EL ARTE DE PENSAR. Alfonso López Quintás







Blog de Tendencias21 sobre formación en creatividad y valores

Método tercero

FORMAS NATURALES Y SIMBOLISMO
El arte trascendente de Antonio Gaudí

En la producción del genial escultor y arquitecto español Antonio Gaudí destacan, desde el punto de vista filosófico, dos rasgos principales: el cultivo de las formas naturales y la voluntad de simbolismo. Es incumbencia de los historiadores de las formas artísticas precisar la relación en que se halla Gaudí respecto a otros movimientos análogos. La tarea del filósofo consiste en analizar la significación que estos rasgos encierran en sí mismos.


Artículo n°98
En la exposición de la obra de Gaudí realizada en la Sala de Exposiciones de la Dirección General de Arquitectura en Madrid (noviembre-diciembre, 1954), podían leerse los siguientes párrafos:

«Su idea no estribaba en construir formas naturales exactas ni tampoco en estilizarlas de nuevo, sino en producir un tipo de metamorfosis poética de aquéllas, trabajando con las leyes naturales, que él consideraba como las primeras reglas a tener en cuenta en el arte de la Arquitectura” (George Collins, 1961).

«El naturalismo de Gaudí, de raíz ruskiniana, tramado sobre un complejo panteísta científico, equidista tanto de la lírica franciscana como de las teorías biológicas del 800, como de los jardineros y grabadores japoneses o de los escultores góticos o de los constructores de rocallas del barroco». (José M. Sostres).

Mi intento aquí es subrayar la importancia y fecundidad del retorno a lo natural-originario, así como el sentido oferente y el valor transfigurador que encierra el arte de carácter simbólico. Me moveré en el plano de elevación y estudio de esencias que corresponde al pensamiento filosófico. El lector avisado que conozca de cerca la obra de Gaudí podrá, así, enjuiciarla al debido nivel de perspectiva y profundidad.

Cultivo de las formas naturales

De por sí, la imitación de las formas que ostenta la Naturaleza no revela sentimientos de repulsa o aversión respecto al mundo específicamente humano, porque, en este caso, "natural" no se opone a "humano" sino a "artificial" en sentido de artificioso. Lo que se intenta es dar a los productos artificiales, fruto del arte humano, el carácter de espontaneidad que ofrecen los fenómenos originarios. De ahí que, en un entorno de artificiosidad, "ser original es ser originario", como bien decía el mismo Gaudí.

No podría decirse lo mismo de la vuelta a lo natural del adorable pintor Franz Marc, que se acogió al mundo de los animales en busca de la sinceridad y veracidad que echaba de menos entre los hombres. Instigado por crueles desilusiones, este artista alejó su pincel del rostro humano para acariciar una y otra vez la amable silueta de los animales nobles: caballos, gacelas, ciervos, zorros... Tal alejamiento está lejos de constituir un ejemplo de auténtica objetividad, pues los animales no son veraces porque no pueden ser falsos; no son sinceros, porque no pueden ser falaces; son sólo verdaderos.

Acercar todo lo posible el mundo de las creaciones artísticas al mundo natural de los seres vivos tampoco es, de por sí, consecuencia y reflejo de una actitud panteísta, sobre todo si esa "naturalización" de los productos artificiales intenta dotarlos de un alto valor simbólico. Si el panteísmo responde a una actitud prometeica de humanización de lo divino, el simbolismo se muestra en extremo respetuoso al transformar el mundo en medio expresivo de realidades que lo trascienden.

El cultivo de las formas naturales se manifiesta, en este contexto, como un modo de acatamiento del poder configurador que alienta en todo lo creado. Nada hay más impresionante que observar de cerca la capacidad configuradora que poseen los seres vivos. La belleza, en el fondo, es el halo de luz que orla a la vida en su proceso interno de constitución o, lo que es igual, de despliegue autoexpresivo. Todo organismo, al constituirse, se expresa, y esta autoexpresión lograda se traduce en la forma de resplandor que llamamos belleza.

Pero aquí es de notar que tal belleza no brota tan sólo ni primariamente de la figura que corona el proceso de constitución de un ser vivo, sino de su forma interna constituyente, de ese orden admirable y poderoso que nos sobrecoge al estudiar de cerca, genéticamente, los fenómenos naturales de crecimiento, adaptación y regeneración.

A medida que profundizamos en el conocimiento de la realidad, observamos que la belleza más honda y penetrante va siempre vinculada a los fenómenos en que se alía un máximo de economía a un máximo de eficiencia. El asombro que produce esta belleza originaria de los seres naturales en toda alma "sencilla" –es decir, abierta sin prejuicios envarantes a la grandeza del universo‒ se traduce en una actitud de piedad o amor reverente a cuanto en las cosas alienta de profundo.

He aquí cómo el estudio e imitación ‒rigurosamente entendida‒ de la Naturaleza no lleva a la mera adoración de la tierra, antes dispone el ánimo para la práctica decisiva del trascender. Y en este punto crucial surge el símbolo. Es sabido que el antiguo concepto de mimesis fue malentendido, con demasiada frecuencia, de modo superficial, como mera reproducción de figuras naturales (1).

Simbolismo

El mayor enemigo del símbolo es la voluntad de poder que intenta ajustar el mundo a la propia imagen y semejanza. Para todo artista que intenta imponer a ultranza sus criterios, el afán de originalidad se traduce en arbitrariedad, no en una vuelta respetuosa a lo originario. El drama que constituye la grandeza de todo espíritu verdaderamente creativo viene dado por la tensión que media entre la interna potencia creativa y los cauces objetivos en que debe ésta desplegarse. Pero esta eterna lucha entre el artista y su medio se resuelve en paz fecunda cuando nos movemos en los niveles de la creatividad (nivel 2) y de los valores (nivel 3). Servir a una realidad muy valiosa y expresiva es el gran privilegio del verdadero artista. Comprometerse en el proceso de creación de una obra relevante significa poner en juego la elevada forma de libertad a la que alude el concepto de inspiración.

Una vez inserto en tal proceso, el verdadero artista ‒que no se impone a la realidad, sino dialoga con ella de modo receptivo y activo a la par‒ se percata de que los elementos sensibles se elevan de condición y ganan un singular poder de expresar lo metasensible valioso. Al ser transfigurado por la fuerza de la inspiración, lo sensorial se convierte en heraldo de lo valioso y adquiere un notable poder simbólico.

De ordinario, entendemos por símbolo una realidad que remite a otra distinta y superior. Esta capacidad expresiva puede responder a cualidades internas de la realidad o a una mera convención arbitraria. En este caso tenemos la mera alegoría. Sólo en el primer caso puede hablarse de verdadero símbolo. Pero aquí se impone una pregunta: ¿Es posible que una realidad aluda a otra superior, que la trasciende? Y, en caso positivo, ¿significa, acaso, un logro estético este carácter trascendente de las realidades simbólicas?

A partir de la Edad Media, el arte se orientó por vías de un verismo humanista cada vez más individualista, de forma que toda expresión sobria y quintaesenciada de contenidos religiosos fue considerada como algo tosco y primitivo. El benedictino alemán Ildefonso Herwegen delató hace años el escamoteo que late bajo este criterio valorativo (2). Distingue dos formas fundamentales de arte religioso: el simbólico y el psicológico-individualista. Esta distinción sirve de clave para estructurar y valorar la historia toda del arte sacro, pues «el problema del símbolo es también el problema del arte cristiano y, sobre todo, del arte de la Iglesia». En el Arte moderno, «el símbolo se va desvaneciendo; la realidad que puede palparse exige sus derechos». En todos los productos de arte sacro se camina hacia el logro de un verismo rayano en la perfección, pero se pierde progresivamente el fuerte contenido trascendente de épocas anteriores (3).

Cuando el arte está muy penetrado de misterio, los elementos expresivos quedan de algún modo sobrecogidos por la fuerza expresiva de lo sagrado. De ahí la estilización de las formas y esa sobriedad singular del estilo bizantino. Herwegen subraya que no se trata aquí de prescindir de la forma concreta o de volatilizarla, sino de «elevar noblemente el fenómeno natural a expresión inspirada de la idea religiosa» (4). Lo que intentaron los cristianos primitivos y lo que en todo tiempo persigue el arte oriental es hacer presente el Misterio.

«El Oriente cristiano sólo habla un lenguaje: las imágenes dentro del recinto de la Iglesia son representaciones de los Misterios, actualizaciones de realidades santas y divinas» (5).

Como sabemos, la imagen es para el hombre primitivo un símbolo objetivo penetrado de realidad. De modo análogo y en un plano superior, lo decisivo en el arte sacro es la presencialización de la virtud y la gracia divinas. La imagen debe ser un medio para ganar una relación de inmediatez con el Dios a quien se contempla y adora.

Por esta profunda razón se resistieron los orientales a independizar lo que hay de humano en el arte cultual y reducir el fin de éste a algo meramente narrativo. Lo entendieron siempre, aun en los momentos de mayor atención a los detalles históricos, como el lugar del Misterio, confiriendo en algún modo a la representación sensible el valor de un “cuasi-sacramental”, es decir, de una realidad sensible que nos eleva a un nivel religioso y nos otorga un cierto grado de gracia.

En Occidente, por el contrario, el arte subrayó preferentemente el aspecto histórico narrativo de los episodios relacionados con el Misterio, dejando un tanto de lado la representación del Misterio mismo. Ejemplo patente son las diversas representaciones de la Ultima Cena. Compárese, por ejemplo, la que figura en San Marcos de Venecia y se centra a ojos vistas en el Misterio eucarístico, y la de Leonardo da Vinci, ocupada en describir dramáticamente la conmoción producida en los discípulos al serles revelada la presencia entre ellos del traidor.

Hoy más que nunca, por hallarnos en una época revisionista, conviene subrayar que no es el arte más verista el más profundamente realista, el más auténtico y profundo (6). La obra de arte tiene relieve cuando está constituida por dos planos complementarios que se integran en un proceso de constitución: el elemento expresante y el medio expresivo. Pero, ¿qué relación media entre ambos? Tan sólo unas breves observaciones que permitan adivinar el valor del arte simbólico.
Alfonso López Quintás
16/01/2017

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Método tercero

Durante mi época de estudiante en Múnich, un médico alemán se negó amablemente a cobrarme, en cierta ocasión, los honorarios correspondientes a una consulta. Ante mi sorpresa, por tratarse de un desconocido, me indicó que «hacía tiempo que deseaba tener ocasión de hacer algún servicio a un español, porque en sus últimas vacaciones los españoles le habían descubierto un nuevo modo de vivir». Al parecer, el choque de la forma un tanto hermética de vivir de los germanos con la espontánea familiaridad de los insuleños de Ibiza había impresionado a este muniqués sincero, que confesaba no haberse podido antes figurar que fuera posible adoptar ante el mundo entorno una actitud tal de apertura rayana en la fraternidad.


EL MEDITERRÁNEO Y EL ATRACTIVO DE LAS FORMAS

Es sorprendente pensar que fronteras relativamente cercanas delimiten modos de vida tan diferentes e incluso dispares. De ahí la fecundidad que implican, a la corta o a la larga, los movimientos de pueblos. A lo largo de la historia de Europa, múltiples entrecruzamientos de diversa índole han aportado, tras una fase de desconcierto inicial, días de gloria a la cultura.

Aparte de las conmociones bélicas y las invasiones, se fue imponiendo desde hace siglos, pese a la falta de medios adecuados de locomoción, la práctica de los viajes internacionales. Como es sabido, las corrientes fundamentales del pensamiento medieval van adscritas al desplazamiento de las gentes. De ahí el preponderante papel jugado por las razas más andariegas e inquietas. Las grandes universidades promovieron, asimismo, el intercambio cultural mediante la inserción de grandes figuras extranjeras en su claustro docente. Recordemos los frecuentes viajes a Paris del alemán Alberto Magno y el italiano Tomás de Aquino.

En los siglos XVII y XVIII, hombres inquietos se echaban a andar por los caminos de Europa atraídos por un ideal. Este ideal era preferentemente Italia. En casos, este viaje soñado, vivamente descrito en obras que conserva la Historia de la Literatura, dividió en dos la vida de estas figuras señeras. Händel, Mozart, Goethe, Byron... dejaron constancia del poder de atracción que ejerce la cultura de la vid y el olivo sobre el hombre nórdico. En pleno Romanticismo, Friedrich Hölderlin acudiría a Grecia, y los hermanos Schlegel a España.

¿Qué busca en el Sur este tipo de hombre bien formado, voluntarioso y tenaz? Indudablemente, no es sólo la liberación de las brumas nórdicas, ni la simple evasión veraniega. Por encima de esto, lo que el hombre del Norte busca en la claridad mediterránea es una actitud ante la vida, un êthos de equilibrio y serena visión.

Debido a múltiples factores, la cultura mediterránea es cultura de ágora, de plaza abierta a la luz y el diálogo. Tres de los fundadores del pensamiento occidental ‒Sócrates, Platón y Aristóteles‒ enseñaron al aire libre, y su doctrina es, en esencia, una comunicación. No por azar en la literatura mediterránea abunda la forma dialógica, pues el hombre del Sur piensa que a la verdad no se llega a solas, sino en el esfuerzo comunitario de la colaboración. De ahí que nuestras obras más representativas estén dictadas por una actitud de hermandad con el ser, no de retracción, y ostentan, frente a todo afán de evasión especulativa, una voluntad incondicional de penetración en las capas más hondas de lo real.

Por eso resulta equívoco contraponer ‒como sucede a menudo‒ la "profundidad nórdica" y la "superficial facilidad latina". Para movernos en este tema con cierta firmeza deberíamos precisar de antemano qué significa en rigor lo profundo, que no puede, a todas luces, identificarse con lo abstracto ni con lo meramente especulativo. ¿Es más profundo Durero que Velázquez, Beethoven que Miguel Ángel, Goethe que Cervantes? Evidentemente, no se trata aquí de condiciones opuestas, sino de características diferentes que muy bien podrían ser complementarias.

El hombre mediterráneo muestra una capacidad singular para acceder intuitivamente a las realidades humanas más profundas y dar expresión cabal y directa a tales intuiciones. Cuando se lee a Homero, Sófocles, Virgilio, Dante, Cervantes, Calderón, Tirso de Molina…, sorprende la aparente facilidad con que convierten en algo inmediato lo que late en las capas más hondas del ser. Fue Hölderlin ‒un germano enamorado de Grecia‒ quien acuñó la honda frase: «Wer das Tiefste gedacht liebt das Lebendigste», el que ha pensado lo más profundo ama lo más viviente. No puede haber escisión entre lo viviente y lo profundo, a menos que se interprete éste ilegítimamente como algo abstracto.

Wolfgang von Goethe y su conversión al clasicismo (1749-1842)

El Goethe impetuoso del movimiento Sturm und Drang, que había entonado un himno ferviente al estilo gótico de la catedral de Estrasburgo y había dejado en el Werther constancia dramática de su indecisa actitud entre el romanticismo abrupto que practicaba y el clasicismo sereno que añoraba, decide, a impulsos de su afán de belleza, emprender un viaje a Italia. Durante los años inmediatamente anteriores al mismo había temperado su explosiva actitud primera en la corte mesurada de Weimar, de la que fue consejero y ministro. La sombra benéfica de la señora de Stein actuó sobre el ímpetu del joven Goethe como una benéfica cura de "ifigenismo" o ecuanimidad. Sin embargo, sólo al contacto con cuanto significa Italia de encarnación y punto de encuentro del espíritu mediterráneo podrá decir Goethe que "la venda se le cayó de los ojos". Ortega y Gasset afirmó en una ocasión que el período de Weimar ‒con su academicismo cortesano‒ constituyó un freno excesivo en la carrera del primer Goethe, llamado por sus cualidades ‒clásicas y románticas, a la par‒ a crear la verdadera literatura alemana, que no era, como pudo parecer en principio, la del Sturm und Drang (tormenta e ímpetu), sino la del Sturm und Mass (tormenta y medida).

A propósito de esta observación orteguiana, indica Fernando Vela con perspicacia que tal vez lo genuinamente germánico sea esa nostalgia clasicista que tensó la obra toda de Goethe y orientó sus pasos hacia Italia. De hecho, este viaje –iniciado el 3 de septiembre de 1786- tuvo en principio caracteres de verdadera fuga, por cuanto Goethe debió liberarse de los mil lazos que lo retenían antes de salir en busca de reposo para su espíritu atormentado. El deseo de visitar Italia se había agudizado hasta extremos casi patológicos. El mismo Goethe escribirá desde Roma, el 1 de noviembre de 1786, esta confesión: "Sí, los últimos años llegó a ser esto una especie de enfermedad, de la cual sólo la visión y la presencia podía curarme: Al final ya no podía ver un libro latino o la reproducción de algún lugar italiano".
Alfonso López Quintás
09/12/2016

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Método tercero

Pocas cosas suscitan mayor emoción en el hombre que el descubrimiento del mundo de las formas. Cuando un estudiante de música se hace cargo de la vida de las formas musicales, del carácter creador de los temas, del sentido lógico de los desarrollos, de la potencia expresiva del fraseo…, esa hora marca en su vida profesional un hito decisivo. La vocación de todo artista queda decidida al sentir en su espíritu el dinamismo creativo de las formas.

No se trata en principio de la belleza, sino del poder expresivo que brota de la capacidad de configuración que poseen las formas, de su dominio del tiempo y del espacio. ¿Hay cosa más admirable, por ejemplo, que una mano? Tan concisa, tan enérgica y tan hábil a la par... (1). Los antiguos griegos se dejaron asombrar por la perfección de las formas, y de tal asombro surgió la admirable estética de Occidente.


Artículo n°96
EL MARAVILLOSO MUNDO DE LAS FORMAS

Materia y forma

El encanto de las formas llevó a concebir y explicar la realidad con el esquema mental "materia-forma". La materia es vivificada y orlada de sentido por la forma; la forma es sostenida por la materia. Todos los estratos del ser ‒cosas inanimadas, objetos artificiales, seres vivos‒ fueron estructurados, de modo más o menos forzado, conforme a este esquema.

Del poder configurador de la forma recibió el pensamiento occidental luz y orientación. El afán de ampliar los conocimientos y sistematizarlos parecía quedar ampliamente satisfecho por el estilo de pensar que de aquí arranca. Europa se cubrió de obras de arte y dictó al mundo las normas del saber. A través del conocimiento de las formas pareció el hombre adueñarse del universo. Pero, en medio de la carrera espectacular de éxitos, había un ámbito en la Ciencia cuyo conocimiento no guardaba proporción con el de los demás: los seres vivientes. ¿Jugaría, acaso, algún papel en este fenómeno la sumisión multisecular del pensamiento al esquema materia-forma?

La hora en que los pensadores se propusieron seriamente esta pregunta pasó a la historia por derecho propio en el pensamiento contemporáneo, pues, a la vuelta de muchas incidencias, se descubrió bajo dicho esquema un concepto de forma demasiado rígido, unívoco y unilateral, por haber sido tomado preferentemente del ámbito de los artefactos. Un carpintero imprime a una determinada materia la idea que tiene de silla, y produce el objeto de uso cotidiano que lleva este nombre. Un escultor plasma en un determinado material la figura de un héroe, y el pueblo queda enriquecido con una nueva obra de arte. Todo parece indicar que la forma precede al proceso artístico y está dotada de un poder absoluto de dominio sobre la materia, que es reducida a mero soporte pasivo. ¿Sucede esto mismo con los seres vivos?

Etienne Gilson, en su obra Pintura y Realidad (2), subrayó que ni siquiera en el arte se da esto de modo perfecto. En el capítulo, titulado sintomáticamente: Formas germinales, escribe:

«En el caso de la creación artística no puede dudarse que las formas son los gérmenes vivientes de las obras de arte futuras». «Sin embargo, en el caso de las pinturas la forma germina1 es el origen de un proceso orgánico de desarrollo cuyo fin es una obra de arte individual plenamente desarrollada». «Debiéramos recordar que verbum es la traducción del griego logos, estrechamente asociado con las nociones de idea y forma. Sólo hay que añadir, al tratar de pintura, que la forma no debe concebirse primero en sí misma y luego en su esfuerzo para darse ella misma un cuerpo. Según las palabras de Focillón: “La forma no sólo está encarnada, es siempre encarnación”» (3).


Alfonso López Quintás
10/10/2016

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Método tercero

«Nadie duda de que existe una profundidad metafísica en lo sensible. Revelárnoslo es, justamente, la tarea de los artistas». (Louis Lavelle).
«El arte no es la espacialización y temporalización del hombre; es la alegría del hombre que domina el tiempo y el espacio. El arte es la hora cosmogónica del hombre». (Luigi Stefanini)


LA BELLEZA DE LAS FORMAS

Andreas Feininger, un esteta norteamericano que llegó a la fotografía después de haber ejercido la profesión de arquitecto junto al gran Le Corbusier, acierta a plantear, con un puñado de imágenes inteligentemente tomadas y dispuestas, un problema de gran alcance : el origen y la razón de la belleza de las formas naturales (1). ¿Son las formas un bello “espectáculo”? ¿O son, más bien, bellas por no ser meramente “espectaculares”, en el sentido de mero objeto de diversión gozosa?

Ya San Agustín, tan sensible al fenómeno de la belleza, había entrevisto este problema al escribir:

«Preguntaré, en primer lugar, si las cosas son bellas porque agradan o, más bien, agradan porque son bellas. Sin duda, se me responderá que agradan porque son bellas» (2).

He aquí la espinosa cuestión que divide el pensamiento estético. Nos urge analizarla a la luz de la investigación genética de las estructuras naturales. Feininger plantea la cuestión de un modo radical:

«Si las cosas de la Naturaleza son hermosas, su belleza no es superficial, sino que es la forma resultante de un fin determinado. Por lo general, la naturaleza es práctica, mucho más que el hombre. Sus formas son formas funcionales derivadas de la necesidad. Y, precisamente porque en el mejor sentido de la palabra son funcionales, esas formas son bellas» (3).

Aquí se contrapone la superficialidad a la funcionalidad, que aparece constitutivamente hermanada con la belleza. De este modo, la belleza queda vinculada a la profundidad, y se alumbra así una clave para descubrir el secreto del que nos habla el libro abierto de la Naturaleza que Feininger nos muestra. Pues de lo que se trata, en definitiva, es de averiguar si la belleza es algo a flor de piel que sólo captan los sentidos, o bien algo recóndito que aparece en misteriosa proximidad al origen mismo de los seres.

Alfonso López Quintás
01/07/2016

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Método tercero

Abordamos aquí un tema que nos lleva más allá de cualquier concepción superficial del orden, en su relación con la belleza y la verdad. Nos abre al gran enigma del universo y de nuestra posición en él. Si respondemos activamente a dicha llamada, comprendemos por qué el joven Glaucón se sintió impresionado al oír a Sócrates afirmar que la idea del bien supera en belleza al conocimiento y la verdad, y exclamó: «¡Qué inefable belleza le atribuyes!». «¡Qué maravillosa superioridad!» (La república 509 a, c).


LA BELLEZA, VÍNCULO ENIGMÁTICO ENTRE EL ORDEN Y LA VERDAD

A fin de preparar esa experiencia singular, quiero esbozar el contexto privilegiado en que nos ha situado la ciencia actual, al ahondar con increíble agudeza en los secretos de la materia y en las posibilidades expresivas del lenguaje matemático. Desde la alta cota en que se mueven, nos están abriendo rutas para la comprensión lúcida del fecundo nexo entre fe y ciencia; fe, ciencia y belleza. No en vano, algunos de los protagonistas de la ciencia actual unían a elevados conocimientos profesionales el cultivo esmerado del arte musical, que dispone nuestro espíritu para conseguir la flexibilidad y la agudeza que caracterizan la “mirada profunda” (1).

Es una delicia intelectual observar la perspicacia con que estos autores plantean grandes problemas filosóficos y humanos que nos afectan a todos en lo más íntimo, al tiempo que se mueven en la región de los orígenes y parecen tocar fondo en el enigma de lo real. Leídos con la debida atención, esos textos nos transmiten al menos un eco de la emoción indescriptible que les produce contemplar la naturaleza cara a cara.

La Física actual amplía nuestra mirada

Cuando asumimos los resultados de la Microfísica y la Astronomía actuales, sentimos una especie de zozobra intelectual, pues nos parece entrar en un mundo fluido, evanescente, carente de la necesaria consistencia para sentirnos amparados. Una vez que acomodamos nuestra mente a esta nueva concepción de la realidad, observamos entusiasmados que hemos accedido a un nuevo modo de pensar y de ver, y la vida humana se nos presenta como algo grandioso. Lo ha visto así el físico canadiense Henri Prat:

«Si hacemos una vez el esfuerzo de reflexionar sobre la verdadera complejidad del espacio que nos rodea, y del que formamos parte; si hemos comprendido que en él debemos incluir no sólo las tranquilizantes dimensiones euclidianas, sino el tiempo y la energía en sus múltiples formas, los campos de fuerza, la materia, la información (2), etc., no podemos ya sentirnos nunca más “como antes”: confortablemente asentados (...) sobre un suelo inmóvil, al hilo de un tiempo que transcurre plácidamente. Comprendemos que, en realidad, estamos inmersos en un torbellino de energía, de materia y de vida en ebullición, sobre una nave espacial gigantesca (el planeta tierra), lanzada velocísimamente por el Universo; que no somos sino partículas ínfimas y muy relativamente autónomas de este espacio multidimensional. (...) En esto consiste el gran salto actual hacia lo desconocido: el paso brutal del pequeño acerbo de conocimientos estables y bien etiquetados de nuestros abuelos a la cegadora explosión de la ciencia contemporánea; a la adquisición de fuerzas prodigiosas, de un dominio ilimitado de la naturaleza, de la apertura al espacio cósmico. Con todo lo que esto implica de magníficas posibilidades pero también de riesgos de catástrofes si, en el gran cerebro del “mono desnudo”, la ingeniosidad prevalece sobre la inteligencia, la violencia sobre la armonía y el odio sobre el amor» (3).

Es impresionante pensar que, en el fondo, todas las realidades terrestres venimos a ser un torbellino de energías estructuradas, que cabalgamos sobre una enorme bola de energía que gira en torno a otra mucho más voluminosa, en la cual la fusión atómica produce altísimas temperaturas, y gira, a su vez, en relación a otros astros formando parte de los millones de sistemas solares que se extienden por espacios de extensión inimaginable...

Por la fuerza misma que implica el modo de ser del universo estudiado hasta sus últimos reductos, la investigación física actual nos lleva a un cambio de mentalidad, de estilo de pensar. El modo de pensar "cosista" u "objetivista" no puede dar razón de los nuevos descubrimientos. Hoy la investigación física no ve la realidad como una especie de inmensa caja china, dentro de la cual se hallan cajas cada vez más pequeñas. Las más diminutas serían los átomos, y dentro de ellos las últimas partículas a las que se puede tener hoy acceso. La física de las partículas elementales no interpreta éstas como cuerpos pequeñísimos, sino como "eventos", acontecimientos, algo que aparece y se desvanece en tiempos mínimos. Un protón y un electrón no ocupan espacio, no son cosas permanentes, son centros de eficiencia o de acción transespaciales, inmateriales, inintuibles.

«Las partículas elementales ‒escribe Werner Heisenberg‒ son más bien un mundo de tendencias o posibilidades que un mundo de cosas y de hechos» (4).

Los eventos espontáneos e instantáneos que aparecen como chispas en milésimas y hasta millonésimas de segundo en la pantalla fluorescente que utilizan los investigadores para hacer visibles las apariciones microcósmicas no son divisibles como cosas corpóreas o corpúsculos. Esas energías primarias son «un primer asomo, potencial aún, de estructura, es decir, de forma (no sustancial todavía)» (5).

«Las partículas elementales no adquieren sus propiedades en virtud de una estructura intrínseca ‒en ese caso, serían elementos compuestos‒, sino por estar incrustadas en el orden superior de las llamadas “leyes de cuadro” (“Rahmengesetze”), que relacionan a dichas partículas entre sí (...)» (6).

Al relacionarse esas energías primarias entre sí, dan lugar a las diversas formas de realidad física.

«(...) La materia ‒advierte H. Prat‒ no es más que energía “dotada de forma”, informada; es energía que ha adquirido una estructura. La destrucción parcial de esta estructura desencadena torrentes de energía hasta entonces tenida en reserva sabiamente en los pequeños edificios, más o menos estables, que son los átomos» (7).

Una estructura es un conjunto ordenado de relaciones. Una relación es el ingrediente mínimo de una estructura. La importancia de la relación la expone nítidamente el físico y filósofo alemán Wolfgang Strobl:

«Tan sólo la concatenación de un complejo de relaciones es capaz de dar “cuerpo real”, por decirlo así, a los aconteceres elementales, que se realizan gradualmente, en un orden rigurosamente jerárquico, emergiendo de las actualizaciones primarias y ascendiendo a través de las estructuraciones que forman el orden atómico, el orden molecular, el orden cristalino, hasta las formas intuibles que somos capaces de percibir. O expresado a la inversa, de modo negativo: en la naturaleza no se da una existencia aislada. Un electrón o un protón solo, desprovisto de su campo de coexistencias, resultaría al mismo tiempo despojado de todo sentido no sólo físico sino también óntico. Para que haya realizaciones elementales y, (...) distendido por ellas, un medio espacio-temporal, es condición necesaria el presupuesto de relaciones preexistentes. Los conceptos de relación (...) y de estructura (...) vienen a figurar, cada vez más, en el primer lugar y rango de las categorías científicas. Se impone la primacía de la totalidad e integración mutua sobre sus constituyentes» (8). « (...) Todas las “cualidades” que adscribe la física a las partículas elementales ‒masa, niveles energéticos, estados cuánticos, carga eléctrica, carga nucleónica o número barónico, “spin” e “isospin”, paridad... ‒ son conceptos relativos, o mejor: relacionales» (9).

Alfonso López Quintás
01/07/2016

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Método tercero

La Biología y la Antropología filosófica más cualificadas actualmente han llegado a un consenso mundial respecto a la afirmación de que el hombre es un “ser de encuentro”; vive como persona y se perfecciona como tal creando relaciones de encuentro con las demás personas, las instituciones, las obras culturales, los pueblos y paisajes, la tradición, los valores estéticos, éticos, religiosos (1).


LA BELLEZA, NEXO ENTRE EL HABITAR CREATIVO,
EL CONSTRUIR Y EL POETIZAR



Carácter relacional de la familia

El encuentro del ser humano con el entorno comienza en el trato amoroso del bebé con la madre, el padre, los hermanos. Sabemos, por la Biología y la Medicina actuales, que el ser humano nace prematuramente, con sus sistemas inmunológicos, enzimáticos y neurológicos inmaduros. Ese anticipo de un año tiene la finalidad básica de que el recién nacido acabe de troquelar su ser fisiológico y psicológico en relación al entorno. Por razones biológicas, el entorno por excelencia del bebé es la madre. Para realizar esa labor de troquelamiento debe tejerse entre el bebé y sus familiares –comenzando por la madre‒ un ámbito de acogimiento y tutela, es decir, una “urdimbre afectiva”, en expresión del médico y escritor Juan Rof Carballo.

Esta es la razón por la cual biólogos y pediatras instan a las madres a amamantar a sus hijos, pues, al hacerlo, los alimentan y los acogen. Con igual interés subrayan la necesidad de que el trato con los bebés y los niños esté inspirado en sentimientos de ternura, pues, al verse así acogidos, los pequeños sienten confianza en el entorno y se disponen para sostener una relación interpersonal equilibrada. La falta de tal confianza puede traducirse, en la juventud, en desajustes de conducta e incluso en fracasos escolares.

Conviene destacar que, desde el comienzo de la vida, el encuentro es nuestro “elemento vital”, nuestro ámbito natural de configuración y desarrollo. A ello alude Martin Buber al afirmar categóricamente que «toda vida verdadera es encuentro» (2). Hay una relación de encuentro siempre que se da una experiencia reversible, bidireccional, en la cual el ser humano se intercambia posibilidades creativas con una realidad abierta (3), y da lugar a una realidad nueva dotada de cierto valor. La declamación de un poema, la interpretación de una obra musical, un diálogo auténtico entre personas… son formas de encuentro. En ellas, las dos realidades protagonistas dejan de ser distantes, externas, extrañas y ajenas, aun permaneciendo distintas, para crear un campo de juego común, en el cual se supera la escisión entre el dentro y el fuera, lo interior y lo exterior, lo exclusivamente mío y lo crispadamente tuyo.

Nos asombra la posibilidad que tenemos de convertir en íntimas ciertas realidades que nos son distintas. Esta transformación es debida a nuestra participación activa en tales realidades abiertas. Tal modo de participación se halla en la base de la vida cultural auténtica y de toda configuración de la sociedad humana (4) .

De lo antedicho se induce que la relación del hombre con el entorno y la sociedad viene exigida por su propio ser desde el mismo nacimiento. Nada más importante que configurar debidamente esa tendencia humana a vincularse a la realidad exterior, a fin de conseguir que lo exterior se haga íntimo, el fuera se integre con el dentro, y nuestra realidad personal adquiera el relieve y el alcance a que está llamada. Así se supera de raíz la agostadora unilateralidad del relativismo subjetivista y del objetivismo no relacional. Tal superación es indispensable para que descubramos la grandeza que adquiere nuestra vida al cultivar los diversos modos de encuentro. Tal descubrimiento empezamos a vivirlo al ascender al nivel 2, el de la creatividad y el encuentro (5).

Amor personal y creación del hogar

Para crear un encuentro auténtico debemos cumplir diversas condiciones: generosidad, veracidad, fidelidad, comunicación cordial, participación común en tareas nobles… Si ha de ser verdadero, el amor entre personas ha de tener la condición de encuentro, acontecimiento en el cual dos realidades abiertas se ofrecen posibilidades creativas, con el fin de lograr un estado de enriquecimiento mutuo. Entonces se llega a amar a la persona en cuanto tal, no sólo a sus bellas cualidades. En cuanto el amor es personal, tiende por naturaleza a crecer comunitariamente, creando vínculos y tramas de vínculos que dan lugar a realidades sociales.

Por eso el que ama a otra persona en cuanto persona tiende a dar una proyección comunitaria a su amor. Esta proyección la realiza creando un hogar, no sólo mediante el simple recurso de habitar en una morada, sino habitándola, en el sentido transitivo de crear en ella vínculos permanentes de auténtico amor. Esta forma transitiva de habitar un campo de juego creado entre dos personas que se estiman es previa al hecho de habitar en un lugar. Con razón sostuvo Martin Heidegger ‒en la famosa conferencia de Darmstadt‒ que «primero es habitar, luego construir», pues se refería al modo transitivo, creador, de «habitar una casa», actividad propia del nivel 2. José Ortega y Gasset indicó que, obviamente, primero se construye un edificio y luego se habita en él. Esta observación resulta obvia en el nivel 1, que trata con realidades asibles, delimitables, mensurables, pero no se ajusta a lo que sucede en el nivel 2, el de la creatividad y el encuentro (6).

De aquí se deduce que, si una persona siente atracción hacia otra y crea una relación de amor hacia ella, como persona, siente la necesidad de albergar ese ámbito amoroso en un hogar. Un hogar no se reduce a una casa. Es, más bien, la plasmación concreta de la trama de vínculos creados por quienes han aprendido a amarse como personas. Un hogar es un edificio dinamizado interiormente por la voluntad de crear interrelaciones cordiales con la persona amada. Y, como amar de verdad es desear que la persona amada no perezca sino que viva de forma perenne (7), el amor personal inspira la tendencia a convertir el amor en fuente de nuevas vidas. El hogar es el lugar adecuado por excelencia para fomentar esa doble forma de creatividad: la que incrementa la unidad entre los cónyuges y la que da vida a nuevos seres. Por eso, el lugar perfecto para acoger la vida naciente del modo que exigen hoy la pediatría y la biología es el hogar, el focus de los latinos, lugar escogido donde arde el fuego del amor.

Observamos que basta ahondar en lo que es la vida humana, su origen, su modo de crecer, su ascenso a la plenitud de sentido para que resalte la vinculación originaria del ser humano a su entorno, desde el entorno reducido de la familia celular hasta el amplísimo de toda la sociedad, pasando por la llamada gran familia de parientes y amigos.

La vida hogareña, si es auténtica, constituye una escuela de vida social. Nos inspira actitudes de generosidad y confianza, fidelidad y cordialidad, comunicación veraz y participación comprometida… Por eso subrayó con razón Otto Friedrich Bollnow la importancia que tiene para toda persona saber que, en cualquier circunstancia, hay un lugar en la tierra en el que se le quiere y acoge por ser quien es, sin atender a lo que la vida le llevó a ser (8).

Esa proyección comunitaria del auténtico amor personal tiene una fuerza insospechada para superar la caída en la soledad. Entre las diversas formas de soledad, destacan estas dos: la soledad constructiva del recogimiento y el sobrecogimiento, y la soledad destructiva a la que aboca el hombre que ha roto vínculos, destruido amistades, vejado a los mismos familiares, y acaba –como el emperador Calígula– añorando la soledad del árbol.

«Los seres que hemos matado están con nosotros –exclama desolado el emperador en la obra de Albert Camus Calígula–. […] ¡Solo! ¡Ah! ¡Si por lo menos en lugar de esta soledad envenenada de presencias que es la mía, pudiera gustar la verdadera: el silencio y el temblor de un árbol! ¡La soledad! No, Escipión. Está poblada de un crujir de dientes y en toda ella resuenan ruidos y clamores perdidos» (9).

Descubrimiento del ideal

En nuestro proceso de crecimiento se cumple la admonición que nos hace San Agustín en su obra De trinitate (IX, c. 1): «Busquemos como quienes van a encontrar, y encontremos como quienes aun han de buscar, pues, cuando el hombre ha terminado algo, entonces es cuando empieza». Ya hemos descubierto el significado profundo del encuentro y su fecundidad para nuestra vida. Ahora realizaremos, a su luz, hallazgos sorprendentes y decisivos.

Cuando cumplimos las condiciones del encuentro, viviendo virtuosamente, experimentamos sus espléndidos frutos.

Nos otorga energía espiritual. Nos da buen ánimo para afrontar los avatares cotidianos y tenacidad para perseverar en la búsqueda de lo valioso.

Nos permite ser creativos incluso en las circunstancias más sencillas. Al encontrarnos, entramos en juego con realidades que nos ofrecen posibilidades para dar lugar a algo nuevo dotado de valor. Al asumir activamente tales posibilidades, actuamos de modo creativo. Eso sucede cuando declamamos un poema, interpretamos una obra musical, conversamos cordialmente con una persona, rezamos una plegaria. Con razón afirma la Estética musical que un buen intérprete no repite las obras que toca; las vuelve a crear. Esta capacidad que nos da el encuentro de actuar creativamente revaloriza nuestra vida cotidiana, aunque nos parezca anodina.

Nos llena la vida de luz. Al ser una forma de juego creativo –por asumir activamente las posibilidades que nos ofrece una realidad abierta y dar lugar a una realidad nueva, originaria‒, el encuentro se realiza a la luz que él mismo irradia. En cuanto nos hace entrar en juego y participar de la vitalidad de otra realidad abierta, el encuentro ilumina nuestra existencia en cada momento. De ahí que para conocer este tipo de realidades, debamos encontrarnos con ellas, participar en su vida, comprometernos con su suerte (10).

Nos adentra en una relación de intimidad con las realidades encontradas: personas, instituciones, obras culturales, juegos, valores…

Suscita en nuestro interior un hondo sentimiento de alegría. Nos sentimos alegres cuando cobramos conciencia de estar desarrollándonos como personas. Y nuestro desarrollo lo conseguimos en medida directamente proporcional al valor de las realidades con que nos encontramos.

Nos llena de entusiasmo. El entusiasmo en un sentimiento de plenitud que experimentamos al encontrarnos con una realidad que se nos muestra como perfecta. A lo perfecto solían considerarlo los griegos como divino. Sumergirse en lo divino era para ellos la raíz del entusiasmo, que denominaban con un término prodigioso: enthousiasmós. Si me sumerjo en el coral de Bach O Haupt voll Blut und Wunden, con su expresiva melodía y sus rotundas armonías, siento entusiasmo, porque me eleva a una alta cota de plenitud estética y espiritual.

Nos inunda de felicidad, pues nos hace sentir que hemos realizado el sueño de unirnos estrechamente a una realidad valiosa y noble.

Si ahora nos recogemos y vemos en bloque que, en una vida tan probada como la nuestra, basta encontrarse de verdad para experimentar semejante transformación, advertimos de golpe, con singular lucidez, que el valor más grande de nuestra vida ‒el que más nos acerca a nuestra plenitud personal‒ es el encuentro, o ‒dicho en general‒ la creación de los modos más altos de unidad. Ese valor que corona a todos es el ideal de nuestra vida. Acabamos de descubrir el ideal de la unidad. Hemos ascendido, con ello, a la alta cota del nivel 3, que marca el punto más elevado de nuestra vida ética.

Conviene notar que el ideal no es sólo una idea brillante; es una idea motriz, que dinamiza nuestra vida y ‒si es auténtico‒ le da pleno sentido. Un ideal falso puede impulsar, también, de modo potente nuestra existencia, pero la devasta, al desorientarla y desquiciarla. Para un “ser de encuentro”, el quicio de la vida es la capacidad de crear unidad.

Poder transfigurador del ideal

El ideal, cuando lo asumimos como un principio interno de pensar, sentir, anhelar, actuar lo transforma todo en nuestra vida, la transfigura:

• La libertad de maniobra se transforma en libertad creativa.
• La vida anodina se colma de sentido.
• La vida pasiva se vuelve creativa.
• La vida cerrada se torna relacional.
• El lenguaje se convierte en vehículo viviente del encuentro
• La vida temeraria ‒entregada egoístamente al vértigo‒ actúa con prudencia, inspirada por el ideal de la unidad.
• La entrega al frenesí de la pasión se trueca en amor personal.

Estas siete transfiguraciones suponen el máximo logro de nuestra vida personal y nos elevan a un nivel de excelencia. Resulta, por ello, impresionante observar que, por difícil que sea realizarlas, las tenemos al alcance de la mano con sólo orientar nuestra mente, nuestra voluntad y nuestro sentimiento hacia el ideal de la unidad, que va unido de raíz a los ideales de la bondad, la verdad, la justicia, la belleza. Tenemos, pues, un canon para dar a nuestra vida una elevación máxima: orientarla hacia el ideal de la unidad.

Alfonso López Quintás
28/04/2016

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Método tercero

La fuerza transformadora de la belleza constituye el punto de partida del largo y fecundo itinerario teológico seguido por una mente poderosa: Hans Urs von Balthasar (1905-1988). En su lúcido libro El problema de Dios en el pensamiento actual, afirma que los análisis filosóficos no deben partir del estudio de las realidades más elementales, sino del de las más elevadas y complejas. Estas realidades no son la materia o la vida infrahumana, sino el ser humano y, dentro del mismo, los momentos que significan una apertura gloriosa a la vida.


LA BELLEZA, LUGAR DE ACCESO
AL SENTIDO DE LA VIDA Y AL SER



El momento más fecundo de la existencia humana es aquel en que se gesta una relación de encuentro. En él, «el hombre alumbra sentido» (1). El sentido de las realidades y acontecimientos que rodean al hombre y constituyen su entorno vital ‒su “mundo” propio‒, se alumbra al entrar en relación de encuentro con esas realidades circundantes (2).

«Una teoría del conocimiento que parta resueltamente del caso que da la norma general al conocimiento ‒el caso del encuentro de una persona con otra‒ se ahorra una gran cantidad de falsos problemas, que se planearían inevitablemente si se partiera de abajo para llegar a plantear lo de arriba, alineando a la persona encontrada entre los “objetos en general” o las “cosas” y sin dejarla aparecer nunca desde sí misma».
«El hombre se abre a cuanto aparece en el cosmos, cosas y esencias, como ámbito en el que todo eso puede hallar sentido; él mismo se entrega como medio donde todo puede llegar a ser plenamente lo que es a la luz del espíritu humano» (3).

Esa apertura del hombre a las realidades del entorno presenta una insospechada fecundidad porque muchas de las realidades que lo componen no son meros objetos ‒o realidades cerradas‒ sino realidades abiertas o ámbitos. Y las que son objetos pueden ser transformadas en ámbitos al ser insertadas por el hombre en un proyecto vital suyo. Eso sucede con una tabla al convertirla en tablero de juego, o con un piano al tomarlo como un instrumento y dar vida en él a una obra musical. Tanto el tablero como el piano visto como instrumento nos ofrecen posibilidades creativas. Al asumirlas activamente, transformamos dichas realidades y nos transformamos a nosotros mismos, con lo cual damos lugar a esa maravilla de la vida que son las experiencias reversibles.

Descubrir la capacidad del hombre de crear con las realidades del entorno diversos tipos de experiencias reversibles, entre las que descuellan las de encuentro, cambia nuestra visión del universo y de nuestra propia vida, la enriquece, le da colorido, le otorga una inmensa gama de posibilidades creativas.

Hemos de tener ante la vista este cambio de mentalidad si queremos comprender a fondo el estilo de pensar de Urs von Balthasar y la fecundidad de su pensamiento.

La sonrisa de la madre y el ascenso del niño al ser

Al estudiar la apertura del hombre al entorno, Urs von Balthasar presta especial atención a una experiencia básica, aquella en la que el niño se abre a la vida de la manera más sugestiva: su encuentro con la sonrisa de la madre que lo acoge. Con su mirada espontánea, libre de todo prejuicio envarante, el niño ve la sonrisa de la madre y capta en ella varios puntos decisivos para su vida:

1. Podemos participar en algo valioso que nos acoge y posibilita nuestro desarrollo. Ese algo fecundante es el amor.
2. Tal participación nos une con realidades distintas pero no ajenas, realidades que se vuelven íntimas merced a la creatividad que implica el amor.
3. Este tipo de amor que inspira la actitud de acogimiento se muestra como bueno: promueve la vida, acrecienta nuestra unidad con lo real en torno, enriquece nuestra persona.
4. Ese amor bueno es la patentización luminosa de los seres más cercanos; es, por tanto, verdadero.
5. El amor verdadero, con su luminoso poder irradiante, es fuente de alegría y de belleza.

Alfonso López Quintás
11/03/2016

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Método tercero

La belleza y su poder transfigurador

«La fecundación del alma es la razón misma de ser del arte»
(A.N. Whitehead: Science and the modern World
(Macmillan, Nueva York 1925) 290.


Los alumnos de Historia de la Música se hallan en una sala fría y sórdida del Conservatorio Nacional de una ciudad de los Países Bajos. La adustez del ambiente es correlativa a la profunda depresión que sufren las gentes debido a la fulminante derrota y a la consiguiente ocupación militar. Estamos en la desolación de 1943. De pronto, llega el profesor y hace oír a los alumnos varias obras polifónicas del italiano Giovanni Perluigi da Palestrina y del español Tomás Luis de Victoria. La transformación está hecha.

«Ya no hay paredes feas y frías ‒comenta un testigo presencial‒, sino el despertar de un mundo desconocido que no tiene límites ni en el espacio ni en el tiempo». «El arte de los polifonistas del siglo XVI, en esto muy próximo aún al canto gregoriano, es un arte perfectamente objetivo, inspirado, en el total sentido de la palabra. La personalidad del compositor está como borrada y parece únicamente transmitirnos una voz que viene de muy lejos, de muy arriba. Sin duda por esto tuve como una revelación aquel año…»(1) .

El arte sacro auténtico viene de lo alto y nos eleva a lo alto. Esta idea es la que inspira de parte a parte la Carta a los artistas de Juan Pablo II. En rigor, no está dirigida a todos los que se consagran a la creación artística, sino a quienes configuran su vida e impulsan su actividad profesional con la energía y la luz que les otorga la fe en Dios Padre, revelado en Jesucristo.

El origen de la creatividad artística

En su afán de tomar las aguas muy arriba, Juan Pablo II comienza su escrito invitando a los artistas a ver su labor de artífices asociada estrechamente a la altísima tarea creadora de Dios. Pone, así, ante sus ojos desde el principio la gran dignidad que se les ha concedido y la grave responsabilidad que ella implica, pues, como solía decir Goethe, «no se camina gratuitamente bajo palmas».

«Dios ha llamado al hombre a la existencia, transmitiéndole la tarea de ser artífice. En la creación artística el hombre se revela, más que nunca, imagen de Dios y lleva a cabo esta tarea, ante todo, plasmando la estupenda materia de la propia humanidad y, después, ejerciendo un dominio creativo sobre el universo que le rodea» (nº 1). «Quien percibe en sí mismo esta especie de destello divino que es la vocación artística ‒de poeta, escritor, pintor, arquitecto, músico, actor…‒ advierte al mismo tiempo la obligación de no malgastar ese talento, sino de desarrollarlo para ponerlo al servicio del prójimo y de toda la Humanidad (n° 3).

Este desarrollo ha de llevarse a cabo en dos aspectos: 1) la configuración justa de la propia personalidad, que ha de constituir, por su armonía y su belleza, una auténtica obra de arte; 2) el cultivo de la experiencia estética en todas sus facetas: creación de formas artísticas, contemplación de obras de arte, consideración estética del paisaje e incluso de la vida humana, vista como realidad que ha de configurarse bajo el impulso de una idea rectora.

El criterio o canon de belleza

Frente a la tendencia actual a dejar de lado el cultivo de la belleza y dedicarse en exclusiva a "crear obras", entendidas reductivamente como un objeto real que simplemente está ahí (2) , Juan Pablo II destaca que la reflexión sobre el arte tiene como objeto primario el tema de la belleza, y se apresura a poner ésta en relación profunda con la bondad.

«El artista vive una relación peculiar con la belleza. En un sentido muy real, puede decirse que la belleza es la vocación a la que el Creador le llama con el don del talento artístico». «La belleza es, en cierto sentido, la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza» (nº 3).

En este punto, el Papa sigue la tendencia griega a vincular íntimamente la belleza y la bondad. Pero el canon de la belleza-bondad (en griego, "kalokagathía") no lo sitúa básicamente en la armonía, al modo griego, sino en la expresividad, la plasmación sensible de realidades que se remontan hasta el Ser Infinito.

«Toda forma auténtica de arte es, a su modo, una vía de acceso a la realidad más profunda del hombre y del mundo. Por ello, constituye un acercamiento muy válido al horizonte de la fe, donde la vicisitud humana encuentra su interpretación completa. Éste es el motivo por el que la plenitud evangélica de la verdad suscitó desde el principio el interés de los artistas, particularmente sensibles a todas las manifestaciones de la íntima belleza de la realidad» (nº 6).

«El arte que el cristianismo encontró en sus comienzos era el fruto maduro del mundo clásico, manifestaba sus cánones estéticos y, al mismo tiempo, transmitía sus valores. La fe imponía a los cristianos, tanto en el campo de la vida y del pensamiento como en el del arte, un discernimiento que no permitía una recepción automática de este patrimonio (3) . Así, el arte de inspiración cristiana comenzó de forma silenciosa, estrechamente vinculado a la necesidad de los creyentes de buscar signos con los que expresar, basándose en la Escritura, los misterios de la fe y disponer, a la vez, de un código simbólico, gracias al cual poder reconocerse e identificarse, especialmente en los tiempos difíciles de persecución. ¿Quién no recuerda aquellos símbolos que fueron también los primeros inicios de un arte pictórico o plástico? El pez, los panes o el pastor evocaban el misterio, llegando a ser, casi insensiblemente, los esbozos de un nuevo arte» (nº 7).

Todo símbolo remite a una realidad metasensible que se expresa en él. Los símbolos cristianos remiten al misterio religioso, en definitiva a la realidad personal de Dios Padre que se nos reveló en la figura humano-divina de Jesucristo. En ella resplandece la capacidad de lo sensible corpóreo de ser medio en el cual se nos hace presente la persona excelsa del Hijo de Dios. El arte sacro se convierte, así, en el apogeo de lo sensible corpóreo, es decir, en su transfiguración (4). La meta de los artistas cristianos será convertir la materia y las formas sensibles en lugar viviente de revelación de lo sagrado. No olvidemos que la sensibilidad, cuando es asumida en un campo dinámico de expresividad, se eleva de condición e incrementa su poder expresivo.

«La auténtica intuición artística va más allá de lo que perciben los sentidos y, penetrando la realidad, intenta interpretar su misterio escondido. Dicha intuición brota de lo más íntimo del alma humana, allí donde la aspiración a dar sentido a la propia vida se ve acompañada por la percepción fugaz de la belleza y de la unidad misteriosa de las cosas" (n° 6).

El icono o el arte de hacer presente lo divino

Esta elevación de las figuras corpóreas, convertidas en imágenes de lo sacro, se da de modo eminente en el arte oriental del icono, en el que no sólo se representan ciertas realidades sagradas sino que se las hace presentes. Esa presencia otorga a las imágenes una dimensión altísima. Por eso es fuente inagotable de inspiración. La inspiración es como una voz de lo alto que da profundidad a cuanto se expresa artísticamente. Toda imagen sacra, fruto de tal inspiración, adquiere una dimensión trascendente, se abre a un horizonte ilimitado. Esa fuerza expresiva que dinamiza las figuras y les da el poder simbólico propio de las imágenes vuelve transparentes los medios sensibles y les otorga un carácter mediacional. Un elemento expresivo sensible es mediatizador cuando se interpone entre el sujeto contemplador y la realidad contemplada. Es mediacional cuando constituye el lugar viviente de presencialización de la realidad expresada (nº 5).

Los símbolos presentan una condición relacional. Se hallan en la línea de todo el universo ‒¬que se asienta en energías estructuradas, interrelacionadas (5)‒ y, singularmente, del mundo personal, que se configura merced a la relación de encuentro. El pensamiento relacional dialógico está en la base del Personalismo que cultivó de modo penetrante Max Scheler y que ahondó la corriente iniciada por Ferdinand Ebner y Martín Buber, dos pensadores inspirados en la Religión de la alianza y el amor (6). En esta línea de pensamiento trabajó desde joven Juan Pablo lI, cuyo lema intelectual y espiritual viene dado, de hecho, por la famosa sentencia de San Ireneo: «El hombre es la gloria de Dios». Desde su primera encíclica dejó patente que «el hombre en la plena verdad de su existencia [...] es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión» (7).
Alfonso López Quintás
08/01/2016

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Método tercero

Retorno al cultivo de la belleza
Nos impresiona observar cuántas formas hay de belleza, y cómo nos elevan el ánimo y nos reconcilian con la vida en momentos de desánimo, cuando nada sonríe y parecen secarse las fuentes del buen humor.


Entonces leemos, por ejemplo, las primeras frases de la Plegaria iroquesa:

«¡Oh Gran Espíritu que estás en el viento,
escúchame!
Déjame contemplar la belleza del alba
y de los ocasos rojos…»

Y nos parece entrar en un ámbito de luz, que nos conforta.

O bien recordamos las palabras sencillas de la Plegaria del pescador bretón, que, impresionado al salir al océano con su pobre barquilla, dice algo tan esencial como esto:

« ¡Dios mío, sé bueno conmigo!
¡La mar es tan extensa
y mi bote tan pequeño...!» (1).


Alfonso López Quintás
07/11/2015

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Método tercero

Dentro del Método dedicado a subrayar el poder formativo del arte, abro hoy un apartado consagrado a la belleza. La belleza debe seguir siendo la gran inspiradora del arte, si éste quiere mantener su carácter promotor de una vida humana elevada y feliz. Wolfgang Amadeus Mozart, el “milagro Mozart” ‒a decir de sus contemporáneos‒ se lo dijo de modo contundente a su admirado y buen amigo Ludwig van Beethoven: «La música puede ser expresión de los propios sentimientos, pero ante todo debe rendir culto a la “diosa belleza”. Vuelve a ver el final de mi Don Giovanni, y sabrás lo que quiero decir».
«Lo bello es, a la vez, lo más luminoso y lo más amable» (Platón: Fedro 250 d 7)


I. Qué es la belleza. El ascenso a la metafísica

Los antiguos griegos crearon una literatura y un arte admirables: arquitectura, pintura, escultura, música... Su legado musical, lamentablemente, se perdió, pero tuvimos la suerte de que el canto gregoriano haya asumido la genialidad de los siete modos que supo crear la música griega.

Al tiempo que realizaban esa labor creativa, reflexionaron intensamente sobre las condiciones que hacen posible “generar obras en la belleza” ‒como indicó genialmente Platón‒, es decir, crear obras artísticas bajo la inspiración y el impulso de la belleza intuida interiormente. Analizaron las distintas categorías estéticas y pusieron, con ello, las bases de la Estética occidental.

No satisfechos con ello, se elevaron al plano metafísico y se preguntaron “qué es la belleza”, esa realidad que hace bellas todas las realidades que admiramos como tales. Con esta pregunta decisiva iniciaron la Metafísica de la belleza.

Búsqueda socrática de la belleza

Nos cuenta Platón, en el chispeante y profundo diálogo Hipias Major (288 a), que un día Sócrates encomió en público la belleza de algunas cosas, y uno de los presentes le preguntó a bocajarro: «¿Podrías decirme qué es la belleza?». El gran Sócrates se quedó perplejo y no supo qué contestar. Por su afán de mejorar, acudió rápidamente a Hipias, uno de esos jóvenes brillantes que a sí mismos se denominaban “sofistas” ‒“sabios”‒, y le pidió que le explicara «qué es la belleza». Hipias no consiguió elevarse, así de pronto, al alto nivel que pretendía Sócrates, y pensó que le preguntaba “qué cosa es bella”. Sócrates le advirtió con firmeza que no le preocupaba eso, sino «qué es la belleza». Y para subrayarlo bien, agregó: «¿No ves la diferencia?»

Hipias no conseguía verla, pero, como su amor propio le impulsaba a quedar bien, contestó:
Alfonso López Quintás
08/07/2015

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Editado por
Alfonso López Quintás
Alfonso López Quintás
Alfonso López Quintás realizó estudios de filología, filosofía y música en Salamanca, Madrid, Múnich y Viena. Es doctor en filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y catedrático emérito de filosofía de dicho centro; miembro de número de la Real Academia Española de Ciencias Morales y Políticas –desde 1986-, de L´Académie Internationale de l´art (Suiza) y la International Society of Philosophie (Armenia); cofundador del Seminario Xavier Zubiri (Madrid); desde 1970 a 1975, profesor extraordinario de Filosofía en la Universidad Comillas (Madrid). De 1983 a 1993 fue miembro del Comité Director de la FISP (Fédération Internationale des Societés de Philosophie), organizadora de los congresos mundiales de Filosofía. Impartió numerosos cursos y conferencias en centros culturales de España, Francia, Italia, Portugal, México, Argentina, Brasil, Perú, Chile y Puerto Rico. Ha difundido en el mundo hispánico la obra de su maestro Romano Guardini, a través de cuatro obras y numerosos estudios críticos. Es promotor del proyecto formativo internacional Escuela de Pensamiento y Creatividad (Madrid), orientado a convertir la literatura y el arte –sobre todo la música- en una fuente de formación humana; destacar la grandeza de la vida ética bien orientada; convertir a los profesores en formadores; preparar auténticos líderes culturales; liberar a las mentes de las falacias de la manipulación. Para difundir este método formativo, 1) se fundó en la universidad Anáhuac (México) la “Cátedra de creatividad y valores Alfonso López Quintás”, y, en la universidad de Sao Paulo (Brasil), el “Núcleo de pensamento e criatividade”; se organizaron centros de difusión y grupos de trabajo en España e Iberoamérica, y se están impartiendo –desde 2006- tres cursos on line que otorgan el título de “Experto universitario en creatividad y valores”.





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