CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero

Escribe Antonio Piñero
 
Sigo de nuevo con mi intento de “mostrar” (no “demostrar”) que hay muchos temas del cristianismo primitivo que son una continuación de la “Literatura judía de la época del Segundo Templo” (desde la vuelta de personajes principales del exilio de Babilonia a finales del siglo VI a. C.: en torno al 530) hasta la destrucción de templo de Herodes en 70 d. C.

La afirmación es importante porque lo que estoy afirmando es que diferentes ideas del cristianismo no se basan solo en la Biblia hebrea (o Antiguo Testamento), sino también en la literatura judía que no logró entrar plenamente en el canon de libros sagrados del Antiguo Testamento, como 1 2 Macabeos, Judit, Eclesiástico / Ben Sira, o Libro de la Sabiduría, más los Apócrifos del Antiguo Testamento, que son muchas obras y que de ningún modo deben confundirse con los apócrifos del Nuevo Testamento.
 
En una serie anterior hemos tratado de la idea de Dios en este tipo de literatura judía, a veces tan desconocida pero tan influyente, y ahora vamos a tratar de las nociones en torno a ángeles y demonios, el origen del mal, el pensamiento dualista básico del trasfondo (este mundo / el futuro; materia / espíritu; bien /mal; arriba / abajo; luz /tinieblas, etc.
 
En la época de Jesús, en el mundo judío, Los saduceos no creían en los ángeles; los fariseos los admitían, pero con cautela. Los libros bíblicos tardíos –literatura judía del Segundo Templo que acabamos de mencionar y que repito– como los libros de las Crónicas, Judit, Ben Sira / Eclesiástico, Sabiduría y Macabeos– no mencionan los ángeles o lo hacen con parsimonia. Sin embargo, la literatura apócrifa perteneciente a esta época pero que se acerca más al tiempo de Jesús o incluso lo sobrepasa un poco, otorga extraordinaria importancia a ángeles y demonios. Es ésta, sin duda, una de las más típicas manifestaciones del dualismo en tal literatura, de lo que hablaremos hoy.
 
I. ÁNGELES
 
Es verdad que la multiplicación de espíritus buenos y malos y el acrecentamiento de la creencia en su poderosa influencia en los hombres, buena o mala, se atribuye corrientemente en la investigación de la Biblia hebrea al influjo persa a través de Babilonia (consideren que, a pesar de que las lenguas son distintas –la semita y la persa– ya en tiempo de Alejandro Magno Babilonia había sido ganada por las doctrinas religiosas persas, al fin y al cabo las de un país cercanísimo, pegado geográficamente: Irak = Mesopotamia e Irán = Persia).
 
Además, la religión persa estaba bien considerada por lo que influyó en la religión judía. Esto es cierto en cuanto a la intensidad y variedad del pensamiento judío sobre ángeles y demonios y la consideración de su gran número y sus clases diversas, aunque el origen de las creencias en ángeles sea anterior en el tiempo y no podamos determinar cómo surgió. Debe de ser una creencia espontánea de una concepción “animista” del mundo que en breve síntesis afirma que toda entidad superior, benigna o maligna, es un alma / espíritu superior al humano.
 
Sea como fuere (no podemos saberlo por falta de textos precisos), los numerosos ángeles y demonios del judaísmo de la época helenística (desde el 320 a. C. en adelante) vienen a llenar el amplio espacio dejado vacío entre el ser humano por la idea del “alejamiento de Dios”, un Dios que se piensa como una entidad cada vez más trascendente; y los ángeles, en concreto, los ángeles buenos, empiezan a hacer la función de unir la esfera celeste de ese Súper Dios súper alejado o súper trascendente,  con el mundo terrestre.
 
Pero también es verdad –como acabo de insinuar– que el origen de la creencia en estos espíritus se remonta más arriba, al Israel muy antiguo, el que recoge leyendas anteriores a su propia entidad precisa como grupo cananeo específico entre otros cananeos. Tales leyendas sobre los espíritus buenos y malos son de origen sumerio, y fueron trasmitidas por acadios y babilonios, pueblos e imperios que suceden a Sumer en el mando sobre Mesopotamia. Una de esas leyendas es la que atañe a la serpiente del paraíso de Génesis 3, que constata la existencia entre el pueblo de una representación de la potencia enemiga de Yahvé ’Elohim, pero que al principio no se confunde con Satanás. Atención, porque esta distinción es importante
Así pues, antes de la fusión del dios madianita Yahvé con ’El, la divinidad suprema cananea, aparecen en el Génesis, en el capítulo 6, unos espíritus en la figura de “hijos de Dios”, los bené ’Elohim ( = hijos de dios ’El). Es este un texto confuso y embarullado por las múltiples tradiciones antiquísimas que en él se juntan, a saber “hijos de ’El”, “hombres normales” y “gigantes”, que nacen de la unión de mujeres terrenas con los hijos de ’El.
 
Es importante que el caos producido por esa mezcla de seres disgusta a la divinidad (’El / Yahvé) que se arrepiente de haber creado a los humanos y decide aniquilarlos… menos a Noé, que es el único justo. Desde ese momento en el relato bíblico tardío aparecen ya los primeros espíritus que son enemigos de la divinidad Yahvé, a la vez que esta va acaparando los atributos de ’El, y digo los primeros enemigos porque no queda claro aún que la serpiente malvada del Paraíso sea Satán. Esa fusión se hace muy posteriormente al origen de tal leyenda.
 
Aunque los israelitas antiguos fuesen cananeos –como aseguran los arqueólogos judíos Finkelstein y Silberman–, los “hapiru” o hebreos se distinguieron pronto religiosamente de los demás cananeos; y en su religión, más avanzada, que en último término desembocará en el monoteísmo. Con el tiempo en la religión cananea de Israel los ángeles toman el relevo de los dioses secundarios del panteón cananeo, que rodean a ’El; es decir, la teología hebrea rebaja de categoría a esos dioses secundarios –de dioses a ángeles– para defender primero que hay un dios muy superior a los demás (henoteísmo) y finalmente que solo hay un Dios (monoteísmo).
 
 Antes del destierro de Babilonia (comienzos del siglo VI a. C.: 589) no se reflexiona sobre la condición moral de los ángeles. Son buenos, si hacen bien a los humanos; son malos, si les causan mal. Aparecen sin más justificación en la tierra para llevar a cabo alguna misión concreta encomendada por la divinidad ya para bien, o para mal o castigo. En torno a la época del destierro y un poco después es cuando se estima que comienza a diferenciarse entre los ángeles buenos y los ángeles malos o demonios, según su naturaleza.
 
Es preciso subrayar que la presencia de los ángeles no significa en modo alguno que Dios ya no pueda comunicarse directamente con los hombres o éstos con Dios tanto en la Biblia hebrea como en los Apócrifos. En estos libros tardíos, ya cerca de la era cristiana se dice que Dios hablando con los que han heredado el espíritu de los grandes héroes directamente con figuras del pasado. En el libro de Daniel (hacia el 165 a. C.) Dios no asigna a su pueblo ningún ángel custodio, pues es Dios mismo quien cuida a su pueblo, mientras que a las demás naciones las gobierna mediante ángeles (Dn 10,13.20).

 Por ello se puede decir que, aunque la trascendentalización de Dios significó una mayor atención de los israelitas a los seres intermedios entre la divinidad y el mundo, no parece posible atribuir sin más el origen de la creencia en los ángeles al sistema teológico que alejó a Dios de sus criaturas.

Seguiremos con los temas de la creación de los ángeles, de la “materia” de la que están hechos, si son muchos o pocos, y si hay clases entre ellos. Todo es doctrina curiosa paganocristianos nosotros en el siglo XXI, pero cerca de la época de Jesús se creía en estas cosas.
 
Seguiremos pues.
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
Martes, 8 de Octubre 2024

Un cambio de paradigma (y IV). A propósito de la cuarta edición de este libro hace unos meses


Los Libros del Nuevo Testamento (y IV). A propósito de la cuarta edición de este libro

Hoy escribe Juan Curráis

La originalidad es un don de los dioses (Karl R. Popper)

En la Introducción general Antonio Piñero explica igualmente el desarrollo y evolución del texto griego con sus diversas ediciones históricas. Estudia la hipotética reconstrucción de la figura histórica de Jesús de Nazaret así como la formación y la división de las primeras comunidades cristianas, judeocristianas y helenísticas. La aparición de la figura clave de Pablo de Tarso a partir de su “llamada” por revelación divina supone una mutación profunda, al convertir el Evangelio judío de Jesús en un nuevo Evangelio de salvación universal, inspirado en los cultos mistéricos de las religiones grecorromanas.
 
En el apartado dedicado a la “pseudoepigrafía” (pág. 41-42) se clarifica la distinción entre anonimato, pseudonimia y falsificación. Ésta se refiere a los escritos que suplantan las figuras de Pablo, de Juan, de  Pedro, de Jacobo o de Judas. Los cuatro evangelios y Hechos son anónimos. Hay siete cartas auténticas de Pablo y el Apocalipsis tiene como autor desconocido a un tal Juan. Lo dicho plantea el problema teológico de la inspiración divina a través de falsificadores.  Sigue el análisis de los diversos escritos hasta la aparición de un canon de libros sagrados a finales del s. II, las diversas hipótesis sobre la formación de ese canon, que obedece a un acto de política eclesiástica. Finalmente se da razón del orden de los libros del N. T. antes mencionado.
 
En su blog de Religión Digital el teólogo y exégeta Xabier Pikaza escribió un artículo titulado Los libros del Nuevo Testamento de Piñero, una obra única. A ella voy a responder con brevedad. Pikaza reconoce y encomia la intensa carrera intelectual de Antonio Piñero y el valor del volumen enciclpédico de Trotta, elaborado con un equipo de colaboradores. Pero piensa que Piñero exagera y es demasiado pretencioso al afirmar el carácter único de esta obra en el panorama de la investigación en español. En el título hablaba de obra única, lo que luego parece negar.
 
Cita otras obras publicadas en editoriales confesionales, que están en la misma línea de tratamiento histórico y literario. Entre ellos, los manuales de   Ph. Vielhauer y H. Köster, junto a otras dos que estarían a la misma altura que la de Piñero, con el nombre tradicional de Nuevo Testamento. Son el libro de Manuel Iglesia González en la B.A.C. y el de Senén Vidal en edit. Sal Terrae. Pikaza cita además la magnífica obra de Fernando Bermejo La invención de Jesús de Nazaret (Siglo XXI, Madrid 2018) que, “puede y debe ponerse al lado de ésta de Piñero”.  Sin duda, concuerdo en el juicio positivo sobre esta excelente obra de un investigador independiente.
 
Me sorprende, sin embargo, que aun reconociendo que la obra de Trotta no se presenta como antirreligiosa, la postura ciertamente agnóstica de Piñero venga calificada con los extraños epítetos de “agnosticismo dogmático”, lo que suena a oxímoron, “en la línea de los racionalistas prekantianos del siglo XVII y de los neo-positivistas de principios del siglo XX”. Ahora me entero, o res mirabilis, de que el racionalismo de Piñero es dogmático y no escéptico o de que ha de ubicarse en el “Círculo de Viena”. En contraposición, Pikaza se autocalifica como “agnóstico creyente” (!!), situándose filosóficamente al lado de Wittgenstein, Gadamer e incluso de Popper.
 
Parece no aceptar el criterio de demarcación que propone Popper, desde su teoría de la falsabilidad, entre ciencia y pseudociencia, que tiene continuidad en la crítica a las pseudociencias realizada por Mario Bunge, donde está incluida la teología, cuyas afirmaciones no son refutables por ningún acontecimiento empírico. Es decir,  Pikaza no parece distinguir entre teología y ciencia histórica, realizando un mescolanza entre el pegadizo aceite de la fe cristiana y el agua clara de la razón científica. Pikaza achaca a Piñero una cierta alergia a Jesús, por quedarse con el humo de la superficie, sin llegar al fuego del fondo. Es decir, supone que para pensar la fe es necesario sentirla. De modo análogo, un médico no puede entender un cáncer porque no siente el tumor. Tampoco acepta que todos los cristianismos del N.T. sean paulinos en mayor o menor medida, minusvalorando la aportación petrina.
 
En su discurso repite lugares comunes de la investigación confesional, presentando como histórico lo que es doctrina teológica: por ejemplo, la afirmación de la relación filial de Jesús con el Padre como esencia de su mensaje, así como el uso singular y único de Abbá.  La no contraposición de fe e historia, la muerte de Jesús en obediencia a la voluntad de Dios, la historicidad de las noticias sobre la resurrección junto a la huella del sepulcro vacío, la suposición de que en pascua “algo sucedió” de carácter sobrenatural, que impulsó a los discípulos a continuar la obra del maestro, después de la “experiencia” vivida de la resurrección.
 
En definitiva, Pikaza realiza, como otros muchos exegetas confesionales, una míxis de elementos históricos con doctrina teológica, afirmando que la fe nos lleva al conocimiento y éste a la fe. Lo que recuerda el círculo medieval del credere y el intelligere: creo para entender y entiendo para creer.  Utilizando la expresión de Weber, califica a Piñero de unmusikalisch, falto de oído musical para captar la vibración de la experiencia de fe. Ello remite a la falaz sentencia de Agustín: nisi credideritis, non intelligetis (si no creéis, no comprenderéis), que afirma la supremacía de la fe.
 
La aceptación del cambio de paradigma que hemos analizado y justificado, con el paso de la teología a la ciencia,  implica en el lector un cambio de mentalidad, que equivale a una “conversión intelectual”, a la que los griegos denominaban meta-noia (=cambio mental) y que Platón explicaba alegóricamente con la difícil salida de la caverna, ascendiendo desde las sombras de la mera creencia a la luz del conocimiento. Kant relataba su “conversión intelectual” al afirmar que el escepticismo de Hume lo había despertado del sueño dogmático, en referencia al ilusorio saber metafísico. Pues bien, el cambio de paradigma en la obra editada por Trotta, requiere un despertar del largo sueño dogmático, que representa el paradigma hegemónico de la teología cristiana tradicional, fundada en la experiencia de fe.
 
Saludos de Juan Curráis

Catedrático jubilado de Filosofía de Enseñanza Media
 
 

Martes, 1 de Octubre 2024
Hoy escribe Juan Curráis
 
He cambiado por error una parte de mi resumen-crítica a esta obra Lo publicado es I / III / II incluido a postal de hoy. Pero no importa, porque son partes que pueden leerse como unidades autónomas.
 
La ortodoxia es la quimera de quienes jamás han pensado (Alfred Loisy). Esta frase vale para el cristianismo posterior al Nuevo Testamento porque en los inicios de la confesión cristiana no había ninguna ortodoxia.
 
La innovadora obra que estamos comentando está dirigida a todo tipo de lectores, que estén movidos por el afán de conocimiento, con independencia de sus creencias o ideologías personales. Se trata, en efecto, de una volumen que pretende transmitir conocimiento histórico, que no se concibe como dogmático ni apodíctico, sino como meramente hipotético. Es probable que a muchos lectores incautos, desconocedores de la investigación bíblica independiente, la lectura reflexiva de esta obra les produzca conflictos cognitivos, derivados de un cambio de paradigma. Pero esos son asuntos personales que cada cual debe solucionar, especialmente cuando se entiende la fe como un sentimiento que da sentido y consuelo a la propia existencia.
 
Desde la psicología, la fe es una fuerte vivencia y convicción subjetiva. Desde la sociología, es una creencia interiorizada, recibida de una determinada comunidad religiosa. Desde la teología y del catecismo, se trata de un don sobrenatural inspirado por el Espíritu Santo, que sirve de fundamento a la esperanza escatológica ultramundana, tal como sostiene la Carta a los Hebreos (11, 1), mostrando el ejemplo de varias figuras bíblicas, Abrahán y Moisés en particular. La filosofía, sin embargo, que nació en la Hélade con el paso del mito al lógos, se pregunta por el estatus epistemológico del acto de fe, que se autodefine, al modo gnóstico,  como un conocimiento verdadero.
 
Los conflictos epistémicos (= relativos al conocimiento) entre ciencia y fe vienen de muy atrás, sobre todo desde la Revolución científica moderna, tal como se vio en el caso Galileo o más tarde con la teoría evolucionista. Dentro del catolicismo, el conflicto entre fe ortodoxa y ciencia histórica, se manifestó de modo intenso en el movimiento llamado modernista, condenado como “compendio de todas las herejías”, cuyo protagonista fue el clérigo francés Alfred Loisy, que sufrió el anatema de hereje y el castigo de la excomunión.
 
Por tanto, para la correcta comprensión de los contenidos del innovador y voluminoso libro que estamos comentando,  es necesario  hacer una clara demarcación metodológica entre teología y ciencia histórica, dos ámbitos de saber distintos y opuestos, el primero fundado en la fe dogmática y el segundo fundado en la pura razón científica. No existe, en efecto, una “ciencia cristiana”. En la terminología de L. Wittgenstein, se trata de dos juegos de lenguaje diferentes, cada uno con sus propias reglas, que suponen la diferencia epistemológica (= referida al conocimiento) entre creer y saber, entre fe sobrenatural y razón natural. Confundir
y mezclar la teología dogmática con la ciencia histórica es como confundir y mezclar el aceite con el agua. Si la perspectiva teológica concuerda con la ortodoxia, es evidente que la perspectiva histórica  equivale a heterodoxia, en el sentido etimológico y positivo del término.
 
Esta edición de Los libros del Nuevo Testamento, como se afirma en el Prólogo, intenta “unir la aconfesionalidad con la laicidad no militante”. De ello se deriva que las diversas explicaciones introductorias a cada libro y las numerosas aclaraciones en la notas se hagan con un carácter modal mediante expresiones como “es probable”, “es plausible” etc., siguiendo un criterio epistémico de verosimilitud, alejado de certezas apodícticas, al modo cartesiano o positivista, hoy superadas. El enfoque concuerda con una epistemología de la incertidumbre, propia de un racionalismo crítico pero al mismo tiempo escéptico, antidogmático, asumido por la actual Filosofía de la ciencia, a partir de la obra de Karl Popper. No se trata, sin embargo, de un escepticismo radical, que resultaría estéril y sin capacidad heurística,  sino de un escepticismo “bien temperado”, que arroja resultados fructíferos a la investigación.
 
Buscando la máxima objetividad, unida a una subjetividad mínima, los autores de esta obra defienden el carácter hipotético del conocimiento histórico, en el cual cada propuesta teórica está abierto a la revisión y a la refutación dentro de la comunidad de investigadores y a la luz de nuevos datos. Como señala el filósofo Mario Bunge, cada científico propone y la comunidad dispone, en un contexto universal de evaluación crítica. En clave filosófica y tomando en préstamo la célebre metáfora kantiana, esta obra supone un verdadero “giro copernicano”, que implica un cambio de centro en el estudio del Nuevo Testamento.
 
Expresado de otra forma y usando la terminología del filósofo e historiador de la ciencia, T. S. Kuhn, se trata de un cambio de paradigma, que puede ser análogo, salvatis salvandis, al paso del marco teórico del geocentrismo al marco paradigmático del heliocentrismo. Una mutación teórica análoga la expresaba el filósofo francés Gaston Bachelard con su concepto de ruptura epistemológica (coupure épistemologique). En el caso de la obra que comentamos, la ruptura epistemológica se da con el paso de la teología a la ciencia histórica, o lo que es lo mismo, con el paso de la creencia al saber y de la fe dogmática a la razón crítica, propia de la investigación independiente. Esta reflexión es la que justifica la expresión “cambio de paradigma” en la segunda parte del título general de los artículos. 

Saludos cordiales de Juan Curráis
 
Catedrático, jubilado, de Filosofía de Enseñanza Media
Martes, 24 de Septiembre 2024

Notas

45votos

Sigue el comentario al volumen LOS LIBROS DEL NUEVO TESTAMENTO: UN CAMBIO DE PARADIGMA (III)

 

Hoy escribe Juan Curráis


Toda fe es ciega y es la razón la que aporta pruebas (Ortega y Gasset)
 
El comentario de la obra que estamos analizando no es simplemente una recensión sintética de sus contenidos, sino al mismo tiempo una justificación y fundamentación filosófica de la perspectiva adoptada por sus autores, un análisis realizado desde la Filosofía de la ciencia desarrollada a lo largo del s. XX.
 
Cualquier lector que eche una mirada al Índice de contenidos en la primera página, se encuentra con una gran novedad: el orden de cada uno de los libros del Nuevo Testamento no es el tradicional. En las Biblias confesionales la ordenación empieza por los Evangelios y termina por el Apocalipsis, de modo que las cartas paulinas y todas las demás aparecen como posteriores a los evangelios. Con esta ordenación, el lector recibe la impresión de que lo primario y más relevante son los textos evangélicos centrados en la figura de Jesús,  mientras que las epístolas paulinas tendrían un carácter secundario, que servirían para confirmar los relatos evangélicos sobre la personalidad de Jesús.
 
Sin embargo, los autores de esta obra, considerando que el orden tradicional (teológico) crea confusión, han optado por un orden cronológico de carácter científico, respetando la aparición histórica de los distintos libros. De este modo, los escritos paulinos son los primarios, no sólo por atender a la cronología, sino por su influencia teológica en los demás escritos. El primer escrito del Nuevo Testamento es, pues, la Primera carta a los tesalonicenses (año 51 e.c.), y el último la Segunda carta de Pedro en torno al año 135, ya en el s. II.
 
El nuevo orden histórico adopta los siguientes títulos generales en letra mayúscula: LAS CARTAS AUTÉNTICAS DE PABLO (Primera carta a los tesalonicenses, Carta a los gálatas, Primera carta a los corintios, Segunda carta a los corintios, Carta a los filipenses, Carta a Filemón y Carta a los romanos). La Carta a los romanos, la más extensa, en el orden tradicional aparecía como primera, mientras que en el orden histórico es la última. La tradición atribuía a Pablo 14 cartas, incluso la Carta a los hebreos, pero la crítica histórica solo admite siete como auténticas. A continuación aparecen LOS EVANGELIOS SINÓPTICOS (de Marcos, Mateo y Lucas). El orden tradicional sitúa a Mateo de primero, pero la investigación independiente le da prioridad a Marcos, puesto que Mateo y Lucas dependen  de Marcos y de la fuente Q (del alemán Quelle).
 
Siguen LOS HECHOS DE APÓSTOLES, y a continuación las CARTAS ATRIBUIDAS A PABLO, pero no escritas por Pablo (Carta a los colosenses, Carta a los efesios y Segunda Carta a los tesalonicenses). Sigue la CARTA A LOS HEBREOS, que tampoco es de Pablo. Siguen, sorprendentemente, LOS ESCRITOS JOHÁNICOS, que comprenden el Evangelio de Juan, la Primera Carta de Juan, la Segunda Carta de Juan y la Tercera Carta de Juan, todos ellos pertenecientes a una misma escuela teológica, diferente de la tradición sinóptica.
 
En el orden tradicional el Evangelio de Juan viene después de los tres Sinópticos, interpretando ese Evangelio  como un complemento de los mismos sobre la figura de Jesús, el Cristo. La investigación crítica, sin embargo, interpreta el Cuarto Evangelio en clave mística y alegórica, incluso gnóstica, sin la pretensión de narrar hechos históricos sobre Jesús, al que el evangelista ya elevó al rango divino como Lógos preexistente, Verbo divino y revelador que se humaniza en la Encarnación.
 
Siguen el libro de REVELACIÓN/APOCALIPSIS y  LAS CARTAS COMUNITARIAS (Primera carta a Timoteo, Segunda carta a Timoteo y Carta a Tito). En el orden tradicional, el libro del Apocalipsis aparece como el último del N. T. y también de la Biblia entera. Finalmente, se colocan las denominadas CARTAS UNIVERSALES (Carta de Jacobo, Carta de Judas, Primera carta de Pedro y Segunda carta de Pedro, que cierra todo el Nuevo Testamento). El grueso volumen termina con un ÍNDICE ANALÍTICO DE MATERIAS, con un glosario alfabético de términos, que es muy útil para buscar en los textos el significado de temas y vocablos técnicos, desde Abbá a Zebedeo.
En la amplísima  Introducción general se parte del Nuevo Testamento como “un conjunto de libros, a veces muy dispares entre sí” (La misma palabra Biblia significa en griego libritos, no uno, sino muchos). Partiendo de la diferencia entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe, adoptada por la investigación independiente desde Reimarus (s. XVIII), se explican las diversas formas literarias y los contenidos de este variado Corpus de libros en su evolución, desde una perspectiva histórica y crítica.
En la interpretación de los cuatro evangelios canonizados, se explica la progresiva evolución de la cristología  en un proceso ascendente de divinización por apoteosis del Mesías Jesús, desde su muerte y resurrección, proceso que Marcos adelanta al bautismo, Mateo y Lucas adelantan a la milagrosa concepción virginal y finalmente Juan lo convierte en el Lógos divino preexistente, Verbo divino que se encarna en un ser humano. Esta concepción virginal  por obra del Espíritu Santo nada importa a Pablo ni a Marcos ni a Juan, que no la mencionan. El análisis crítico muestra un proceso de exaltación de Jesús, tanto en el culto como en la especulación teológica, que culminará en su concepción metafísica en el Símbolo Niceno, como consustancial con Dios Padre. Ello comprende un largo proceso de 300 años, producto de la helenización del cristianismo, comenzada en Pablo de Tarso.

Saludos cordiales de Juan Curráis

Catedrático jubilado de Filosofía de Enseñanza Media

Martes, 17 de Septiembre 2024

Un cambio de paradigma


“Los Libros del Nuevo Testamento” Un cambio de paradigma /1

Hoy escribe Juan Curráis

 
A propósito de la cuarta edición hace unos meses de "Los Libros del Nuevo Testamento"
 
La libertad es la primera condición del trabajo científico (Alfred Loisy)
La editorial Trotta publicó a finales de 2021 un voluminoso libro cuyo título completo es Los libros del Nuevo Testamento. Traducción y Comentario, con un enfoque teórico muy distinto a las ediciones confesionales del Nuevo Testamento, acompañadas del preceptivo imprimatur  y nihil obstat.
 
El innovador libro de Trotta  aparece en la portada como edición de Antonio  Piñero y en el interior se cita un equipo de colaboradores, especialistas en la materia y coautores: Gonzalo del Cerro,  Gonzalo Fontana, Josep Montserrat, Carmen Padilla y el propio Antonio Piñero.  Todos ellos son doctores académicos, no Doctores de la Iglesia, como el Doctor Angelicus (Tomás de Aquino) o el Doctor Subtilis (Duns Escoto) entre otros.
 
Se trata, pues, de un Opus magnum (obra magna) de 1661 páginas y de carácter colectivo, donde los diversos autores se han repartido el arduo trabajo de traducción, las introducciones a cada libro y las notas aclaratorias al texto, con  tipos diferentes de letras para facilitar una lectura comprensiva más didáctica. La extensa e importante Introducción general (78 páginas) está realizada por Antonio Piñero, con una pequeña, per notable, aportación de Josep Montserrat. En la Introducción concreta a cada libro o grupo de libros viene indicada la aportación de cada uno de los autores en referencia a la traducción o comentario del texto, aunque la aportación más extensa al conjunto de la obra es la de Antonio Piñero, quien me ofertó de buen grado leer sus propios escritos antes de la edición, tanto la Introducción general como el tratamiento de los difíciles textos de la Carta a los Hebreos o la Revelación/Apocalipsis de Juan.
 
Todos los libros del Nuevo Testamento  están escritos en griego koiné (= común) la lengua culta del mundo helenístico y diferente del griego ático de Platón o de Jenofonte. La traducción está hecha a partir de la edición crítica del Novum Testamentum graece, 28ª edición, denominada “Nestlé-Aland”, publicada en 2012 por la Deutsche Bibelgesellschaft (accesible en Internet, sin aparato crítico). Este texto crítico, resultado de la colaboración de numerosos investigadores dentro de un Instituto de Münster,  está considerado por los expertos el mejor en la actualidad y el más próximo a un hipotético texto original, que no existe. No se parte, pues, del texto latino y confesional de la Vulgata de Jerónimo, la versión declarada canónica en el concilio de Trento.
 
Conviene señalar que los textos transmitidos del Nuevo Testamento son copias de copias de copias, con miles de variantes, que los investigadores del texto combinan mediante la informática. La no existencia de un texto original plantea un problema teológico, puesto que, admitida la tesis de la inspiración divina del texto sacro, resulta imposible determinar cuál sea el texto inspirado. Pero lo que es problema para un teólogo no lo es para un historiador o filólogo, que no puede tomar como premisas de su indagación las tesis dogmáticas de la inspiración divina de las Escrituras sacras y de la inerrancia bíblica (ausencia de errores) término propio de la jerga teológica. El investigador francés Alfred Loisy, pionero del estudio científico de la Biblia desde una metodología histórico-crítica, afirmaba en sus Memorias que la idea que concibe a Dios como autor de libros humanos no es más que un “mito infantil”.
 
En el Prólogo, Antonio Piñero afirma que es la primera vez que se publica en lengua castellana una obra de este tipo, con “una interpretación meramente histórica y efectuada con criterios estrictamente académicos”. Es decir, el estudio crítico considera los textos fundacionales del cristianismo que resultó vencedor, no desde una perspectiva singular y sacra, sino encuadrados en la historia de la variada literatura griega y judía, adoptando los métodos propios de la filología clásica. No debe olvidarse que cristianismos hay muchos. En su evolución histórica, no existe sólo el cristianismo declarado ortodoxo desde Nicea, sino muchos otros considerados heterodoxos, que fueron los derrotados, tachados de falsos y perseguidos durante siglos.
 
No basta con leer la Biblia para poder comprenderla. Es necesario estudiarla teniendo en cuenta  los resultados de la investigación histórica, especialmente a partir del siglo XVIII, realizada desde variados enfoques ideológicos, protestantes, judíos, católicos, agnósticos o ateos. Los investigadores independientes, a diferencia de los confesionales, tratan el cristianismo como verdadera religión, entre otras muchas (de salvación), pero no como religión verdadera, lo que implica un aserto de fe.
 
También en el Prólogo se  indica que esta edición de los 27 libros del Nuevo Testamento está hecha “desde una perspectiva puramente histórico-crítica y aconfesional”, lo que claramente la diferencia de las tradicionales versiones confesionales de la Biblia, realizadas con el pertinente imprimatur, exigido por la ortodoxia del magisterio eclesiástico. Pero la investigación histórica independiente no está sujeta a la servidumbre de la ortodoxia, propia de la visión hegemónica tradicional. Ha de ser autónoma per se y no sujeta a directrices teológicas.
 
Con razón Alfred Loisy, líder del modernismo teológico condenado por Pío X a comienzos del s. XX, afirmaba hace más de un siglo que “la libertad es la primera condición del trabajo científico”, no solo en el ámbito secular, sino también en el ámbito de la Escrituras consideradas sagradas, que de ningún modo son “intocables”. En la misma línea, el erudito Loisy, reivindicando la autonomía de la ciencia histórica y de la exégesis crítica con el fin de emanciparla de su sumisión a la teología, afirmaba que “la ortodoxia es uno de los mitos sobre los cuales se ha fundado el cristianismo tradicional” (Memorias, I), que intenta en vano convertir en inmutable y fijo lo que es cambiante. Tal pretensión es como detener el flujo libre del conocimiento, cual si fuera un río congelado, impidiendo su acceso al vasto océano de la ciencia.

Continuará la semana próxima.
Saludos de Juan Curráis
Catedrático jubilado de Filosofía de Enseñanza Media
Martes, 10 de Septiembre 2024
Escribe Antonio Piñero
 
Finalizo hoy esta miniserie con un resumen final de las ideas más importantes de los tres capítulos
 
En el Libro 1 Henoc, conservado en parte en griego y entero en etíope clásico o ge‘ez, la noción de “justicia” es un tema central. Más de setenta veces aparece en este libro el término «justicia», y aún más frecuentemente el término «justo». Sin embargo, es poco frecuente el sintagma «justicia de Dios» (99,10; 101,3; 71,14). Los capítulos 37-71 (Libro de las Parábolas / Palabras de Henoc) mencionan diversas veces la «justicia de un /ese hijo de hombre», Henoc, que es una suerte de Mesías (46,3; 49,2; 62,2; etc.). En nombre de Dios, el Señor de los espíritus, “ese hijo de hombre” (no “el Hijo del Hombre”) es decir, ese ser humano especial  cumple la esperanza escatológica de «los justos» otorgándoles la salvación: él mismo traerá el juicio y la justicia que se esperaba del rey escatológico. En 1 Hen 61,4, la «palabra de justicia» se refiere a la salvación escatológica; en 48,1, el «pozo de justicia» apagará la sed de los sedientos en la época escatológica o final.
 
En ninguno de los libros sueltos e independientes que han sido reunidos en el Henoc etiópico (1 Henoc) tiene relevancia la justicia punitiva de Dios; aunque naturalmente hay algún caso como en 91,12: “Después habrá otra semana justa, la octava, a la que se dará (“pasiva divina = “Dios dará”) una espada para ejecutar una recta sentencia contra los violentos y en la que los pecadores serán entregados en manos de los justos”. En pocos escritos apócrifos aparece tan claro como en 1 Henoc la justicia de Dios en cuanto justicia de salvación escatológica.
 
Prestemos atención al texto del capítulo 93,15-17 en el que se mezclan la justicia de Dios y la humana: “Luego, en la décima semana, en la séptima parte, tendrá lugar el gran juicio eterno, en el que tomará (Dios) venganza de todos los vigilantes (es decir, los ángeles caídos). El primer cielo saldrá, desaparecerá y aparecerá un nuevo cielo, y todas las potestades del cielo brillarán eternamente siete veces más. Después habrá muchas semanas innumerables, eternas, en bondad y justicia, y ya no se mencionará el pecado por toda la eternidad”.
 
El Dios de los “Testamentos de los Doce Patriarcas” (obra, quizás del siglo I d. C. o del siglo II, mezcla de elementos judíos y cristianos de primera hora, conservada en griego) es también el Dios de la justicia en especial como salvadora.
- En el Testamento de Daniel 6,10 figura el término técnico dikaiosýne toû theoû, literalmente “justicia de Dios”, que significa, quizás para nosotros extrañamente, el derecho del Dios de la alianza a ser obedecido, pero a esa obediencia sigue consecuentemente en la tierra la protección divina; por tanto, la salvación.
- En el Testamento de Zabulón 9,8 se dice que Dios aparecerá al final como el Señor que perdona y como «luz de justicia» para los piadosos; luz de justicia es luz de salvación.
-Y en el Testamento de Judá 22,2 figura en paralelismo la «salvación de Israel» y la «parusía del Dios de justicia».
 
El Dios de los “Salmos de Salomón”, conservados también en griego, obra probablemente farisea del siglo I a. C., puede infligir castigos al pueblo elegido, y muchos, pero siempre para introducirlo en la esfera de la salvación. Para expresar esta salvación divina, los Salmos de Salomón no emplean la palabra griega dikaiosýne (que equivale al hebreo sedaqá, «justicia»), sino los términos griegos subyacentes a los hebreos de misericordia (éleos: 15,13) y perdón (áphesis) que ya he nombrado y que repito: jésed, “misercordia” y selijá ( = perdón).
 
Esa justicia divina castiga a los pecadores para salvar a los justos (Salmos de Salomón 2,15; 4,24; 8,24ss). En este sentido, justicia punitiva y la misericordia divinas son dos caras de la misma moneda. Dígase lo mismo de la justicia punitiva de los salmos mesiánicos 17 y 18 (que dibujan sobre todo la figura del mesías) de los Salmos de Salomón: el castigo de los malvados es la salvación de los fieles (17,23.26.40). Por tanto, en el fondo ese Dios de los Salmos de Salomón continúa siendo el mismo Dios de la Biblia hebrea, el Dios fiel a la alianza con su pueblo, que salva a Israel, el pueblo de tal alianza.
 
Más aún: aunque juicio y justicia divinas puedan tener el sentido de punición o castigo, y no de salvación, esto no implica que los Salmos de Salomón conciban a Dios como al juez que se sienta simplemente en el tribunal a distribuir premios y castigos: Dios es un juez que ejerce la justicia al estilo de la Biblia hebrea: el juez vela para que funcione el mecanismo de “A una acción buena corresponden bienes (en esta vida = Biblia hebrea; en esta y en la futura = Apócrifos). Y toda acción mala acarrea males (igualmente: en esta vida = Biblia hebrea; en esta y en la futura = Apócrifos)”.
 
Otros apócrifos repiten más o menos las mismas ideas: en la “Asunción de Moisés / Testamento de Moisés” 11,17 se dice que Dios gobierna el mundo con «misericordia y justicia», y como el hebreo gusta de repetir una idea con palabra o palabras distintas, lo más probable es que en esta cita la “justicia” sea sinónimo de “misericordia”.
 
En la “Vida de Adán y Eva”, de la que se han conservado dos versiones en griego y latín (que varían de modo que en vez de versiones técnicamente se debería decir “recensiones”), en la latina 25 y 36, «paraíso de justicia», «árbol de justicia» (en otro texto, «árbol de misericordia» con un significado de salvación). En el 36 leemos: “Ve con tu hijo Set a las puertas del paraíso, poned polvo en vuestras cabezas, prosternaos y llorad en la presencia del Señor Dios. Tal vez se compadezca de vosotros y ordene que su ángel acuda al árbol de la misericordia, del que fluye el aceite de la vida; que éste os entregue un poco y me unjáis con él, para que me alivie de estos dolores que me agobian y atormentan”.
 
El Libro IV Esdras, apócrifo muy importante por su amplitud y teología, compuesto hacia el 100 d. C., mantiene el sentido salvífico de justicia/misericordia. En 8,12 el autor dice de Dios que nutre al hombre «con su justicia». Aquí «justicia» equivale a misericordia, como se desprende del contexto. Véase 8,30-32: «Ama a los que confían en tu justicia y gloria. Porque nosotros y nuestros padres sufrimos de tales enfermedades; pero tú serás llamado misericordioso por nosotros pecadores. Si deseas tener misericordia de nosotros serás llamado misericordioso, no teniendo nosotros obras de justicia»; 8,36: «En esto se manifestará tu justicia y tu bondad, Señor: en que tengas misericordia de los que no tienen haber de buenas obras».
 
En otro importante apócrifo, el “Apocalipsis siríaco de Baruc” (hay otro en griego) del siglo I de la era común, por tanto apócrifo tardío, observamos el cambio de panorama ya aludido. El autor asume el concepto griego de justicia forense/ distributiva: Dios es un juez justo (44,4; 67,4; 78,5) que juzga imparcialmente. Y el juicio de Dios se atribuye a su ira (justa), según la tradición de la Biblia hebrea, no a la misericordia. Justicia y misericordia (gracia de Dios) no son en este caso las dos caras de la misma moneda, sino que pueden presentarse por separado; tal separación de justicia y gracia es una nota común de la literatura apocalíptica tardía.
 
Como ya hemos observado, en los apócrifos generados en suelo palestinense la justicia de Dios sigue fiel al concepto de justicia de la Biblia hebrea, manifestada preferentemente en el culto: en Dios, su justicia es salvación; en el hombre, su justicia es honradez y rectitud delante de Dios; ambos conceptos derivan de la alianza de Yahvé con Israel, alianza que fundamenta y exige tanto la justicia salvífica de Dios como el cumplimiento de la ley por los israelitas.
 
Una nota típica de la literatura apócrifa es que la acción del Dios trascendente no recae únicamente en Israel como pueblo, sino que llega hasta los individuos: el individuo y su suerte cobran en ella especial relevancia, particularmente en los apocalípticos tardíos. La acción de Dios se ordena a salvar a los individuos, y cada hombre será juzgado (2 Hen 65,6) y recibirá premio o castigo según sus méritos (2 Henoc 44,5).
 
Y por último para dar una nota un tanto más emotiva que la mera descripción de las variantes de justicia, en los apócrifos, Dios es sentido y presentado como padre (3 Macabeo 5,7; 6,8; 7,6; Testamento de los XII Patriarcas, Test. de Lev 18,6; Vida de Adán y Eva [gr] 43; etc.). Así suena, transida de piedad y sentimiento, la oración de la egipcia Asenet: «Vengo a refugiarme junto a ti, como el niño junto a su padre y su madre. Señor, extiende tus manos sobre mí como padre amante y tierno con sus hijos ( ...) , porque tú eres el padre de los huérfanos» (“Novela de José y Asenet” 12, 7.8.11).
 
De aquí el título de Dios como «filántropo», amigo de los hombres, con que Isaías glorificaba a Dios, según la leyenda griega del “Martirio de Isaías” (2,4 y 2,9), y la confianza con que Jefté arenga a sus tropas según las “Antigüedades Bíblicas” del Pseudo filón: 39,6: «Lucharemos contra nuestros enemigos, confiando y esperando en que el Señor no nos entregará para siempre. Por muchos que sean nuestros pecados, su misericordia llena la tierra».
 
Volvamos la vista atrás, en síntesis hemos dicho que…
 
1. En la literatura apócrifa hay casi tantas teologías cuantos libros
 
2. Los Apócrifos desarrollan la tendencia a tras­cen­dentalizar a Dios, a distanciarlo de la esfera terrenal.
 
3. Ya no se pronuncia el nombre de Dios y se sustituye por otras expresiones, como Lugar, Palabra, Presencia, Altísimo
 
4. El Dios de Israel recalca que el Dios del mundo, que es un Dios universalista, pero a la vez, contradictoriamente,  tiene un pueblo elegido
5. Este sentimiento de elección lleva a una corriente muy particularista en realidad
 
6. Dios se revela es manifestarse en el curso de la historia.
 
7. Esto lleva a un predeterminismo, aunque no se anula la libertad humana.
 
8. El Dios trascendente termina oficialmente la revelación, que queda solo a determinados individuos.
 
9. Dios es justo. U justicia puede ser salvadora, especialmente para Israel o punitiva/distributiva: penas y castigos en el otro mundo.
 
10. La justicia corre el peligro de hacerse un tanto legalista. Lo único que importa es cumplir las normas. Se ve en Jubileos, pero otros apócrifos reaccionan contra este legalismo.

11. Una nota típica de la literatura apócrifa es que la acción del Dios trascendente no recae únicamente en Israel como pueblo, sino que llega hasta los individuos.
 
12. Dios es a pesar de premios y castigos un Dios filántropo, amigo de los hombres y por tanto, padre.
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
www.antoniopinero.com
 
 
Martes, 3 de Septiembre 2024

Escribe Antonio Piñero 

La idea de Dios de Jesús no siempre está de acuerdo con la correspondiente noción de algunos Apócrifos del Antiguo Testamento. Pero es necesario siempre tener esta en cuenta.
 
Una de las características del Dios de los Apócrifos es su decisión del fin de su revelación oficial al pueblo elegido. En la época de los Apócrifos ya no hay profecía “oficial” en Israel. Según los rabinos posteriores esto ocurre desde la muerte del rey persa Artajerjes II que fallece a mediados del siglo IV a. C., en el 358.
 
Dios decide que desde ese momento al acabar la revelación decidida desde todos los siglos, solamente quedará la Bat qol, la “hija de la Voz”, el eco de la profecía, una “profecía en tono menor”. Aunque Dios no comunique su palabra a profeta alguno, sin embargo, sí se seguirá comunicando por sueños y visiones con los autores de esta literatura (apócrifa) para desvelarles el sentido de las profecías antiguas; y los ángeles intérpretes les explicarán el sentido de sus visiones.
 
A los que lo temen (=lo reverencian) Dios revela lo que les está ya preparado para el final (Apocalipsis de Baruc [siríaco] 54,4). Por ello, todo aquel que escriba algo importante, religiosamente importante, en esta época, si quiere ser oído, ha de ocultar su personalidad y amparar su escrito bajo el nombre de un héroe religioso del pasado, es decir, bajo el nombre de algún personaje notable que vivió cuando aún Dios se comunicaba directamente con el pueblo a través de un instrumento humano.
 
Otra idea importante en los Apócrifos de la Biblia hebrea es la repetición  una y otra vez, machaconamente, de que Dios es justo. Ahora bien, el que Dios sea justo es algo también común en los textos de la Biblia hebrea anterior, pero hay que tener en cuenta que el concepto de justicia, tanto en la Biblia canónica como en los Apócrifos no se corresponde sin más con las ideas griegas y romanas de justicia forense, o vindicativa / punitiva.
 
La justicia de Dios es más bien la restauración del orden del mundo, no sólo en el obrar de los hombres y de los espíritus, sino en todos los ámbitos; la justicia para restaurar el derecho lesionado; la justicia para ayudar; la justicia para salvar; y también naturalmente la justicia distributiva. Respecto a la justicia de Dios, los apócrifos de origen palestinense suelen entenderla como justicia que salva o castiga, mientras que los de origen helenístico (pocos) y los más tardíos la entienden más bien como justicia distributiva.
 
Insisto en este punto. La contraposición en el significado del vocablo “justicia” divina sobre todo, pero también humana, entre los apócrifos de origen judeohelenístico (compuestos o traducidos muy pronto al griego) y entre los compuestos en Israel/Palestina o Babilonia, de lengua materna aramea, es que en los primeros, los apócrifos de origen helenístico, como la Carta de Aristeas; los Oráculos sibilinos, Libro Cuarto Macabeos, el concepto de justicia, si se aplica a los humanos, puede referirse a una de las virtudes cardinales: prudencia justicia, fortaleza y templanza (es Platón, no la Biblia, quien las definió y unió a lo largo del libro IV de la República).
 
 Por el contrario, los apócrifos y deuterocanónicos judíos de Palestina son más fieles al concepto de justicia de la Biblia hebrea, justicia salvadora, y lo refieren con más frecuencia a Dios. En la justicia humana lo que se opone a la justicia (divina) es el pecado (la injusticia humana contra otros humanos, o contra el plan divino sobre el mundo), como apunta, por ejemplo, Eclesiástico / Ben Sira, 15,11-12: “No digas: «Mi pecado viene de Dios», pues no hace Él lo que detesta. No digas que él te empujó al pecado, pues Él no necesita de gente mala”.
 
Un caso especial es el libro de Tobías en el que la justicia del hombre va unida a la limosna, pero restringida igualmente a los miembros del pueblo de Israel: “Yo, Tobit, caminé por la senda de la verdad y de la justicia todos los días de mi vida haciendo muchas limosnas a mis hermanos, los de mi nación, que conmigo habían sido llevados a la tierra de los asirios, a Nínive”.
 
La “justicia de Dios” como término técnico aparece como tal tanto en Qumrán: Regla de la Comunidad: lQS 10,25s; 11,12; Rollo de la guerra: 1QM 4,6) como en diversos lugares de los Apócrifos. Así en el Testamento de Dan 6,10; 1 Henoc17,14; 99,10; 101,3; 4 Esdras 8,36. “Justicia de Dios” significa la conducta divina, naturalmente impecable y recta. Esta justicia consiste ante todo en la fidelidad de Dios mismo a la alianza hecho con los hombres representados por Abrahán, en su misericordia y perdón para con los humanos.
 
Es claro que a todo ello el hombre debe corresponder con la obediencia. Cuando se habla del presente (aunque siempre se considere que el final del mundo está cercano) como suele ocurrir en la apocalíptica más antigua, la justicia de Dios subraya la misericordia divina; cuando esa situación final del mundo se proyecta más claramente al futuro, en la apocalíptica más moderna la justicia de Dios subraya el juicio de Dios y se convierte en justicia forense / distributiva. Hay muchísimos ejemplos. Escojo uno del Apocalipsis sirio de Baruc: “El Señor me dijo: El mundo y la eternidad pertenecen a mi Nombre y mi Gloria. Mi juicio aguarda su justicia a su tiempo y verás con tus ojos que no son los enemigos los que destruyen Sión e incendian Jerusalén, sino que sirven al Juez en su momento”. En este texto el pecado de Israel ha sido castigado con la destrucción de Jerusalén por medio de otros seres humanos, que cumplen la voluntad divina de justicia sin saberlo.
 
En el libro de los Jubileos, del siglo II a. C., el carácter ético y moral de la justicia, traducido a normas, pasa a primer plano, porque la vida del hombre tiene que acomodarse a lo escrito por orden divina en las tablas celestes, que ya mencionamos: la ley de Moisés y la de las tablas del cielo –es decir, leyes o normas generales de buena conducta– han de ser los cauces justos de la conducta humana, y en el Juicio final las acciones de los hombres serán juzgadas de acuerdo con el cumplimiento o incumplimiento de lo fijado en esas tablas celestiales.
 
Ahora bien, los hechos buenos o malos no se conectan automáticamente con sus consecuencias, sino que son los ángeles los que leen las tablas celestes y dan a conocer a Dios las acciones malas para que se les aplique el castigo correspondiente ordenado en ellas (Jubileos 4,6 .32; 39,6). Existen pecados leves, “veniales”, y pecados graves, “mortales”, para los que no hay expiación. Así, Dios es justo porque es un juez que juzga según las tablas celestes, sin acepción de personas; es justo porque da su merecido a los que quebrantan sus mandamientos. Hay, pues, que hacer lo que manda la Ley.
 
En Jubileos 30,18.23 se dice que los hijos de Jacob fueron celosos en «hacer tsedaqá, mishpat y neqamá» (“justicia, castigo y venganza”) en su cruel comportamiento con los siquemitas, lo cual es un ejercicio justiciero triple que muchos intérpretes creen impensable en la Biblia hebrea… y solo propio de los Apócrifos. No lo creo, si se considera precisamente la versión de la venganza de Simeón y Leví, hijos de Jacob, por la violación y rapto de su hermana Dina perpetrados por Siquén, hijo de Emor/ Hamor narrado en Génesis 34. Con un astuto plan, convencieron a los hombres de Siquén para que se hicieran la circuncisión a cambio de consentir el matrimonio de Dina con Hamor. Entonces, mientras los habitantes de la ciudad aún estaban convalecientes, los dos hermanos atacaron la ciudad y mataron a todos los hombres, incluidos Hamor y Siquén, a filo de espada. Tomaron a Dina de casa de Siquén, y los hijos de Jacob saquearon la ciudad, porque habían amancillado a su hermana (Gn 34,26-27).
 
Aquí, en esta acción vengativa hay también en la Biblia hebrea la conjunción triple de “justicia, castigo y venganza”, aunque es verdad que Jacob critica el hecho y el autor de Jubileos no lo hace: “El día que mataron los hijos de Jacob a Siquén les fue registrado en el cielo al haber obrado justicia, rectitud y venganza contra los pecadores, siéndoles inscrito este acto (en las tablas celestiales) como bendición” (Jubileos 30,23). Los rabinos posteriores estuvieron divididos en si juzgar el caso como asesinato y saqueo o bien aprobarlo. El autor de Jubileos lo aprueba.
 
También es importante señalar que en el mismo libro de los Jubileos (el texto que editamos en el volumen II de los Apócrifos del Antiguo Testamento es el etíope clásico, única lengua en la que se ha transmitido completo Jubileos, pero la versión es tan literal que el hebreo subyacente es totalmente visible, aparte de que son dos lenguas semítica emparentadas) aparecen las voces hebreas jésed, “misericordia”, émet, “verdad / fidelidad” y selijá / “perdón” (Jubileos 21,25; 1,25; 22,15), que están ligadas a la idea de la misericordia, verdad y fidelidad de Dios, pero en verdad la bondad de Dios es muy limitada, pues quien no cumple su voluntad no tiene perdón.
 
El que no se circuncida no obtiene el perdón (Jubileos 15,34); tampoco tienen perdón –como apuntamos ya– los pecados mortales, como profanar el sábado: Jubileos 2,25: “El Señor creó los cielos y la tierra, y todo lo que creó lo realizó en seis días, e hizo el día séptimo santo para toda su obra . Por eso ordenó que todo el que en él haga cualquier trabajo muera, y quien lo profane muera ciertamente”. Y los paganos no son objeto de misericordia (Jubileos 23,23); Dios circunscribe su amor a los que lo aman (Jubileos 23,31) o a los israelitas que, arrepentidos, se convierten a los caminos de la justicia (Jubileos 23,26; 41,24s).
 
Conclusión: el cumplimiento de la Ley divina sin miramientos, en buena parte cultual y ritual, ha empobrecido considerablemente la justicia salvadora de Dios. Un dato curioso es que en Jubileos figura la correspondencia entre pecado y castigo, pero no la correspondencia entre acción buena y premio. Con otras palabras en este libro apócrifo, Jubileos, se han cambiado sustancialmente los conceptos de «justicia de Dios» y «Dios justo» de la Biblia hebrea, reduciéndolos a un estricto nomismo (observancia de la Ley; nómos en griego), a una justicia distributiva, aunque queden restos del concepto de «justicia de Dios» como salvación o como causa de ella…, pero solamente para el pueblo elegido.
 
Nos detenemos aquí. Concluiremos el próximo día, deo favente.
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
www.antoniopinero.com
 
Martes, 27 de Agosto 2024
LA IDEA DE DIOS EN LOS APÓCRIFOS DEL ANTIGUO TESTAMENTO (I)
 
En la literatura apócrifa del Antiguo Testamento hay casi tantas teologías cuantos libros existen, cada uno con sus concepciones y representaciones propias. Precisamente esta literatura es en buena parte espejo fiel del judaísmo que no se dejó «normalizar» nunca. El judaísmo ha sido y es muy libre en materias dogmáticas, como creo que es bien sabido. Es mucho menos libre en cuanto a las normas jurídicas derivadas de los preceptos de la Ley de Moisés, mucho de ellos enunciados con vehemencia y pasión, pero con pocas determinaciones concretas en cuanto a su cumplimiento Por ello resulta tan problemático hablar sobre la teología de los apócrifos: las síntesis son difíciles, los análisis pueden hacerse interminables.
 
La teología judía de la época hele­nística (finales del siglo IV a. C. hasta el siglo I d. C.) presenta algunos apuntes nuevos sobre la idea de Dios, que naturalmente es el mismo que el de la Biblia hebrea: Yahvé /Elohim o ’El. La novedad apunta hacia una concepción más racionalista de Dios difundida por el espíritu del helenismo. Tanto la vuelta del exilio de Babilonia como el helenismo ayudan al judaísmo a desarrollar la tendencia a tras­cen­dentalizar a Dios, a distanciarlo de la esfera terrenal, a alejarlo de los hombres.
 
Se agudiza así un fenómeno ya perceptible en el Antiguo Testamento. Un ejemplo: frente al antropomorfismo que rezuma el relato “yahvista” de la creación a comienzos del primer milenio (Génesis 2: Dios hace la tierra; Dios planta un jardín; Dios forma el hombre; Dios reposa tras la creación; Dios busca a Yahvé en el Paraíso), el relato “sacerdotal” cinco siglos posterior (Génesis 1) presenta a un Dios que realiza su acción creadora con el exclusivo poder de su Palabra, sin que llegue a aparecer en escena (Gn 1,3: “Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz; Gn 1,6: “Y dijo Dios: Haya un firmamento… y hubo un firmamento…, etc. ).
 
Dios se con­cibe entonces ya –como digo, tras el exilio, en especial a medida que en el judaísmo el influjo del racionalismo helenístico– muy alejado del mundo, un Dios que habita no en el tercer cielo, como en la cosmovisión de Babilonia (solo tenía tres cielos), sino en el séptimo e inac­cesi­ble cielo, sentado en un trono majestuoso y terrible, rodeado de fuego. Es un rey distante, lejano, misterioso, incomprensible, inefa­ble, cuyo sitial es excelso e inalcanzable.
 
Es sobre todo entonces, en torno al siglo V a. C. otras el exilio, cuando el nombre de Dios, que representa su esencia, es tan santo que por reverencia y temor deja de pronunciarse, y va siendo susti­tuido, como se observa en los Apócrifos bien por apelaciones directas como “Señor” (hebreo: Adonay), o indirectas como “Gloria” (hebreo Kabod); “Pre­sencia” (hebreo: Shekhiná), o “Pala­bra” (hebreo: Dabar ; arameo Memrá; o Lugar  (hebreo Makom), que son las más importantes en los Apócrifos.
 
El nombre propio de YHWH, el tetragrámmaton, “Cuatro letras”, sin vocales, queda reducido al ámbito del Templo, donde empezará la costumbre de que se pronuncie una sola vez al año, en voz baja, en el santo de los santos, por el sumo sacerdote. Las antiguas y simples designaciones como ’Elohim, ’El, ’Eloah (es decir, “Dios” simplemente, Alláh, árabe, como ya sabemos) van desapareciendo en loa Apócrifos del Antiguo Testamento. La literatura judía helenística, apócrifa o no, gustará de dirigirse a Dios como el “Altísimo” (’Elyon), el “Santo” (hebreo: Qadosh), o el “Padre invisible” (griego “Aóratos patér”) por ejemplo, en los Oráculos Sibilinos.
 
Algunos ejemplos representativos son IV Esdras 8,20-21: “Oh Señor, que vives para siempre, cuya mirada está sobre los altos (cielos) y (cuya morada) está sobre los aires; cuyo trono se encuentra más allá de la imaginación y cuya gloria es inconcebible, ante quien asisten las milicias de los ángeles con temor”, o los Oráculos Sibilinos 4,10-11: «No es posible verlo desde la tierra ni abarcarlo con ojos mortales». Igualmente la Carta de Aristeas en torno a finales del siglo III o inicios del II 155, remarca su señoría absoluta: “Por eso insiste también a través de la Escritura Aquel –es decir, Dios– que dice así: «Te acordarás mucho del Señor (griego Kýrios: “señor absoluto”, sin ningún adjetivo calificativo) que hizo en ti cosas grandes y maravillosas». Hasta hoy: Kýrie eleeison: “Señor ten piedad”.
 
A esta misma tendencia de respeto y distancia deben adscribirse las especulaciones judías helenísticas –igualmente tanto en los Apócrifos como en los textos deuterocanónicos– sobre las hipóstasis de la divinidad (hipóstasis, literalmente: “lo que está por debajo y hace que algo se sostenga de pie”, utilizadas  con el significado de “persona”; “entidad”; “ser”), que se imaginan como entidades divinas que actúan ad extra, hacia fuera, hacia el mundo. La divinidad se “desdobla” o “despliega” para mantener intocada / impoluta su trascendencia. No es Dios quien operó en el momento solemne de la creación, sino su Sabiduría personificada, su “Palabra” (Proverbios 8; Eclesiástico, o Ben Sira 24,3-6; Libro de la Sabiduría 7,22, etc.) o su “Espíritu” (Sabiduría 1,5).
 
Lo mismo ocurre en  algunos textos de las obras deuterocanónicas (canónicas de segundo orden; no aceptadas como sagradas por los judíos y protestantes, como el Eclesiástico, Judit, Sabiduría, 1 2 Macabeos), o eventualmente pasajes de obras de Qumrán, las cuales a menudo muestran la misma teología que la de los Apócrifos). Insisto en que Dios se halla tan alejado que debe “emitir” de sí mismo unos “como modos” suyos, las mencionadas hipóstasis, que operan hacia el exterior. La trascendencia de Dios así queda incólume, sin mezclarse con la materia. Incluso este Dios ha dejado de comunicarse directamente por medio de los profetas, que producían antaño oráculos inspirados y venerandos en su nombre. Volveremos a este tema.
 
El Dios de los apócrifos es único, sin rival alguno (los llamados dioses no existen), ve todas las cosas (3 Macabeos 2,21), vigila todo desde el cielo (Oráculos Sibilinos 5,352), va creando todas las cosas sobre la tierra (Jubileos 12,4) y sabe lo que en el mundo va a ocurrir incluso antes de crearlo (Antigüedades Bíblicas del Pseudo Filón, 18,4).
 
El progreso de la idea monoteísta de Dios que se percibe en los Apócrifos del judaísmo helenístico conserva, sin embargo, un punto flaco. A pesar de que la religión judía de esa época  insiste una y otra vez en un Dios único, creador único del uni­verso y de todos los hombres y razas, esa divinidad universal y para todos los hombres sigue por siempre ligada a un pueblo, elegido por ella entre todos los demás, y ese pueblo es Israel. El Dios judío sigue “materializando” su voluntad en una Ley cuyo núcleo está constituido por las costum­bres y el derecho nacional de un pueblo peculiar, el hebreo.
 
Esta doble concep­ción de Dios del judaísmo helenístico universalista y particularista a la vez –de un espíritu universalista, pues extiende continua y expresamente el poder de Dios no solo sobre Israel y sus enemigos inmediatos del Oriente Próximo sino sobre el universo entero, pero que sigue teniendo un pueblo elegido– encierra una contradicción que no se percibe en los Apócrifos, ni tampoco es percibida hoy día en muchos judíos estrictamente observantes.
 
Por ello se afirma que entre todos los pueblos Dios dispensa una atención especial a Israel, y dentro de Israel, a los que son fieles a sus leyes. Ya el primer hombre fue objeto de un especial cuidado de Dios: «De esta manera extendió su mano el Señor de todas las cosas, sentado sobre su trono santo, levantó a Adán y se lo entregó al arcángel Miguel» (Vida de Adán y Eva [griega] 37), que es su santo patrono y protector.
 
Sin embargo, más tarde los rabinos dirán, para justificar esta elección, que la Ley (de Moisés) como bien particular del pueblo elegido fue ofrecida por Dios a todas las naciones, pero solo Israel la aceptó. De cualquier modo, lo importante para los apócrifos sigue siendo el círculo privilegiado que engloba a Dios e Israel. El resto del mundo es totalmente secundario. Israel sigue siendo el «linaje escogido» de Isaías 43,20.
 
De modo consecuente, y muy frecuentemente los Apócrifos del Antiguo Testamento afirman que Israel es el centro de los cuidados de Dios, su primogénito, su unigénito, su amado (4 Esdras 6,58), mientras que las demás naciones son como algo sin valor, como piedrecillas en un secarral, o como un esputo. Tal cual. Es muy duro este vocablo, pero así la afirma el autor del libro IV de Esdras 6,55-59: “Señor, dijiste que en favor nuestro has creado el mundo. Y del resto de las gentes nacidas de Adán dijiste que no eran nada y que eran semejantes a un resto de saliva, comparando su abundancia (son muchos los pueblos gentiles) a una gota que destila un vaso… Y, si en favor nuestro ha sido creado el mundo, ¿cómo no poseemos al mundo como nuestra heredad?”
 
Que todas las naciones fueron creadas para Israel se afirma también en la Ascensión de Moisés 1,12 y en el Apocalipsis de Baruc [siríaco] 14,18; 15,7; 21,24, aunque curiosamente el mismo 4 Esdras afirma más tarde que el mundo fue creado para la humanidad en general (8,44). ¿En sí contradictorio? Ciertamente, pero prima la idea de que el mundo fu creado por Dios solo para Israel.
 
Hay, pues, en los Apócrifos del Antiguo Testamento ; y no digamos en los textos esenios de Qumrán, una fuerte corriente particularista: Dios ha dispuesto que la salvación sea sólo para Israel, para todo Israel o bien para sólo un resto; el verdadero Israel, el «resto» de Israel fiel a Yahvé, los santos, los hijos de la luz.  Pero el Apocalipsis de Baruc (siriaco) y el Libro IV Esdras oponen a este relativo optimismo de color gris una perspectiva aún más negra: se salvarán muy pocos, incluso de entre los israelitas.
 
Para los Apócrifos en general, los gentiles no tienen nada que esperar de Dios en el día del juicio postrero (Jubileos 15,26ss). Se puede, pues, decir que la corriente particularista de estos textos judíos prevaleció sobre una corriente universalista, que también existe en la época helenística y que debe ser  mencionada: la salvación de Dios es para todos los pueblos o al menos para bastantes de entre los gentiles.
 
Esta corriente se percibe sobre todo en los Testamentos de los XII Patriarcas que se muestran, por lo general, más propicios a la salvación de los paganos. En los Oráculos Sibilinos 3,753-757 se lee que en tiempos mesiánicos: «No habrá de nuevo guerra sobre la tierra ni sequía, ni volverá el hambre, ni el granizo que destroza los frutos. Por el contrario, habrá una gran paz por toda la tierra y un rey será amigo de otro rey hasta el fin de los tiempos, y el Inmortal en el cielo estrellado hará que se cumpla una ley común para los hombres por toda la tierra», es decir, todos los hombres se harán buenos al final de los tiempos y todos se salvarán.
 
En 1 Henoc 48,4 se dice que “ese hijo de hombre (= Henoc, como juez final)” será la luz de los gentiles extraviados por los malos espíritus que los apartaron de Dios. Esa tarea será también la de todo Israel que tiene la función en época mesiánica de reconducir a los gentiles al recto camino como un faro potente que ofrece la luz a un mar en tinieblas. Como afirman una vez más Oráculos Sibilinos 3,194-195: «Entonces el pueblo del gran Dios de nuevo será fuerte y será el que guíe a la vida (verdadera, concedida por Dios) a todos los mortales».
 
Una manera que tiene Dios de revelarse es manifestarse en el curso de la historia. Es esta una idea típica ya de la Biblia hebrea: Dios se revela en lo que ocurre en el devenir humano, especialmente en el de su pueblo elegido, como hemos dicho, por tanto en la historia concreta de Israel. Esta noción queda subrayada aún más en los Apócrifos del Antiguo Testamento. En realidad, la historia no es más que el desarrollo de unos acontecimientos prefijados por Dios en las “tablas celestiales” (especialmente nombradas en el libro de los Jubileos, o “Pequeño Génesis”), en donde están consignados todos los hechos de los hombres, los buenos y los malos.
 
Existe, pues un determinismo divino, según los Apócrifos del Antiguo Testamento: todo lo que acaece en el mundo está predeterminado por Dios y todo se encamina a la victoria de Dios sobre sus enemigos y sobre los de su pueblo, Israel, naturalmente. La última etapa del mundo, el final de este universo, será la de la salvación definitiva de su pueblo: la historia, que empezó en un paraíso, terminará en un paraíso para el pueblo fiel. Aunque la concepción del tiempo es muy lineal tanto en los Apócrifos como en la Biblia hebrea, hay también una cierta circularidad en la historia: el final será como el principio. Hubo un paraíso; luego el mundo presente, caótico después del pecado de Adán, será aniquilado y será creado un nuevo cielo y una tierra nueva (el nuevo paraíso) para que vivan en ellos los fieles a Yahvé… ¡y solo ellos!
 
Es notable, sin embargo, que el Dios de los Apócrifos veterotestamentarios, más trascendente y lejano que el de la Biblia hebrea, es a la vez más cercano, tanto que es un Dios cuya esencia es salvar a quienes lo aman, arrancándolos de la pésima situación creada por el lapso de Adán. Hablaremos luego de que Dios es ante todo padre.
 
Pero curiosamente la predeterminación divina convive en los Apócrifos con la libertad individual del hombre para decidir la propia historia individual de salvación o condenación, aunque sin poder interferir en el curso de la historia general mundana, regida en exclusiva por el Dios trascendente. El ser humano no puede cambiar el devenir de los acontecimientos, que hacen pensar en una idea judía como la del Hado griego, Fatum, Hado, esa fuerza inflexible que preside la vida humana sin dejar apenas espacio para la libertad. En realidad nos topamos de nuevo con un pensamiento contradictorio, porque los acontecimientos en la tierra no se hacen solos, sino que los realizan los humanos.
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
www.antoniopinero.com
Martes, 20 de Agosto 2024

Escribe Antonio Piñero

El tema ha sido bien tratado ya por mi colega Julio Trebolle, catedrático de hebreo, también emérito, de la Universidad Complutense de Madrid, en un libro editado por mí y en El Almendro / reimpreso por Herder Barcelona, titulado “Los libros sagrados de las grandes religiones” en 2007. Sin embargo, para el público no profesional el capítulo, realizado por Trebolle por encargo expreso mío, tiene muchos párrafos ininteligibles. Por ello mi tarea es básicamente resumir y explicarlo bien, y aclararles el contenido de ese capítulo largo y lleno de tecnicismos, que no se entiende fácilmente. Añadiré suficientes ideas mías, aunque sin la necesidad de indicarlas expresamente.

Es claro que las grandes religiones llegaron a ser universales entre otras razones por disponer de libros sagrados que constituían un fundamento básico de las mismas. El judaísmo, como modernamente lo describen los estudiosos sobre todo Daniel Boyarin, eminente rabino, no es considerado hoy una religión, sino un mero culto a Dios que cumple ciertas reglas prescritas por una ley. Pero en la Antigüedad la inmensa mayoría de los judíos veían al judaísmo como una religión y su libro, la Biblia hebrea, era para ese judaísmo lo más sagrado de lo sagrado. El canon de escrituras sagradas y sobre todo su interpretación eran instrumentos básicas para distinguir lo sagrado de lo profano, lo puro de lo impuro y como en ese canon estaba principalmente la Ley, la Escritura era norma de vida.

Es, pues claro, que el canon –al establecer cuáles son los libros revelados e inspirados– señala el cauce por el que discurre la corriente central de la religión judía… y de la cristiana también, naturalmente.  Lo apócrifo, lo que es externo al canon (lo explicaré) carece de valor normativo y desborda los márgenes entre los que se mueve la corriente central de la religión. El proceso de formación de los cánones hebreo y cristiano del Antiguo Testamento (en terminología cristiana) corre parejo con el del judaísmo y del cristianismo, por lo que la historia de los cánones respectivos es también la de estas religiones. El proceso de constitución del canon bíblico judío en los dos / tres primeros siglos de su historia responde a un propósito de formación de la identidad e integración interna del judaísmo, al igual que la formación del canon cristiano responde a la necesidad de consolidar las doctrinas e instituciones del cristianismo, y con ello su identidad.

Así pues, preguntarse por un canon significa formular cuestiones como las que siguen:

1.  Cuándo y cómo se formaron los libros que lo componen.
2. Qué impulsos religiosos y culturales-sociológicos, de política eclesiástica, dieron lugar a la constitución de ese canon.
3. Qué relación existe entre los libros canónicos y la literatura extracanónica. En nuestro caso se incluye la cuestión sobre cómo no solo el canon sino también los escritos excluidos influyen en una secta judía del siglo I de la era común, ya que eso fue el cristianismo en sus comienzos.

Y una última observación muy importante: ni los judíos “normales”, no creyentes en Jesús como mesías, ni los judeocristianos que sí creyeron en Jesús, judeocristianos que seguían admitiendo como Sagrada Escritura la Biblia hebrea dejaron ni un solo documento sobre cómo ni cuándo se formó el canon de la Biblia hebrea, ni cómo los judeocristianos lo aceptaron, aunque añadiéndole algunos libros más. No hay documento alguno estrictamente tal. Ni uno solo.

        Y como no hay documentos expresos, el investigador, como un buen detective, actúa por los indicios o pistas dejados allá o acá tanto en los escritos que acabarían siendo canónicos como en los rechazados y en los textos de los autores, judíos o cristianos que los citan.

        Respecto al canon de la Biblia hebrea: hasta la segunda mitad del siglo XX se investigaban casi exclusivamente las indicaciones dejadas en ocasiones diversas por los escritos rabínicos más o menos desde inicios del siglo III (hacia el 200-220) en adelante;  también la información suministrada por antiguas listas canónicas, las citas patrísticas del Antiguo Testamento como Escritura canónica, y sobre todo citas rabínicas de la Biblia hebrea, como Escritura sagrada igualmente.
A partir de 1950 hasta hoy el panorama cambia porque los estudiosos han caído en la cuenta de que hay que estudiar no solo las citas, sino también las características de los rollos o códices antiguos que contienen la Biblia, ya que indican qué se copiaba y qué no como sagrado. A esto se añade algo importantísimo: a partir de 1947 se fueron descubriendo los manuscritos del mar Muerto, los cuales –como creo que ustedes saben– proporcionaron unos 800 manuscritos hasta el momento desconocidos, o poco conocidos, de textos judíos escritos en hebreo, arameo desde el siglo II antes de Cristo.

Y lo que es muy importante: entre esos 800 manuscritos había unos 200 manuscritos que son copias de textos bíblicos, más o menos un 25 % de lo encontrado. Y si se copiaban esos textos bíblicos era porque se trataba de libros que desde el siglo II a. C. al menos eran considerados si no canónicos, sí al menos Escritura sagrada. Qumrán desempeñará, pues, un papel importante en esta clase. Por consiguiente: las pistas para indagar el origen del canon judío de la Biblia hebrea se halla en textos antiguos, como los de Qumrán, considerados “Escritura sagrada” aunque aún no se hubiera formado ninguna lista estricta de qué libros debían considerarse como tales.

El canon es un proceso que llevó su tiempo. Adelanto ya que no hay canon judío totalmente consolidado hasta el año 220 / 250 d. C. más o menos. Esbocemos ahora una breve historia del lento desarrollo de la idea de canon de Escrituras de la Biblia hebrea. Es bien sabido que el primer indicio de que ciertas leyes de Israel eran sagradas es la noticia de que en el reinado de Josías se encontró por casualidad en un muro, al hacer obras en el templo, un “cierto libro de una Ley” (probablemente el inicio del futuro Deuteronomio) ley sagrada para Israel. Y según parece en ese mismo tiempo se inicia la primera redacción de Josué, Jueces, Samuel y Reyes. En mi opinión este hecho nos ofrece la primera pista: cuando se componen esos libros, sobre todo el de la Ley, comienza el sentimiento, o idea, de que esos libros son sagrados para el pueblo: para su gobierno espiritual y material y para consolidar su identidad.

En la época que siguió al exilio de Babilonia, a partir del siglo V a. C. sobre todo se pusieron los cimientos de lo que había de ser el judaísmo de las épocas persa y helenística, los cuales, a su vez son la base del judaísmo rabínico  y este judaísmo, evolucionado, es el padre del judaísmo moderno.

Al morir en el  515 a. C, el último rey davídida, Zorobabel, la monarquía y sus instituciones desaparecen. Entonces el Templo se convirtió en el centro de la vida social y religiosa y en el símbolo de nuevas esperanzas que abrían el horizonte a una espera por un mundo mejor para Israel. Fue una época caracterizada por el pluralismo de corrientes y de escuelas teológicas, que son llamadas técnicamente deuteronomista (que preparan la redacción final del Deuteronomio, la de los cronista (que ultiman el libro de la historia de los reyes de Israel y Judá), y la escuela sapiencial (la  que recoge dichos, proverbios, tanto de Israel como de los pueblos vecinos, para el buen gobierno de la vida y sobre todo salmos) y sobre todo nace la corriente apocalíptica, que nos interesa especialmente, porque es la que más influirá en el judeocristianismo y luego en el cristianismo a secas con numerosos cruces entre ellas. Un movimiento de integración de todas estas corrientes entre los piadosos (los hasidim) inició un proceso tendente a reconocer especial autoridad a determinados libros y no a otros.

      Este movimiento integrador entroncó la profecía en la Torá (la “Ley”) y empezó a pensar en un conjunto sagrado denominado (“Ley y Profetas”), mientras que la historiografía de los cronistas recobraba el papel de la monarquía davídica, que sabían ya extinta, bajo una perspectiva más cultual que política, y la piedad tradicional expresada en los salmos contribuía a iniciar una tercera categoría de libros sagrados (“Salmos” y, más tarde, los otros “Escritos). Así pues entre el pueblo empezó a tenerse veneración por tres grupos de escritos: Ley – Profetas – Otros escritos, en especial los Salmos. Ante todo por los dos primeros como veremos
Este proceso más serio aún que los anteriores de considerar sagrados ciertos libros se puede situar probablemente a mediados del siglo V a.C., unos 75 años después de la muerte de Zorobabel, en relación con la actuación de Nehemías –como delegado judío de Artajerjes II, rey de Persia, para gobernar una parte de su imperio que era Israel– que tuvo lugar en los años 444-432. Por entonces los textos deuteronómicos y sacerdotales del Pentateuco gozaban ya del carácter de normas reconocidas.
         
       En torno al 400 a. C. el Pentateuco adquirió forma en sus cinco libros: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. Por la misma época se conformó definitivamente la colección de libros históricos ya mencionados: Josué, Jueces, Samuel y Reyes, así como la de libros proféticos: los tres libros de Isaías, los doce de Profetas menores y los de Jeremías y Ezequiel. Pero ¡ojo! no se entienda este proceso llevado a cabo en la época del dominio persa sobre Israel como un verdadero proceso de formación de un canon de Escrituras. Se trataba más bien de un progresivo reconocimiento de la especial autoridad religiosa sobre el pueblo israelita de determinados libros considerados especialmente revelados o especialmente inspirados.
 
      Más tarde, pasados unos doscientos años, hacia los comienzos del siglo II a. C. se observa que se había hecho más común la idea –con más firmeza aún que en el 400–  de que ciertos libros eran sagrados porque se sentían que formaban una base de referencia para la fe y la práctica judía. Lo sabemos por la composición hacia el 190 a.C., del libro del Eclesiástico 39,1 (o Ben Sira para no confundirlo con el Eclesiastés, también llamado Qohelet, que suele traducirse como “predicador”, pero que quizás no sea del todo correcto, sino como miembro de una “asamblea” qahal /ekklesía / ekklesiastés, 39,1, a no se ser que se entienda como “predicador” el que habla en una asamblea) repito, el libro del Eclesiástico hace referencia a ya “la Ley del Altísimo”, a “la sabiduría de los antiguos”, y “las profecías”, lo que pudiera quizás apuntar ya a un canon y con una estructura claramente tripartita del canon: “Ley / Profetas / Libros sapienciales”. Sin embargo, la expresión “la sabiduría de los antiguos” puede no hacer referencia a los Escritos que integran la tercera parte del canon actual, sino a la literatura sapiencial de Israel e incluso a la de los pueblos de la Antigüedad.
   
     El segundo libro de Macabeos, compuesto en torno al 125 a. C., menciona “la Ley” y seguidamente “los libros acerca de los reyes y los profetas, los de David, y cartas reales sobre ofrendas” (2,2-3.13-14). La expresión “los de David” se refiere probablemente al libro de Salmos, que puede o no representar aquí a la colección entera de la tercera parte de la Biblia hebrea actual, los “Escritos”. Los “libros acerca de los reyes y los profetas” pudieran ser los de Samuel y Reyes, y posiblemente también los de Crónicas, Esdras y Nehemías. Este pasaje parece reflejar quizás no a una división una división tripartita, de la que hemos hablado hasta este momento, sino bipartita del canon: “la Ley y los Profetas” (15,9), ya que la designación ley y profetas podría aludir simplemente a la historia antigua de Israel contenida en el Pentateuco y en los libros históricos que hablan también de profetas.
       Y ahora vayamos al cambio que supuso el descubrimiento de los libros de Qumrán, los cuales ofrecen información más directa y detallada sobre la historia de los libros bíblicos en el siguiente período que se va acercando al siglo de Jesús. Entre esos 200 manuscritos bíblicos se ha conservado al menos una copia, o grandes fragmentos, de todos los libros de la Biblia hebrea, excepto de Esdras y Nehemías, como también de otros libros que más tarde pasaron a formar parte de la Biblia cristiana o bien de una tradición que recoge el cristianismo (así, Eclesiástico, Tobías, Jubileos, 1 Henoc y Carta de Jeremías). Los libros más copiados en Qumrán son los Salmos (37 ejemplares en el conjunto de las cuevas), Deuteronomio (32) e Isaías (22), que son precisamente en los más citados en los textos judíos de la época, como también en el Nuevo Testamento, como sabéis ya, un conjunto totalmente judío.

        Señala el Prof. Trebolle que el texto de Qumrán denominado “Carta haláquica” o Miqsat maasé ha-Torah = “Algunas obras de la Torá” (4QMMT), de mediados del s. II a.C., hace referencia explícita al “libro de Moisés” y  menciona también de modo neto “las palabras de los profetas” a las que se añaden las palabras “de David”.  

Esto último puede entenderse de dos maneras.

Una: Como David era considerado también un profeta, podría hablarse de que ya se estaba pensado al menos en unas Escrituras Sagradas divididas en dos partes, y que los salmos parecen ser considerados aquí como palabras proféticas.

Otra: que la palabras de David sean los salmos y que fuera una categoría distinta de escritos: entonces las Sagradas Escrituras estarían divididas en tres partes: Ley-Profetas- Salmos.

Muchos estudiosos opinan que lo más probable es la primera manera, a pesar de ciertas insinuaciones: se trata de una división bipartita, y no de tres partes bien diferenciadas. Quizás lo que el manuscrito 4QMMT parece conocer fuera es división bipartita de una especie de canon incipiente, pues en otros lugares se repite: “[Y está escrito en el libro de] Moisés y en [las palabras de los profe]tas que...”. Lo mismo pude decirse de la Regla de la Comunidad que hace referencia a “Moisés y sus siervos los profetas” (1QS 1,2-3 y 8,15-16). Y el Documento de Damasco, el cual habla igualmente de “los libros de la ley” y “los libros de los profetas” (7,15-16). Todas estas obras fueron escritas probablemente unos cien años antes del nacimiento de Jesús. Pero, ¡ojo! nunca dicen que se trata ya de un canon oficial dictado por alguna institución, sino que son libros supersagrados.

El libro 4 Macabeos, que es un apócrifo, compuesto posiblemente en torno al 40 d.C., ciertamente antes de la Guerra judía, habla asimismo de “la Ley y los profetas” (18,10), expresión que aparece con frecuencia en el Nuevo Testamento, otro libro totalmente judío: Mateo 5,17; 7,12; 22,40; Lucas 16,16.29.31; Juan 1,45; Hechos 13,15; 28,23 y Romanos 3,21. El evangelio de Lucas recoge en 24,27 la expresión “Moisés y todos los profetas”, pero poco más adelante conoce otra más extensa, “la ley de Moisés, los profetas, y los salmos” (24,44).

No hablo de Filón de Alejandría, contemporáneo casi estricto de Pablo de Tarso, porque sus citas bíblicas se ciñen casi exclusivamente al Pentateuco, pero tampoco habla de canon estricto, sino que se fija en la Ley. Y así llegamos a un testimonio importante para lo que nos interesa, el de Flavio Josefo que escribe unos 60 años después de la muerte de Jesús. En su defensa acérrima del judaísmo como pueblo y como religión, contra uno de sus  denigradores, un tal Apión –un egipcio muy helenizado, al que le molestaba que la comunidad de judíos de Alejandría fuera muy numerosa y que gozara de privilegios, como estar exentos de prestaciones militares– encontramos ya una suerte de canon bíblico (aunque tampoco emplea esa palabra, y creo equivocarme, pues no la encuentro en el índice de Josefo de Louis Feldmann).

Pero de hecho Josefo está hablando de una especie de canon aunque hable de “Escrituras compuestas de 22 libros”, clasificados en tres secciones: la primera, los cinco libros de Moisés; la segunda por 13 libros escritos por los profetas y la tercera por “los cuatro libros restantes”, que podrían ser los de Salmos, Cantar de los Cantares, Proverbios y Qohelet. Y en otra obra (escrita hacia el 95 d. C., las Antigüedades judías, X 35) menciona el libro de Isaías y “también otros, en número de doce”, quizás los doce Profetas Menores.

Así pues, los testimonios anteriores pueden apoyar la opinión según la cual, a inicios del siglo II a.C., existía ya una cierta idea de unas Escrituras sagradas, ya fueran divididas en dos partes (muy probable) o quizás en tres (menos probable) y se empieza a notar también que otras obras, ante todo los Salmos (repito: ¡37 copias en los manuscritos de Qumrán!), tienen ya una autoridad sagrada. Pero ciertamente lo básico eran “La Ley y los Profetas”, aunque Flavio Josefo, unos 60 años después de Jesús, este hablando de una suerte canon tripartito, poco claro aún: “Ley-Profetas- y Escritos (cuatro solo).

Seguiremos, deo favente, la próxima senana


Saludos cordiales de Antonio Piñero

www.antoniopinero.com

 
Martes, 13 de Agosto 2024

Imagen de la cubierta del libro en la comunicación de la semana pasada


Escribe Antonio Piñero
 
Empiezo hoy una miniserie de unas cuatro o cinco publicaciones destinadas a servir de apoyo a la aparición del Volumen VII de la mencionada colección. Comienzo con una visión de conjunto y con algunas definiciones y precisiones. Tomo las ideas de la presente miniserie de la gran Introducción a los siete volúmenes que dejó sin acabar el añorado Alejandro Diez Macho. Es volumen I fue editado por Miguel Pérez Fernández y María Ángeles Navarro.
 
Cuando hablamos de “apócrifos”, sobre todo en países de lengua hispana, y sospecho también que en Portugal y Brasil, muchas personas muestran un interés muy notable porque junto con el término “apócrifo” va unida la idea de que la Iglesia, sobre todo la católica, los ha declarado como tal, falsos, los ha perseguido, ha procurado destruirlos, etc. porque –piensan– en muchos de ellos se ocultaba la verdadera historia del cristianismo… y porque si se descubría… se acababa el negocio eclesiástico y la Iglesia se derrumbaría. Esto ocurre naturalmente más con los apócrifos del Nuevo Testamento… y mucho menos, o poco con los apócrifos de la Biblia hebrea, porque muchas personas ni siquiera saben que tales apócrifos existen y menos aún que son muy importantes.
 
Veremos que los temores y terrores de algunos, asociados con el ocultamiento de los apócrifos es un bulo. Sencillamente falso. Piénsese que en concreto los apócrifos del Antiguo Testamento en nomenclatura cristiana han sido conservados por los cristianos, no por los judíos, porque los cristianos intuyeron muy pronto que el contenido de tales libros judíos eran una “preparación al evangelio”: Dios había dispuesto la Biblia hebrea y su continuación, sus apócrifos, para que las mentes de los cristianos y el mundo entero se fueran preparando a las nuevas doctrinas. Y respecto los Apócrifos del Nuevo, piénsese que las principales ediciones de ellos provienen de miembros de la Iglesia. Así pues, respecto a los Apócrifos corren muchos bulos entre la gente.
 
Es importante aclarar los términos canónico y apócrifo, pues son muchas las obras de autores judíos y cristianos que, ya sea por su título o contenido, o por su presunto autor, han mostrado pretensiones de ser consideradas sagradas y de ingresar en el selecto grupo de “libros canónicos” o inspirados, pero no lo consiguieron.
 
Sin embargo, no por eso dejan de ser más que importantes los Apócrifos, pues los de la Biblia hebrea reflejan una teología y religiosidad que en muchos casos fue más determinante para el desarrollo del primer cristianismo que el Antiguo Testamento mismo, a pesar de su carácter de sagrado. Esta idea es el leitmotiv, el motivo dirigente o impulsante de este curso: su importancia. Además, los textos apócrifos de la Biblia hebrea son bastantes, unos 65 libros en total, pero no todo su contenido es importante, como es natural.
 
Comencemos por las definiciones. El término “apócrifo” o “literatura apócrifa” se comprende hoy día a partir del concepto opuesto: “libros o literatura canónica”. Un libro “canónico”, como sabemos de sobra, es el aceptado como sagrado por la Iglesia (o también por el judaísmo, si se habla de la Biblia hebrea). Entonces la definición es evidente: un apócrifo es un escrito no admitido en la lista de libros de la Biblia, aunque con pretensiones de estar en ella por su tema, género o pretensión de autoría… Finalmente el término “apócrifo” significa lo mismo que “falso”.
 
Sin embargo, para llegar a esta significación el vocablo “apócrifo” pasó por una serie de etapas. El vocablo aparece ya en Ireneo de Lyon (hacia el 180 d.C.), y deriva del griego apokrýptô, que significa “ocultar”. En principio, un libro “apócrifo” fue aquel que convenía mantener oculto por ser demasiado precioso, no apto para que cayera en manos profanas. También se designaban con el vocablo “apócrifo” los libros que procedían o contenían una enseñanza “secreta”, pero de ningún modo falsa. Así, ciertos filósofos de la antigüedad afirmaban que sus doctrinas procedían de libros secretos (en griego: apókrypha biblía) que venían del Oriente.
 
 
Esta acepción de apócrifo = a libro precioso o secreto, aparece como normal en escritores eclesiásticos cristianos de los primeros siglos, como Clemente de Alejandría (Stromata, o “Tapices” I 15,69,6). Rápidamente, sin embargo, y precisamente porque tales libros eran utilizados por grupos más o menos apartados de la Gran Iglesia, el vocablo apócrifo adquirió el sentido de “espurio” o “falso”. Así ya en el autor antes citado, Ireneo de Lyon, o Tertuliano (hacia el 200). A partir de tales escritores se ha generalizado esta acepción hasta hoy, olvidándose de que apócrifo tenía un sentido muy positivo al principio.
 
 
¿Cuáles son, o cómo se llaman tales apócrifos? Entre los apócrifos de la Biblia hebrea hay, en primer lugar, un bloque de salmos y oraciones: Salmos de Salomón; Oración del rey Manasés; Cinco salmos nuevos de David; Plegaria de José.
 
 
 En segundo, encontramos un buen número de escritos que complementan o reelaboran libros y temas conocidos por el Antiguo Testamento canónico: así, el libro de los Jubileos o Pequeño Génesis, llamado así porque expande algunos capítulos de este libro; también las Antigüedades Bíblicas del Pseudo Filón, que vuelve a contar la historia sagrada desde Adán hasta David; la Vida de Adán y Eva, que gira en torno al capítulo 3 del Génesis: el pecado de Adán; los Paralipómenos o “restos” de Jeremías sobre la historia en torno a Jerusalén y el exilio; libros 3º y 4º de los Macabeos, sobre la historia del levantamiento judío contra la helenización de Israel; la Novela de José y Asenet, sobre la conversión al judaísmo.
 
 
Nos ha llegado también un ciclo completo con profecías de Henoc, “el séptimo varón después de Adán”, que se compone, a su vez, de diversas obras transmitidas en lengua etíope, antiguo eslavo o hebreo, y que se denominan Libros 1º, 2º, 3º de Henoc.
 
 
 Hay también un gran bloque de apocalipsis o revelaciones, en especial sobre el inminente fin de los tiempos como el Libro 4º de Esdras; los Apocalipsis sirio de Baruc, discípulo de Jeremías; los Apocalipsis de Elías, Adán, Abrahán, Ezequiel, Sofonías, etc.
 
 
Hay otro grupo que se denomina hoy literatura de “testamentos”, porque todos sus componentes se acomodan, más o menos, a un cierto tipo de género literario ya conocido desde el Génesis, a saber: una gran figura religiosa reúne a sus descendientes a la hora de su muerte, que conoce por revelación divina, les cuenta los hechos más importantes de su vida, les orienta sobre el modo recto de proceder, les exhorta a cumplir los mandamientos de la Ley y termina con algunas predicciones sobre el futuro. Los más importantes de estos “testamentos” son los de los XII Patriarcas, hijos de Jacob; el Testamento de Job, y el Testamento de Salomón. Poseemos también los Testamen­tos de Moisés y Adán.
 
 
Otro grupo importante es la literatura sapiencial que quiere decir que su contenido trata de la sabiduría, de consejos, máximas, y breves orientaciones destinadas a exhortar sobre todo a vivir conforme a la razón y al cumplimiento de la ley de Moisés: el libro de Ajicar y las Sentencias y proverbios del Pseudo-Focílides
 
 
Existe también dentro un bloque misceláneo de apócrifos que agrupa obras muy variadas: desde fragmentos de un autor trágico judío, Ezequiel, que escribió, entre otras obras, una tragedia sobre el éxodo, hasta fragmentos casi perdidos de una historia de Eldad y Modad, pasando por los famosos Oráculos Sibilinos, o los del profeta persa Histaspes, es decir restos de antiguas profecías paganas reelaboradas por judíos y, luego, por cristianos.
 
 
En conjunto la mayoría de las obras se encuadran dentro de la escatología apocalíptica judía, es decir, sabiduría revelada sobre el fin del mundo.
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
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Martes, 23 de Julio 2024
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Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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