CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
Segunda parte de “Cómo salimos del atolladero del subjetivismo absoluto” (18-6-2020.- 1128)
Escribe Antonio Piñero
 
 
Foto: Protágoras, el más grande de los sofistas y gran adversario de Sócrates
 
 
Decíamos en la postal anterior que el subjetivismo absoluto en concreto respecto a textos antiguos (¿Cómo alcanzar al menos algo de la verdad de un hecho del pasado?) es un aspecto más de un problema de “cómo conocer rectamente”, cuestión que habían planteado los sofistas coetáneos con Sócrates. Y escribíamos que puede decirse que, según Sócrates, se sale del atolladero de los subjetivo porque el ser humano conoce a base de conceptos universales.  Y estos conceptos los tiene todo ser humano; y gracias a que los tenemos todos, podemos entendernos acerca de la verdad objetiva de lo que está fuera de nosotros: la tierra o un texto antiguo.
 
Insisto que lo que estamos diciendo no se refiere sino a la vida diaria, de ahora y del pasado, no a lo casi “infinitamente” grande (donde sí afecta la teoría de la relatividad) y a lo casi  “infinitamente” pequeño que está regido por leyes de la mecánica cuántica que son en principio contraintuitivas.
 
 
Ahora nos preguntamos: ¿Qué es un concepto universal? Para explicarlo pongamos un ejemplo: cuando veo en la vida ordinaria un montón de perros, muy diferentes entre sí, pero que califico con la misma palabra “perro”, mi mente, como la de los demás seres humanos normales, es capaz de eliminar aquellas características que pertenecen a un perro determinado y, ya eliminadas, quedarse con las características o cualidades que se dan en todos los perros por diferentes razas que sea. Así logra formarse la idea de “perro” juntando en ella las características que se dan en todos los perros por muy diversos que sean.
 
 
Este proceso lo hacemos espontáneamente cuando el cerebro está ya un poco desarrollado y es un a priori o posibilidad de todo cerebro humano. Por ejemplo, no puedo atribuir a la idea como tal de “perro” el color blanco…, ni ningún otro color, ni un tamaño determinado, pero sí unas características de vertebrado, estructura, olfato, sonidos emitidos…, etc. Pues eso es un concepto universal. Y sin esos conceptos no somos capaces de pensar, porque si no tuviéramos el concepto universal de perro, y otros muchísimos, no nos podríamos entender entre los humanos.
 
 
Y añade Sócrates: la razón humana es la facultad que maneja los conceptos universales. La razón no es sólo la facultad deductiva, es decir, de obtener deducciones a partir de unas premisas, sino sobre todo la posibilidad de formar conceptos universales. Éstos se forman por “inducción”. La “inducción” consiste en formular un principio general a partir de la repetición de casos particulares de los cuales extraemos rasgos comunes, como hemos visto en el caso del “perro”. La deducción es la facultad de aplicar a casos concretos conceptos generales.
 
 
Pongamos un ejemplo socrático: Sócrates tomaba diversos y variados casos de lo que era calificado como “prudente” por la gente. Extraía los rasgos comunes a esos actos, y así formaba el concepto de “prudencia”. Luego, como confirmación, aportaba nuevos ejemplos y veía si se confirmaban con el concepto extraído por medio de la inducción. Si no se confirmaban se corregía el concepto.
 
 
Sócrates, al situar el conocimiento en los conceptos, hace de la razón el órgano del conocimiento verdadero. ¿Por qué? Pues porque esos conceptos no se los saca la mente “de la manga”, sino por la observación (junto con otras muchas personas) de muchos y diferentes perros… respecto a los cuales  todos estamos de acuerdo –a pesar de que vemos que tenga características diferentes– en que son genéricamente “perros”.
 
 
Ya con la idea del “concepto universal”, se opone Sócrates a una doctrina de los sofistas: que el conocimiento verdadero viene de la mera percepción y que cada uno tiene la suya, y que por tanto no hay verdad para todos igual. Ahora bien, si se admite que la razón es el elemento universal del conocimiento en el ser humano, se está diciendo a la vez que existe una verdad objetiva (existen diferentes seres, pero en común todos los denominamos “perros”). Y si es que podemos compartir conceptos universales, y que éstos responden a realidades objetivas…, resulta claro que no todo depende de lo que a mí como ser humano individual me dé la gana.  Sócrates restaura así la creencia en la existencia de una verdad objetiva, válida para todos los seres humanos.
 
 
Esto se ve claramente si pensamos que un concepto es lo mismo que una definición. Seguimos con el mismo ejemplo para no “liarnos”. Definimos qué es un perro cuando expresamos con palabras los elementos comunes que tiene la idea de perro. La definición no es más que exponer un concepto dentro de la comunicación entre los humanos por  medio de las palabras. Ahora bien, debe insistirse en que por medio del proceso de fijar definiciones objetivas (porque estamos todos de acuerdo en ellas) estamos formando patrones objetivos de verdad. Otro ejemplo, si llegamos al concepto de triángulo, por inducción, y luego definimos lo que es un triángulo, ya no será posible llamar “triángulo” a cualquier figura geométrica que me dé la gana pintar. Tengo que atenerme al concepto y a la definición. Y todos, al oír la palabra “triángulo” sabrán exactamente a qué me refiero.
 
 
Pongo otro ejemplo: si alcanzamos el concepto de “virtud”  (por medio del mismo proceso mental por el que hemos conseguido la definición / concepto de “perro”), y definimos el concepto de “virtud”, o de “justo”, o “conforme a derecho”, luego no tengo más que comparar lo que hago con la definición de “virtud”, o de “justo”, o “conforme a derecho”, y decir si ese acto es o no conforme a lo justo, a derecho o conforme a la virtud. Desde ese momento ya no es posible que un sofista diga: “Lo que a mí me parece justo, es lo que es justo (si tengo fuerza para imponerlo a los demás)”. O “Lo que yo escoja como conforme a la virtud es lo virtuoso”. Así, un acto no podrá ser juzgado por impresiones subjetivas, sino por conceptos o definiciones. Esto es exactamente lo que proponía Sócrates.
 
 
El conocimiento, sostenía Sócrates, no es lo mismo que las sensaciones, o percepciones de los individuos, lo que significaría que cada individuo puede formarse la idea de verdad que a él le parezca mejor. El conocimiento significa formarse un concepto de las cosas tal como son objetivamente (es decir comparando con otros; de ahí el continuo diálogo socrático para hallar conceptos basados en acuerdos, porque así se ve por medio de la razón de varios o muchos individuos y se extiende a todos, por inducción). Por ello la filosofía de Sócrates es ante todo formarse conceptos rectos de las cosas. Y como él estaba interesado en la filosofía moral y política (es decir, el gobierno de la polis o ciudad-estado) no hacía otra cosa que preguntarse y buscar definiciones como “¿Qué es la virtud?”; “¿Qué es la prudencia?”, es decir, ¿cuáles son los conceptos y definiciones de esas cosas? Intentaba así Sócrates encontrar una base objetiva para la verdad y para crear una ley moral.
 
 
Una vez que hemos explicado el pensamiento de Sócrates –como hemos podido– acerca de la “verdad absoluta” (hay que explicar esto, porque Sócrates también sabía que esta no existe más que en el ámbito conceptual y partiendo de unos presupuestos, como en las matemáticas, por ejemplo), tendríamos que aclarar también que para él la teoría del conocimiento tenía un propósito: ofrecer una base a un comportamiento moral tanto en la vida personal como como en la vida en común… y moral en todos los ámbitos, también en la política o en las tareas de investigación de la historia o cualquier otra actividad humana
 
 
En este ámbito de la vida práctica y la moral regida por el conocimiento formuló Sócrates dos proposiciones importantes: Una, la “virtud” se identifica con el conocimiento. Un hombre no puede actuar justamente, si antes no sabe qué es la justicia. La acción moral nace del conocimiento: se basa en él y surge de él.
 
 
La segunda, más dudosa, es si un hombre tiene un conocimiento correcto, no puede hacer el mal. Todo el que hace el mal es por ignorancia, porque cree que está haciendo un bien (para sí mismo o para otros). Si alguien hiciera el mal intencionadamente, sería un individuo mejor que el que lo hace sin intención, porque el primero tiene al menos la sabiduría de saber qué es el bien; el segundo no tiene esperanza alguna de hacer algo recto, porque ni siquiera conoce correctamente.
 
 
Vamos a dejar aparte la derivación hacia la moral, o la ética, de la teoría de Sócrates sobre cómo conocemos y nos concentraremos en las consecuencias generales: su teoría nos ayuda a salir del subjetivismo y lo aplicaremos a la investigación histórica, y en concreto a la búsqueda del Jesús histórico.
 
 
Seguiremos, pues,
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
 

Jueves, 18 de Junio 2020


Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





Tendencias de las Religiones


RSS ATOM RSS comment PODCAST Mobile