EL ARTE DE PENSAR. Alfonso López Quintás







Blog de Tendencias21 sobre formación en creatividad y valores
SAN MANUEL BUENO, MÁRTIR,
de Miguel de Unamuno (1864-1936) I



1. Argumento de la obra

En Valverde de Lucerna, aldea situada entre una montaña ‒a menudo nevada‒ y un lago, se afana por sus feligreses un párroco, don Manuel, que comparte toda su vida con el pueblo, excepto –a su entender‒ en un punto: la creencia en la vida del más allá. Al recitar el Credo en la iglesia junto a sus feligreses, la voz potente del párroco enmudece al llegar al versículo: «Creo en la resurrección de los muertos y la vida perdurable». El pueblo, desconocedor de esta circunstancia ‒que don Manuel oculta para no perturbar la serenidad de la vida de fe de sus feligreses y no hacer imposible su felicidad‒, acoge a su párroco en el seno de su ámbito de fe. La portavoz consciente de esta actitud de acogimiento es Ángela, la «mensajera de la buena nueva», una joven medianamente instruida, que, al llegar del internado, pronto adivina la zozobra interior del párroco. Éste le confía su delicado secreto y le ruega que lo «absuelva» (que lo admita en la comunión de fe que ella representa).

Lázaro, el hermano de Ángela, librepensador prepotente que llega al pueblo desde América con espíritu crítico frente a la sencilla religiosidad de las gentes, acaba rindiéndose al poder de convicción que posee la actitud generosa del párroco hacia sus feligreses, y decide participar en la comunión ‒símbolo de la participación en la fe‒, a pesar de su íntimo convencimiento de no poder creer. Su afán es continuar la obra de don Manuel, una vez desaparecido éste, y hacer que perdure una parte de su ser.

El párroco fallece a una con Blasillo el bobo, el que había repetido como un eco por el pueblo el grito de Jesús «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», que don Manuel proclamaba el día de Viernes Santo con un acento peculiar, sorprendentemente emotivo. Lázaro, que se siente «resucitado» por don Manuel a una vida nueva, recoge la antorcha de éste ante el pueblo. Desaparecido Lázaro, será Ángela quien se esfuerce en seguir fundando con el pueblo formas acendradas de unidad. Al ver en conjunto la vida de su hermano y de su párroco, estima que «Dios Nuestro Señor, no sé por qué sagrados y escudriñadores designios, les hizo creerse incrédulos», «y que acaso en el acabamiento de su tránsito se les cayó la venda» (1).


2. Tema de la obra

El tema básico presenta dos aspectos complementarios:

1. ¿Hay que decir siempre la verdad aun a costa de la felicidad? En El pato salvaje, Henri Ibsen nos muestra a un matrimonio joven que se siente feliz con su hija. Alguien sabe que la pequeña no es hija del esposo sino del jefe de la esposa, y decide hacérselo saber. Cuando se le indica que esto supondrá la desdicha de ambos jóvenes, rearguye diciendo que éstos deben montar su felicidad futura sobre la verdad, no sobre la mentira. Con un argumento muy distinto, Unamuno aborda este mismo tema y le da una solución diferente. Decir la verdad es necesario como norma general. Pero las normas generales deben ser aplicadas de modo prudente, sabiendo esperar, confiando en que «el corazón tiene razones que la razón no conoce» (Pascal). Un guía que pierde el camino en la hosquedad del desierto puede no revelarlo de momento a los caminantes para no entregarlos a un desánimo que sería suicida, y continuar la marcha en la confianza de que «todo sendero lleva a alguna parte» (Unamuno) y siempre es posible encontrar una ruta certera.

2. La fe religiosa ¿es una mera cuestión de asentimiento intelectual o implica una adhesión personal? Si se piensa lo primero, es posible que alguien estime que no cree porque su entendimiento, tal vez por impericia o por la fuerza de ciertos malentendidos, no encuentra razones decisivas para dar su asentimiento a algunas verdades o dogmas, pero se halle inmerso en una comunidad de fe pues vive vinculado a los demás y a Dios conforme al precepto evangélico del amor y la unidad.

3. Contextualización

Unamuno vivió hondamente preocupado por el problema de la pervivencia propia. El mero pensamiento de que algún día habría de perecer y pasar a la nada le producía escalofrío, pues, si la muerte supone la aniquilación absoluta de la persona, la vida humana carece de sentido. En una noche de insomnio se puso a imaginar que regresaba hacia la niñez, que volvía al seno materno, que pasaba en él nueve meses..., y, al llegar a este punto, se estremeció en tal forma que su mujer se despertó y le dijo sobresaltada: «¡Hijo mío! ¿te pasa algo?».

«Quedémonos ahora -escribe Unamuno- en esta vehemente sospecha de que el ansia de no morir, el hambre de inmortalidad personal, el conato con que tendemos a persistir indefinidamente en nuestro ser propio (...), eso es la base efectiva de todo conocer y el íntimo punto de partida personal de toda filosofía humana, fraguada por un hombre y para hombres (...), y este punto de partida personal y afectivo de toda filosofía y de toda religión es el sentimiento trágico de la vida» (2).

Esta necesidad de asegurar la inmortalidad insta a Unamuno a buscar en los libros y en los hijos una especie de prolongación de la propia vida. Pero no tarda en comprender que esta forma de pervivencia es precaria. Los libros se olvidan, los hijos perecen, la memoria de los descendientes se difumina... Sólo un ser que sea Infinito puede garantizar de forma eficaz la inmortalidad del hombre. De ahí su ansia febril de asegurar la existencia de Dios y dar un fundamento sólido a su fe. De joven, en Bilbao, había vivido con bastante intensidad la piedad religiosa. Asistía a retiros espirituales y gustaba de quedarse a solas en la iglesia, meditando al tiempo que oía a lo lejos el sonido pastoso del armonio. Pero, al iniciar los estudios filosóficos en Madrid, sintió que su fe religiosa se desvanecía. La vida intelectual ‒entendida, al modo de la época, como un ejercicio de análisis y desmenuzamiento lógico‒, no era capaz de llegar de modo convincente a demostrar la existencia de Dios.

«Es una cosa terrible la inteligencia –escribe-. Tiende a la muerte, como a la estabilidad la memoria. Lo vivo, lo que es absolutamente inestable, lo absolutamente individual, es, en rigor, ininteligible. (...) Para comprender algo hay que matarlo, enrigidecerlo en la mente» (3).

Pero tampoco nos convence y da seguridad de que Dios existe el sentimiento, esa sensación íntima y acogedora de que lo religioso nos envuelve y ampara. El sentimiento es incapaz de dar razones y ofrecer un conocimiento demostrativo sólido de aquello que lo hace vibrar.

Unamuno se vio incapaz de asentar sobre bases firmes la idea de que existe lo que necesitaba vitalmente: el Ser Infinito. En esta situación desesperada, pudo instalarse en el agnosticismo, la convicción de que el hombre, con sus potencias intelectuales y sentimentales, no puede acceder a Dios, de modo que la actitud más seria y digna es abstenerse de toda afirmación o negación respecto a su existencia. Pero, debido a las razones vitales antedichas, no podía resignarse a ese estado de oscuridad e indecisión. Por imperativo no lógico sino vital, necesitaba a Dios como garante de su inmortalidad. La vida humana necesita creer; por eso Unamuno quiere creer y se decide a afirmar, desde el fondo de la existencial personal, la existencia de Dios. Pero, inmediatamente, la razón le reprocha esa arbitrariedad y le conmina a renunciar a toda afirmación que exceda las facultades humanas de conocer. La voluntad rearguye que no se trata de una cuestión intelectual sino vital, y que, por así decir, la sed prueba la existencia de la fuente. Esta vibrante decisión de la voluntad a favor de la existencia de Dios instaba a Unamuno a quedarse en la posición «fideísta», intelectualmente ciega, y buscar en ella su amparo espiritual. Pero no estaba dispuesto a acallar la voz de su inteligencia. Optó por la solución más difícil, la de acoger en su interior esas dos fuerzas encontradas: el entendimiento y la voluntad. Ese enfrentamiento constante entre dos instancias supuestamente inconciliables da lugar al «agonismo», la lucha espiritual por superar la inquietud básica de un ser nacido para la muerte pero ansioso de inmortalidad.

«Ni, pues, el anhelo vital de inmortalidad humana –escribe‒ halla confirmación racional, ni tampoco la razón nos da aliciente y consuelo de vida y verdadera finalidad a ésta. Mas he aquí que en el fondo del abismo se encuentran la desesperación sentimental y volitiva y el escepticismo racional frente a frente, y se abrazan como hermanos (...). La paz entre estas dos potencias (la razón y el sentimiento) se hace imposible, y hay que vivir de su guerra. Y hacer de ésta, de la guerra misma, condición de nuestra vida espiritual» (4).

En el Diario íntimo (5), obra que recoge las reflexiones ‒no destinadas a la publicación‒ que le sugirió su conmoción religiosa de 1897, Unamuno intuye que, cuando se trata de conocer realidades o acontecimientos de alto valor, como es la vida personal ‒sobre todo en su manifestación religiosa‒, hay que vincular el conocimiento con el amor, el compromiso, la creatividad..., todo lo que implica el encuentro, entendido de modo cabal. Unamuno fue entreviendo un día y otro, a lo largo del Diario íntimo, que es posible superar la actitud «agónica» ante el problema de Dios si se cumplen las condiciones del encuentro interpersonal.

En 1930, Unamuno expresa esta esperanza en las páginas de una novela, San Manuel Bueno mártir, que es en todo rigor una fuente de conocimiento. Podía haberlo hecho en un ensayo, al modo de La agonía del Cristianismo o Del sentimiento trágico de la vida. Pero prefirió el clima sugestivo y ambiguo de la obra literaria. Tal vez, el estado embrionario de su intuición le llevó a acogerse a este medio y dejar sus ideas en un estado de suspensión y ambigüedad. Es tarea de los intérpretes poner de manifiesto la intención de largo alcance que tuvo el autor al escribir esta breve obra, en la que quiso expresar, según propio testimonio, una experiencia interior especialmente dramática.

Ciertamente, las obras literarias deben ser interpretadas desde ellas mismas, a la luz que desprenden, pues todo campo de juego es un campo de iluminación. Tal interpretación implica rehacer las experiencias básicas de la obra. Las de San Manuel Bueno, mártir figuran en el Diario íntimo en estado de esbozo, apenas insinuadas pero intensamente vividas. Leer a fondo las páginas de este librito supone la mejor preparación para re-crear debidamente aquella obra. En ésta, el lector atento se siente apelado a reconsiderar las relaciones entre conocimiento y adhesión personal, fe y amor, felicidad y verdad... Sólo si responde a tal llamada, haciendo la experiencia profunda de esa múltiple interrelación, puede leer la obra entre líneas y descubrir el sentido de lo que en ella se sugiere. Para Unamuno, «la novela es la más íntima historia, la más verdadera». Es la «intrahistoria» de los ámbitos de realidad que el hombre va creando en vinculación al entorno a medida que desarrolla su personalidad. Unamuno describe con suma parquedad tales ámbitos, los sugiere al lector, a fin de adentrarlo en su trama y comprometerlo en el riesgo del juego existencial. Ello explica que, al final de la obra, pueda escribir esta frase enigmática: «Bien sé que en lo que pasa en este relato no pasa nada; mas espero que sea porque en ello todo se queda» (p. 82).

Unamuno revitalizó un argumento tejido por otros autores ‒entre ellos, su admirado Juan Jacobo Rousseau‒ y lo reelabora con el fin de plasmar en él su «sentimiento trágico de la vida cotidiana», según confiesa en cartas particulares y en el prólogo a la edición de 1933. Según veremos, ese sentimiento cobrará al final de la obra una coloración optimista.

Alfonso López Quintás
15/07/2013

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MÉTODO LÚDICO-AMBITAL DE ANÁLISIS LITERARIO
NIEBLA, DE MIGUEL DE UNAMUNO (3ª parte)

Actitud objetivista ante el amor

En el túnel de sus inquietudes y cavilaciones, Augusto estima que no tiene más salida que el matrimonio, “la mejor, tal vez la única escuela de filosofía” (115). De hecho, Víctor, el hombre encapsulado en su egoísmo que califica de “intruso” al hijo que acababa de concebir su mujer, confiesa ahora que la presencia del hijo los ha despertado a ambos de un profundo sueño y les hace ver la vida de modo sorprendentemente positivo (113). Augusto, en cambio, rehúye dar el salto al nivel creativo (nivel 2) y decide tomar a las mujeres como objeto de “experimento psicológico” (124). Se entrega inmediatamente a la acción con Rosario, y ésta responde activamente en el mismo nivel, de forma que Augusto se siente él mismo reducido a objeto de experimentación (niveles 1 y -1) (125-126). Toma los ojos de Rosario como si fueran un espejo y repite con ellos la experiencia de entregarse a una visión relajada, objetivista, de sí mismo. Esta mengua del poder de su mirada tuvo que resultarle necesariamente extraña a Rosario, extraña a la forma normal de mirar un ser humano, que es un mirar creador de un ámbito de relación. Tal extrañeza fue expresada por la sencilla joven el exclamar: "Este hombre no me parece como los demás; debe estar loco" (126).

No se trataba en modo alguno de locura, sino de una defección, de un descenso del nivel creativo al nivel objetivista. Este desajuste entre el sentido cabal que deberían tener las acciones que estaban realizando y el que de hecho tenían explica los diversos pormenores del relato. Augusto actúa en forma decidida, y manifiesta que no sabe lo que hace, y pide perdón. Rosario acaricia a Augusto y, a la vez, siente miedo. Augusto considera ridículo portarse de modo instintivo con una sirvienta ‒a la que acaba de tratar como un “ser fisiológico (...), perfectamente fisiológico, nada más que fisiológico, sin psicología alguna” (127) ‒ para mirarse en ella como en un espejo y objetivar sus sensaciones. Pero ella era un espejo vivo que miraba a su vez. Augusto, sin embargo, lanzado al vértigo de la manipulación personal, no se arrepiente de su actitud y actividad reduccionistas; las agudiza todavía más al considerar a Rosario como mero objeto de experimentación. "Es inútil, pues, tomarla de conejilla de indias o de ranita para experimentos psicológicos. A lo sumo, fisiológicos... Pero, ¿es que la psicología, sobre todo la femenina, es algo más que fisiología, o, si se quiere, psicología fisiológica?" (127).

Víctor, que se había casado contra su voluntad y había rehuido la tarea creadora de la paternidad para no perder la libertad vacía de una vida sin compromiso, acabó siendo invadido por la luz que brota en el encuentro con el ser que es fruto de la unión amorosa. A esta luz, advierte lúcidamente a Augusto que “la única experiencia psicológica sobre la mujer es el matrimonio” (129), pues la vía para el conocimiento auténtico es el compromiso personal (nivel 2), no la contemplación desinteresada (nivel 1). Augusto, al no comprometerse, se siente “más acá de lo natural” (139). No explica el sentido enigmático de esta frase, pero queda claro al que piense que, si no funda modos de unidad de integración con lo real mediante una actividad creativa, anula la fuente de su desarrollo personal y se sitúa en un plano inferior al del animal, que tiene asegurado, por sus instintos, el grado de unidad con lo real que le corresponde.

Modos diversos de existir

En este momento de la narración, el autor ‒Unamuno‒ hace acto de presencia en la novela, toma distancia ‒a lo Bertold Brecht (1)‒ para dejar constancia del carácter de ficción novelesca que tienen los personajes pese a toda la apariencia de realidad que estaban empezando a dar. De ahí la urgencia de precisar el tipo de realidad que ostentan los personajes literarios que, por una parte, dependen del autor y, por otra, adquieren una singular independencia y autonomía, llegando en cierta medida a imponerse a su mismo creador. Con esta preocupación de fondo continúa el relato.

Augusto intenta tomar a Eugenia como objeto de experimenta¬ción y se siente él mismo manipulado, en cuanto se ve enredado en el compromiso amoroso, y burlado y escarnecido momentos después (131-138). En su extrema confusión, Augusto advierte que la habitación se trueca en “niebla a sus ojos” (137) y no sabe distinguir con precisión el sueño y la realidad (138). Una vez más entrevé que tal estado de vacilación responde a falta de creatividad. "(...) ¡No tengo más remedio que casarme..., si no, jamás voy a salir del ensueño! Tengo que despertar"(139).

Esta lúcida determinación hace más doloroso el desengaño que sufre Augusto al sentirse abandonado y escarnecido por Eugenia y Mauricio. Esta burla le resulta especialmente penosa porque su intención profunda era revelarle que no existía como hombre auténtico (143). Víctor intenta convencerle de que lleve adelante su actitud objetivista y se convierta a sí mismo en objeto de análisis, de espectáculo científico, y se devore como persona. Pero Augusto sorprende a Víctor con la revelación de que ello no es posible porque justamente esta gran prueba lo acaba de redimir de su error básico: el de moverse por la vida en nivel objetivista, en plan de espectáculo incomprometido (nivel 1). "Con esto creo haber nacido de veras"(145). Al argüirle Víctor que cuanto nos acontece es una comedia que estamos representando ante nosotros mismos, Augusto replica decidido: «Y, ¿quién te ha dicho que la comedia no es real y verdadera y sentida? ¿Que todo es uno y lo mismo; que hay que confundir (...)?" (145).

En el plano de los ámbitos de realidad, la comedia es más real, verdadera y sentida que la realidad cotidiana de tipo objetivista, ya que el cometido de toda obra de teatro auténtica es mostrar los ámbitos que se fundan y se anulan en la vida humana y los entreveramientos de ámbitos que se llevan a cabo y tejen la trama de la existencia. En el teatro se muestran en toda su densidad y trabazón lógica los campos de juego que constituyen el entramado interno, verdaderamente significativo, de la vida humana. Vista desde esta perspectiva lúdica, la afirmación de Augusto no es mero juego de palabras, como opina Víctor (145). Augusto subraya la importancia y la eficacia de la palabra, sobre todo la palabra que es acción interior (146) y vibra en el alma del lector sensible. Unamuno se mueve dentro de la malla rígida de los esquemas “dentro-fuera”, “autor-lector”, que no permiten dar alcance a un acontecimiento dialógico como es la lectura.

Augusto insiste en que ahora, tras la feroz burla de que fue objeto, se siente real, no duda de su existencia. Víctor se desdobla, toma distancia, advierte que sus vidas pueden dar lugar a un relato novelesco, y el lector de la novela podrá un día llegar a sentir que es un personaje de ficción. “Lo más liberador del arte es que le hace a uno dudar de que exista” (147), de que exista con un modo de existencia cabal, el que adquiere el hombre cuando actúa de modo creador. Al preguntarle Augusto, “¿qué es existir?”, Víctor le responde: "¿Ves? Ya te vas curando; ya empiezas a devorarte. Lo prueba esa pregunta, ¡Ser o no ser!..., que dijo Hamlet, uno de los que inventaron a Shakespeare" (147), de los que colaboraron, con su riqueza de significaciones, a formar la personalidad del gran dramaturgo. Devorarse alude aquí a superar la visión meramente objetivista de sí mismo, la pretensión de autarquía que cierra a los hombres en su interior y los ciega a las fuentes del ser. La interacción constante que tiene lugar al final de la obra entre los seres de ficción y su creador tiene por finalidad mostrar la diferencia que media entre existir de hecho y existir con una autonomía absoluta.

Augusto ha recorrido ya todos los estadios propios de la experiencia de vértigo, vértigo de la entrega a la vida infracreadora. Tales estadios son la tristeza, la angustia y la desesperación. Ahora se desliza hacia el último tramo de este plano inclinado y decide suicidarse, estación término del vértigo de la destrucción. Pero en ese momento límite, a punto de hacer un acto supremo de posesión de sí mismo (nivel -3), arrastrado por el vértigo del dominio, siente reavivarse en su ánimo la conciencia del nexo subrayado anteriormente entre la criatura y el creador, y resuelve consultar su decisión con el autor del relato. El autor revela con brusquedad autoritaria a Augusto que no puede suicidarse porque no dispone de su ser, ente de ficción dependiente de su creador. Augusto se rebela, y advierte a Unamuno que también es posible que él, como autor, no sea sino un pretexto para que su historia llegue al mundo.

"(...) Es usted el que no existe fuera de mí y de los demás personajes a quienes usted cree haber inventado”. “Hasta los llamados entes de ficción tienen su lógica interna”, y “un novelista, un dramaturgo, no pueden hacer en absoluto lo que se les antoja de un personaje que crean" (150).

Unamuno, que había insistido en la idea de que Don Quijote y Sancho son más reales que Cervantes, se sintió alarmado al ver a Augusto alzarse frente a él con vida propia (149-150), pero no dudó en confirmar el poder de iniciativa de los entes de ficción, que poseen su coherencia interna, su ansia de vivir en plenitud y salir de la niebla de la confusión (153). Ciertamente, los entes de ficción no tienen el modo de realidad de las entidades objetivas ‒delimitables, asibles, ponderables, verificables por cualquiera‒; pero ostentan una forma peculiar de realidad, que, por ser difícilmente precisable debido a su misma condición indelimitable, ha recibido diversas denominaciones y todavía no ha logrado una configuración precisa. Se habla, por ejemplo, de realidades “atmosféricas”, “relacionales”, “constelacionales”, “inobjetivas”, “superobjetivas”, “ambitales”... No por ser impreciso, deja este modo de realidad de mostrar una singular firmeza y una notable eficiencia en la vida humana. A ello alude Augusto, en su lenguaje sugerente, meramente aproximativo, al exclamar: "Un ente de ficción es una idea, y una idea es siempre inmortal..." (156).

Este sorprendente diálogo entre la criatura de ficción, Augusto, y su creador, Unamuno, tiene por finalidad mostrar el tipo específico de libertad en vinculación que poseen las ficciones literarias y sus modeladores. Todas poseen una forma singular de existencia, se despliegan conforme a una lógica interna, albergan cierta capacidad de iniciativa, pero están vinculadas de raíz a una realidad superior que las ha diseñado y lanzado a la existencia. Guardadas las debidas distancias y peculiaridades, cabe muy bien admitir lo que afirma, airado, Augusto cuando advierte la voluntad de Unamuno de anular su existencia: "(...) Usted, mi creador, mi Don Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco, y entes nivolescos sus lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez, que su víctima..." (154). (No se preocupe el lector: el cambio de “novelesco” por “nivolesco” no tiene más valor que el de un guiño humorístico de Unamuno…).

Alfonso López Quintás
21/06/2013

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NIEBLA, DE MIGUEL DE UNAMUNO (2ª parte)


En busca de seguridad

Cuanto acontece en el Diario íntimo con Unamuno en cuanto persona real sucede aquí con su criatura de ficción, Augusto, que vive encapsulado en una posición más bien individualista, poco creativa, pero intuye que la autenticidad humana comienza cuando se desbordan los límites del yo. La relación de Augusto con su madre, ya viuda, fue de atenimiento casi fusional. La madre convertía la relación de tutela en una atención constante y atosigadora, que apenas dejaba huelgo al hijo para el desarro¬llo de su libertad y su capacidad de iniciativa. De esta suerte, al morir su madre, Augusto se sintió indefenso ante la vida. Al encontrarse con las primeras dificultades planteadas por la necesidad de tomar decisiones personales, Augusto se halla carente de recursos y no hace sino añorar la presencia de la madre: “¡Si estuviera aquí ella para hacer florecer en rosa a esta primera espina!” (44).

En su línea de indefensión, Augusto recoge compasiva¬mente a un perro abandonado, no tanto, sin duda, por darle protección cuanto por contar con un confidente sumiso que escuche sus monólogos y acoja sus desahogos. Desde esta posición inestable, lábil, extremadamente quebradiza, Augusto responde con cierta energía a la apelación que significa la mera presencia física de una joven atractiva, y este gesto -siquiera mínimo- de creatividad despierta en su interior un sentimiento de seguridad en sí mismo.

“Y ahora me brillan en el cielo de mi soledad los dos ojos de Eugenia (...). Y me hacen creer que existo. ¡Dulce ilusión! ¡Amo, ergo sum! Este amor, Orfeo, es como lluvia bienhechora en que se deshace y concreta la niebla de la existencia. Gracias al amor, siento al alma de bulto, la toco” (50-51).

El amor es el impulso que insta a los hombres a fundar ámbitos, a entreverarlos entre sí e instaurar otros nuevos de mayor envergadura. Esta trama de ámbitos reales, aunque no “objetivos”, confiere solidez a la existencia del hombre, ser ambital que no limita, se expande a modo de atmósfera y logra su plenitud de sentido por vía de entreveramiento de ámbitos (nivel 2). El hombre es un ser temporal, decurrente, que se ve instado desde el nacimiento a abrirse a los demás y fundar con ellos ámbitos de amor y tutela. ¿Qué es lo que confiere a este ser dinámico e inquieto su definitiva, radical y nuclear consistencia que lo convierte en una realidad firme? “¿Donde está el enjullo a que se arrolla la tela de nuestra existencia, dónde?” (51).

Ya en sus meditaciones anteriores había observado Augusto que “hay que vivir para amar” y “hay que amar para vivir” (41). Estas contraposiciones, tan caras a Unamuno, no son meros juegos de palabras; son formas de tensar el lenguaje para expresar la dialéctica fundamental de la existencia humana: la que vincula el buscar y el hallar, el configurar ciertas realidades y el ser configurado por ellas. Tales realidades son, entre otras, el lenguaje, los estilos, las instituciones, las relaciones de amistad, las diferentes formas de juego: el deportivo, el estético, el amoroso, el litúrgico... Augusto entrevé que el ser humano busca con inquietud las realidades que, por ley natural, están llamadas a colaborar con él en el proceso de desarrollo de la personalidad. En un plano de pensamiento objetivista -atenido a la relación del hombre con meros objetos, realidades delimitables, asibles, manejables…-, la existencia del fenómeno de la sed no prueba la existencia de la realidad llamada “fuente”. Pero en el plano del pensamiento relacional –basado en un análisis aquilatado del juego y de los ámbitos o realidades abiertas-, la experiencia diaria revela que los procesos creadores no serían posibles si el hombre no estuviera desde el principio instalado en un entorno de realidades que lo apelan a una tarea creadora y, al apelarlo, le confieren el dinamismo necesario para responder eficazmente.

Esta fecunda idea late, siquiera sólo barruntada, en las consideraciones de Augusto acerca de su primer encuentro con Eugenia: “(...) Es la que yo buscaba hace años, aun sin saberlo; es la que me buscaba. Estábamos destinados uno a otro en armonía preestablecida; somos dos mónadas complementaria una de otra” (41). El lugar viviente donde acontece por primera vez el encuentro que supera el ser individual y lo instala en su auténtico entorno nutricio, fecundante, es el hogar. “La familia es la verdadera célula social. Y yo no soy más que una molécula. ¡Qué poética es la ciencia, Dios mío” (41).

El amor, aunque sea incipiente e inmaduro, por no haberse creado todavía un auténtico encuentro, abre un espacio de comunicación, de entreveramiento de ámbitos, al menos en la imaginación creadora, que no es facultad de lo irreal, sino de lo ambital. Este campo de juego esponja el ánimo del que participa en su instauración y produce una peculiar iluminación del sentido de todas las realidades del entorno. Tras la primera entrevista con Eugenia, a Augusto “el mundo le parecía más grande, el aire más puro y más azul el cielo. Era como si respirase por vez primera. En lo más íntimo de sus oídos cantaba aquella palabra de su madre: cásate” (55).

Eugenia, la joven que ha suscitado este movimiento de apertura hacia el otro iniciado por Augusto, aparece desde el principio al margen de toda creatividad. A pesar de haber sido introducida en el mundo de la música, manifiesta abiertamente que la utiliza solamente como medio de subsistencia, y la odia (58). Unamuno deja entrever que este sentimiento aversivo se basa en la sumisión de la música al tiempo, en su poder sugestivo que no acaba de concretarse en nada definitivo, contante y sonante. Esta explicación es, por fortuna, insatisfactoria. La música nos sumerge en un mundo de armonía, que sugiere modos de plenitud personal. Tal plenitud sólo la alcanza realmente quien orienta su existencia por una vía creadora de ámbitos armónicos. Si Eugenia “estaba harta de música”, no era porque ésta fuera una “preparación a un advenimiento que nunca llega”, sino porque la invitaba al ejercicio de una actividad creadora que la obligaba a elevarse a un nivel distinto de aquel en que se movía (nivel 1).

Esta actitud de Eugenia hará inviable el encuentro con Augusto, que, si no había llevado una vida creadora en sentido cabal, tampoco se mostraba hostil hacia ella, o cerrado, o indiferente. Cuando las personas que empiezan a tratarse, aunque sea de modo fortuito y poco profundo, cumplen las condiciones del encuentro -disponibilidad, apertura, sinceridad, voluntad de compromiso, respeto, renuncia al afán de manipulación...-, suelen ir afinando su sensibilidad a medida que se relacionan, pues la instauración de un campo de juego común alumbra luz para penetrar en el secreto de las realidades y acontecimientos, y acrecienta el interés por asumirlos activamente en la propia vida.

Al sentir la necesidad de la apertura y el encuentro -acontecimiento que se da entre una persona y otra que, siendo en principio distinta y distante, externa y extraña, acaba convirtiéndose en “íntima”-, Augusto se ve enfrentado abruptamente con el grave tema planteado por “el otro”. Si el ser distinto y distante no se torna íntimo, se mantiene en la distancia propia de lo que es “otro”. Los delicados matices que separan al “tú” del “otro” confieren un doloroso dramatismo a la experiencia que va realizando Augusto de la relación que su adorada Eugenia mantiene con él y con su novio, Mauricio. “(...) El otro no es el novio de Eugenia, no es aquel a quien ella quiere; el otro soy yo. ¡Sí, soy yo el otro; yo soy otro!” (59). Otro no significa uno más, sino el que está fuera del campo de juego, de intimidad y mutua comprensión. Por eso no sirve a Augusto de consuelo pensar que hay muchas otras jóvenes hermosas, porque todas ellas “no son sino remedos de ella, de la una, de la única, ¡de mi dulce Eugenia!” (60).

El carácter de único lo adquiere para nosotros una persona o una realidad a medida que pacientemente vamos haciendo juego con ella, como le advirtió el zorro al “principito” en el conocido relato de Saint-Exupéry. Sin embargo, puede ocurrir que desde el principio tengamos el presentimiento de que la persona a quien acabamos de conocer está como llamada a ser para nosotros única en el mundo. Augusto, desde que conoció a Eugenia e inició el camino de la apertura y el amor, tiene la sensibilidad a flor de piel y repara, como nunca lo había hecho, en la belleza de cuantas mujeres se mueven a su lado. Siente preocupación por lo que parece un enamoramiento múltiple, universal. Sin embargo, su atención sigue fija en una mujer singular: Eugenia.
En este estado de delicuescencia amorosa, en el que Augusto carece de ideas claras acerca de su enamoramiento, todo se torna nebuloso. Augusto solicita el consejo de su amigo Víctor, que acrecienta su zozobra al sugerirle que su enamoramiento es sólo cerebral, y que todo él, Augusto, no es sino una pura idea, un ente de ficción (62). Al oír los pasos de Eugenia, Augusto “sintió un puñal de hierro atravesarle el pecho y como una bruma invadirle la cabeza” (63). “Los ojos de Eugenia se le borraron de la vista y no vio ya nada sino una niebla, una niebla roja” (64).

Niebla equivale en este contexto a confusión, mareo, vértigo. Algo más adelante, significará un estado de obcecamiento espiritual (68). Se lo dice Augusto a Rosario, la planchadora, una joven de humilde condición que se encandila cuando se ve acariciada súbitamente por su “señorito”, aunque teme que éste la utilice para experimentar las sensaciones que desearía compartir con Eugenia (67). “Tú dirás que el señorito Augusto se ha vuelto loco. (...) Es que lo ha estado hasta ahora, o mejor dicho, es que ha estado hasta ahora tonto, tonto del todo, perdido en una niebla, ciego...” (68).

Pero tampoco logra Augusto ver con claridad los acontecimientos que tejen su vida. Se siente a medio camino hacia la plenitud, suspendido en una situación desgarrada, preso de la fascinación -que es vértigo-, pero ansioso de realizar una auténtica experiencia de amor -que es éxtasis-.

“¡Ay, Rosario, Rosario, yo no sé lo que me pasa, yo no sé lo que es de mí! Esa mujer que tú dices que es mala, sin conocerla, me ha vuelto ciego al darme la vista. Yo no vivía, y ahora vivo; pero ahora que vivo es cuando siento lo que es morir. Tengo que defenderme de esa mujer, tengo que defenderme de su mirada” (69).

Estas aparentes “paradojas” muestran una perfecta lógica cuando son vistas en nivel creador (nivel 2). Augusto vive ahora en cuanto está abierto al amor, pero no vive por no ser correspondido y no poder fundar una relación de riguroso encuentro. Desde que murió su madre, había vivido “dormido”, ocluído en sí mismo (nivel 1). La visión de Eugenia provocó en él una actitud de apertura hacia modos de comunicación fundadores de campos de juego comunes (nivel 2). A esta labor creadora alude la expresión “dormir juntos el mismo sueño” (69-70). “El sueño de uno solo es la ilusión, la apariencia; el sueño de dos es ya la verdad, la realidad. ¿Qué es el mundo real sino el sueño que soñamos todos, el sueño común?”.

Soñar, en este contexto, no se contrapone tanto a actividad en vigilia cuanto a actividad objetivista (nivel 1). Soñar entre todos significa instaurar modos nuevos de realidad mediante el entreveramiento de ámbitos (nivel 2). Esta interpretación encierra la mayor importancia para comprender a dónde apunta Unamuno cuando subraya la singular autonomía de los entes de ficción y la influencia que los mismos ejercen sobre el autor que los ha configurado en su imaginación creadora.

La realidad “objetiva” -manipulable, mensurable, localizable- es considerada por Unamuno, a través del conturbado Don Avito Carrascal, como la realidad que se da en el presente y la ciencia estudia y analiza. Pero hay otro modo de realidad, la que existe en el recuerdo o en la esperanza. Un lugar apropiado para dar cuerpo a este género de realidad es el templo, lugar alejado del bullicio producido por la manipulación de objetos y orientado hacia las realidades que sólo existen cuando el hombre siente la caducidad de lo objetivo y se abre a realidades superiores (niveles 2, 3 y 4). En este sentido, la iglesia, el templo, es el hogar de “todas las ilusiones y todos los desengaños” (74).

Esa apertura a realidades cuya existencia se presiente y se necesita, aunque no sean susceptibles de un conocimiento exacto al modo de las realidades “objetivas”, cobra forma expresiva en la plegaria, sobre todo la plegaria comunitaria que funda un clima de solidaridad y de apertura a la trascendencia. En la misma línea que el Unamuno confidente del Diario íntimo, don Avito le confiesa a Augusto: “No sé si creo o no creo; sé que rezo” (74).

Esta actitud de súplica está iluminada por una luz muy honda, enigmática, porque no procede de una fuente constatable empíricamente por el hombre, como sucede con las realidades objetivas, localizadas en el espacio y el tiempo. Es la luz que brota al hilo de experiencias conmovedoras que quiebran la confianza del hombre en las realidades manejables (nivel 1) y afinan su sensibilidad para las realidades superiores (niveles 2, 3 y 4), que no se dejan localizar en el tiempo y el espacio pero son eminentemente reales.

Dicha luz permite adivinar la existencia de una realidad trascendente, a la que cabe dirigir una súplica, y la condición “maternal” de la propia esposa, que en casos de gran desvalimiento sabe acoger al esposo y fundar con él un ámbito tutelar (74). Sin embargo, casarse con el fin más o menos inexplícito de volver a tener una madre (79) delata un espíritu infantilmente desvalido, menesteroso -por falta de creatividad- de un ser maternalmente acogedor.



Alfonso López Quintás
14/05/2013

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NIEBLA
de MIGUEL DE UNAMUNO (1864-1936)

A fin de penetrar en el mundo ambiguo y sugerente que nos describe Unamuno en esta obra, expresivamente denominada Niebla, dediquemos unos minutos de reflexión a plantearnos las siguientes preguntas:

1. ¿En qué nivel de realidad nos desarrollamos las personas: en el del dominio y manejo (nivel 1), o en el del respeto, la estima y la colaboración (nivel 2)?
2. ¿Por qué al movernos en el nivel 1 sentimos desconcierto y vacilación, como si camináramos entre la niebla?
3. ¿Cuál es la actitud que nos otorga autoestima, conciencia de vivir una vida responsable, segura, de contornos precisos?
4. ¿En qué sentido podemos afirmar que los personajes de las obras literarias se independizan del autor?


METODO LÚDICO-AMBITAL DE ANÁLISIS LITERARIO
I. Contextualización

Niebla fue publicada en 1914. (Citaré, indicando las páginas en el texto, por la edición de Espasa-Calpe, de 1982). Su elaboración fue posterior a las conmovedoras experiencias espirituales que vivió Unamuno en 1897. El ambiente de la castellana y universitaria Salamanca y la preocupación por las cuestiones últimas de la existencia humana, que centran la atención del Unamuno del Diario íntimo (Alianza Editorial, Madrid 1970), constituyen los elementos básicos que estructuran esta densa novela.

Unamuno realizó esfuerzos denodados durante este período de su existencia por elevarse al nivel de la realidad que confiere sentido pleno a la vida del hombre (nivel 4). Debido, entre otras razones, a la falta de una metodología filosófica adecuada a dicho nivel, Unamuno adivinó la existencia del mismo pero no llegó a configurar una concepción precisa de su modo peculiar de realidad y sus características fundamentales. Tal modo de visión en claroscuro lo interpretó como una especie de caminar inquieto a través de la niebla.

Esta situación personal nebulosa adquirió un singular dramatismo al verse inmerso Unamuno, hacia 1931, en la “niebla histórica de nuestra España, de nuestra Europa y hasta de nuestro universo humano”. El trauma espiritual del exilio -en Fuerteventura, París y Hendaya- confinó a Unamuno -tan arraigado en el hogar adoptivo de Castilla- en una especie de tierra de nadie en la que apenas lograba realizar un verdadero juego creador y, consiguientemente, alumbrar la luz necesaria para clarificar el sentido de las cosas y los acontecimientos. Esta situación oscilante, propia del exiliado político, creó en el ánimo de Unamuno un clima de confusión.

Tal sentimiento de vacilación e inseguridad se acrecentó al abordar un complejo tema estético que le hacía vibrar hondamente y que había ocupado su atención al recrear en 1905 la vida de Don Quijote y Sancho: la relación entre el autor y su obra, la independencia de ésta respecto a aquél, la realidad propia de los entes de ficción, la capacidad de iniciativa que éstos albergan en el proceso de gestación de la obra.

«Los Don Quijotes y Sanchos vivos en la eternidad -que está dentro del tiempo y no fuera de él; toda la eternidad en todo el tiempo y toda ella en cada momento de éste- no son exclusivamente de Cervantes ni míos, ni de ningún soñador que los sueñe, sino que cada uno les hace revivir. Y creo por mi parte que Don Quijote me ha revelado íntimos secretos suyos que no reveló a Cervantes, especialmente de su amor a Aldonza» (21).

Unamuno se inclina a pensar que la obra literaria no es una realidad opaca, hecha de una vez para siempre, sino más bien el fruto de la instauración de un campo de juego creador entre una persona y una vertiente especialmente valiosa de la realidad, vertiente que no se halla incrustada de modo rígido en un momento determinado del espacio y del tiempo. Ello le permite adoptar frente a su obra Niebla una actitud creadora en el momento de la reedición (1935) y rehacerla íntimamente, revivirla.

«Que el pasado revive; revive el recuerdo y se rehace. Es una obra nueva para mí, como lo será de seguro para aquellos de mis lectores que la hayan leído y la vuelvan a leer de nuevo»(19).

Para captar todo el alcance de Niebla será útil al lector leer el capítulo « Génesis del agonismo religioso de Unamuno» , en mi obra Cuatro filósofos en busca de Dios, Rialp, Madrid 2003, 4ª ed., págs.61-139.


II. Argumento

Augusto Pérez es un hombre lúcido, pero indeciso y poco creativo en sus actitudes. Se deja fascinar por una joven atractiva, Eugenia, que se convierte en una especie de faro, merced al cual logra entrever, a través de la “niebla espiritual”, una meta que dé sentido a su vida. Augusto, demasiado atenido a la tutela materna, carece de una personalidad definida y se siente indefenso al faltarle el apoyo de su madre. Desea encontrar seguridad. La busca en el amor a Eugenia, pero ésta no es una persona creativa: considera la práctica del arte musical como un mero medio de subsistencia. Tampoco es creativo, en principio, Víctor, el amigo a quien Augusto adopta como consejero en cuestiones de amor. Augusto adopta una actitud manipuladora en su trato con la planchadora, Rosarito, a la que toma como medio para desahogar su afectividad represada. Siente nostalgia por una vida auténticamente espiritual, pero no accede de hecho a ella. Intenta reducir a Eugenia a objeto de experimentación psicológica, y acaba viéndose burlado por ella y su verdadero novio, Mauricio. Esta prueba significa para Augusto un renacimiento. Víctor toma distancia y opina que nuestra vida es una comedia que representamos ante nosotros mismos. El autor de la obra, Unamuno, entra en juego para plantear de modo dramático el gran tema de la realidad propia de los entes de ficción. Para mostrar el tipo singular de autonomía que adquieren los personajes, vive la experiencia sorprendente de que una de sus criaturas, Augusto, se rebela contra él.


III. Tema

¿Qué tipo de realidad tenemos las personas? El ser que recibimos de nuestros padres no se desarrolla plenamente mediante principios internos de regulación, como sucede con el vegetal y el animal. En buena medida, debemos nosotros configurarlo. ¿Nos realizamos debidamente al dominar y manipular a las demás personas, o, más bien, al respetarlas y comprometernos con ellas en tareas valiosas? Solemos entrever que es lo segundo, pero la tendencia al egoísmo nos lleva a querer dominar a los demás como si fueran meros objetos.

La frustración que se deriva de esta actitud nos insta a reflexionar sobre nuestro modo de realidad. Tenemos la capacidad de ser libres -en la doble vertiente de “libertad de maniobra” y “libertad creativa”-, pero no somos dueños de nuestro ser. Si pensamos lo contrario, nos desorientamos, andamos a tientas en la oscuridad, y nuestra persona parece difuminarse y perder consistencia. Los hombres estamos llamados a tener iniciativa, pero no albergamos en nosotros el fundamento último de nuestro ser. Éste nos viene dado, y hemos de ajustar nuestra conducta a las leyes de su desarrollo. Al hacerlo, todo queda ajustado y bien ordenado, se pone en verdad, alcanza su máxima dignidad. Y se llena de luz, de una luz que disipa toda niebla de confusión y nos permite volver del exilio a nuestro verdadero hogar. El hogar verdadero del hombre es el encuentro.


IV. Trama de ámbitos que tejen la obra

Fascinación y niebla

Augusto Pérez, el protagonista, se nos muestra desde el primer momento como un hombre lúcido, que gusta de entregarse a frecuentes y largas cavilaciones, y logra intuir en alguna medida la necesidad de superar la actitud objetivista, manipuladora, interesada (nivel 1), pero carece de una meta en la vida que oriente su actividad y la impulse (nivel 3).

«Abrió el paraguas por fin y se quedó un momento en suspenso y pensando: y ahora, ¿hacia dónde voy?, ¿tiro a la derecha o a la izquierda?» (27).

Porque Augusto no era un caminante, sino un paseante de la vida.

«Esperaré a que pase un perro -se dijo- y tomaré la dirección inicial que él tome» (27).

Augusto prefiere la contemplación incomprometida (nivel 1) a la creación de juego, que es fuente de luz y de belleza (nivel 2). La forma de belleza que Augusto admiraba era la de las formas estáticas. Molesto por tener que abrir el paraguas para guarecerse de la lluvia, exclama:

«Es una desgracia esto de tener que servirse uno de las cosas (...), tener que usarlas. El uso estropea y hasta destruye toda belleza. La función más noble de los objetos es la de ser contemplados. ¡Qué bella es una naranja antes de ser comida! Esto cambiará en el cielo cuando todo nuestro oficio se reduzca, o más bien se ensanche, a contemplar a Dios y todas las cosas en Él. Aquí, en esta pobre vida, no nos cuidamos sino de servirnos de Dios; pretendemos abrirlo como a un paraguas, para que nos proteja de toda suerte de males» (27).

Esta falta de creatividad explica que Augusto se deje fascinar por la vista de una “garrida moza” que cruza ante él por la calle. «Tras de sus ojos se fue, como imantado y sin darse cuenta, Augusto» (27). La fascinación es una forma de vértigo que suele tener lugar cuando una persona adopta ante la vida una actitud poco creativa, afanosa de ganancias inmediatas, propia del nivel 1. A su vez, la experiencia de vértigo amengua peligrosamente la creatividad y, consiguientemente, la sensibilidad para los valores y la capacidad para captar el sentido de cosas y acontecimientos.

Nada ilógico que, para Augusto, la vida sea una nebulosa, “una inmensa niebla de pequeños incidentes” (31), trama de acontecimientos entrelazados cuyo sentido, cuando existe, no sale a plena luz y no organiza ni estructura la multitud de hechos que pueblan la existencia. Todo parece constituir un capricho del azar, impenetrable a una visión lógica, racionalizadora. Y de este océano de ambigüedad y azarosidad surge la figura de Eugenia.

Augusto, sensible a los fenómenos lúdicos y a los modos de realidad que se fundan en el juego de la vida, advierte enseguida que la figura de la joven que acaba de conocer no es algo que se halle del todo hecho; se irá fraguando a medida que se incremente el trato mutuo. Por falta de creatividad, Augusto expresa esta idea desde una perspectiva individualista:

«¡Mi Eugenia, sí, la mía -iba diciéndose-, ésta que me estoy forjando a solas, no la otra, no la de carne y hueso, no la que vi cruzar por la puerta de mi casa, aparición fortuita, no la de la portera!» (31).

Constantemente observamos en esta obra la oscilación de Unamuno entre diversos niveles de realidad y, por tanto, entre diversas actitudes humanas no conciliables. Esta imprecisión responde a la falta de una teoría precisa de las realidades ambitales o ámbitos, realidades abiertas que no se reducen a meros objetos.

Tal pendulación permite comprender que un hombre para quien la vida es una niebla tenga, sin embargo, lucidez suficiente para adivinar el profundo enigma del buscar y el hallar, enigma que late bajo la corriente transcendental, desde Platón, Plotino, San Agustín y Fichte hasta los pensadores contemporáneos preocupados por el tema del “preguntar” (M. Heidegger, K. Jaspers, G. Marcel, E. Coreth...).

«¿Y quién es Eugenia? Ah, caigo en la cuenta de que hace tiempo la andaba buscando. Y mientras yo la buscaba, ella me ha salido al paso. ¿No es esto acaso encontrar algo? Cuando uno descubre una aparición que buscaba, ¿no es que la aparición, compadecida de su busca, se le viene al encuentro?” (31-32).

Recuérdese la relación que se da entre el buscar y el encontrar en todas las experiencias humanas: la estética, la ética, la metafísica, la religiosa (1).

A pesar de que la relación de Augusto y Eugenia todavía no presentaba el menor carácter creador, el mero hecho de tener a alguien a quien seguir y buscar confería a la vida del joven una dirección, un norte, un esbozo, siquiera mínimo, de sentido.

«... ¡Gracias a Dios que sé a dónde voy y que tengo a dónde ir! Esta Eugenia es una bendición de Dios» (33).

Esta especie de imantación de la atención no significa todavía una auténtica “ambitalización”, la configuración de la personalidad de Augusto, desleída en la trama de actos inconexos, no polarizados en torno a una realidad personal vista y tratada como tal. Esa desvinculación convierte la vida bullente en una “niebla espiritual”, que no permite a Augusto advertir que Eugenia está pasando ante sus ojos.

«Y siguieron los dos, Augusto y Eugenia, en direcciones contrarias, cortando con sus almas la enmarañada telaraña espiritual de la calle. Porque la calle forma un tejido en que se entrecruzan miradas de deseo, de envidia, de desdén, de amor, de odio, viejas palabras cuyo espíritu quedó cristalizado, pensamientos, anhelos, toda una tela misteriosa que envuelve las almas de los que pasan»(33).

La multitud de ámbitos que se entrecruzan y potencian o anulan forman una tela confusa si falta ese principio organizador que es la voluntad creadora de juego. Esta circunstancia confiere al término “niebla” su sentido dramático. Augusto entrevé todo el poder creativo del hombre en su vida cotidiana, pero apenas adopta una actitud creadora y se mueve en una zona intermedia de duermevela, de atención difractada, a medio camino entre lo personal y lo infrapersonal. La red de ámbitos que el hombre va colaborando en su vida a fundar y en los cuales se ve inmerso constituyen un campo de juego y de iluminación para el que adopta una actitud creativa, y forman una maraña casi impenetrable, confusa y desconcertante para el que camina sin rumbo por falta de ímpetu creador.

Alfonso López Quintás
04/04/2013

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Al querer resolver el problema de la soledad y la incomunicación en el nivel 1 y con los recursos propios de la actitud de dominio -intimidación, violencia, hostigación, chantaje, erotismo...-, todo intento de encontrarse de forma más acendrada se traduce inmediatamente en un modo más grave de ruptura.


MÉTODO LÚDICO-AMBITAL DE ANÁLISIS LITERARIO
EL TÚNEL, de Ernesto Sábato, III

El vértigo arrastra al fracaso

Ante las súplicas angustiadas de Castel, María cede una vez más, y contesta a sus cartas con unas letras llenas de ternura. Castel, “como un loco” -según propia confesión (123)-, se apresura a visitarla en su casa de campo. Pero esta prontitud para recoger la mano tendida de María no significa una auténtica conversión hacia el amor y el encuentro, entendidos en sentido riguroso. Castel sigue anclado en su tendencia a desconfiar de todos y someterlos a juicios precipitados y duros. De Hunter piensa que “es un abúlico y un hipócrita”. A Mimí Allende la califica de “malvada y miope” (124). No se compromete con las personas que se adentran en su vida de alguna forma. Las toma deliberadamente como objeto de atención, cuando no de espionaje.

“Al darme cuenta de mi situación, me di bruscamente vuelta, en dirección a Hunter, para controlarlo. Es un método que da excelentes resultados con individuos de este género”. “Me maldije mentalmente por distraerme; con aquella gente era necesario estar en constante guardia; además, tenía el firme propósito de levantar un censo de sus formas de pensar, de sus chistes, de sus reacciones, de sus sentimientos: todo me era de gran utilidad con María. Me dispuse, pues, a escuchar y ver, y traté de hacerlo en el mejor estado de ánimo posible” (124-125).

Lo primero que observa Castel mediante esta actitud de control es que María está rodeada de personas banales, frívolas, que no pueden producir en ella sino un sentimiento de soledad y están lejos de constituir para él posibles rivales. Este descubrimiento le produjo alegría “a la parte más superficial de su alma”, pero la capa más profunda de su ser se entristeció al sospechar que María podía presentar esas mismas características, que él fomentaba en ella al instigarla al vértigo. En ningún momento se preocupa por María, por su despliegue personal y su felicidad.

En principio, la consideró como algo indispensable para salvar el naufragio de la soledad absoluta; más tarde, la convirtió en un objeto de lujo para dar pábulo a la vanidad (133). Si llegara a demostrarse que tal objeto está envilecido, por ser una moneda que va de mano en mano, Castel se sentiría traicionado, ridiculizado, entendería toda la historia de su relación con María como un sarcasmo y transformaría toda su ansia de posesión en energía destructora. Que esta transformación sería posible lo muestra el lenguaje mismo de Castel al entreverar constantemente las expresiones de ternura con las de rabia y odio. En un mismo párrafo se leen estas dos expresiones, sólo conciliables y emparejables sin solución de continuidad en el nivel 1: “La miré con odio”, “la miré con ternura” (135).

María, por su parte, deja entrever en algún momento que comprende la insuficiencia de este nivel objetivista, caracterizado por la entrega insolidaria a la satisfacción de los propios deseos e instintos: “No tenemos derecho a pensar en nosotros solos. El mundo es muy complicado”, dijo sombríamente a Castel cuando éste le propuso escaparse con ella (135). Al agregar, como explicación, que “la felicidad está rodeada de dolor”, Castel sintió más que nunca que jamás llegaría a unirse con ella en forma total y que “debía resignarse a tener frágiles momentos de comunión, tan melancólicamente inasibles como el recuerdo de ciertos sueños o como la felicidad de algunos pasajes musicales” (135).

Estos momentos de unión fusional, no de comunión -si entendemos los términos con el debido rigor-, son precisamente los que se oponen a la unión personal, integradora de dos ámbitos de vida. Por querer mantener, al menos, esa unión sometida al fluir de los instantes fugitivos, Castel renuncia a una unión creadora de auténticos ámbitos de convivencia. Al sentirse desposeído de una forma total, perfecta, de unión, se exacerba y hace imposible toda forma de vecindad. El símbolo de esta ruptura radical será el asesinato.

María siente tristeza al pensar que no puede conceder a Castel la medida de amor que éste le exige, y se esfuerza por compartir con él la alegría del encuentro con el paisaje que ella tanto ama. Se muestra sorprendentemente entusiasmada al inmergirse activamente en las mil sensaciones que depara la naturaleza: el color de una hoja seca, la fragancia del eucalip¬to, el olor del mar... Ante esta viva sensibilidad de María para el color y el olor, Castel reacciona con tristeza y desesperanza porque se trata de una cualidad que él no había advertido y que ella, sin duda, ejercitaba en compañía de otros hombres. A medida que ambos van oyendo con más intensidad el rumor de las olas y se acercan al mar inmenso y claro, Castel siente incrementarse su tristeza, y confiesa que esta forma de abatimiento la siente ineludiblemente ante la belleza, o por lo menos ante cierto género de belleza (136-137). A un ser, como Castel, de “sensualidad introspectiva, casi de pura imaginación” (136), es decir, cerrado al juego del diálogo con el mundo entorno -en el que brota la luz del sentido y hace eclosión la belleza-, la contemplación de un paisaje que invita clamorosamente a dar una respuesta creadora lo sume en la tristeza, sentimiento específico del vértigo. Nada ilógico que, cuando María, al oír el ronco bramido del mar, tan propicio a despertar sentimientos dormidos, intenta compartir sus recuerdos, ansiedades y temores con Castel, éste guarde silencio -un silencio de mudez, que es carencia de palabras creadoras de encuentro- y se entregue a una relación fusional con la naturaleza.

“Fui cayendo en una especie de encantamiento”. “(...) Empecé a experimentar el vértigo del acantilado y a pensar qué fácil sería arrastrarla al abismo, conmigo” (138). “El mar se había ido transformando en un oscuro monstruo. Pronto la oscuridad fue total y el rumor de las olas allá abajo adquirió sombría atracción” (138).

Como se observa en La Náusea, de Sartre, la relación fusional con el entorno hace perder el mundo de las significaciones, convierte la realidad en algo informe, deforme, monstruoso, pasta amorfa que no apela a la creatividad en un campo de juego, cercano y distante al mismo tiempo, antes arrastra a la fusión disolvente. (Una amplia descripción de esta experiencia se halla en mi obra Estética de la creatividad, págs. 384-464). Recuérdese la atracción que ejercía el agua del Sena sobre Mathieu Delarue, el desertor de Le Sursis, de Sartre, que, al romper todos los vínculos con el entorno, se queda sumido en la soledad absoluta de una libertad sin sentido.

En el momento en que María empieza a recorrer el camino de la comunicación espiritual, que puede abocar a un auténtico encuentro, Castel sólo repara en los datos que parecen revelar doblez en la actitud de su amiga y hacen imposible la posesión absoluta que él necesita imperiosamente. Así, mientras María prosigue entusiasmada su confesión, Castel está acariciando el “sordo deseo de precipitarse sobre ella y destrozarla con las uñas y apretar su cuello hasta ahogarla y arrojarla al mar”, con el fin de tomar posesión absoluta de ella en forma tal que nadie pueda compartir su existencia. Al faltarle un auténtico compañero de juego, María ve amenguarse su creatividad, cae en una especie de sopor y se siente definitivamente sola (138). En medio de esta soledad compartida, se deja llevar por su deseo de acariciar el rostro de Castel, y éste, incapaz de hablar, reclina la cabeza sobre su regazo, como hacía de niño con su madre, y así se queda durante “un tiempo quieto, sin transcurso, hecho de infancia y de muerte” (138). Este retorno a la vinculación biológica con la madre es expresión de la nostalgia que el hombre que ha perdido la creatividad siente por el mundo infracreador, no responsable, infralúdico, en el cual perece por asfixia la personalidad humana.

El capítulo XXVII marca un momento de gran dramatismo y expresividad debido a la interferencia de dos ámbitos contrapuestos: la voluntad de ternura por parte de María y el deseo obsesivo de control por parte de Castel.


El frenesí del vértigo y la ruptura definitiva

El ritmo en los procesos de vértigo se acelera constantemente hasta convertirse en frenesí. A partir del capítulo XXVIII, el tempo de la descripción se acompasa a la actitud vertiginosa del protagonista y succiona al lector, que se ve urgido a continuar velozmente la lectura hasta el final.

Al regresar a casa, Castel vigila atentamente el comportamiento de Hunter y María, y saca la conclusión de que ambos son amantes (141). Se marcha precipitadamente. Espera que María acuda a la estación a despedirle. Al no hacerlo, Castel siente una infinita tristeza. Y, como no reacciona activando su capacidad creadora sino entregándose al vértigo con fiereza de animal herido, pierde la conciencia de la realidad, siente que su pensamiento flota como un corcho sobre un río desconocido y lo considera todo como algo fugaz, transitorio, inútil, impreciso (142). Escribe a María una carta hiriente. Instantes después se arrepiente y quiere recogerla del correo. Al no conseguirlo, se torna violento (niveles –1, -2). Llama a María por teléfono. Ésta no responde a sus preguntas inquisitivas, y él se enfurece progresivamente, hasta acabar insultándola, a pesar de que ansiaba reanudar el trato. Fuerza a María a venir a verle, con el chantaje de la amenaza de suicidio (151). En las horas que median hasta la visita de María, Castel siente odio hacia sí mismo, porque se ve absurdo e injusto, e intenta desahogar su rabia interna entregándose a diversas formas de vértigo: embriaguez, lucha, lujuria... Obsesionado por la cuestión de clarificar la vida oculta de María, identifica a ésta con una prostituta mediante un raciocinio expeditivo (152), que descalifica la tendencia a someter lo real a los esquemas de un entendimiento alicorto y presuntuoso.

Esta entrega al vértigo ensombrece el espíritu de Castel porque no le deja hacer juego y no le permite captar el profundo sentido de las realidades del entorno. Al no haber posibilidad de encuentro, el jardín se torna sombrío y helado, indiferente, absurdo. Aterrorizado ante la posibilidad de quedarse solo para siempre en la oscuridad que implica la falta absoluta de creatividad, de juego dialógico, Castel tiene por un momento la decisión, mientras espera la llegada inminente de María, de aceptar a ésta modestamente tal como es y renunciar a todo género de inquisiciones. El mero pensamiento de esta posibilidad de cambio hacia una vida nueva, creadora, hizo estallar su espíritu de alegría. Pero, al pasar media hora, llamar por teléfono y averiguar que María se había ido a la finca para permanecer allí una semana, se hundió en un abismo de amargura del que ya no lograría recuperarse. La idea de que María le había negado a él lo poco que ahora estaba decidido a pedirle, para concederle, en cambio, al despreciable Hunter el don de toda su persona lo llenó de feroz amargura.

Anulada la posibilidad de encuentro, todo queda despoblado de sentido. “El mundo parecía derrumbarse -escribe-, todo me parecía increíble e inútil. Salí del café como un sonámbulo. Vi cosas absurdas: faroles, gente que andaba de un lado a otro, como si eso sirviera para algo” (156). Castel se lanza por el túnel del vértigo de la destrucción. “Una amargura triunfante me poseía ahora como un demonio. ¡Tal como lo había intuido! Me dominaba, a la vez, un sentimiento de infinita soledad y un insensato orgullo: el orgullo de no haberme equivocado” (257).

Castel destruye, llorando, el cuadro con la mujer solitaria en la playa. Este género de llanto responde al desmoronamiento de un mundo, el mundo de esperanza en la posibilidad de la comunicación. Aquella espera insensata jamás tendría respuesta.

Entregado al vértigo de la ira y la velocidad, Castel va desalado en pos de María y siente una rara voluptuosidad al tener la certeza de que ahora va a realizar, al fin, algo concreto con ella (158), va a poseerla como un objeto definitivamente dominado, reducido a algo suyo, no compartible con nadie. Al llegar a su casa, se aposta en posición de espía y alimenta su furor con ideas e imágenes que incrementan la convicción de la perversidad de su amada. Ve a ésta y a Hunter pasearse dulcemente por el jardín. Al caer la tarde, la tormenta los urge a volver a casa. Durante mucho tiempo sólo estuvo encendida la luz del dormitorio de Hunter. Castel creyó haber descubierto, con ello, el secreto abominable. “¡Dios mío, no tengo fuerzas para decir qué sensación de infinita soledad vació mi alma! Sentí como si el último barco que podía rescatarme de mi isla desierta pasara a lo lejos sin advertir mis señales de desamparo” (162).

Castel sube a la habitación de María, y le dice lacónicamente: “Tengo que matarte, María. Me has dejado solo” (163). Sollozando, le clava un cuchillo en el pecho, y, al contemplar la mirada “dolorosa y humilde” de María, se ve asaltado por un súbito furor que le lleva a ensañarse con ella.

El análisis lúdico de la obra nos permite observar que María no dejó solo a Castel, que vivía ya de por sí en una absoluta soledad. Éste planteó la vida de tal forma que, para poseer su libertad y su destino, su persona y su existencia entera, no le quedaba sino el recurso del asesinato, como forma suprema de reducción a objeto y toma de posesión (nivel –3). Este sádico reduccionismo constituye la etapa última del vértigo de poder y dominio. Castel lo deja entrever con estas palabras aceradas: “Después salí nuevamente a la terraza y descendí con un gran ímpetu, como si el demonio ya estuviera para siempre en mi espíritu” (163).

Impulsado por su afán demoledor, Castel se apresura a destruir el ámbito de convivencia formado por María y su marido, Allende. En plena noche, para ganar en espectacularidad y nerviosismo, le comunica violentamente a éste que María le era infiel (nivel –4). Ante su sorpresa y su reacción airada, Castel lo insulta y le comunica la noticia de la muerte de María del modo más agrio posible: “¡...Ahora ya no podrá engañar a nadie!” (164).

Allende, en su incapacidad de tomar revancha, se limita a pronunciar esta imprecación: “¡Insensato!” En efecto, el sinsentido, el absurdo integral, es la estación término del proceso de vértigo que Castel había recorrido hasta el final. “Me poseían el odio, el desprecio y la compasión”. “Sentí que una caverna negra se iba agrandando dentro de mi cuerpo” (164).

Cercano al grado cero de creatividad, Castel, ya en la cárcel, no logra adivinar el pleno sentido del calificativo “insensato” y la razón profunda por la que Allende se quitó la vida. En el nivel infracreador no se alumbra el sentido de los acontecimientos, y el lenguaje pierde su poder interno de clarificación. El hombre entregado al vértigo acaba sintiéndose ajeno y extraño al mundo normal de los hombres que llevan una vida creadora. En este pasaje queda de manifiesto la afinidad de El túnel con El extranjero, de Albert Camus.

Castel, recorriendo la vía tenebrosa de su túnel, se creó su propio cerco, se aisló, se hizo opaco, quebró todos los puentes que llevan al amor y la comunicación. Su reclusión en la cárcel es una imagen de este encapsulamiento en la actitud infracreadora del vértigo. Si no cambia la actitud básica, “los muros de este infierno serán, así, cada día más herméticos” (165).


Alfonso López Quintás
20/02/2013

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En el blog anterior observamos que Castel, protagonista de El túnel, entiende el amor como una forma de posesión. Este error primero lo lanza por el plano inclinado del vértigo del poseer, cuya articulación interna analizaremos en este blog y en el siguiente.


MÉTODO LÚDICO-AMBITAL DE ANÁLISIS LITERARIO
EL TUNEL, de Ernesto Sábato, II

El afán de poseer no une, aleja

El presentimiento, por parte de Castel, de que María ha comprendido el mensaje de su cuadro titulado “Maternidad” lo impulsa a adentrarse en su vida. Al verla por primera vez, la observa “todo el tiempo con ansiedad” (65). Pero esta avidez no responde necesariamente a una actitud creadora. Castel, de hecho, renuncia a hacer algo positivo para ver de nuevo a María. Analiza en pormenor mil y una posibilidades de que se dé un encuentro casual y planea minuciosamente “la forma de aprovecharlo” (66). Esta actitud no creadora suscita los sentimientos correlativos a las experiencias de vértigo.

“Efectivamente, tenía que darse la posibilidad de encontrarme con ella y luego la posibilidad, todavía más improbable, de que ella me dirigiera la palabra. Sentí una especie de vértigo, de tristeza y desesperación” (72).

Para salir de esta situación, Castel no se entrega a forma alguna de actividad verdaderamente creadora; se consagra a imaginar variantes de la actitud que podría adoptar en caso de iniciar María el encuentro.

“Imaginaba, pues, que ella me hablaba, por ejemplo, para preguntarme una dirección o acerca de un ómnibus; y a partir de esa frase inicial yo construí durante meses de reflexión, de melancolía, de rabia, de abandono y de esperanza, una serie interminable de variantes” (72-73).

Al fin, Castel aborda a María, pero lo hace de modo brusco, descontrolado, precipitado, ansioso, obsesionado por su problema personal, el problema de comprobar si esta joven había entendido su cuadro y el mensaje cifrado que encarna. Castel no intenta iniciar serenamente una relación de trato personal. Aborda a María bruscamente porque la necesita para solucionar un problema. Ella no se siente apelada, sino más bien sorprendida, casi acosada. Por eso se asusta (77), y no responde sino con asombro a la alusión que hace Castel a la ventanita del cuadro que muestra a una mujer contemplando la soledad del mar. Si se recuerda que Sábato había sentido en su niñez falta de comunicación y afecto, se descubre un profundo valor simbólico en este pormenor del cuadro. La ventana abierta es el lugar de entreveramiento de dos ámbitos: el interior y el exterior, que se hallaban escindidos.

Con la misma brusquedad con que había iniciado la conversación, Castel da ahora todo por perdido, se siente ridículo y grotesco, por haber imaginado que la joven había comprendido su cuadro, y se aleja apresuradamente. Pero María le da alcance y le indica que le perdone, porque estaba asustada. Bastaron estas palabras para levantar de nuevo el ánimo de Castel.

“El mundo había sido, hacía unos instantes, un caos de objetos y seres inútiles. Sentí que volvía a renacer y a obedecer a un orden. La escuché mudo” (77).

Ante el menor indicio de auténtica creatividad, se enciende en el espíritu de Castel la esperanza e incluso el entusiasmo. “Estaba contento, me hallaba capaz de grandes cosas (...)” (78). Pero estos fugaces relámpagos -que parecen anunciar una actividad creadora- quedan inmediatamente sofocados por la actitud objetivista, manipuladora y controladora de Castel. Al entregarse al vértigo de la ambición posesiva, convierte el éxtasis amoroso en vértigo erótico, y la urgencia de encontrarse con María se ve defraudada una y otra vez hasta la desesperación. Sólo en las experiencias de éxtasis se fundan modos auténticos de unión. La unión que instaura el vértigo es meramente fusional, empastante; no permite tomar distancia de perspectiva y fundar un campo de libre juego con la persona fascinante; anula toda posibilidad de llevar la personalidad a plenitud. Al asomarse a la nada del propio ser, se experimenta la succión del vacío, el sentimiento de vértigo. La exaltación primera que produce el vértigo da lugar inmediata e ineludiblemente a un sentimiento de honda tristeza. Castel habla constantemente de vértigo y de tristeza; se manifiesta como un ser inmensamente desgraciado y abatido, abocado a la desesperación.

“Me sentí infinitamente desgraciado (...). Estaba muy triste, pero tenía que seguir hasta el fin” (75). “Mientras salía del taller y me aseguraba, una vez más que no me guardaba rencor, yo me hundí en una aniquilación total de la voluntad. Quedé sin atinar a nada, en medio del taller, mirando como un alelado un punto fijo. Hasta que, de pronto, tuve conciencia de que debía hacer una serie de cosas”. “Desesperado, salí a buscarla por todas partes” (118).

Esta búsqueda es vertiginosa, responde a la lógica del vértigo, y éste es violento porque reduce injustamente las personas a condición de objetos (nivel 1 d). De ahí la vecindad extrema entre la actitud de vértigo y el sadismo. No es ilógico que Castel, que dice interesarse por María, se manifieste violento hasta la crueldad incluso en los momentos de entrega a la ternura erótica.

“Terriblemente agitado, me levanté de un salto y fui a su encuentro. Cuando ella me vio, se detuvo como si de pronto se hubiera convertido en piedra; era evidente que no contaba con semejante aparición. Era curioso, pero la sensación de que mi mente había trabajado con un rigor férreo me daba una energía inusitada: me sentía fuerte, estaba poseído por una decisión viril y dispuesto a todo. Tanto que la tomé del brazo casi con brutalidad y, sin decir una sola palabra, la arrastré por la calle San Martín en dirección a la plaza. Parecía desprovista de voluntad; no dijo una sola palabra” (82-83).

Castel se siente embriagado por esta sensación de poder. “(María) no ofrecía resistencia; yo me sentía como un río crecido que arrastra una rama”. María, por instinto de conservación, quiere huir para poner a salvo su condición personal. Castel la sujeta fuertemente por el brazo y le dice: “Prométame que no se irá nunca más. La necesito, la necesito mucho” (83).

Para asegurar la unidad con María, Castel intenta dominarla a través de un conocimiento exhaustivo de su vida y su interioridad. Cuando se posee la ficha de una persona, se la tiene bajo control; se pueden prever sus reacciones posibles; se sabe cómo tratarla para evitar sorpresas. Por eso Castel somete una y otra vez a María a interrogatorios ansiosos, insaciables, llenos de la inquietud propia del vértigo del poder.

“¿Qué pasa? -pregunté-. ¿Por qué no habla?
-Yo también, musitó.
-Yo también, ¿qué?, pregunté con ansiedad.
-Que yo también no he hecho más que pensar.
-¿Pero pensar en qué?, seguí preguntando, insaciable.
-En todo.
-¿Cómo en todo? ¿En qué?”
(89).

Ante esta actitud intimidativa de Castel, que revela una clara voluntad expeditiva de dominio, María reacciona primero con sorpresa, después con temor, al final con retraimiento; contesta con imprecisión o con dureza, o bien guarda silencio, o corta la conversación pretextando tener que irse. Ante la insistencia de Castel en volver a verla, María le dice con un tono especialmente grave: “Pero no sé qué ganará con verme. Hago mal a todos los que se me acercan” (88).

Desde el nivel 1 en que constantemente se mueve, Castel no logra armonizar estas reacciones de María con las señales de cariño e interés hacia él que de cuando en cuando le da –nivel 2-. La figura de María se le antoja un tanto enigmática. El día en que ella se marcha apresuradamente a la finca en vez de esperar en casa su llamada, Castel siente invadido su espíritu por la duda acerca de la sinceridad de su amante y moviliza toda su capacidad de raciocinio para descubrir el transfondo de la vida de ésta. A partir de ese momento, la vida pasada de María, todos los pormenores de su relación mutua y los datos que de ella pueda ir coleccionando ávidamente en el futuro servirán a este fin escudriñador.

La primera experiencia que realiza es sumamente perturbadora. Acude a casa de María a recoger el mensaje que ésta le ha dejado. Se lo entrega un hombre ciego, que se presenta como su marido. El mensaje es telegramático y expresivo: “Yo también pienso en usted” (93). Esta confesión choca violentamente con el hecho de que actualmente la casa de campo en que habita María está en manos de Hunter, un “imbécil mujeriego y cínico”, a juicio de Castel. En el interior de éste se alza una inquietante pregunta: “¿Qué abominable comedia es ésta?” (95).

Al oponerse a su afán de poseer a María como algo suyo, exclusivamente suyo, esta situación provoca en Castel sentimientos de rabia, amargura, resentimiento, decepción angustiosa. Se siente grotesco -adjetivo utilizado repetidamente en diversos contextos (74, 75, 78, 81, 97, 159)-, zarandeado por un océano de dudas y temores en el que naufraga su refinado poder analítico, su arte de la disección racional. Intenta buscar una explicación coherente y tranquilizadora a todos los hechos inventariados. Ante el fracaso, escribe a María una “carta desesperada” (99). En la respuesta de la joven se deja traslucir la inmensa soledad y desesperanza de su espíritu. Pero Castel sólo repara en la actitud deferente que muestra hacia él, y se enardece al interpretarla como señal inequívoca de que su amada es suya y solamente suya (101). No se detiene un momento a pensar que este afán posesivo no hará sino cercarla en un círculo de asfixia lúdica. Se entrega apasionadamente al vértigo del amor erótico, y en “una especie de locura”, que crece de día en día, intenta apoderarse rápidamente del misterio personal de María (102-106). Sueña con los antiguos amores de la adolescencia, imprecisos, incomprometidos, temblorosamente aureolados de una “sensación de suave locura, de temor y de alegría” (100).

Incremento de la unión erótica y la tensión espiritual

Al fin, Castel logra realizar su sueño de ver a María con frecuencia. Para comunicarse más firmemente con ella (107), y cerciorarse de que el amor de ésta hacia él no era simple amor de madre o de hermana, provoca la unión física. Esta nueva experiencia -con su modo específico de unión fusional, propia de todo acontecimiento de vértigo- les produce a ambos un profundo desgarramiento interior, que se traduce inmediatamente en una escisión mutua. El capítulo XVII abunda en aparentes paradojas, tensiones que resultan eminentemente lógicas en el nivel del juego creativo –nivel 2 d- y desgarradoras en el nivel del manejo de objetos o de ámbitos tratados como objetos (nivel 1 d).

Castel manifiesta que este tiempo de convivencia fue “a la vez maravilloso y horrible” (106). Maravilloso, sin duda, por lo que tiene de sugestivo y admirable la convivencia humana. Horrible, debido a las consecuencias que acarrea la violenta reducción del amor a mero erotismo. El mismo Castel, nada sospechoso de querer ensombrecer la fecundidad de su trato con María, atestigua que la unión sexual, aun vivida con extrema pasión, no lo liberó de la soledad y no lo afirmó en el ámbito confiado de la convivencia amorosa. Más bien lo arrojó a una carrera de experimentos violentos, de crueles incomprensiones, de dudas atormentadoras. En el plano de la mera unión pasional no puede fundarse un modo de unión que supere la distensión temporal y la sobrevuele. No es sino perfectamente lógico que, tras agarrar brutalmente los brazos de María “como con tenazas” y retorcérselos y clavar la mirada en sus ojos para “forzarle garantías de amor, de verdadero amor”, Castel sienta la precariedad de la unidad fusional.

“Yo tenía la certeza de que, en ciertas ocasiones, lográbamos comunicarnos, pero en forma tan sutil, tan pasajera, tan tenue, que luego quedaba más desesperadamente solo que antes, con esa imprecisa insatisfacción que experimentamos al querer reconstruir ciertos amores de un sueño" (108).

María intuye que ambos se hallan lanzados por una vía falsa, y rehúye la unión sexual. Castel interpreta esta actitud como señal de que finge cuando muestra agrado en la unión física. No advierte que pueden darse al mismo tiempo y en perfecta lógica ambos sentimientos: el de agrado y el de profunda decepción. Este malentendido -provocado por la orientación objetivista de Castel- hace inútiles los esfuerzos de María por convencer a éste. “Sólo conseguía enloquecerme con nuevas y más sutiles dudas, y así recomenzaban nuevos y más complicados interrogatorios” (108).

En esta línea del vértigo de dominio se comprende que Castel oscile entre el odio y el amor -lo que él entiende por amor-, la crueldad y la ternura -su modo peculiar de ternura-. Por la condición reduccionista y violenta del vértigo, los momentos de ternura erótica fueron amenguando en favor de los sentimientos de hosquedad y desconfianza.

“Esos momentos de ternura se fueron haciendo más raros y cortos, como inestables momentos de sol en un cielo cada vez más tempestuoso y sombrío. Mis dudas e interrogatorios fueron envolviéndolo todo, como una liana que fuera enredando y ahogando los árboles de un parque en una monstruosa trama” (109).

Al verse envuelta y como atrapada en esa atmósfera asfixiante, María guarda silencio, o contesta con voz acerada, o se retira bruscamente, o rompe a llorar, al tiempo que mira a Castel con mirada abatida, y lo acaricia. Este no logra entender el sentido de las formas diversas y aparentemente contradictorias de reaccionar María. Ello irrita su voluntad de dominio y humilla su prurito intelectualoide de someterlo todo a su poder inquisitivo y calculador. Por eso se muestra cada vez más irritado e incluso amenazador. “Si alguna vez sospecho que me has engañado -le decía con rabia-, te mataré como a un perro” (109).

María no sabía a punto cierto cómo responder a las ávidas preguntas de Castel y dar razón de sus reacciones ante las mismas. Al moverse en el mismo nivel objetivista que su impaciente interlocutor, no gana la luz necesaria para tomar distancia y clarificar el verdadero sentido de los acontecimientos. Pero intuye que en ese plano infracreador no conseguirán edificar una existencia con sentido y, por tanto, feliz. Cuando Castel la fuerza a explicarle por qué no se enamoró de Richard, ella anota: “Era un hombre incapaz de crear nada, era destructivo, tenía una inteligencia mortal, era un nihilista. Algo así como tu parte negativa” (112).

El hombre creativo necesita de los demás como compañeros de juego, como centros de iniciativa creadora. Tiende a confiar en su poder de iniciativa, en su veracidad, y respeta en todo momento su misterio personal, la intimidad de la que brota la energía creadora. Al sentirse acogido por esa actitud de confianza, fe y fidelidad, el hombre abre su intimidad y hace confidencias, no para entregar su misterio personal a la otra persona, sino para fundar un campo de juego común y participar comunitariamente en la riqueza inagotable de la realidad. María observa con claridad creciente que Castel no se abre a su misterio personal, con el riesgo que ello implica; quiere sencillamente controlarla, poseerla, despojarla de toda ambigüedad. En vez de dejarse apelar por el misterio de María a la realización de modos cada vez más entrañables de encuentro, Castel lo considera como un obstáculo que hay que vencer a toda costa. Toda realidad misteriosa enriquece y nutre al que se deja “envolver” por ella -es decir, apelar por su capacidad de juego- y responde de modo creador. Al que sólo desea manipularlo todo, como si fuera un mero objeto, las realidades “misteriosas” –envolventes- lo ahogan, lo envaran y crispan, lo arrojan al abismo del vacío y la desesperación. Estas páginas de la novela están saturadas de palabras como rabia, violencia, irritación, enigma, tristeza, abatimiento, cansancio...

Las realidades “misteriosas” -en el sentido conferido a este vocablo por Gabriel Marcel- presentan una riqueza inagotable y, consiguientemente, una complejidad tal que no pueden ser sometidas a simplificaciones violentas. El término “problema” alude a algo desconocido que puede llegar a conocerse mediante la movilización de los medios adecuados. Una realidad “misteriosa” es aquella que, debido a su riqueza interna, compromete al mismo que se propone conocerla, y no tolera, en consecuencia, ser proyectada a distancia, es decir, ob-jetivada. Yo, que me pregunto por el ser, soy un ser, estoy inmerso comprometidamente en la realidad. Yo, que me planteo el tema del lenguaje, soy un ser locuente. Yo, que investigo el sentido de la institución familiar, estoy entramado ineludiblemente en la urdimbre afectiva que me vincula a mis progenitores.

El que desea dominar se ve forzado a simplificar, inventariar, reducir lo complejo-irreductible a la suma de datos recogidos en una ficha. María descubre, indignada, que Castel la quiere forzar a reducir algo tan complejo y rico de vertientes como es su relación personal con su marido a una calificación simple y expeditiva.

“María volvió a quedar callada. Me irritaba en ella que no solamente era contradictoria, sino que costaba un enorme esfuerzo sacarle una declaración cualquiera.
-¿Qué contestas a eso? -volví a interrogar.
-Hay muchas maneras de amar y de querer- respondió cansada-. Te imaginarás que ahora no puedo seguir queriendo a Allende como hace años, cuando nos casamos, de la misma manera.
-¿De qué manera?
-¿Cómo de qué manera? Sabes lo que quiero decir.
-No sé nada.
-Te lo he dicho muchas veces.
-Lo has dicho, pero no lo has explicado nunca.
-¡Explicado! exclamó con amargura. Vos has dicho mil veces que hay muchas cosas que no admiten explicación y ahora me decís que explique algo tan complejo (...)”
(114).

Castel sigue interrogando a María acerca de cuestiones sumamente delicadas que hieren su sensibilidad. Ella le advierte que es horrible ese modo de interrogarla, y él acentúa el tono inquisitivo con toda frialdad. “Hice esta afirmación mirando cuidadosamente sus ojos; lo hacía con mala intención; era óptima para sacar una serie de conclusiones” (115). Tras una serie de recriminaciones violentas, María le advierte, llorando: “Sos increíblemente cruel” (116).

El grado mayor de crueldad, la crueldad sádica, se caracteriza por la voluntad de reducir una persona a mero objeto, o –dicho con mayor precisión- a “medio para los propios fines”. María se hace cargo de que para Castel ella no cuenta como persona, ni tiene valor alguno su misterio personal, sus ansiedades y temores, su soledad. No se siente aceptada y acogida como persona (nivel 2 d), sino investigada como objeto de estudio, todo lo privilegiado que se quiera suponer, pero objeto al fin (nivel 1 d). No importa que Castel le haya dicho apasionadamente días antes que, si no pudiera amarla, se mataría porque cada segundo que pasa sin verla es una “interminable tortura” (102). En verdad, se trata de un amor de vértigo pasional que no tiene madurez suficiente para tolerar la prueba de la ausencia física. Cuando el proceso de vértigo llega a un punto de máxima violencia, la débil forma de unión que significa la atracción erótica se rompe. Al separarse los amantes, es fácil que la voluntad de seguir poseyéndose haga brotar un sentimiento de odio en sus espíritus.

Ante el fracaso, un tipo de vértigo llama a otros en su ayuda, con la ilusión de que, amontonando experiencias de vértigo, se pueda lograr al menos una experiencia de éxtasis. Al verse extremadamente inútiles, los diversos modos de vértigo -soberbia, lujuria, embriaguez, lucha, masoquismo- excitan el vértigo de la destrucción, como una forma desesperada de solucionar el problema interrumpiendo bruscamente el proceso creciente de caída.

“Volví a casa con la sensación de absoluta soledad”. “En esos casos siento que el mundo es despreciable, pero comprendo que yo también formo parte de él; en esos instantes me invade una furia de aniquilación, me dejo acariciar por la tentación del suicidio, me emborracho, busco a las prostitutas. Y siento cierta satisfacción en probar mi propia bajeza y en verificar que no soy mejor que los sucios monstruos que me rodean”. “El suicidio seduce por su facilidad de aniquilación” (119).

Castel advierte, lúcidamente, una y otra vez que la entrega al vértigo destruye al hombre, e intenta a su modo volver a tender los puentes que la pasión había levantado o incluso hundido (117-118). Aun sospechando que era demasiado tarde para cerrar la herida abierta en el alma de María por las graves injurias que acaba de inferirle, Castel le pide perdón con desesperada energía, y María trueca su mirada dura en una mirada piadosa. Siente piedad por un hombre al que hubiera deseado amar y no puede porque se ha entregado al vértigo. La actividad de Castel discurre siempre en el plano objetivista (nivel 1). La búsqueda de María, al no florecer en encuentro (nivel 2 d), no hace sino lanzar a Castel hacia el vértigo de la destrucción (niveles -1, -2, -3, -4). El mero presentimiento de que tal vez se haya entregado “totalmente indefenso, como una criatura” a una persona que en el fondo le engañaba, colma su espíritu de amargura y de furor. Todas sus energías, en adelante, van a polarizarse en una tarea obsesiva: espiar a María y a quienes la rodean para descubrir si comparte su intimidad con otros amantes.

Alfonso López Quintás
22/01/2013

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1. Si alguien entiende el amor conyugal como una forma de posesión ¿en qué nivel de realidad y de conducta se mueve?
2. ¿Tienen algo que ver los celos con esa interpretación posesiva del amor?
3. Si los celos responden al vértigo de la ambición de dominio, ¿debemos temer que nos despeñen por las cinco fases de los niveles negativos?

Estas preguntas recibirán una contestación precisa a lo largo del análisis de la obra.


MÉTODO LÚDICO-AMBITAL DE ANÁLISIS LITERARIO
El túnel, de Ernesto Sábato (1911-2011)

I. Contextualización

Ernesto Sábato nació en Rojas, provincia de Buenos Aires (Argentina) en 1911. Tras una infancia vivida sin comunicación afectiva suficiente en un hogar de inmigrantes italianos, se consagró al estudio de las ciencias físico-matemáticas con objeto de encontrar en el plano de las ideas platónicas el orden que, según confesión propia, echaba de menos en su vida. (1). Ya doctor en Física, consigue una beca para investigar sobre radiaciones atómicas en el laboratorio Curie de París. Cuando parecía que el camino de su vida había tomado un rumbo preciso y esperanzador, en el otoño previo a la Segunda Guerra Mundial descubre Sábato que su verdadera vocación es la literatura. Las matemáticas eran para él una especie de refugio en la tormenta, pero no le abrían un horizonte satisfactorio a su espíritu inquieto, desgarrado por la situación dramática del mundo y, en concreto, de su patria argentina.

No sé si el espíritu de todos o de algunos pocos es así, pero el mío parece regirse por una alternativa entre la luz y las tinieblas, entre el orden y el desorden” (2).

Sábato vivió intensamente, desde joven, la escisión de la sociedad argentina en dos vertientes antagónicas: la de las clases postergadas y la de las minorías dominantes, la de los inmigrantes pobres y la de las grandes compañías extranjeras que decidían el proceso industrializador, la de la explosión demográfica debida al progreso industrial y la de las “villas miseria” o “chabolas”, la del movimiento literario de corte aristocrático denominado “Florida” y la del movimiento literario popular que lleva el nombre de “Boedo”.

Sobre este fondo de dramáticas contraposiciones, la sociedad argentina debió hacer frente, a partir de 1945, a los problemas suscitados por el régimen político de Juan Domingo Perón.

“Escritores como yo -confiesa Sábato- nos formamos espiritualmente en medio de semejante desbarajuste, y nuestras ficciones revelan, de una manera o de otra, el drama del argentino de hoy” (3).

Sábato pertenece a la llamada Generación intermedia o Generación del 40, en la cual figuran autores como Julio Cortázar, Mújica Laínez y Adolfo Bioy Casares. Estos autores, y de modo singular Sábato, ven en la obra literaria un lugar privilegiado de clarificación del enigma humano, del sentido de la vida del hombre, de su problemática metafísica, es decir, de la que atañe a la constitución de su realidad más profunda. Como esta realidad humana se instaura en el diálogo creador entre el hombre y su entorno, Sábato sostiene enérgicamente que “el novelista debe dar la descripción total de esa interacción entre la conciencia y el mundo que es peculiar de la existencia” (4). Para ser total, esta descripción ha de respetar cuanto implica el hombre y su entorno. De ahí la acerada crítica que hace Sábato al objetivismo reduccionista de Robbe-Grillet (5) y el esfuerzo que realiza por mostrar en sus obras la posibilidad de aunar las dos corrientes estéticas de la literatura argentina, exponiendo las grandes cuestiones metafísicas del hombre en un estilo de alta calidad.

Con este espíritu, Sábato renuncia a su carrera científica y se consagra en el retiro de Córdoba (Argentina), a la tarea de escribir. Tras la aparición de un libro de ensayos -Uno y el Universo-, publica en 1948 El túnel, al que seguirán más tarde Sobre héroes y tumbas (1961) y Abaddón, el exterminador (1974). Se ha dicho que El túnel es una expresión hosca de la desesperanza, la incomunicación y la soledad del hombre instalado en las ciudades, incapaz de salvarse como persona en un mundo dominado por el caos y los objetos (6). El análisis lúdico-ambital de la obra nos va a permitir una comprensión más matizada del proceso que lleva al protagonista a la desesperación. La consideración psicológica y sociológica se muestra, una vez más, del todo insuficiente para penetrar en la lógica de los procesos creadores que Sábato, en un proyecto ambicioso, intenta descubrir y relatar.

“El auténtico arte de la rebelión contra esta cultura moribunda –escribe- (...) no puede ser ninguna clase de objetivismo, sino un arte integralista que permita describir la totalidad sujeto-objeto, la profunda e inexplicable relación que existe entre el yo y el mundo, entre la conciencia y el Universo de las cosas y los hombres” (7).

En medio de un mundo acosado de problemas angustiosos, el literato -según Sábato- no puede evadirse hacia regiones de mero goce estético, en el sentido depauperado del término. Debe contribuir a clarificar lúcidamente la realidad y ofrecer un diagnóstico certero de la situación, en la seguridad de que sólo la verdad libera y un problema bien planteado es un problema medio resuelto.

“La literatura, esa híbrida expresión del espíritu humano que se encuentra entre el arte y el pensamiento puro, entre la fantasía y la realidad, puede dejar un profundo testimonio de este trance, y quizá sea la única creación que pueda hacerlo. Nuestra literatura será la expresión de esa compleja crisis o no será nada” (8).

Fiel a su convicción de que la literatura actual “no se propone la belleza como fin”, sino que “más bien es un intento de ahondar en el sentido general de la existencia” (9), Sábato adopta en El túnel un estilo directo, sobrio, acerado, fuertemente expresivo del dramatismo que impulsa la narración. Estructura la obra en forma de relato-confesión del protagonista, que, al expresarse en primera persona, atrae hacia sí la atención del lector y lo pone en buena medida de su parte. Este trato de favor queda equilibrado por la voluntad de Sábato de poner todos los recursos literarios al servicio de una clarificación decisiva: cómo un hombre sensible, un artista, puede quitar la vida a la única persona que podía comprenderlo y valorarlo.

En ningún momento se autonomiza en esta obra el virtuosismo literario: construcciones elegantes y bien ritmadas, metáforas sorprendentes... Los recursos generadores de belleza literaria quedan ensamblados en el tempo subyugante, gradualmente acelerado, de la obra, con vistas a lograr la belleza integral que radica en el esclarecimiento del mundo creado entre los protagonistas a impulsos de la lógica propia del proceso de vértigo. La mirada del novelista no se prende en pormenores indiferentes a la marcha de la acción principal. Atiende en exclusiva a la descripción pormenorizada de la trama de ámbitos o campos de juego que se van fundando en el interior de Castel y entre éste y María. Se trata de una actitud realista, atenida no a lo meramente “objetivo” -en sentido de asible, mensurable, delimitable, fáctico- , ni a lo fantástico-irreal, sino a lo ambital, lo que no es delimitable como los objetos porque constituye todo un campo de realidad. No se consagra esta obra al relato de estados subjetivos, psicológicos o de tramas detectivescas sorpresivas; intenta dejar constancia de un proceso espiritual de vértigo.

Al logro de esta forma eminente de realismo se dirige la utilización de la técnica novelística contemporánea (W. Faulkner, E. Hemingway, F. Kafka, J. P. Sartre, A. Camus), caracterizada por un lenguaje ceñido a la descripción de procesos interiores, lo que lleva a la utilización de técnicas como el monólogo interior, el lenguaje coloquial, la actitud testimonial, la valoración del tiempo subjetivo y el tiempo lúdico, el propio del juego realizado por los personajes y no mensurable, consiguientemente, por el reloj.

El túnel, novela primeriza de Sábato, acusa una clara influencia de los autores antes citados. La bella imagen del vidrio a través del cual se ve gesticular a los hombres pero no se les oye ni entiende es usada literalmente por Jean-Paul Sartre para caracterizar la actitud del protagonista de la obra de Camus El extranjero. (10). Sin embargo, Sábato supo imprimir a su breve y densa obra un aliento estrictamente personal y una profunda coherencia, lo que confiere al relato un indudable carácter originario.

II. Argumento

Desde la soledad de una celda carcelaria, el pintor Juan Pablo Castel da su versión del proceso que le llevó a asesinar a María, una mujer joven, casada con un ciego de apellido Allende. Desde el momento en que Castel ve a María ante su cuadro “Maternidad”, observando detenidamente la escena de la ventanita con la mujer al fondo frente a la soledad de la playa, la busca, la asedia, la interroga febrilmente una y otra vez para poseerla y asegurarse su amor. María rehúsa perder su intimidad personal y se muestra reservada. Esta actitud exacerba a Castel, aun después de saber que María está casada. La sospecha de que María no comparte la intimidad sólo con él lo lleva al borde de la amargura y la desesperación. Al comprobar que María no acudió a la cita que habían convenido porque fue a unirse en su casa de campo con Hunter, Castel se ve llevado por los celos al vértigo de la extrema violencia y, para hacer un acto de supremo dominio sobre ella, la mata y se apresura a comunicárselo a su marido, al tiempo que le descubre la doble vida de su esposa. Allende, el marido, se suicida, y Castel, encarcelado, medita sobre el término “insensato” con que aquél lo calificó en la noche del crimen.


III. Tema

Los clásicos españoles del Siglo de Oro solían poner en boca de los galanes que comentaban una aventura erótica esta frase: “¡La poseí!”. ¿Consiste el amor en posesión? De ningún modo, porque el amor verdadero implica creatividad, ya que supone la fundación de una relación profunda de amistad, y en el nivel de la creatividad nadie domina a nadie. El afán de poseer lleva al vértigo de la ambición, y éste aboca a la destrucción. Descubrir este proceso implacable de vértigo es el tema de esta obra.

En el retiro forzado de su lugar de condena, un hombre joven, Juan Pablo Castel, se atormenta preguntándose, día y noche, cómo es posible que haya matado a la única persona que podía entenderle en lo más íntimo, en su ansia de superar la soledad angustiosa que lo atormentaba. Castel reaviva sus recuerdos, los ordena y expone desde el momento en que encontró a María hasta que le clavó, llorando, un cuchillo en el pecho. Se trata de un relato lineal, en el que se entreveran dos vertientes de la vida de los protagonistas: la vertiente de los meros hechos y la de los acontecimientos, la de las anécdotas biográficas y la de las motivaciones espirituales. En apariencia, estamos ante un relato de género policíaco, denso de contenido, tensionado, animado por un tempo rápido que se exaspera en las últimas páginas.

Visto a la luz de la lógica de los procesos creadores, El túnel es la plasmación literaria de la lógica de la ambición y la destrucción, dos formas de vértigo que convierten la andadura vital del protagonista en un corredor insalvablemente oscuro, un túnel sin salida. Tras un sin fin de reflexiones realizadas al hilo de los recuerdos, Castel extrae una conclusión sombría: “(...) Había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida” (11).

Esta falta de luz responde a la falta de encuentro. Tras romper trágicamente con María, el protagonista no puede comprender por qué eliminó a la única persona que le prestaba atención. Si analizamos cuidadosamente los procesos de vértigo y éxtasis, todo queda al trasluz. El camino hacia la destrucción que siguió Castel comenzó al confundir amar con poseer, lo que supone un ataque a la realidad humana en una de sus actividades más significativas. Pero la realidad acaba vengándose siempre. La venganza consiste en que no puede uno desarrollarse cabalmente, antes se encamina a una soledad aniquiladora.

NOTAS

(1) Cf. E. Sábato: Itinerario, Sur, Buenos Aires 1969, p. 208.
(2) O. cit., p. 209.
(3) O. cit., p. 178.
(4) E. Sábato: Tres aproximaciones a la literatura de nuestro tiempo, Robbe-Grillet, Borges, Sartre, Editorial Universitaria, Santiago de Chile 1968, p. 147.
(5) O. cit., p. 155.
(6) A. Leiva: Introducción a El túnel, de E. Sábato, Cátedra, Madrid 1982, p. 43.
(7) Cf. Itinerario, p. 178.
(8) El escritor y sus sombras, Aguilar, Buenos Aires 1963, p. 162.
(9) Tres aproximaciones a la literatura de nuestro tiempo, p. 167.
(10) Cf. “Explicación de El extranjero”, en Critiques Litteraires -Situations I-, Gallimard, Paríis 1947, p. 139.
(11) El túnel, p. 160. Se citará por esta edición en el texto.
Alfonso López Quintás
26/12/2012

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"El principito" de Antoine de Saint-Exupéry", III

Recordemos que el piloto y el principito son peregrinos de la amistad, van en busca de amigos verdaderos. Ante el espectáculo de las gentes que van y vienen deprisa, como si no tuvieran arraigo en ninguna parte, el principito advierte que sólo los niños -las personas con alma de niño- saben lo que buscan. Seguidamente, ante la oferta de ahorrar tiempo tomando pastillas para calmar la sed, confiesa que "si tuviera cincuenta y tres minutos para gastar, caminaría muy suavemente hacia una fuente...” (90,90). Una fuente que mana de lo hondo de la tierra presenta un alto poder simbólico porque es el lugar de confluencia de diversos campos de realidad: el océano, el sol, las nubes, el viento, la lluvia, las capas terrestres que la albergan, las circunstancias que la impulsan a aflorar a superficie, el caminante exhausto, la escasez de agua en el entorno... Caminar hacia la fuente es una actividad que colabora a que surja el fenómeno "fuente", visto en su condición relacional. Encaminarse hacia lugares donde acontecen fenómenos de encuentro confiere sentido al carácter itinerante de la vida humana. Este alumbramiento de sentido da plenitud al hombre y lo eleva a un estado de exultación festiva.


Método lúdico-ambital de análisis literario.  Segunda parte.
4. Cuarta etapa del encuentro:
La plenitud de la amistad y la vuelta al hogar

Nada ilógico que Saint-Exupéry vincule con frecuencia los términos sed, fuente, corazón: "(El niño), cuando te abraza, te hace sentir alrededor del cuello algo que es fuente para el corazón y de lo cual tienes sed" (Ciudadela, p. 274; Citadelle, p. 296). Este nudo de conceptos nos permite comprender el pasaje más enigmático, profundo y bello de la obra.

Tras ocho días de agotadora estancia en el desierto, el piloto se muestra angustiado por la falta absoluta de agua y el temor a una muerte inminente. El principito, como sobrevolando la vida desde una región superior, comenta: "Es bueno haber tenido un amigo, aun si vamos a morir. Yo estoy muy contento de haber tenido un amigo zorro..." (91, 91). El piloto pensó que el pequeño no era capaz de medir el peligro en que se hallaban. Pero, como adivinando su pensamiento, le dijo: "Yo también tengo sed... Busquemos un pozo" (Ibid.). Aunque sabía que "es absurdo buscar un pozo, al azar, en la inmensidad del desierto", el piloto comprendió de golpe que la búsqueda en común, comprometida y solidaria, alberga tesoros más valiosos que el agua que apaga la sed física.

En esta línea se movía el principito cuando, después de mucho caminar, el piloto le preguntó si también tenía sed, y el contestó sencillamente: "El agua puede también ser buena para el corazón" (92,92). El piloto no entendió el sentido de estas palabras. Y el principito agregó en el mismo plano de elevación: "Las estrellas son bellas por una flor que no se ve...". "Lo que embellece el desierto (...) es que esconde un pozo en cualquier parte..." (92, 92-93). Contagiado por estos pensamientos, el piloto, al contemplar al principito dormido en sus brazos, exclama: "Lo que veo aquí es sólo una corteza. Lo más importante es invisible...". "Lo que me emociona tanto en este principito dormido es su fidelidad por una flor, es la imagen de una rosa que resplandece en él como la llama de una lámpara, aún cuando duerme..." (93,93).

Con ese espíritu de elevación y esa voluntad de tutela ("Es necesario proteger a las lámparas") caminó el piloto durante la noche. El fruto de esta actitud generosa no se hizo esperar: "Descubrí el pozo al nacer el día" (93,94). Con el alba había aparecido el principito en el desierto, en busca de amistad. Ahora, ambos amigos encuentran el agua al nacer el día. ¿De qué tipo de agua se trata? El autor vuelve aquí a recordarnos la observación del principito de que "los hombres se encierran en los expresos pero no saben lo que buscan" (94,94). ¿Qué agua buscó el principito en esta ocasión?

Es significativo que el pozo encontrado no se parezca a los del Sahara, sino a los de las aldeas europeas, con su roldana, su balde y su cuerda. "Pero ahí no había ninguna aldea -anota el piloto- y yo creía soñar" (Ibid.). El principito le dice: "Tengo sed de esta agua. Dame de beber..." El piloto añade: "Y comprendí lo que él había buscado. Levanté el balde hasta sus labios. Bebió con los ojos cerrados. Todo era bello como una fiesta. El agua no era un alimento. Había nacido de la marcha bajo las estrellas, del canto de la roldana, del esfuerzo de mis brazos. Era buena para el corazón como un regalo" (96, 96).

La fiesta, con su luz, su alegría y su belleza, brota siempre en el encuentro. El encuentro nutre el espíritu humano, le hace bien como el afecto que inspira un obsequio. Obviamente, lo que había buscado el principito no era tanto el agua que es medio para saciar la sed corporal cuanto el agua que es medio en el cual se unen dos personas con voluntad de compromiso. Lo que, en definitiva, perseguía el principito era el encuentro personal a través de una marcha compartida en el estrecho pasillo que separaba en aquel momento la vida de la muerte.


Alfonso López Quintás
10/10/2012

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"El Principito", de A. de Saint-Exupéry, II


En "El Principito" se alude a veces a la soledad: "Viví, así, solo, sin nadie con quien hablar verdaderamente" (13,5). "Sed amigos míos, estoy solo -dijo el principito-" (76,76).
¿A qué tipo de soledad se alude en estos textos?
¿A qué se debe que el principito califique de "extrañas" a las personas que encontró en su viaje sideral?. ¿A qué son extrañas?
¿Cuándo se convierte en "única" para nosotros una realidad que es una entre muchas iguales o incluso superiores en cualidades?


LAS CINCO ETAPAS DEL ENCUENTRO

1. Primera etapa del proceso de encuentro
El brotar de la generosidad y la confianza

El principito y el piloto acaban de entrar en contacto, pero esto no es sino el comienzo del proceso que lleva al encuentro. Se hallan cerca físicamente, mas todavía no han creado una verdadera vecindad espiritual. Para lograrla, el piloto quiere conocer datos sobre la vida del principito, empezando por su lugar de origen. Descubre que viene de muy lejos cuando el principito, al enterarse de que es piloto y vuela, le indica: "Entonces, ¡tú también vienes del cielo! ¿De qué planeta eres?" (19,11). El piloto entrevé "una luz en el misterio de su presencia" y le pregunta si procede de otro planeta. Pero el principito no contesta.

Al piloto le sorprende que el pequeño no dude en acosarle a preguntas pero desoiga las suyas (18,11). Una lectura psicológica intentaría, tal vez, explicar este hecho como un rasgo de carácter. El método que propugno considera esta posible interpretación como irrelevante en el plano estético. Relevancia tiene, en cambio, advertir que el principito, por encarnar al hombre que siente nostalgia por la creación de amistad -que tiene lugar en el nivel de los ámbitos, nivel 2-, haga caso omiso de las preguntas que se refieren a cuestiones propias del plano infracreativo. Estas no afectan al sentido de su vida y no vale la pena prender la atención en ellas. No contestar a tal género de preguntas no obedece a una actitud de descortesía, sino a la voluntad de orientar la vida hacia las cuestiones esenciales. Y "lo esencial no radica en las cosas sino en el sentido de las cosas (...)" (Ciudadela, p. 295; Citadelle, págs. 319).

Esto explica que el principito dirija la conversación hacia temas que suscitan la cuestión del sentido. ¿Qué sentido y qué importancia tiene que los corderos coman arbustos, y que los baobads hayan de ser exterminados no bien surgen, y que las flores tengan espinas? (26-34, 19-27). Cuando el piloto se halla más preocupado porque la avería del motor del avión es grave y la reserva de agua se está agotando peligrosamente, el principito -preocupado por el sentido de la vida personal- le pregunta con toda seriedad para qué sirven las espinas de las flores (34,27). El piloto, irritado porque ve en peligro su vida biológica, le contesta precipitadamente: "Las espinas no sirven para nada. Son pura maldad de las flores" (35,28). El principito, como siempre, insiste en su pregunta, a fin de elevar al piloto al nivel en que se alumbra el sentido. Pero el piloto, más ocupado en lo urgente para la salud corpórea que en lo importante para la salud espiritual, toma la invitación del principito como una impertinencia que le impide concentrarse en su trabajo, y quiere zanjar el asunto con una afirmación que cree contundente: "¡Yo me ocupo de cosas serias!" (36,28). El principito oye esta frase al tiempo que ve al piloto concentrado en un mero objeto, carente de toda belleza, y le reprocha que lo confunda y mezcle todo, como suelen hacer las "personas mayores". Mezcla y confunde lo útil para la vida biológica con lo que tiene verdadera importancia para la vida personal.

Pero pasarse la vida ocupado en resolver problemas referentes a cosas manipulables, con las que no se pueden crear verdaderas relaciones personales, significa para el principito descender a un nivel meramente biológico, perder la vida auténtica, malograrse como ser humano. Por eso agrega, profundamente conmovido:

"Conozco un planeta donde hay un Señor carmesí. Jamás ha aspirado una flor. Jamás ha mirado a una estrella. Jamás ha querido a nadie. No ha hecho más que sumas y restas. Y todo el día repite como tú: ´¡Soy un hombre serio! ¡Soy un hombre serio!´. Se infla de orgullo. Pero no es un hombre; ¡es un hongo!" (36, 28-29).

Hacer sumas y restas es, en este contexto, imagen de la consagración a actividades que implican dominio de lo que es manipulable, controlable, reducible a medio para poseer bienes y disfrutar de bienestar. De modo semejante a como, en Tierra de los hombres, escribe Saint-Exupéry que el avión nos permite alejarnos de los "contables" (Cf. O. cit., p. 158; Terre des hommes, p. 205).

Por el contrario, aspirar el perfume de una flor, mirar una estrella, amar a otras personas son ejemplos de actividad creativa, si les concedemos todo su alcance y su valor. El que no se empasta con el agrado del perfume sino que lo considera como la expresión más lograda de la flor, y a ésta como la culminación del desarrollo vital de la planta, y a la planta como la expansión plena de la semilla, y a la semilla la ve en vinculación con la tierra nutricia, que se halla en relación con el conjunto del universo en el que todo está mutuamente imbricado... se une agradecidamente a todo lo existente en el acto cotidiano de oler una flor. De modo semejante, la contemplación de las estrellas debe ir inspirada por un sentimiento de asombro ante la majestuosidad y la belleza del firmamento. El amor a los demás ha de implicar la adhesión a las personas y no reducirse al halago que suscitan ciertas cualidades de las mismas.
El principito quiso dejar claro que no sólo debemos valorar lo que es útil para resolver problemas biológicos sino lo que colma los anhelos del espíritu. Por eso agregó:

"Si alguien ama a una flor de la que no existe más que un ejemplar entre los millones y millones de estrellas, es bastante para que sea feliz cuando mira a las estrellas. Se dice: ´Mi flor está allí, en alguna parte...´. Y, si el cordero come la flor, para él es como si, bruscamente, todas las estrellas se apagaran. Y esto, ¿no es importante?" (37,29).

A medida que hablaba, el principito se fue acalorando hasta enrojecer, y al final rompió a llorar. He aquí una experiencia básica en esta obra: el llanto. Cuando uno, al hilo de la lectura, entrevé que se halla ante una experiencia que juega un papel singular en la obra, debe detener la marcha, no limitarse a tomar nota de lo que sucede, sino adentrarse en el verdadero sentido de tal acontecimiento humano. No se trata de repetir la experiencia del llanto sino de comprender por qué una persona adulta rompe a llorar en determinados momentos. Como sabemos, existen obras filosóficas consagradas a explicar este fenómeno, así como el de la risa (Véase, por ejemplo, H. Plessner: La risa y el llanto, Revista de Occidente, Madrid 1960). El llanto, en una persona normal, responde al desmoronamiento de un mundo interior. Te haces mil ilusiones con un proyecto, pones el mayor empeño en él, y un día observas que todo ha fracasado. Es muy posible que tu ánimo se derrumbe y rompas a llorar.

En el espíritu del principito se desplomó la esperanza de encontrar en la tierra personas sensibles a los grandes valores –niveles 2 y 3-, a las realidades y acciones que parecen inútiles e irreales cuando se las ve desde el nivel 1 -el plano de los objetos- y con la actitud manipuladora propia de quien desea ante todo poseer cosas y tenerlas bajo control. El piloto -que desde niño sabía ver a través de las apariencias- comprendió de súbito que algo muy importante estaba aquí en juego porque una persona adulta con alma de niño acababa de entregarse al llanto. No sabía quién era ese pequeño de porte elegante y digno; ignoraba la causa de su abatimiento, pero sabía que se hallaba interiormente desolado. Lo dejó todo y se apresuró a acogerlo:

"Yo había dejado mis herramientas. Me importaban un comino mi martillo, mi perno, la sed y la muerte. ¡En una estrella, en un planeta, el mío, la Tierra, había un principito que consolar! Lo tomé en mis brazos. Lo acuné (...)" (37, 30-31).

Cuando más parecía haberse agrandado el abismo entre la actitud del piloto y la del principito, el llanto de éste le reveló de pronto a aquél el valor de la vida personal: Una persona se hallaba en desconsuelo, y había que abandonar las tareas más urgentes para atenderla. Sin conocer apenas al pequeño, el piloto lo acoge y tutela. Para tratar a una persona como tal, no se requiere tener un conocimiento exhaustivo de ella. En todo momento, cada persona se nos muestra toda ella, si bien no del todo. "No sabía cómo llegar a él, dónde encontrarle... Es tan misterioso el país de las lágrimas...!" (38-31).

Esta opción generosa del piloto a favor de la vida personal lo elevó de golpe al nivel de los ámbitos y lo dispuso para crear una relación de encuentro con el principito (nivel 2).

2. Segunda etapa del encuentro: las confidencias

La generosidad del piloto suscita en el principito un sentimiento de confianza. Tener confianza en alguien supone tener fe en él, en su fidelidad hacia uno. Esta fe confiada nos impulsa a hacer confidencias. El principito le revela al piloto la extraña y aleccionadora historia de su viaje sideral. Vivía en un asteroide diminuto. Su compañía era una flor, tan bella como vanidosa y exigente. El no supo comprenderla y decidió marcharse en busca de verdaderos amigos. Ahora sospecha que este abandono fue un error:

"No supe comprender nada entonces. Debí haberla juzgado por sus actos y no por sus palabras. Me perfumaba y me iluminaba. ¡No debí haber huido jamás! Debí haber adivinado su ternura, detrás de sus pobres astucias. ¡Las flores son tan contradictorias! Pero yo era demasiado joven para saber amarla" (41-42, 36-37).

Desde ahora, la flor abandonada va a constituir para el principito el punto de referencia constante en su aprendizaje de lo que es la amistad y el encuentro. Todo cuanto va a aprender en la escuela de buen amar que es su viaje -y que constituye el núcleo del relato- le servirá para plantear de forma auténtica su relación con su flor, que representa aquí a "los suyos", las gentes del entorno íntimo. Antes de marcharse, se despide de la flor y entre ambos se crea un clima de ternura. Sin embargo, el principito no desiste del viaje, pues se siente impulsado a descubrir el secreto de la verdadera amistad. Es también, como el piloto, un ser en camino hacia el encuentro.

Entra en contacto con personas que encarnan diferentes papeles y actitudes: un rey, un vanidoso, un bebedor, un hombre de negocios, un farolero, un geógrafo... El farolero, fiel a la consigna de encender y apagar el farol con agotadora frecuencia, despierta la simpatía del principito por entregarse generosamente a algo distinto de sí mismo, un trabajo aparentemente inútil pero bello.

"Es el único que no me parece ridículo. Quizá porque se ocupa de una cosa ajena a sí mismo". "Este es el único de quien pude haberme hecho amigo" (64,61).

Ridículo se opone a serio, digno. Uno hace el ridículo, es decir, es objeto de risa cuando cae de un nivel de dignidad a un nivel inferior. La dignidad que le es propia la adquiere el hombre cuando despliega su ser personal abriéndose creadoramente a las realidades del entorno. Para ello debe respetarlas, no reducirlas de valor. Los otros personajes le parecen ridículos porque no cumplen esta condición.

• El rey reduce los hombres a súbditos, a medios para poder gobernar y mandar (46,42).
• El vanidoso considera a los demás tan sólo como posibles admiradores (52,48).
• El bebedor es un hombre entregado al silencio de mudez, a la reclusión provocada por el vértigo de la gula (55,52).
El hombre de negocios sólo considera serio aquello que conduce a la posesión de bienes. Esta atenencia fascinada a lo poseíble le impide elevarse al nivel de las realidades que no son objeto de posesión (55-60, 52-57).
• El geógrafo toma el mundo como objeto de cómputo y registro. Es insensible a lo efímero, lo que se agosta -como las flores- en breve tiempo (64-69, 62-66).

El principito, afanoso de nuevas luces sobre los "ámbitos", realidades que sólo a una mirada generosa ofrecen su cabal sentido, les hizo a esos personajes diversas preguntas muy pertinentes. Pero no recibió ninguna respuesta atinada. Estas "personas mayores" le parecieron muy "extrañas", ajenas a cuanto otorga a la vida humana su auténtico sentido. Y partió para la tierra, a pesar de que volvió a recordar pesaroso a su flor:

"Mi flor es efímera, se dijo el principito, ¡y sólo tiene cuatro espinas para defenderse contra el mundo! ¡Y la he dejado totalmente sola en mi casa! Éste fue su primer impulso de nostalgia. Pero tomó coraje" (68-69, 66).

Viene a la tierra en busca de amistad. Y parte de cero, desde la soledad del "desierto", es decir, de una situación de carencia total de posibilidades. "Una vez en tierra, el principito quedó bien sorprendido al no ver a nadie" (72,70). Y miró a las estrellas con nostalgia. En una de ellas está su flor, pero él se ha disgustado con ella. En esa incomunicación absoluta advierte la presencia de una serpiente, que no le ofrece compañía sino el poder de devolverlo a su país de origen.

El principito no se descorazona y sale en busca de los hombres. En esa búsqueda va a cometer errores en cadena, pero su opción básica en favor de la amistad le permitirá superarlos. El primer error consistió en subir a una colina e intentar hacerse amigos de golpe y masivamente. "Sed amigos míos, estoy solo", gritó. Pero únicamente le contestó el eco: "Estoy solo... estoy solo... estoy solo...". El eco no constituye una respuesta, sino la devolución de la pregunta. Una pregunta mal planteada no merece respuesta. El principito se apresura a pensar que "los hombres no tienen imaginación" y "repiten lo que se les dice". Agrava, así, su error primero atribuyendo a los demás la culpa del propio fracaso. Pronto habrá quien le indique dónde se halla la verdadera causa de que haya fallado en su primer intento de buscar amigos. Pero antes tendrá que pasar por una gran prueba que le servirá para ganar madurez espiritual.

En ruta hacia la morada de los hombres, encuentra un jardín florido de rosas, iguales a la flor de su asteroide. Esta abundancia de flores semejantes parece reducir cada una a un mero individuo de una especie. Al pensar que su flor no era única en el mundo, el principito sintió una profunda decepción, que le provocó el llanto. De nuevo, el desmoronamiento interior da lugar a ese fenómeno humano enigmático que es el llorar.

"... Se sintió muy desdichado. Su flor le había contado que era la única de su especie en el universo. Y he aquí que había cinco mil, todas semejantes, en un solo jardín. ‘Se sentiría bien vejada si viera esto, se dijo; tosería enormemente y aparentaría morir para escapar al ridículo’. (...) Me creía rico con una flor única y no poseo más que una rosa ordinaria" (79, 77-78).

3. Tercera etapa del encuentro: El esclarecimiento de lo que son las relaciones humanas
Alfonso López Quintás
19/07/2012

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Segunda Parte: Ejemplo de análisis de una obra literaria: El principito, de Antoine de Saint-Exupéry, I.

1. El hecho de dibujar ¿ha de ser entendido como una forma concreta de actividad artística o bien como imagen de la creatividad, en general?
2. ¿Por qué son tan importantes el juego y los cuentos para el crecimiento espiritual de los niños?
3. En la obra dramática de Gabriel Marcel Le coeur des autres, Rose Meyrieux afirma: “Sólo existe un sufrimiento: estar solo”. ¿A qué tipo de soledad debe de referirse: a la soledad desbordante de plenitud?, ¿a la soledad que responde a falta de compañía?, ¿a la soledad atormentada por la ruptura de vínculos?
4. En los momentos más sombríos de su vida, Saint-Exupéry solía volverse hacia su infancia. “Yo soy de mi infancia”, solía decir, como si su infancia fuera un lugar de acogimiento. ¿Qué ha de entenderse aquí por “infancia”? Véase la Dedicatoria de El principito.


Método lúdico-ambital de análisis literario
EL PRINCIPITO

Método a seguir

En esta Segunda Parte del Segundo Método quiero mostrar, de modo un tanto pormenorizado, la fecundidad que encierra el “método lúdico-ambital" para analizar obras literarias cargadas de contenido humanístico y sumamente útiles en el aspecto pedagógico. El estudio de la forma quedará reducido a someras indicaciones al hilo del análisis que realicemos del poder formativo de las obras.

Este análisis no tiende sólo a hacerse cargo de lo que dice cada obra; quiere volver a crearla desde su génesis, como si el intérprete fuera el autor, al modo como sucede con la interpretación musical, la teatral y la coreográfica. Los cursillistas, por tanto, han de asumir activamente los análisis que se vayan realizando, a fin de asimilar el método y, luego, hacerlo propio en caso de considerarlo adecuado y fecundo. Para poder realizar esta tarea, han de leer las obras previamente. Esta lectura no presenta problema en el caso de El principito, por ser una obra universalmente conocida.

Un análisis es fecundo y, en la misma medida, certero cuando muestra la riqueza interna de la obra y lo hace de modo coherente. Todo autor de calidad escribe en cada momento lo que viene exigido por la lógica interna del relato, no lo que le dicta su arbitrio. Captar esa lógica o trabazón interna del texto es indispensable para descubrir el sentido de cada pormenor. Si, al estudiar una obra, soy capaz de mostrar el sentido profundo y la vinculación mutua de buena parte de los acontecimientos que describe, puedo considerar mi análisis como logrado. En cuanto otro tipo de análisis ponga al descubierto en la obra más riqueza de sentido y más coherencia interna, ha de ser considerado como más perfecto que el mío.

Para proceder con el debido orden, articularemos el análisis en cinco fases:

1. Contextualización de la obra. El sentido de un texto se alumbra en el contexto, en el entorno en que juega su papel expresivo. El juego es fuente de luz, como he mostrado en el amplio estudio sobre el juego realizado en la Estética de la Creatividad (Rialp, Madrid 1998, 3ª ed., págs. 33-183). Antes de abordar el estudio directo de una obra es necesario encuadrarla en la producción del autor, y situar ésta en el movimiento cultural de la época. Para ello deberemos recordar los datos biográficos del autor que sean indispensables para conocer la motivación profunda que le movió a plantearse el tema básico de la obra y realizar el esfuerzo de escribirla.

2. Exposición condensada del argumento de la obra, a fin de tenerlo presente durante el análisis.

3. Determinación del tema nuclear de la obra, más allá de su trama argumental.

4. Análisis pormenorizado de las experiencias decisivas de la obra, las que crean ámbitos o los destruyen y deciden, así, el curso de los acontecimientos y su sentido profundo. Las experiencias más relevantes son aquellas de las que dependen muchas otras porque irradian un gran influjo a su alrededor. Al principio, resulta difícil determinar cuáles son las experiencias nucleares de una obra, pero pronto adquiere uno la capacidad de descubrir los momentos en que se decide el destino de los personajes y la orientación que va a seguir la historia contada.

5. Valoración general de la obra. Se sobrevuelan los análisis realizados y se indica cómo surge la belleza en la obra, de qué modo el contenido determina la forma o el estilo, cuál es el tema básico que inspira la composición, y otras cuestiones semejantes. Dicho tema se descubre a lo largo del análisis realizado en la fase 4ª y se explicita en esta fase 5ª. Para facilitar ambas tareas, ofrezco un anticipo del tema en la fase 3ª.

I. Contextualización

Su vida

Antoine de Saint-Exupéry se adhiere a la “generación ética” (A. Malraux, L. Aragon, A. de Montherlant, G. Bernanos, J. Giono...), corriente literaria que, entre 1925 y 1930, convierte la novela y el relato corto en una fuente de luz para clarificar la verdad de las cosas y, sobre todo, del ser humano. Se acerca, así, sugestivamente al campo del ensayo ético, de tan recio abolengo en las letras francesas.

Este clima intelectual y espiritual resultó muy acogedor al joven Saint-Exupéry, proclive por igual a la acción y la contemplación, y afanoso de descubrir el enigma de la vida humana a través del compromiso creador. Esta vinculación del compromiso vital y el conocimiento de las realidades más relevantes lo situó muy pronto en vecindad con el pensamiento existencial (M. Heidegger, K. Jaspers, G. Marcel).

Para desarrollar esta tarea bifronte recibió Saint-Exupéry de su profesión de piloto múltiples posibilidades. Ello explica que sus obras hayan surgido al hilo de las distintas misiones que hubo de cumplir. Su destino en el aeropuerto de Cap Juby (Río de Oro), en 1927, le permitió conocer de cerca el desierto –al que otorgará un papel simbólico en buena parte de su producción- y escribir la obra Correo del Sur (1927).

Como director, desde 1929, de la compañía aeropostal argentina y responsable de la línea de Patagonia, conoce los riesgos que planteaban los vuelos nocturnos a la aviación incipiente y escribe el libro Vuelo nocturno, que recibió grandes elogios del ya consagrado André Gide.

De 1931 a 1933 multiplica su actividad aérea: vuelos nocturnos de Casablanca a Port-Etienne, vuelos en hidroavión de Marsella a Argelia, vuelos de pruebas en Toulouse y Perpignan. Su precaria situación económica le llevó a intentar batir dos récords, que le costaron sendos accidentes muy graves: de París a Saigón -accidente en el desierto de Libia, a finales de 1935-; de Nueva York a la Tierra de Fuego –accidente en Guatemala, en febrero de 1938). Durante el período de convalecencia en Nueva York escribe Tierra de los hombres (1939).

En 1939 inicia la redacción de una obra –Citadelle, Ciudadela- en la que desea tratar ampliamente las consideraciones sobre el sentido de la vida humana que iba haciendo, en sus obras anteriores, al hilo de las peripecias narradas. No logró terminarla y fue editada póstumamente en 1948.

Como fruto de una misión de guerra realizada sobre Arras en mayo de 1940, redacta –en el exilio de Nueva York- una de sus obras más significativas: Piloto de guerra (1941).

Angustiado por el destino de Francia, su patria, abatida tras la fulminante derrota militar de 1940, escribe Carta a un rehén (febrero de 1943) y El principito (abril del mismo año).

Afanoso de participar militarmente en la guerra, consiguió permiso para realizar varias misiones. Al regresar de la última, el 31 de julio de 1944, fue abatido en Córcega, momentos antes de aterrizar.

Su obra

Sus dos primeras obras (Correo del Sur y Vuelo nocturno) están muy plegadas a los hechos, pero dejan ya entrever el interés del autor por dejar al descubierto las actitudes que desarrollan la personalidad de los seres humanos. “Nosotros actuamos siempre (confesaba Rivière, protagonista de Vuelo nocturno) como si alguna cosa sobrepasase, en valor, a la vida humana...Pero ¿qué cosa es ésa?” (Véase. Vuelo nocturno, Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1958, p. 117). Esta consideración sobre la importancia de aceptar el deber, por arriesgado que sea, y renunciar a la dulce serenidad de la vida cotidiana, constituye la fuente de la energía que dió a Vuelo nocturno su peculiar atractivo (115-116).

Hacia 1939, Saint-Exupéry intuía que la civilización occidental corría muy serio peligro y se apresuró a compilar –con el título Tierra de los hombres- una serie de trabajos en los que recuerda a sus contemporáneos la necesidad de “habitar”, es decir, crear vínculos que nos permitan vivir al abrigo de una casa que sea un auténtico hogar. “El hombre no es más que un nudo de relaciones. Sólo las relaciones cuentan para el hombre” (Véase Piloto de guerra, Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1958, p. 147; Versión original: Pilote de guerre, Gallimard, París 1942). Estas relaciones, cuando son constructivas, dan lugar a un fecundo intercambio, que florece en ese acontecimiento decisivo de la vida que es el encuentro. De ahí esta enérgica declaración, que constituye la idea nuclear de Citadelle: “Yo no amo a los sedentarios de corazón. Los que no intercambian nada no llegan a ser nada. Y la vida no habrá servido para madurarlos. Y el tiempo corre para ellos como un puñado de arena y los pierde” (O. cit., Gallimard, París 1948, p. 38; Ciudadela, Círculo de Lectores,. Barcelona 1992, p. 38. La traducción he tenido que cambiarla un tanto para ajustarla al original).

Por esta profunda razón, la ruptura total del vínculo nutricio que nos une con los demás provoca una situación límite, un estado de extrema menesterosidad y riesgo. Recobrar la unidad perdida, merced a la energía que irradia la generosidad, es fuente inagotable de luz y belleza. La contemplación de ambas “en el corazón del desierto” otorga al capítulo VII de Tierra de los hombres una expresividad sobrecogedora.

A pesar de todos los esfuerzos, la conflagración fue inevitable y, para evitar el colapso moral de su patria, Saint-Exupéry publica en 1942 Piloto de guerra, obra que obtuvo en la Francia ocupada un éxito clandestino, y en Estados Unidos fue considerada como la mejor respuesta europea a la obra de Adolfo Hitler Mi lucha y el mejor argumento para la entrada de Estados Unidos en la guerra mundial.

Con el fin de mostrar a sus compatriotas que la mejor solución para superar el trauma del desastre –del desmoronamiento de las seguridades propias del nivel 1- es dar el salto al plano de la creatividad –nivel 2- nos presenta Saint-Exupéry, en El principito, la aparición súbita y sugestiva de su otro yo, de su parte más noble y elevada, que, ante la quiebra del mundo confiado de los objetos y las posesiones, intenta elevarnos al nivel de lo aparentemente efímero, pero sumamente fecundo: el encuentro interhumano, la fidelidad a la débil e imperfecta flor del insignificante asteroide. El principito representa el “alma vigilante”, vertiente creativa del hombre “que se ríe de los muros” que nos cierran el horizonte verdaderamente humano y nos insta a trascender hacia lo nuclear: los “nudos divinos que anudan las cosas” (Citadelle, p. 263; Ciudadela, págs. 243-244).

Si en Tierra de los hombres el argumento era muy leve, casi un pretexto para profundizar en la condición humana, en El principito se adelgaza al máximo y en Ciudadela desaparece. Sólo restan fugaces alusiones a anécdotas familiares. Recordemos, por ejemplo, este bello pasaje: “Así, yo voy de fiesta en fiesta, de aniversario en aniversario, de vendimia en vendimia, como iba, siendo niño, de la sala del consejo a la sala de estar en la amplitud del palacio de mi padre, donde cada paso tenía un sentido” (Citadelle, p. 25; Ciudadela, p. 26).”Yo recreo los campos de fuerza” (Citadelle, p. 25; Ciudadela, p. 26).

II. Argumento

El protagonista, piloto de aviación, confiesa estar decepcionado de las personas mayores, por su falta de imaginación. Cuando se halla reparando el motor de su avión en pleno desierto, advierte la presencia de un pequeño de noble porte que quiere que le dibuje un cordero y le hace diversas preguntas sobre temas al parecer anodinos. El piloto, acosado por la necesidad urgente de resolver el problema mecánico del avión, responde con cierto desinterés. El pequeño, disgustado, rompe a llorar, y el piloto adopta frente a él una actitud acogedora. Confiado, el niño le cuenta que viene de un asteroide muy pequeño y visitó diversos planetas en busca de amigos a fin de mitigar la decepción que le había producido la vanidosa flor de su asteroide. A excepción de un farolero, las personas que encontró carecían de la creatividad necesaria para fundar una auténtica relación de encuentro.

Ansioso de hallar amigos en la tierra, el pequeño sube a una montaña y comienza a llamar a los hombres. Sólo le responde el eco. La desilusión que esto le produce se acrecienta al descubrir una multitud de flores semejantes a la suya. En esta situación límite de desamparo, un zorro -como representante aquí de la sabiduría- le revela el secreto del valor de los seres, de la amistad y del verdadero conocimiento. Esta lección le permite reconocer los errores cometidos anteriormente y disponerse para la realización de un verdadero encuentro con el piloto. Ambos, piloto y principito, uniendo su esfuerzo con riesgo de la vida, encuentran agua en el desierto, un tipo de agua especial que es «buena para el corazón como un regalo».

Próximo a su partida, el pequeño recomienda al piloto que vuelva al trabajo mecánico de reparación del motor, con el fin de retornar a los suyos, como él volverá a su casa, junto a su flor, de la que se siente responsable por haberla “domesticado”. Con sensibilidad de amigo, prepara al piloto para que soporte la prueba de fuego de la ausencia. El morirá, pero, como vivirá en su lejano asteroide, todas las estrellas mostrarán al piloto un rostro expresivo nuevo. “Parecerá que me he muerto, y no será verdad.” Muerto el niño mediante el concurso de una serpiente, el piloto contempla la inmensidad adusta del desierto y la ve como “el más bello y más triste paisaje del mundo”, pues ahí fue “donde el principito apareció en la Tierra, y luego desapareció”.

III. Tema

El tema básico de esta obra consiste en subrayar la importancia que encierra el encontrarnos rigurosamente con las personas que constituyen nuestras raíces, nuestro entorno vital primario. Cuando todo parece haber fracasado, una voz interior -el "principito" que llevamos dentro- nos advierte que tenemos todavía una salida airosa: dar el salto a un nivel superior de realización personal, el nivel de la creatividad (nivel 2).

Dos personas cometen el error de abandonar a los suyos por la decepción que les produce observar en ellos un defecto (nivel 1). No pierden, sin embargo, el deseo básico de vivir creativamente. Este deseo lleva a una de ellas -el "principito"- a buscar en otra parte auténticos amigos (nivel). La otra -el piloto- cae en la tentación de entregarse a las realidades que puede dominar y manejar (nivel 1). Esas realidades no tardan en fracasar y deja a quien puso en ellas su corazón en el grado cero de creatividad, el desierto lúdico, la aparente falta absoluta de posibilidades para hacer juego creador.

A instancias del principito, el piloto se une a él en la búsqueda de lo que es la verdadera amistad. Una vez que lo descubren a través de su trato mutuo, regresan cada uno a los suyos, para reanudar la relación perdida (nivel 2).

IV. Experiencias decisivas de la obra

El piloto comienza revelando su drama personal, la situación de soledad espiritual en que se halló desde niño por no encontrar personas que estimasen debidamente el ejercicio de la creatividad y supieran descubrir el sentido profundo de las realidades y acontecimientos más importantes de la vida. Esta incapacidad de pasar más allá de las apariencias la expresa con una imagen. Ya sabemos que la literatura de calidad no se expresa mediante conceptos abstractos, sino a través de imágenes, que son bifrontes: presentan una vertiente sensible y otra metasensible o profunda.
La falta de imaginación de las personas mayores

La imagen que utiliza el piloto procede del mundo del dibujo, que es una actividad creativa. Impresionado por la lectura de un libro sobre la vida animal en la selva, trazó un dibujo para representar una boa que se había tragado un elefante. Se lo mostró a diversas "personas mayores" y todas lo vieron como una mera "figura" -es decir, como el contorno estático de una realidad física-, no como una "imagen", expresión dinámica y vivaz de un acontecimiento vital. Por eso lo interpretaron superficialmente como un sombrero, no como una boa que ha engullido un elefante.

Manifestaron, con ello, carecer de imaginación creativa, entendida, no como la capacidad de evadirse de lo real hacia mundos de ensueño y mera ficción, sino como el poder de suscitar y captar imágenes, dar alcance a los diferentes acontecimientos y realidades que -no siendo sensibles y figurativos- pueden revelarse en la faz expresiva de lo sensible. La imaginación es creativa en cuanto crea una relación de presencia con algo suprasensible en el medio transparente de lo sensible.
Alfonso López Quintás
12/07/2012

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Alfonso López Quintás
Alfonso López Quintás
Alfonso López Quintás realizó estudios de filología, filosofía y música en Salamanca, Madrid, Múnich y Viena. Es doctor en filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y catedrático emérito de filosofía de dicho centro; miembro de número de la Real Academia Española de Ciencias Morales y Políticas –desde 1986-, de L´Académie Internationale de l´art (Suiza) y la International Society of Philosophie (Armenia); cofundador del Seminario Xavier Zubiri (Madrid); desde 1970 a 1975, profesor extraordinario de Filosofía en la Universidad Comillas (Madrid). De 1983 a 1993 fue miembro del Comité Director de la FISP (Fédération Internationale des Societés de Philosophie), organizadora de los congresos mundiales de Filosofía. Impartió numerosos cursos y conferencias en centros culturales de España, Francia, Italia, Portugal, México, Argentina, Brasil, Perú, Chile y Puerto Rico. Ha difundido en el mundo hispánico la obra de su maestro Romano Guardini, a través de cuatro obras y numerosos estudios críticos. Es promotor del proyecto formativo internacional Escuela de Pensamiento y Creatividad (Madrid), orientado a convertir la literatura y el arte –sobre todo la música- en una fuente de formación humana; destacar la grandeza de la vida ética bien orientada; convertir a los profesores en formadores; preparar auténticos líderes culturales; liberar a las mentes de las falacias de la manipulación. Para difundir este método formativo, 1) se fundó en la universidad Anáhuac (México) la “Cátedra de creatividad y valores Alfonso López Quintás”, y, en la universidad de Sao Paulo (Brasil), el “Núcleo de pensamento e criatividade”; se organizaron centros de difusión y grupos de trabajo en España e Iberoamérica, y se están impartiendo –desde 2006- tres cursos on line que otorgan el título de “Experto universitario en creatividad y valores”.





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