta expresión cuando abordan el problema educativo, y diversas asociaciones de gran calado cultural y social están dedicando gran esfuerzo a analizar la situación actual, para ver de encontrar una salida airosa a esta crisis pedagógica.

- ¿Qué se quiere indicar, exactamente, con la expresión “Emergencia educativa”?

- Hay dos tipos de emergencia educativa. Uno indica el hecho de que los alumnos presentan un grado de ignorancia inaceptable en cuestiones académicas básicas. Tal fallo puede superarse si se aumenta debidamente el nivel de exigencia y se concede la necesaria autoridad al profesor.

El segundo tipo de emergencia se refiere a la calidad de la enseñanza humanista. Se trata de una situación límite, de graves consecuencias. No se alude sólo a un problema grave, ni a una serie de problemas que puedan ser tratados uno a uno para mejorar la situación. Se quiere indicar que es el conjunto de la situación el que se tambalea peligrosamente, y se requieren soluciones que vayan a la raíz del problema y planteen el tema educativo sobre nuevas bases, más sólidas y fecundas.

- ¿Cree usted que nos hallamos en una situación de emergencia, en el segundo aspecto?

- Lamentablemente sí, en buena medida. Y ello requiere un estudio profundo, pues se trata de una quiebra radical de la forma de pensar. Cuando un alumno dice que “no hay que buscar la verdad, porque cada uno tiene la suya”, nos deja descolocados a profesores y alumnos, literalmente nos desquicia, porque el quicio o eje del proceso formativo es la búsqueda en común de la verdad, es decir, de la realidad tal como se nos patentiza a lo largo de la vida. Si un alumno dice al profesor: “Usted tiene su verdad y la respeto, pero yo tengo la mía y usted debe respetarla”, parece que es muy respetuoso y procura el consenso y la concordia, pero anula nuestra capacidad de conocer la realidad y atenernos a ella, con lo cual mina la base del entendimiento entre formadores y alumnos, y, en general, entre personas y pueblos. Cuando este desgajamiento se hace general, se produce una situación de emergencia educativa.

Si los alumnos de filosofía contemporánea desconocen que Max Scheler y Nicolai Hartmann escribieron sendos libros sobre Ética, están desinformados. Necesitan ampliar sus conocimientos de Historia de la Ética. Pero, si afirman que la libertad y las normas se oponen siempre, les falla la forma de pensar. Piensan sólo en un nivel elemental y aplican esa forma de pensar a los niveles superiores, sin matización alguna. Cuando lo hacen porque ignoran que hay que distinguir niveles de realidad y de conducta, entonces el fallo en la forma de pensar es todavía más profundo; afecta a las bases de su pensamiento. En cuanto este fallo se propague, da lugar a una emergencia educativa.

- ¿Es posible, a su juicio, superar esta situación de emergencia? ¿Tiene algún método para ello?

- Afortunadamente, sí. Debido a una serie de malentendidos y prejuicios, se ha producido una especie de bloqueo intelectual en multitud de personas, especialmente niños y jóvenes. Es necesario conseguir que éstos se liberen de tales malentendidos por propia experiencia. De ahí que mi método –promovido por la Escuela de Pensamiento y Creatividad- no se dirija tanto a “enseñar contenidos” cuanto a “ayudar a niños y jóvenes a descubrir claves de orientación”.

- Me temo que este método de ayudar a descubrir debe de ser más difícil que el mero enseñar lo que uno ya sabe…

- Al principio sí, porque transmitir las enseñanzas por vía de búsqueda exige al profesor asimilar muy bien las ideas y adoptar un método muy bien articulado, pero luego todo marcha mucho mejor, pues cada descubrimiento que hacemos nos dispone para el siguiente. Voy a hacer, en esquema, una experiencia de descubrimiento, y veremos lo que avanza un joven en cuanto a descubrir los distintos modos de libertad. Yo le invito a que haga conmigo esta experiencia:

Figúrese que tengo un fajo de papel. Puedo hacer con él lo que quiero. Es un objeto, y dispongo de absoluta libertad para usarlo como medio para mis fines, o canjearlo por otro, o simplemente desecharlo… A este plano de los objetos y de nuestra capacidad de dominarlos y manejarlos para nuestros fines vamos a llamarle nivel 1.

Ahora bien. Si escribo en ese papel una obra musical, lo transformo en partitura. La partitura es una realidad superior al papel, pues tiene la capacidad de revelarnos una obra musical. Pertenece a un plano más alto que el de los meros objetos: el plano de las realidades “abiertas”, expresivas, capaces de ofrecernos posibilidades de actuar con sentido. Está, por tanto, situada en el nivel 2. Con el papel puedo hacer lo que quiera, pero con la partitura no. Si quiero interpretarla al piano, debo seguir sus instrucciones. Y, cuanto más obediente le sea, más libre me siento, pero con otro tipo de libertad, la libertad creativa. Pierdo, con ello, en buena medida mi libertad anterior, la libertad de maniobra, pero adquiero una forma de libertad superior. Tener libertad creativa significa aquí que interpreto la obra con soltura y destreza. Pero interpretar bien una obra es crearla de nuevo. Al renunciar a la libertad de maniobra, gano capacidad creativa, y, con ella, el poder de unirme a la obra con un tipo de unión muy estrecha, una unión de intimidad.

Ahora vemos claramente que, en este nivel 2, la libertad y las normas no se oponen; se complementan y enriquecen. Comprender bien esto nos da una luz inmensa. Si alguien me dice que la libertad y las normas se oponen, le contesto con toda precisión: en el nivel 1, sí; en el nivel 2, no, porque aquí sucede todo lo contrario: la libertad y las normas se exigen mutuamente y se ayudan a abrir todo un campo de creatividad. Esa capacidad creativa me perfecciona como persona. En cambio, el que se obstina en dar por supuesto que las normas se oponen a la libertad, ciega la fuente de su capacidad creativa, y rebaja la calidad de su vida personal.

- ¿Puede descubrirse esto mismo con un ejemplo tomado de la literatura, que es más accesible que la música para la mayoría?

- Por supuesto. Si declamo un poema, siento por propia experiencia que el poema influye sobre mí, me ofrece sus posibilidades estéticas, y yo influyo sobre él. Los dos colaboramos a partes iguales, ambas indispensables. Es otra fuente de luz, porque me enseña a vivir –pensar, sentir, decidir…- de forma dialógica, relacional. Al pensar así, veo con toda lucidez dos ideas decisivas para mi vida:

1) mi libertad creativa se coordina muy bien con la obediencia a quienes tienen autoridad sobre mí, autoridad en el sentido de capacidad promotora, enriquecedora. (Ya sabemos que autoridad procede del verbo latino augere, que significa promover);

2) yo desempeño un papel ineludible en el conocimiento de los valores, y éstos no se me revelan si no estoy dispuesto a asumirlos activamente y realizarlos, pero yo no soy dueño de los valores. Con esto se supera el malentendido del relativismo subjetivista, que quiere enaltecer al sujeto y acaba achicando sus espacios interiores, el horizonte de su vida, su creatividad.

- ¿Sirve también este método para formar a los jóvenes en el desarrollo y ejercicio de la afectividad?

- Muchísimo. A un joven que conoce los niveles de realidad ni se le ocurre confundir el amor personal con la mera apetencia, porque ésta se da en el nivel 1, el del manejo de objetos para la propia satisfacción; y el amor personal surge en el nivel 2, el del respeto, la estima y la colaboración. Si un chico le dice a una chica que la ama con toda el alma, pero lo que ama es el agrado que le producen sus bellas cualidades corpóreas, tergiversa la realidad, porque no la ama, la apetece; la toma como un medio para sus fines, y la rebaja así al nivel 1, en el cual no hay todavía amor personal, sino saciedad de una apetencia. Un pastel podemos apetecerlo, pero no amarlo. A la persona podemos empezar por apetecerla porque nos atrae, pero, mientras la apetencia no se transforma en amor –al ascender al nivel 2-, no podemos decir que la amamos.

Este ascenso constituye la tarea del noviazgo. Para realizarla, los novios necesitan descubrir lo que es el encuentro, bien entendido. Si no lo saben, corren peligro de pensar que amar significa sencillamente saciar una apetencia. Esto supone un empobrecimiento lamentable del amor, pero, si nos movemos en el nivel 1, no nos damos cuenta del estado de pobreza en que vivimos. Por eso es tan importante, realmente decisivo, que los niños y los jóvenes descubran los niveles de realidad en que podemos vivir. Al hacerlo, aprenden a distinguir los diversos afectos y actuar con poder de discernimiento. Estas capacidades constituyen la formación ética.

- ¿Ha hecho usted experiencias concretas de esto con los jóvenes?

- Con frecuencia y en diversos lugares de España e Iberoamérica. En un memorable programa de TVE, dos grupos de jóvenes sostuvieron un debate acerca del amor. Un grupo defendía el amor libre, es decir, el ejercicio de la sexualidad sin cauce alguno, sin relación con el amor personal y la creación de un hogar. El otro era partidario del amor comprometido, creador, abierto a la donación de nueva vida. Éstos sabían distinguir los conceptos, los niveles, las actitudes. Razonaban sus puntos de vista con una sorprendente madurez. Al día siguiente, muchos televidentes se preguntaron de dónde habían salido estos chicos, quién los había formado. La respuesta fue muy sencilla: esos chicos habían hecho un curso sobre el arte de pensar bien y habían ordenado la mente.

- Se trata, sin duda, del mismo curso que ahora ofrece en Internet la "Escuela de Pensamiento y Creatividad"...

- Ese curso, ampliado y mejorado, dio lugar a los tres cursos que estamos impartiendo on line con el título de “Experto universitario en creatividad y valores”. Quienes realicen los tres cursos adquieren este titulo universitario. Los que sólo cursen uno, reciben un certificado oficial. Información sobre los cursos se halla en la WEB de la "Escuela" ( www.escueladepensamientoycreatividad.org). Una idea muy condensada de los mismos la expongo en el libro Descubrir la grandeza de la vida (editorial Desclée de Brouwer, Bilbao).

- ¿Resultan muy difíciles estos cursos?

- Las personas un tanto formadas no encuentran mayor dificultad en asumirlos y asimilarlos. Naturalmente, se requiere alguna dedicación, pues se trata de adquirir un arte, el arte de pensar con precisión y expresarse de forma ajustada a las distintas formas de realidad. Como todo arte, también éste requiere ejercicio, pero, a medida que éste nos procura destreza, vemos compensado el esfuerzo. Mis alumnos en la universidad suelen andar un poco náufragos al principio, pero, en cuanto se familiarizan con el método, están felices, pues notan que saben distinguir los conceptos, los niveles, los distintos modos de libertad…, y se sienten más libres al razonar. “¡Ahora todo encaja!”, suelen decir. De verdad que encaja, y por eso resulta tan fecundo y sugerente para la labor formativa de las tutorías escolares.

- En alguno de sus libros, habló usted de la necesidad de que los profesores sean no sólo “informadores” sino también “formadores”

- Ciertamente, y este perfeccionamiento puede conseguirse muy bien con el método que he elaborado. Si se aplicara en los centros escolares, con un guía un tanto experto, se abrirían vías fecundas para superar el peligro de la "emergencia educativa”. Pero esta cuestión exige más tiempo para exponerla.

- Le dedicaremos, con gusto, otra entrevista.
Alfonso López Quintás
30/06/2011

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Alfonso López Quintás
Alfonso López Quintás
Alfonso López Quintás realizó estudios de filología, filosofía y música en Salamanca, Madrid, Múnich y Viena. Es doctor en filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y catedrático emérito de filosofía de dicho centro; miembro de número de la Real Academia Española de Ciencias Morales y Políticas –desde 1986-, de L´Académie Internationale de l´art (Suiza) y la International Society of Philosophie (Armenia); cofundador del Seminario Xavier Zubiri (Madrid); desde 1970 a 1975, profesor extraordinario de Filosofía en la Universidad Comillas (Madrid). De 1983 a 1993 fue miembro del Comité Director de la FISP (Fédération Internationale des Societés de Philosophie), organizadora de los congresos mundiales de Filosofía. Impartió numerosos cursos y conferencias en centros culturales de España, Francia, Italia, Portugal, México, Argentina, Brasil, Perú, Chile y Puerto Rico. Ha difundido en el mundo hispánico la obra de su maestro Romano Guardini, a través de cuatro obras y numerosos estudios críticos. Es promotor del proyecto formativo internacional Escuela de Pensamiento y Creatividad (Madrid), orientado a convertir la literatura y el arte –sobre todo la música- en una fuente de formación humana; destacar la grandeza de la vida ética bien orientada; convertir a los profesores en formadores; preparar auténticos líderes culturales; liberar a las mentes de las falacias de la manipulación. Para difundir este método formativo, 1) se fundó en la universidad Anáhuac (México) la “Cátedra de creatividad y valores Alfonso López Quintás”, y, en la universidad de Sao Paulo (Brasil), el “Núcleo de pensamento e criatividade”; se organizaron centros de difusión y grupos de trabajo en España e Iberoamérica, y se están impartiendo –desde 2006- tres cursos on line que otorgan el título de “Experto universitario en creatividad y valores”.





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