NotasEscribe Antonio Piñero Acabamos hoy este miniserie sobre las conclusiones del libro “La construcción de un texto complejo. Orígenes históricos y proceso compositivo”, del Prof. Gonzalo Fontana. Creo que ofrece materia de reflexión y de una lectura repetida para algunos días. Estoy totalmente de acuerdo con el autor en que todos los que han participado en la génesis de este evangelio tan complejo son judíos y en términos judíos ha de ser interpretada su obra. Su maestría en el manejo de las fuentes veterotestamentarias es la mejor prueba de ello. ¿Dónde, salvo en una sinagoga, podía aprenderse a interpretar la Escritura con semejante soltura? Esto es, los autores de los discursos son con toda probabilidad miembros de la propia comunidad johánica, la misma que, en su día, produjo la figura del “discípulo amado”, la misma de la que surgió el evangelio del calendario litúrgico. Otra cosa es que en estas fases finales del evangelio el grupo ya hubiera sido expulsado del judaísmo oficial por sus inasumibles doctrinas (en especial esa suerte de divinización extrema de Jesús que aparece en sobre todo en el Prólogo), lo cual no implica, desde luego, que dejaran de sentirse judíos, ni tampoco que dieran la espalda a la única instancia organizativa que conocían, la sinagoga. Esto es, es muy posible que, durante largo tiempo, los grupos johánicos siguieran organizándose con arreglo a los modelos institucionales de su tradición configurándose como “sinagogas informales”. Así pues, estos últimos redactores del texto johánico no eran unos extraños, ni tampoco un grupo foráneo decidido a transformar su relato en un evangelio abierto a la gentilidad. Se trataba, más bien, de un grupo altamente intelectual que, en un momento determinado, asumió la tarea de reinterpretar el sencillo texto que circulaba entre ellos a la luz de las novedosas y deslumbrantes doctrinas de su entorno. Pero tampoco significa esto que ellos asumieran en bloque el corpus doctrinal del gnosticismo. Se trataría, más bien, del empleo del utillaje conceptual de una gnosis ambiental incipiente, con el fin de expresar su mensaje de una forma atractiva a sus destinatarios. Más aún, el corpus johánico manifiesta una terminante postura antidocética –es decir, en contra de la doctrina que el cuerpo del Salvador no era real, sino meramente aparente, deducido del principio que la divinidad ni puede conjuntarse de ningún modo con lo carnal-- que es prueba de su impermeabilidad al núcleo conceptual del gnosticismo. Por otra parte, el autor de este libro tan interesante no ha tenido la idea de caracterizar simplemente el texto del Cuarto Evangelio desde el punto de vista filológico, formulando una nueva hipótesis estratigráfica que superara las dificultades de las ya propuestas, en particular la de Rudolf Bultmann. Su propósito ha sido también el de dotar de peso histórico la reconstrucción que presenta el libro, lo cual le ha llevado a tratar de conectar, en la medida de lo posible, el relato de la elaboración del texto con una hipótesis que dé cuenta, de forma más consistente, de las vicisitudes históricas de los dos grupos cristianos involucrados en su creación. Así pues, y aunque es muy probable que en la zona hubiera muchos más grupos encuadrables en el movimiento cristiano (judeocristianos de varios tipos o gnósticos), de los que no se ha ocupado el autor, debido a que apenas han dejado rastros documentales, lo relevante es que, según la hipótesis defendida en el libro, existieron en Éfeso dos importantes comunidades cristianas —la johánica y la lucana—, las cuales, aunque se reconocían mutuamente como miembros de un mismo movimiento, permanecieron largo tiempo separadas hasta que, ya muy entrado el siglo II —y desde luego en una fecha muy posterior al cierre redaccional de los textos—, acabaron por conformar el núcleo de la “Gran Iglesia” de la que habla el polemista anticristiano Celso hacia el 170. Aquí, personalmente tengo que añadir que los dos grupos son esencialmente paulinos en la interpretación de la muerte de Jesús como un sacrificio vicario por toda la humanidad. Me parece que es claro que en el judeocristianismo típico –el de la iglesia de Jerusalén—no se percibe de ningún modo la idea de una teología de su muerte como sacrificio querido por Dios para que por medio de la sangre derramada de la víctima, Jesús, Dios se apiadara y perdonara los pecados de los judíos… y más tarde de toda la humanidad, lo que incluía a los paganos al mismo nivel que los judíos. En esta idea que creo básica opino que debía haber insistido más el Prof. Fontana. La primera de las comunidades mencionadas tenía un origen palestinense, y más en concreto samaritano; y la segunda sería heredera de la predicación paulina en la ciudad. En efecto, la iglesia johánica no se hallaba sola en Éfeso: unos veinticinco años antes, Pablo había fundado una comunidad cristiana muy diferente. Frente al grupo de carácter judío y replegado en principio sobre sí mismo que era la comunidad johánica, los cristianos efesios de origen gentil estaban bien integrados en su mundo y abiertos a la incesante incorporación de nuevos miembros que reclutaban entre los metuentes, es decir, los “temerosos de Dios” que orbitaban en la periferia de las sinagogas. Y al igual que la vieja comunidad samaritana había creado su propio corpus legendario (que acabaría por cristalizar en la primera redacción de Juan), ellos habían hecho lo propio con la creación del tercer evangelio y de otros materiales doctrinales entre los que podemos destacar el corpus epistolar pseudopaulino (Colosenses, Efesios y cartas pastorales). Esta concepción rompe con la idea de un grupo cristiano unitario y perfectamente diferenciado, a su vez, de las fórmulas “heterodoxas”, tal como sigue manteniendo por ejemplo, el monumental trabajo de P. Trebilco (Jewish Communities in Asia Minor, Cambridge) de 1991. De hecho, las profundas divergencias entre todos estos textos son, a nuestro juicio, la prueba más evidente de que surgieron de grupos muy diferentes. En rigor, el estudio del Prof. Fontana se inscribe en una discusión historiográfica que se esboza al principio del libro. A este respecto puede decirse que la postura adoptada por Fontana es muy parecida a la de R. Strelan (Paul, Artemis and the Jews in Ephesus, de 1996), quien planteaba la coexistencia de dos grupos (uno paulino y otro johánico) que efectuaron intercambios y transacciones, conclusión a la que también llega el Prof. Fontana a través de vías diferentes. A este respecto es importante señalar que el análisis filológico demuestra las mutuas interferencias entre los textos de ambas corrientes. Ahora bien, aunque la reconstrucción que propone este libro habla, sí, de estas dos grandes corrientes cristianas, en modo alguno hemos de ver en ellas grupos compactos y homogéneos que expresan sus convicciones doctrinales a través de textos que circulan entre ellos como reguladores dogmáticos de sus creencias. Recordemos que, en el momento de su composición, esos textos no forman parte de ningún canon. Y lo que es más importante, es preciso subrayar que son el resultado de opciones teológicas muy sofisticadas, que, en última instancia, dan cuenta, sobre todo, de la reflexión de los círculos dirigentes y de los individuos más cultivados de cada uno de los grupos. Es cierto que cada uno de los autores se sirve de su propio fondo tradicional, pero también es obvio que sus textos reflejan el resultado de su propio proceso indagatorio y se construyen como un argumentario destinado a defender convicciones y hallazgos personales, de un lado, y a atacar posiciones distintas, de otro. Ahora bien, ¿en qué medida cada uno de los puntos expuestos es asumido o comprendido por cada uno de los miembros de los grupos y grupúsculos que, de cerca o de lejos, se sienten identificados con las tradiciones comunes del grupo? Así, el Prof. Fontana subraya que Juan, aun dentro de una tradición indiscutiblemente judaica, manifiesta el abandono de doctrinas cristianas muy antiguas como la de la parousía. Pero ¿semejante transformación fue el resultado de una opción asumida por todo el grupo de creyentes? O más bien, ¿no sería esto, en cambio, el reflejo de la reflexión de algunos de los miembros prominentes del grupo? La propia existencia del Apocalipsis –otro producto de la ciudad de Éfeso, opero de un grupo distinto-- constituye suficiente respuesta a la cuestión. Existió, sí, un cristianismo de origen samaritano establecido en Asia Menor. Sin embargo, en pocos años se produjeron innovaciones teológicas que provocaron, seguramente, fricciones o, al menos, divergencias en el seno de la comunidad. Las diferencias entre el Cuarto Evangelio y el Apocalipsis revelan que algunos de los miembros del grupo permanecieron más cercanos al fondo doctrinal heredado, los cuales siguen manteniendo su adhesión a las visiones del Apocalipsis; y, en cambio, otros fueron capaces de iniciar rutas teológicas independientes que los acabarían separando de aquellos. Más aún, obsérvese cómo en las cartas de Juan, textos que tanto deben a la sección discursiva del evangelio, recuperaron de nuevo la idea de la parousía, seguramente en un intento de acercarse a los grupos más tradicionales de su propia corriente (1 Jn 1,18-19; asimismo, 2,28) e incluso a las doctrinas mantenidas por la comunidad gentil, la cual seguía manteniendo una postura adventista, por más que hubieran pospuesto sine die tales expectativas. Las mutuas interferencias entre los textos lucanos y los johánicos son la prueba de los contactos entre ambos grupos, pero eso no significa, por supuesto, que tales contactos fueran siempre de carácter amistoso. Las feroces invectivas contra la “sinagoga de Satanás”, los nicolaítas o “la mujer Jezabel” (que nosotros hemos identificado como solapadas referencias al grupo gentil) son indicio de que los sectores más conservadores del grupo que está detrás del Apocalipsis pretendieron conservar su identidad judía, amenazada por la incorporación de novedades procedentes de la facción gentil. En cualquier caso, y hasta muy entrado el siglo II, la comunidad johánica se sintió una entidad diferenciada de los grupos gentiles de matriz paulina, tal como demuestra la tardía Tercera carta de Juan, texto en el que un dirigente del grupo johánico lanza feroces dicterios contra un dirigente de un grupo gentil. Por otra parte, este libro ha tratado de reconstruir la larga y compleja peripecia del grupo johánico. Según la hipótesis defendida, este grupo tiene su origen en los grupos que dieron lugar al cristianismo paulino: los judíos helenistas. Sin embargo, ambas corrientes permanecieron separadas varias décadas, lo cual dio lugar a realidades históricas muy diferentes. Frente al grupo paulino, formado mayoritariamente por conversos de origen gentil, el grupo johánico poseía un carácter más judío, o si se quiere más israelita. Según esta hipótesis, se trataba de un grupo de cristianos de origen judío que tuvieron que huir de Jerusalén porque sus audaces interpretaciones teológicas resultaban inaceptables para la ortodoxia sinagogal. Como el Jesús del Cuarto Evangelio, hallaron refugio en la indómita Samaria y allí permanecieron aislados del resto de las corrientes cristianas madurando su propia versión del cristianismo. Por supuesto, allí extendieron su predicación logrando así que nuevos contingentes de creyentes se sumaran a ellos. Esta situación selló, de alguna manera, el carácter de esta primera comunidad cristiana samaritana para muchas décadas. Y es que, aunque había sido fundada por judíos helenistas de perspectivas abiertas e incluso universalistas, la agregación de samaritanos —y quizás también la fuerte experiencia de la persecución en el interior del judaísmo— hizo de la comunidad resultante un grupo replegado sobre sí mismo y poco proclive a extenderse fuera de su espacio social más inmediato. Esta sería, en última instancia, la causa por la que el Cuarto Evangelio, sobre todo en sus estratos textuales más antiguos, apenas dé muestras de apertura al mundo gentil. Por innovadoras que fueran las propuestas teológicas iniciales de los helenistas, su misión en Samaria, primero, y su posterior difusión por las sinagogas de Asia sugiere la idea de que permanecieron largo tiempo en el seno del judaísmo —o al menos se siguieron sintiendo judíos—, en contraste con los grupos de metuentes de origen gentil, más proclives a romper sus lazos con este. Allí estos grupos más intensamente judíos acopiaron una gran cantidad de materiales orales que no son tanto motivos de carácter histórico cuanto elementos fraguados en una “memoria” que da cuenta de su autopercepción teológica como grupo (episodios de Natanael y el pozo de la samaritana). No hay en las fuentes de las que disponemos la mínima indicación de las vicisitudes por las que atravesó el grupo en su fase samaritana; ni tampoco noticia de las causas por las que una parte significativa del grupo abandonó la región para marchar a Éfeso. La idea de que tal cosa fuera resultado de las operaciones militares romanas de la Primera Guerra Judía es meramente conjetural. De hecho, no tenemos ni una sola referencia ni de cuándo, ni de cómo, ni de por qué llegaron a Éfeso. Sin embargo, sí sabemos que, a lo largo del siglo II, existía una firme tradición que vinculaba a Juan y a los dos Felipes (el apóstol, miembro de los Doce y el diácono del que hablan los Hechos), sus míticas figuras fundadoras, a la capital de Asia. Papías, Ireneo, así como los relatos transmitidos por los Hechos de los apóstoles, dan cuenta de un amplio corpus legendario que prueba la presencia del grupo en la ciudad. Más aún, parece existir un indubitable polígono histórico constituido por los siguientes vértices: Éfeso, gnósticos, Samaria y grupos johánicos, tal como se evidencia por la presencia en la ciudad de importantes personajes cristianos: tal es el caso de Justino de Neápolis o la multitud de gnósticos que se asientan en la ciudad desde fecha relativamente temprana y a los que la tradición hacía precisamente samaritanos. Y no podemos olvidar que la crítica de todos los tiempos no ha dejado de resaltar los vínculos más o menos cercanos que el Cuarto evangelio mantiene con el gnosticismo. Ahora bien, que el núcleo de materiales orales que cristalizaron en el primer Evangelio de Juan tuviera su origen en el contexto samaritano no quiere decir que el texto hubiera sido compuesto en la propia Samaria; ni mucho menos. Como es evidente, este se configuró con arreglo al modelo genérico introducido por el Evangelio de Marcos. De ahí que consideremos que tuvo que ser redactado en un ámbito geográfico y social en el que fuera verosímil que hubiera circulado el Evangelio de Marcos. Y en tal sentido, Éfeso es una excelente candidata para reclamar la patria del Cuarto Evangelio. Si, Lucas y Hechos fueron compuestos en esa ciudad, como es muy verosímil, es muy probable que también lo fuera Juan, lo mismo que el Apocalipsis, la otra gran obra de la tradición samaritana. Más aún, la investigación del Prof. Fontana ha permitido abundar en la cuestión, en la medida en que, mediante el análisis de una pieza epigráfica extraordinariamente reveladora (Inscripciones de la ciudad de Éfeso 713), de que en Éfeso residían importantes personajes del gobierno imperial que ejercían de patronos y protectores de los samaritanos asentados en la capital del Asia romana. O de otra manera, se ha hallado una pieza convincente que contextualiza con precisión la existencia de una comunidad específicamente samaritana asentada en Éfeso. Y, con seguridad, había cristianos entre ellos. Una cuestión adicional es la de establecer la razón por la que es Éfeso, precisamente, la cuna de tantos textos cristianos; y la respuesta se halla en una conjunción de factores: de un lado, que en la ciudad se hallaban asentados cristianismos “excéntricos” de origen gentil —y genéricamente helenista—, que se veían en la necesidad de producir textos que dieran cuenta de sus particularidades doctrinales y de su identidad específica; de otro, que las comunidades cristianas coetáneas de otras zonas —y, en consecuencia, sus eventuales producciones literarias— fueron probablemente víctimas de las convulsiones políticas del período que media entre las dos guerras judías. En contraste, el judaísmo —y, con él, los cristianismos— de Asia Menor vivieron una situación menos conflictiva y, desde luego, allí no se produjeron los levantamientos mesiánicos y las consiguientes matanzas de época flavia y, sobre todo, las del reinado de Trajano. Es cierto que los cristianos de Asia Menor sufrieron desde comienzos del siglo II la persecución estatal (Plinio el Joven, Epístola X 96), pero se trataba de acciones esporádicas, y más bien selectivas, que no son parangonables a las campañas de auténtico exterminio que padecieron los judíos de Palestina, Cirenaica, Siria o Chipre. De ahí que las facciones cristianas de Asia Menor quedaran dueñas casi absolutas del nomen christianum, el “nombre” cristiano, en el interior del Imperio romano. En contraste, lo que habían sido pujantes grupos judeocristianos (los de Jerusalén o los de Galilea que hubieren permanecido en esos lugares durante toda la guerra judía hasta el desastroso final) en los momentos iniciales fueron barridos y condenados a una supervivencia precaria y marginal, en un momento en el que ni todavía se habían desligado del judaísmo, ni tampoco habían alcanzado el grado de institucionalización que les hubiera permitido superar los desafíos ambientales. Y finalmente, hay que insistir en algo importante que resalté al principio de esta miniserie, el Prof. Fontana es totalmente consciente –y lo subraya de modo expreso-- de que se trata de una compleja cuestión, muy compleja en verdad, y que muchos de cuyos pormenores permanecen todavía en la más absoluta oscuridad. Por ello afirma una y otra vez que su construcción carece por completo de la condición de certeza histórica. Con todo, si algún valor puede tener su tarea, es el de haber tratado de desarrollar un relato con arreglo a criterios rigurosos y coherentes. Por mi parte vuelve a repetir que creo que ha logrado éxito en su empresa. Y, como es natural, algunos puntos quedan aún sujetos a una sana, educada y cortés discusión, el texto que hemos presentado y valorado en esta miniserie es una buenísima base para este diálogo constructivo. Saludos cordiales Antonio Piñero Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Sábado, 27 de Junio 2015
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Hoy escribe Fernando Bermejo
La semana pasada pudimos comprobar que en las numerosas páginas presuntamente dedicadas por Javier Gomá a la figura histórica de Jesús el rigor y el discernimiento crítico brillan por su ausencia, debido a lo cual cualquiera que haya entendido algo de en qué consiste la investigación podrá concluir con seguridad que ese Jesús fantástico no merece crédito alguno. No habría necesidad de añadir una sola palabra más al respecto si no fuera porque una de las muchas afirmaciones insostenibles de Necesario pero imposible sobre Jesús resulta relevante para el asunto de otro aspecto del libro que hoy trataremos. En efecto, según Gomá afirma en varios pasajes, Jesús fue alguien “que parecía no haber tenido conciencia de sí mismo ni de su identidad […] y que, según enseña la exégesis, no se adjudicó título ninguno” “De la personalidad del profeta de Galilea un rasgo llama la atención por encima de los demás: su escasa autoconciencia […] No parece preocupado por quién es él, no les revela a sus discípulos su identidad […] En el caso de Jesús, se diría que su propia persona no cuenta en sus cálculos […] actúa con una liberalidad respecto de su propio yo que le eleva hacia una ejemplaridad de otro orden” La idea queda, espero, suficientemente clara. Fijémonos en que, según Gomá, la “escasa autoconciencia” de Jesús no es un rasgo cualquiera del personaje, sino el que “llama la atención por encima de los demás”. Es una lástima que, una vez más, las afirmaciones de nuestro autor –que de nuevo da gato por liebre a sus lectores, obsequiándoles con un Jesús fantástico que intenta hacer pasar por histórico– resulten demostrablemente falsas. (Entre paréntesis: Gomá no es un ejemplo de consistencia, pues en otros lugares afirma que un dicho de Jesús sobre el sábado indica “la autoatribución de una autoridad y una libertad soberanas para relativizar toda convención humana –leyes, costumbres inmemoriales, instituciones religiosas, doctrinas sagradas…”. Dejando aparte que esto es un cliché exegético hiperbólico y trasnochado cuya falsedad ha sido mostrada, en realidad que Gomá no resulte consistente ya no llama la atención, pues a estas alturas ya sabemos que cuando habla del “Jesús histórico” este autor simplemente no sabe de qué está hablando). Una cosa es, en efecto, incurrir en las fantasías de los padres de la Iglesia, que en sus ardientes cruzadas contra los arrianos convirtieron al Jesús de los evangelios en un paladín de la cristología nicena –y también en los disparates de muchos exegetas y teólogos modernos ansiosos por proclamar la continuidad entre la autocomprensión de Jesús y la interpretación cristológica eclesiástica– y otra muy distinta negar lo que, de modo abrumador, se deriva de gran cantidad de textos de los evangelios en los que se transparenta una alta autoconciencia. No necesito desperdiciar mi tiempo repitiendo lo que otros han hecho mucho mejor de lo que yo podría hacer aquí, de modo que baste un ejemplo. En su capítulo de 84 páginas titulado “More than a Prophet. The Christology of Jesus” (de su libro de 2010 Constructing Jesus), el con razón respetado exegeta protestante Dale Allison ha enumerado 26 pasajes extraídos solamente de los Sinópticos y que incluyen apotegmas, dichos proféticos y parábolas, derivados de Mc, la llamada fuente Q, así como del material especial de Mt y Lc, todos los cuales muestran una alta autoconciencia en Jesús. Por supuesto, uno puede cuestionar la historicidad de tal o cual pasaje de esa lista. Pero que existe un núcleo histórico en esos textos puede derivarse –además de de otros criterios que aquí no analizaré– del criterio de los llamados “patrones de recurrencia”, cuyos antecedentes fueron expuestos por Friedrich Loofs en 1913 (el cual, dicho sea de paso, ya utilizó una argumentación similar para indicar la historicidad del material que apunta a una alta autoconciencia en Jesús), por C. H. Dodd en una obra escrita en 1937, y por otros autores posteriormente, y que el propio Allison ha tematizado en la obra referida y en otros trabajos. (Quien no lea inglés y no conozca la lógica subyacente a este criterio puede ver mi artículo de 2012 en Estudios Bíblicos, que por lo demás cabe descargar gratuitamente en mi página de academia.edu). Estudiosos de muy distinto signo y con muy buenos argumentos han confirmado lo que cualquiera que lea los evangelios de modo mínimamente sensato y sin partis pris puede comprobar: que Jesús, aunque ni en sueños se hubiera creído divino (si Jesús pudiera realmente resucitar y ver en qué le han convertido sus adoradores, su síncope sería mayúsculo), se consideró el portavoz de Dios en los tiempos supuestamente decisivos, el profeta escatológico, la voz autorizada y la medida del juicio. De hecho, aparte del dato de que fue ejecutado por los romanos en una crucifixión colectiva y de que anunció la instauración inminente del Reino de Dios, uno de los resultados más seguros de la investigación histórica es que el galileo albergó elevados pensamientos acerca del papel que él desempeñaría en ese Reino. Esto llevó de hecho a Dale Allison a terminar su prolijo capítulo ya mencionado con estas palabras, cuyo claro inglés ni siquiera sería necesario traducir: “We should hold a funeral for the view that Jesus entertained no exalted thoughts about himself”. Deberíamos celebrar un funeral por la concepción de que Jesús no albergó pensamientos elevados acerca de sí mismo. Claro está que a este funeral Javier Gomá, quién sabe si por estar demasiado entretenido por las Musas, preferiría no asistir. Pero entonces –alguien se preguntará–, si esto es suficientemente claro para cualquiera que lea y piense un poco, ¿por qué se afirma tan alegremente lo contrario? La respuesta es sencilla. Al igual que muchos otros autores cristianos han pretendido antes que él, Javier Gomá pretende hacer atractivos y sofisticados sus postulados teológicos no solo para la grey cristiana sino también para todos los ciudadanos en general –es lo que tiene la “nueva-vieja evangelización”– y para ello necesita no solo “civilizar” a Dios, sino también “civilizar” a Jesús. Para entendernos, necesita hacer de estas magnitudes algo más digerible para lo que suele entenderse como “conciencia moderna” (aunque a la luz de datos estadísticos como el de que dice que más del 25% de los españoles cree que el sol gira alrededor de la tierra cabe preguntarse cuán moderna es esta conciencia). Pero como un Jesús que piensa de sí mismo en términos grandiosos y mesiánicos –del Jesús johánico mejor ni hablar– resulta difícilmente digerible para el hombre moderno, una manera de hacerlo más simpático y tragable es la de negar sin más cualquier pretensión altisonante en el galileo. Quien haya leído a otros muchos autores (como Robert Funk, Marcus Borg, etc.) que al hablar de Jesús quieren hacerse pasar por verdaderamente modernos –y, ya puestos, hacer pasar al galileo como tal–, comprenderá que el discurso de Gomá no tiene tampoco en esto nada de original. (Por supuesto, no ser original no es en modo alguno un baldón, pues repetir la verdad –por trillada que esté– suele ser algo noble y necesario. Lo que sí es un baldón es faltar a la verdad, que es lo que Necesario pero imposible hace una y otra vez). Hay una segunda razón por la que muchos exegetas confesionales –normalmente no precisamente los más rigurosos– se empeñan en sostener que Jesús no tuvo tales altas pretensiones. Una pretensión básica que emerge aquí y allá en los evangelios, como todo el mundo sabe, es la mesiánica. Ahora bien, resulta que aunque hubo diversos tipos de concepciones mesiánicas en el judaísmo del Segundo Templo, a tenor de las fuentes la más extendida parece haber sido la concepción mesiánica davídica, que identifica al mesías con una figura regia (una identificación que los propios evangelios testimonian explícitamente). Ah, pero resulta que sostener que Jesús se pretendió mesías amenaza peligrosamente con conectarle con aspiraciones religiosas, sí, pero también inequívocamente políticas y antirromanas, algo ante lo cual exegetas y teólogos cristianos sienten –comprensiblemente– verdadero pavor y que llevan siglos reprimiendo con todos los medios a su alcance. Dicho sea de paso, el ejemplo mencionado nos permite además entender cómo los dislates de Gomá se refuerzan mutuamente. ¿Recuerdan los lectores el despropósito de que la divinización de Jesús es un fenómeno ininteligible? Pues harán bien en tener en cuenta que, tal como han señalado sensatamente diversos autores –incluyendo, por cierto, a Larry Hurtado–, el proceso de exaltación de Jesús se hace aún más comprensible si este había previamente inculcado a sus seguidores la importancia clave de su figura en los designios divinos. Como Gomá, sin el menor análisis, niega tal exaltada visión, se priva –y priva de paso a sus lectores– de la posibilidad de comprender uno de los diversos factores que hacen de la exaltación de Jesús algo comprensible. Una vez más constatamos el procedimiento falaz en que incurre nuestro autor: silencia o malentiende los datos que tenemos a nuestra disposición y cuyo ensamblaje nos permite entender las cosas, y a continuación, boquiabierto, proclama su carácter asombroso. Vamos ahora con lo que constituye uno de los núcleos de Necesario pero imposible, la enfática afirmación de la ejemplaridad –o, mejor aún, la “súper-ejemplaridad”– del Jesús histórico. En realidad, todo lo que podamos decir a partir de ahora es superfluo, pues ya hemos demostrado que el “Jesús histórico” de Gomá es un desatino de principio a fin. Pero puede resultar aún aleccionador y divertido echar otro vistazo al discurso de nuestro autor, de quien selecciono algunas frases de entre las muchas en que repite lo mismo (citas literales): “Lo sorprendente del caso estriba en que, tras la aplicación del método exegético y su trabajo de desmitificación de los componentes maravillosos y legendarios, de los evangelios depurados por la exhaustiva erudición filológica emerge la potente ejemplaridad del galileo nimbada de una limpieza, actualidad y universalidad no predecibles, resaltando con mayor realismo que antes los perfiles de una individualidad viviente rigurosamente única, sin comparación con otras biografías, religiosas o no, de la Historia Universal”. “Es paradójicamente gracias a los resultados de los métodos científicos que la ejemplaridad jesuánica, aun manifestada en un espacio y un tiempo determinados, luce universalmente con una extraña intemporalidad” “La ejemplaridad predicada y puesta por obra de Jesús tiene, en efecto, algo de anómala desproporción, de insensato y antinatural derroche: es tan exagerada que produce perplejidad al sentido común y excede de lo razonablemente exigible a nadie. Por eso le conviene el título de súper-ejemplaridad”. “Hay en él algo de excepcional, de caso irrepetible imposible de imitar que le sitúa por encima de toda experiencia. No sólo el mejor de su género, sino también un género nuevo de caso único” Una vez más, la patética retórica de Gomá. Una vez más, el disparate. Una vez más, el disparate vendido como verdad inferida de los “métodos científicos”. Una vez más, invención de fenómenos “sorprendentes”, “extraños” y animadores del pasmo general. Antes de decir algo sobre la inconsistencia de estas proclamas, no estará de más llamar la atención sobre la enésima falacia de Necesario pero imposible. Gomá dedica muchas páginas a cantar las alabanzas de la “ejemplaridad” de Jesús, utilizando para ello gran cantidad de citas de otros adoradores: exegetas, teólogos y predicadores, casi todos ellos eclesiásticos. Pero un sedicente filósofo necesita algo más que sotanas, escapularios y agua bendita, de modo que dedica también varias páginas a una consagración secular de la supuesta ejemplaridad de Jesús. ¿Y cómo lo hace? Pues muy fácil: citando a Ernst Bloch y a Friedrich Nietzsche como corroboración de la ejemplaridad de Jesús. Ahora bien, aunque esto sirve seguramente para impactar a lectores irreflexivos, lamentablemente no demuestra prácticamente nada, por la sencillísima razón de que ni Bloch ni Nietzsche se han significado, que sepamos, por haber efectuado un riguroso estudio histórico de la figura de Jesús, por lo cual lo que digan sobre Jesús –cuando se trata del Jesús histórico– nos la trae completamente al pairo. Lo único que demuestra que Ernst Bloch y Nietzsche –podría haberse citado a muchos otros– hayan escrito frases elogiosas sobre Jesús no prueba en absoluto la ejemplaridad del Jesús histórico, sino solo el fenomenal éxito del mito del Jesús como no-va-más moral propagado por los cristianos durante siglos. En efecto, un componente fundamental de la ficción evangélica (la del Jesús paradigma de moralidad y víctima inocente) sigue formando parte de la precomprensión generalizada sobre Jesús, también en el ámbito laico y no-cristiano –una ficción que tantos se han creído y que no raramente sirve, paradójicamente, como coartada presuntamente crítica (“Jesús sí, Iglesia no”). Claro que esa ficción evangélica, por laicizada que haya sido, carece de toda verosimilitud histórica. Su uso por parte de Gomá tiene una indudable eficacia retórica, pero es totalmente falaz. Dado que muchos de nuestros lectores son cristianos y que la cuestión de la ejemplaridad de Jesús resulta particularmente sensible para ellos, me permitiré algunas consideraciones que a los lectores de buena voluntad les ayudará a entender con mayor precisión lo que luego diré. Cada vez albergo más dudas sobre la posibilidad de adscribir esta o aquella declaración evangélica a Jesús, pero estoy dispuesto a admitir como jesuánicas incluso algunas frases cuya garantía textual es escasa y problemática. Confieso a los lectores, pues, que, a efectos prácticos, yo considero procedentes de Jesús al menos un par de frases que me parecen memorables y que forman parte de las que me acompañan desde que tengo uso de razón. La primera es aquella de “quien esté libre de pecado (aunque yo sustituyo “pecado” por “límites”), que tire la primera piedra”, una frase cuyo espíritu forma parte del patrimonio espiritual y moral de todo sujeto que aspire a la lucidez y a la decencia. Además, cada vez que paseo por el campo y contemplo flores, pienso o musito aquellas palabras magníficas, que combinan de manera que a mí resulta hermosísima lo estético, lo ético y hasta lo político: “Pero yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como una de ellas” (Mt 6, 29; Lc 12, 27). Así pues, hay algo de Jesús –o de lo que yo, quizás equivocadamente, juzgo de Jesús– que a mí me acompaña en mi vida y que me inspira una profunda simpatía, de modo parecido a como me acompañan Dante, Shakespeare, Cervantes, Kafka, Spinoza, y una larguísima lista con la que no aburriré a los lectores. Además, siento también una profunda compasión por Jesús, como por todos los hombres y mujeres que a lo largo de la historia han sufrido un destino cruel y brutal –y este ha sido el hado, por ejemplo, de los miles, y aun decenas de miles, de judíos crucificados por el Imperio romano–. Esto es lo que explica que, cuando leo a autores –en particular a ciertos librepensadores de los ss. XVII y XVIII– que denigran a Jesús siento un profundo malestar. Por supuesto, es fácil entender que estos autores proyectan sobre Jesús como supuesto fundador del cristianismo el desprecio intelectual y moral que sentían hacia un clero o un estamento teológico a los que juzgaban miserables, y en este sentido una lectura in bonam partem tenderá a disculparlos. Sin embargo, ello no es óbice para reconocer que una presentación denigratoria de Jesús es totalmente injustificada y carece de fundamento, y por tanto la simpatía que por otras muchas razones me inspiran tales autores se interrumpe cuando vilipendian a un galileo que vivió hace dos mil años. Dicho esto, si de la figura histórica de Jesús se trata –¿y de qué se trata si no?–, no hay razón alguna para considerarlo un tipo ejemplar prácticamente en ningún sentido. La tradición dibuja a Jesús como un sujeto sensible ante el sufrimiento de sus semejantes, algo cuyo núcleo –dejando aparte los indudables procesos de magnificación y embellecimiento– puede considerarse seguramente histórico sin mayores aspavientos. Ahora bien, aunque tal sensibilidad es una virtud con la que yo y otros muchos nos podemos identificar, ello no convierte a Jesús en ningún sentido en alguien excepcional. Es obvio que mucho antes e independientemente de Jesús, ha habido numerosos seres humanos que han tenido la misma sensibilidad o más, y no por ello nos postraríamos arrobados ante ellos. Por limitarnos ahora a la religión del propio Jesús, pienso en uno de los textos del Tanak que más me gustan, la sencilla y preciosa parábola contenida en 2 Samuel 12, 1-7, donde Natán cuenta a David –después de haber hecho este la mezquindad que todo el mundo sabe– una historia de un hombre rico y uno pobre en la que el primero arrebata al segundo la única corderilla que tiene, y cuando David se enciende de cólera y afirma que ese hombre desalmado merece la muerte, Natán le fuerza a la terrible anagnórisis: “Tú eres ese hombre” (’attah haiš). La idea que alienta en este texto es básicamente la misma que la del dicho de Jesús en el Evangelio de Juan: Júzgate a ti mismo, antes de juzgar alegremente y hablar de algo tan grave como muerte para otros, cuando resulta que quizás tú mismo la merecerías. No sería difícil poner otros ejemplos semejantes, también desde luego en otras tradiciones culturales. Además, las fuentes revelan una serie de rasgos del personaje que ni a mí ni a muchos otros nos lo hacen particularmente ejemplar. ¿A qué me refiero? Juzguemos –como dice el propio Gomá– por nosotros mismos y en conciencia “la naturaleza y calidad del ejemplo personal suscitado por Dios en el mundo” (sic): - Jesús no fue un modelo de lucidez y claridad de ideas. No solo creía en eso a lo que muchos humanos llaman “Dios”, sino también en la validez de la religión judía y en los mitos de su pueblo (como, por ejemplo, en que había habido doce tribus que se reconstituirían en el presuntamente próximo final de los tiempos). Sabemos que estos mitos fundacionales no eran más que las típicas fantasías con las que las colectividades humanas otorgan sentido a su pasado y logran un sentido de identidad, creyéndose a menudo mejores que los vecinos de uno. No se puede reprochar a un iletrado del s. I creer en mitos fundacionales de su cultura (muchos de nuestros contemporáneos siguen creyéndolas), pero desde el punto de vista de la lucidez, esto no me parece en absoluto ejemplar. - Que el ideal de Jesús era una teocracia es algo en lo que toda la investigación crítica está de acuerdo. El visionario galileo aspiraba a vivir en un régimen en el que la voluntad de Dios –es decir, básicamente lo que dice la Torá; es decir, básicamente lo que dijeron unos individuos cuya sensibilidad moral y espiritual nos resulta ajena a muchos de nosotros en muy diversos aspectos– se haría en la tierra. Un “Reino de Dios” humano-demasiado-humano, pues pasajes como Mc 10,35-40 presuponen la existencia de jerarquías en ese reino. Y un Reino en el que el representante de la divinidad en la tierra sería Jesús, y sus lugartenientes serían sus discípulos (recuérdese Lc 22, 29-30). Ni a mí, ni a mis amigos, ni a las mejores personas que conozco, ni a una parte no desdeñable de la humanidad, nos gustan las teocracias, y quienes optan por ellas no nos parecen ejemplares. - Todo indica que –a diferencia de lo que inventan Gomá y otros como él (v. infra)– Jesús no renunció a su yo ni minimizó su importancia. Lo que las fuentes manifiestan –dejando aparte algún pasaje aislado en que Jesús parece recuperar el sentido de la realidad (cf. v. gr. Mc 10, 18)– es que se tomó demasiado en serio a sí mismo, logrando también que otros le tomaran demasiado en serio. Como tantos otros de nuestros congéneres, Jesús incurrió en lo que Hegel llamó “el delirio de la presunción”, y se creyó mucho más de lo que era (todo apunta, en efecto, a que se consideró el portavoz escatológico de Dios, el –presente o futuro– rey y mesías de Israel, y cosas por el estilo). Pero las personas que se conceden demasiada importancia a sí mismas siempre me han parecido patéticas y ridículas. Y el patetismo y la ridiculez nunca me han parecido ejemplares. (Esto, por supuesto, no hace de Jesús un sujeto particularmente penoso. No solo la historia de las religiones, la historia de la humanidad en general está llena de individuos que padecen delirios de grandeza). - Jesús no fue un modelo de tolerancia. La tradición no se pone de acuerdo en si lo que pensó fue aquello de “quien no está conmigo está contra mí” o más bien lo de “quien no está contra nosotros, con nosotros está”, pero lo que sí deja claro esa tradición es que el galileo consideraba que en el mundo había dos bandos y solo dos, los que estaban con él y los que estaban contra él (no tomárselo en serio era estar contra él), operando así una división de lo real more manichaeo, en blanco y negro, en buenos y malos, en los suyos y los otros. Quizás para Gomá esto es ejemplar. Para mí, no. - Jesús era una persona con muchos prejuicios. Resulta elocuente que incluso una tradición que intentó maquillar cuanto pudo su imagen y se dedicó a entonar sus alabanzas deja entrever claramente sus intensos prejuicios antipaganos (cf. Mt 10, 5; 15, 24; 18, 17). No en vano Joseph Klausner le tildó de “nacionalista judío”, y Paul Winter y Geza Vermes se refirieron con razón a su “chauvinismo”, algo que me es profundamente ajeno y no me resulta nada ejemplar. - Jesús parece haber albergado –como, por lo demás, tantos seres humanos– bastante resentimiento contra el mundo, que expresó amenazando a todos los que discrepaban con él o simplemente pasaban de él con el fuego de la gehena y tormentos eternos, maldiciendo a diestro y siniestro (“¡Ay de ti, Corozaín; ay de ti, Betsaida…!”). (Autores como Marius Reiser en Die Gerichtspredigt Jesu han demostrado con pelos y señales que aunque este asunto ha sido silenciado o minimizado en la exégesis confesional durante mucho tiempo, es innegable). Yo puedo entender perfectamente el monumental enfado de Jesús. El mundo está lleno de miserables, canallas y abusones, y en los casos inequívocos uno tiene todo el derecho a desearles lo peor. Pero, al fin y al cabo, no hay que olvidar que están hechos como nosotros. Desear que se mueran es comprensible. ¿Desearles males eternos? A mí y a otros, qué vamos a hacer, no nos parece ni compasivo ni ejemplar. - No hay razón alguna para considerar a Jesús un gañán sin modales, pero desde luego tampoco un modelo consistente de cortesía. A sus adversarios les llamaba de todo menos bonitos. Y si el episodio de la mujer sirofenicia merece crédito, Jesús empleó en su conversación un término muy insultante. Si esa mujer aguantó un insulto como este debía de andar bastante desesperada por tener a su hijita padeciendo y debió de agarrarse a ello, pero si tenía dignidad –y no hay razón alguna para pensar que no la tenía– debió de sufrir y aguantar la altanería de un tipo con fama de milagrero. Esto a mí tampoco me resulta ejemplar. - La escasa lucidez de Jesús se manifiesta en haber proclamado a los cuatro vientos un inminente cambio de las cosas que nunca sucedió. Jesús hizo concebir a la gente esperanzas de cosas que no ocurrieron –y que previsiblemente nunca ocurrirán–: que los hambrientos serían saciados, que a los que lloran se les enjugarían sus lágrimas, que los oprimidos obtendrían justicia… y que toda esta dicha caería al parecer de algún modo del cielo, pues sería cosa de “Dios”. Hay quien cree que es bueno infundir esperanzas trasmundanas a nuestros congéneres, que al fin y al cabo llevan –como uno mismo– una existencia difícil que necesita lenitivos, pero a mí prometer Jauja cuando Jauja jamás llegará –y menos aún mediante un deus ex machina– me resulta lamentable y vergonzoso, y en todo caso nada ejemplar. Y no es prudente creerse nada de alguien que formula promesas que no se cumplen. - Jesús no solo no fue un modelo de lucidez en cuanto a cómo funcionan las cosas en la realidad. Tampoco parece haber sido particularmente lúcido en la elección de sus discípulos, quienes parecen haber sido bastante ambiciosos y pendencieros. Si la historia de Judas merece crédito, tampoco parece haber sido muy lúcido al elegir a sus amigos. Poco ejemplar en esto también. - Uno de los aspectos que resultan admirables en tipos como Gandhi o Nelson Mandela fue su capacidad de ser respetados por sus adversarios y aun por sus carceleros, a algunos de los cuales se ganaron, y que gracias a su acción política pudieron transformar algunas cosas y superar unas cuantas injusticias. No hay nada similar a esto en la historia de Jesús. Por cierto, nunca nadie ha explicado por qué Jesús, que según dicen –también Gomá– quería “salvar” a todo el mundo sin distinción de sexo, nacionalidad o estatus social no parece haber hecho nunca el menor esfuerzo por “salvar” (por ejemplo) a Herodes Antipas ni a su mujer, esa pobre pareja que acabó desterrada en las Galias. Que Antipas era un mugroso, vale. ¿Pero no habíamos quedado en que para Jesús hasta los mugrosos y los canallas merecían una oportunidad…? Pero Jesús, con muy dudoso coraje, huyó siempre de Antipas. No seguiré. Espero que haya quedado claro que el Jesús que la historia es capaz de vislumbrar no fue en muchos sentidos un individuo ejemplar, ante el cual quepa sentir “vértigo” alguno. Al igual que uno podría presentar la prosa preciosista de Javier Gomá como ejemplo para no pocos escribientes, pero ni borracho presentaría a este autor como un modelo de sentido crítico, sabiduría, rigor intelectual o lucidez, a Jesús el galileo se le puede presentar como un modelo de entusiasmo o de vehemencia, pero no desde luego como un paradigma moral en muchos otros ámbitos. La cosa debería ser todavía más clara cuando se cae en la cuenta de un hecho elemental, a saber, que las fuentes en las que una mirada sin prejuicios aprecia con facilidad los límites de Jesús son precisamente las mismas fuentes concebidas para glorificar su figura, y por tanto para presentarle como más simpático y atractivo de lo que parece haber sido. Uno se pregunta qué imagen de Jesús se tendría si contáramos con algo más que con fuentes hagiográficas y apologéticas, ellas mismas ya productos de obvios intereses. Gomá no es muy preciso ni fiable ya desde la presentación de su libro, al afirmar que los seguidores de Jesús le “recordaron como un modelo de ejemplaridad perfecta”. Más correcto habría sido escribir que “Le construyeron como un modelo de ejemplaridad…”. El Jesús que nos descubre la investigación más sólida no es en modo alguno un miserable pero tampoco es en absoluto ejemplar. Es un sujeto con sus luces y sus sombras, sus más y sus menos, sus aciertos y sus errores. Como usted y como yo, amigo, amiga. Afirmar –como hace Gomá– que los “métodos científicos” muestran la ejemplaridad del “Jesús histórico” es pura charlatanería, y entonar loas a su “súper-ejemplaridad” es un caso más de supernumeraria súper-charlatanería. A fortiori, sostener otras cosas que afirma por doquier Javier Gomá (“Nadie es del todo inocente ante la santidad excesiva de ese hombre excepcional y comparado con él todo el mundo se confiesa en cierto modo deudor (pecador)”; “No hace falta ser seguidor del profeta de Galilea para reconocer que su elevado ideal ético y la realización de éste en su vida le hacen merecedor, desde una perspectiva comparada, al título del mejor de los hombres, el más noble representante de la humanidad sobre la tierra, el más perfecto ejemplar de nuestra especie. Es el hombre bueno por antonomasia, sin precedentes ni antecedentes en esa desusada proporción…”) es no solo otro ejemplo del lenguaje devocional típico del adorador, sino otra de las constantes falsedades de Necesario pero imposible. Ni yo ni muchas otras personas nos inclinamos ante la ética de Jesús, ni sentimos vértigo alguno ante la pseudo-excelencia moral de tal modelo. Y no porque seamos engendros de Satanás o incapaces de reconocer el bien o nuestros propios límites, sino precisamente porque nada ni nadie nos ha persuadido de que debamos pensar tan alto de Jesús ni tan bajo de nosotros mismos como para doblar las rodillas ante desproporción alguna. Por supuesto, los cristianos tienen todo el derecho del mundo a imaginarse a su Cristo -no digamos a su Cristo-Dios- como tengan a bien, y si tienen necesidad de un paradigma moral o espiritual son libres de representárselo como el máximum de todas las perfecciones, de la lucidez, de la tolerancia, de la compasión, de la bondad, de la sabiduría, de la igualdad de géneros, del respeto al colectivo LGTBI, del cuidado por el medio ambiente etc., etc. Son libres de representárselo como absolutamente incapaz de hacer nada malo y hasta de imaginar que orinaba agua de colonia. Y tienen todo el derecho del mundo –faltaría más– a prosternarse y a hincarse de rodillas ante tal imagen. Háganlo tranquilos, que a los demás no nos molestan, menos todavía en un mundo en el que, al menos en estas latitudes y al menos por ahora, por no prosternarnos también nosotros no nos pueden privar de libertad, torturar o ponernos a chamuscar en una hoguera. Pero a quien quiera convencernos de lo razonable que es prosternarse ante un ídolo, o de que su Jesús imaginario es una figura histórica derivable de una lectura crítica de las fuentes, con nuestra más cordial sonrisa algunos le diremos a la cara lo que es: un embaucador y un farsante. O, quizás aún con mayor propiedad: un súper-embaucador y un súper-farsante. Continuará. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 24 de Junio 2015
Notas
Hoy escribe Gonzalo Del Cerro
Homilía XII Vía hacia el reconocimiento El relato de Clemente aborda el caso de su padre, que cambia su método de búsqueda de su familia perdida en el silencio y la lejanía. Convencido de que sus familiares estarían por cualquier rincón de Grecia, tomó la determinación de emprender personalmente las tareas de buscar a sus seres queridos. “Me tomó consigo, -cuenta Clemente-, bajó al puerto y preguntó a muchos con insistencia dónde cada uno había visto o escuchado que hubiera sucedido un naufragio hacía cuatro años” (Hom XII 10,1). Ante la variedad de opiniones y la real ignorancia de los interrogados, el padre de la familia dejó a su hijo en manos de unos tutores y se lanzó armado apenas de su cariño tras los posibles vestigios de su perdida familia. Clemente tenía a la sazón doce años y cuando esto contaba a Pedro habían pasado ya veinte años. Con razón comentaba que lo más probable es que hubiera fallecido en cualquier clase de calamidad, pues el silencio resultaba demasiado prolongando. Pedro lamentaba la penosa situación de Clemente, pero recurría a la fe cristiana como refugio de las penas y esperanza de su liberación. Era la ventaja que tenían los creyentes frente a las oscuridades de los gentiles y de “los que no tienen esperanza” (1 Tes 4,12). La visita a la isla de Árados Uno de los presentes interrumpió el comentario de Pedro para pedirle el permiso de dirigirse a la isla de Árados, distante menos de treinta estadios de la costa. Pedro se lo concedió con la recomendación de que no acudieran en tropel para no llamar la atención. Había en la isla restos de unas posibles obras de Fidias. En la isla, denominada actualmente Arwad, se conservan efectivamente restos de monumentos antiguos. Compañeros de Pedro sentían curiosidad, mientras Pedro se sentía extrañamente atraído por una mendiga, anciana y enferma, con la que entabló una conversación que resultó muy útil para el desarrollo de la novela incrustada en el curso del relato. Conversación de Pedro con la mendiga Pedro inició la conversación con la mendiga, que resultará ser nada menos que la madre de Clemente, matrona romana de familia aristocrática, llegada a ese estado como efecto del naufragio sufrido por el barco que la transportaba con sus hijos. Sus gemelos, obsesión de la náufraga, habían sido raptados por unos piratas que los habían vendido en el comercio de eslavos. La suerte los había llevado a la propiedad de Justa, la mujer cananea, cuya hija Berenice había sido curada por Jesús según refiere el texto del evangelio de Marcos (Mc 8,24-30, par.). “Mujer, -le preguntó Pedro- ¿qué es lo que te falta de tus miembros para que aceptes tal vergüenza, -me refiero al hecho de mendigar-, y no trabajes más bien con las manos que Dios te ha dado para procurarte el alimento de cada día?” La mendiga sufría una enfermedad que la tenía impedida para otra clase de trabajos. La viuda que la había acogido en la situación de su naufragio también había sufrido una enfermedad. Pero la mendiga explicaba su situación con palabras llenas de una gran carga de sentimientos: Todo era “enfermedad del alma y nada más. Pues si yo tuviera una mentalidad masculina, había un precipicio o un abismo, desde donde hubiera podido arrojarme para poner fin a mis torturantes desgracias”. Le había faltado valor para precipitarse en el abismo y reunirse con sus hijos perecidos presuntamente en el abismo del naufragio. Pedro promete a la mendiga su curación Ella presentaba su suicidio como remedio para sus penas. Pedro explicó a la mendiga las penas de los suicidas y le prometió la curación de sus desgracias. Las palabras del apóstol sonaban lisonjeras a los oídos de la mendiga: “Mujer, yo quería saber qué es lo que te causa tristeza. Pues si me lo enseñas, en recompensa por este favor, yo te demostraré que las almas continúan vivas en el Hades. Y te daré una medicina en lugar de un precipicio o un abismo para que puedas cambiar de vida sin sufrimiento” (Hom XII 14,3). Fue una especie de pacto entre dos propuestas tentadoras. La situación suponía una explicación de la mendiga, que aclarara los pasos que la habían llevado a su estado actual. Ello exigía una exposición que acababa declarando la vida de la mendiga y de su familia. Es decir, para la curiosidad de Pedro, sería una historia que podía resolver las aporías de la mendiga. Mucho más cuanto que ya tenía Pedro la versión de los sucesos acaecidos a la familia. La versión de la mendiga podía aportar la solución definitiva, sobre todo, por la referencia de datos y detalles concretos, que ofrecerían una definición convincente del cambio de una matrona romana en una pobre mendiga. Saludos cordiales. Gonzalo Del Cerro
Domingo, 21 de Junio 2015
Notas
Escribe Antonio Piñero
Sigo con el breve comentario a las conclusiones del libro del Prof. Gonzalo Fontana. I. Según este autor, hubo una primera versión o “Primer evangelio de Juan” compuesto a partir de materiales y leyendas comunitarias previas que eran las siguientes: un relato de la pasión, protagonizado –aparte de Jesús-- por un misterioso personaje, “el discípulo amado”, el cual entra en franca competición con Pedro, el héroe de los tres evangelios anteriores; un breve conjunto de narraciones cuyo origen es samaritano (por ejemplo, el encuentro con Natanael, capítulo 1, o el episodio del pozo de Jacob en el que Jesús habla con la mujer samaritana, capítulo 4); y, evidentemente, por material del Evangelio de Marcos, que hacía de hilo conductor del relato biográfico general. Es esto importante, pues la comunidad que está detrás de este “Primer evangelio de Juan” acepta el marco biográfico de la vida de Jesús puesto en circulación por Marcos. La existencia de esta recensión inicial se evidencia, sobre todo, por algunos restos del Papiro Egerton 2. Recordemos este papiro: b[Fragmento I [verso] 1-20: … Pero Jesús dijo a los legisperitos: “Castigad a todo delincuente y malvado, y no a mí. […] Y volviéndose a los jefes del pueblo, les dijo estas palabras: “Investigad las Escrituras, en las que vosotros pensáis tener la vida. Ellas son las que dan testimonio sobre mí. No penséis que yo he venido para acusaros ante mi Padre. El que os acusa es Moisés, en quien vosotros tenéis puesta vuestra esperanza”. Y como ellos decían: “Sabemos muy bien que Dios habló a Moisés, pero de ti no sabemos de dónde eres”, Jesús les respondió diciendo: “Ahora sí que os acusa vuestra infidelidad”…]b … Aconsejaron al pueblo que tomaran piedras para lapidarlo entre todos. Y los jefes echaron mano sobre él con intención de arrestarlo y entregárselo al pueblo. Pero no podían apresarlo, porque todavía no había llegado la hora de su entrega. Pero el Señor mismo, pasando por medio de ellos, se retiró de allí. Y he aquí que un leproso se le acercó y le dijo: “Maestro Jesús, que andas con los leprosos y comes con ellos en la posada, yo también he contraído la lepra. Si, pues, tú quieres, quedaré limpio”. El Señor le dijo: “Quiero, sé limpio”. Y al momento, se apartó de él la lepra. Le dijo el Señor: “Márchate, muéstrate a los sacerdotes…” b[Fragmento II [recto] 43-59: […] Presentándose ante él en actitud indagatoria, lo tentaban diciendo: “Jesús Maestro, sabemos que has venido de Dios, pues lo que haces da sobre ti un testimonio superior al de todos los profetas, dinos, pues: “¿Es lícito pagar a los reyes lo que conviene a su autoridad? ¿Se lo pagamos o no?”. Pero Jesús, conociendo su pensamiento, les dijo con indignación: “¿Por qué me llamáis de boca maestro si no escucháis lo que digo? Con razón profetizó sobre vosotros Isaías diciendo: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí. En vano me veneran … preceptos”…]b (Traducción de Gonzalo del Cerro en en "Todos los Evangelios", Madrid, EDAF, 2010) El autor defiende la hipótesis de que algunos de los pasajes de este primer momento debían de reflejaban un estadio extraordinariamente antiguo del texto johánico. La principal característica de ese primer evangelio johánico es que distribuía la misión de Jesús con arreglo al calendario litúrgico judío. Por otra parte, y dado que el texto se articulaba, en el fondo, sobre el modelo inaugurado por Marcos, es obvio que este ha de ser datado, como muy pronto, a fines de los años 70. Otra cosa es que no es fácil reconstruirlo debido a las sucesivas intervenciones de los redactores posteriores, las cuales acabaron por ocultar o eliminar los materiales tempranos. Con todo, se trataba de un evangelio muy semejante a sus hermanos sinópticos; hasta tal punto según la hipótesis debía de contar con parábolas (hoy desaparecidas) o con episodios sinópticos como el de la transfiguración. II. Posteriormente, ese texto inicial fue ampliamente intervenido con una gran cantidad de material de origen lucano, pues el estudio ha demostrado que en Éfeso, o en los alrededores hubo una comunidad compuesta sobre todo por gentiles y de influencia paulina que es la originaria del Evangelio de Lucas. Pasajes señeros de esta ampliación son los episodios de la curación del hijo del funcionario real, la resurrección de Lázaro o la caracterización de Judas Iscariote. La principal prueba de la existencia de este estrato compositivo estriba en dos hechos: de un lado, en que estos materiales forman parte de un conjunto textual común y exclusivo a Juan y Lucas; y lo que es más, el que tenemos constancia de que algunos de los episodios de origen lucano —así el pasaje de la adúltera (Jn 5, 53-8.11; cf. Lc 21,38 y ss.)— no terminaron de asentarse en el texto johánico hasta fecha muy tardía. III. En una fase posterior, se añadió una gran cantidad de material discursivo de impronta litúrgico-teológica (incluyendo el prólogo poético), lo cual le confirió al texto su peculiar sabor, tan diferente al de los sinópticos. Se trata de un material que, a pesar de estar sembrado por todo el texto, resulta fácil de reconocer, en la medida en que posee un tono muy particular y, sobre todo, un vocabulario específico --κόσμος (mundo) ἀλήθεια (verdad), φῶς (luz), etc. que, de un lado, se halla ausente de la otra gran obra del grupo de crisianos que proceden también de Éfeso (el Apocalipsis; en este caso se trata de judeocristianos estrictos, pro con cierta influencia paulina); pero, de otro, se manifiesta omnipresente en los “discursos flotantes” (Jn 14.1-31; 15.1-16.33; 17.1-26, etc.) del Evangelio. Estas unidades discursivas presentan la característica de su mala inserción en el relato biográfico general, lo que revela que fueron creadas de forma independiente e integradas en el texto en un momento posterior. Y al igual que sus autores insertaron los grandes discursos de despedida en el relato sinóptico de la Cena, hicieron lo mismo llenando el texto de apostillas que comentaban, matizaban y redefinían según sus novedosas doctrinas multitud de pasajes del viejo evangelio cuya sentido veían ya desfasado. Estos discursos estarían ya culminados en torno al año 130 o 140, como demuestra la existencia del papiro Rylands P52, datado a mediados del siglo II. IV. Finalmente, hemos de mencionar la existencia de determinadas actuaciones de carácter redaccional, destinadas a enmendar, en lo posible, las incoherencias y malas suturas textuales que las sucesivas intervenciones habían dejado en el texto. Descendiendo un tanto al detalle, el examen del Evangelio de Juan realizado por el Prof. Fontana ofrece algunos aportes adicionales en lo que hace al análisis de algunos elementos concretos del texto. De entre ellos destacamos los siguientes: 1. Una hipótesis novedosa sobre la creación del misterioso “discípulo amado”, figura que, a nuestro juicio, fue forjada con el fin de sostener en el plano mítico la singularidad y la identidad del propio grupo: había otros cristianos, representados en el texto por Pedro, a los que Cristo amaba menos, lo cual significa que la comunidad johánica se hallaba en contacto con otros grupos cristianos con los que no se identificaba plenamente. Por tanto, el análisis de la historia del texto del Cuarto evangelio según el Prof. Fontana permite contemplar la “cuestión johánica” desde una nueva perspectiva, ya que, según su propuesta, afirma que el texto originario del Evangelio de Juan era un escrito muy similar al resto de los evangelios canónicos. La ausencia de rastros significativos de la “Fuente Q” en Juan evidencia que su primer redactor no supo de los textos de Lucas o de Mateo, ni, por supuesto, de la propia colección de lógia, o dichos de Jesús. Sus profundas diferencias con los Sinópticos se deberían, pues, al conjunto de innovaciones y añadidos que sucesivamente introdujeron en su texto inquietos y dinámicos autores tanto de su propia comunidad, como también otros, procedentes del grupo gentil. 2. También novedosa es la propuesta acerca de la creación de la figura de Lázaro, personaje sin consistencia histórica y forjado con materiales literarios procedentes de Lucas. Es muy posible sostiene el Prof. Fontana-- que un miembro destacado de esta última comunidad —¿acaso el propio autor de Lucas y Hechos?— decidiera completar el primitivo texto johánico con materiales propios, acaso con el fin de hacer de él un texto también manejable por su propio grupo. Al fin y al cabo, un autor capaz de combinar las perspectivas galileas de la “Fuente Q” con Marcos –como fue el desconocido autor al que denominamos Lucas-- no tuvo por qué tener reparo en intervenir sobre el primitivo texto johánico e interpolar en él una colección de episodios procedentes de su propia obra. Por supuesto, carecemos de testimonios acerca de las eventuales reacciones de la comunidad johánica, pero el hecho de que los añadidos lucanos hayan llegado a ser una parte integrante del texto es suficiente prueba de que el experimento no tuvo mala acogida: los cerrados y exclusivistas cristianos johánicos estaban realizando muy probablemente su propio giro hacia la gentilidad, aunque, desde luego, siguieron conservando su particular idiosincrasia como grupo. 3. Por otra parte, se afirma que aunque no tenemos prueba alguna sobre la fecha en que pudo ocurrir tal intervención; pero, al menos, sí se puede ofrecer una conjetura que sitúa el problema en términos relativos: en efecto, Lucas no parece saber nada de ninguna predicación entre los samaritanos, los antecesores del grupo johánico efesio; sin embargo, años después, Hechos ya refleja la extensión del evangelio por Samaria, lo cual da cuenta de la toma de conciencia del autor de la importancia del grupo samaritano. De ahí que sospechemos que su intervención se debió de producir en el lapso entre la redacción de Lucas y Hechos, lo cual nos podría ubicar quizás en la primera década del siglo II. 4. Finalmente, la hipótesis propone que una escuela de teólogos, sin duda miembros de las últimas generaciones de la comunidad johánica —quizás entre ellos estuviera “Juan el Presbítero”—, insertó en el texto una gran cantidad de discursos de un cuño teológico nuevo. Tal operación bien pudo darse en la primera mitad del siglo II, sin que seamos capaces de precisar más. 5. Más sencillo es, en cambio, caracterizar los intereses de estos autores: el sentido de las palabras que ponen en boca de Jesús ya no depende de la situación vivencial concreta que opera en el marco de la predicación al estilo de los sinópticos, sino de la comprensión correcta de los conceptos expuestos en el Evangelio (cf. Jn 16, 25; “Os he dicho todo esto en parábolas. Se acerca la hora en que ya no os hablaré en parábolas, sino que con toda claridad os hablaré acerca del Padre”). La sencilla predicación del Jesús sinóptico queda aquí reinterpretada a la luz de una hermenéutica que revela una plétora de aspectos metafísicos inasequibles para los legos y, desde luego, para los inocentes receptores de un kérygma ya anticuado: este Jesús ya no predica el Reino, sino que se predica a sí mismo como ente trascendente y despegado de las circunstancias históricas del profeta galileo. O de otra manera, el sutilísimo y complejo teólogo que es el Jesús del texto johánico no es sino la proyección de los sofisticados autores que anegaron el viejo texto con sus novedades doctrinales. La imagen, pues, que reconstruye el Prof. Fontana de estos autores dista de la del predicador itinerante que reconocemos en los Sinópticos o en la Didaché. En cambio, las acrobáticas especulaciones de estos autores tienen toda la apariencia de haber sido forjadas entre personas cultivadas y abiertas a las corrientes intelectuales más sofisticadas del judaísmo de su época. Con ello se refiere el Prof. Fontana, claro está, al famoso componente gnóstico del Cuarto evangelio, el cual, lejos ya de las primeras y desfasadas interpretaciones de la crítica, hace tiempo que ha sido reconocido como uno más de los desarrollos del judaísmo. Con otras palabras: El Evangelio de Juan ampliado es una muestra de que la gnosis occidental es judía en principio. Por ello no es de extrañar que sus conceptos aparezcan en una obra judeocristiana como el Evangelio de Juan. Concluiremos el próximo día. Saludos cordiales de Antonio Piñero Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com b[b[
Viernes, 19 de Junio 2015
Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
Yahvé va a visitar a Noé: -“Hombre justo –le pregunta– ¿cómo llevas la tarea que te encomendé?”. -“¡Muy bien, Señor!” –responde Noé, satisfecho y entusiasmado–. -“¿Y qué tienes ya en el arca, Noé?” -“Oh, Señor, tengo sal, pimienta, clavo, azafrán, nuez moscada, cominos…” Y Yahvé, desesperado: -“¡Especies, Noé! ¡Te dije “especies”…! La semana pasada empezamos a poner de manifiesto los errores y falsedades contenidos en el libro de Javier Gomá Necesario pero imposible, así como los que caracterizan su respuesta a Piñero en Revista de lLibros. Hemos demostrado ya en detalle que la afirmación de que la historiografía tiene todavía pendiente explicar la divinización de Jesús es crasamente falsa y el resultado de una ignorancia sistemática de la práctica totalidad de la investigación relevante en los diversos ámbitos pertinentes para el entendimiento de esta cuestión. El siguiente disparate de Gomá está escrito pocas líneas después del anterior: “Y, en segundo lugar, la investigación historiográfica habría de explicar también qué hubo de suceder para que el credo exótico de una insignificante secta brotada dentro del judaísmo palestino (a su vez una pequeña, marginal y sometida subcultura perdida dentro del vasto Imperio romano), tras ser rechazado por los propios judíos en cuyo seno nació […] y perseguido sanguinariamente por un Estado hostil, acabara imponiéndose como la religión oficial del imperio más grandioso, duradero y orgulloso de sí mismo que había conocido la historia universal” Más allá de la perifrástica retórica y de los clichés al uso (lo de “persecución sanguinaria” evoca la visión victimista-apologética de la historiografía confesional, a la que la crítica ha puesto los puntos sobre las íes –léanse v. gr. las obras de C. Moss sobre el martirio o la de R. González Salinero sobre las persecuciones), cualquier lector que se haya tomado la molestia de reflexionar y de informarse sobre las vicisitudes de la secta nazarena y las causas de la expansión del cristianismo sabe que la aseveración central del párrafo citado es falsa. O, si se prefiere, que es tan cierta como que la biología tiene pendiente explicar la variedad y la variabilidad de las especies, que la politología no es capaz todavía de comprender el auge del partido nacionalsocialista en la culta Alemania, que la historia de las religiones tiene pendiente explicar la expansión por varios continentes del maniqueísmo, el budismo o el Islam, que la psicología social tiene pendiente explicar cómo un patético sujeto llamado José María Escrivá Albás dio lugar en pocas décadas a una tan poderosa como patética secta dentro del catolicismo y se convirtió en San Josemaría Escrivá de Balaguer y Albás, o que la física tiene pendiente explicar el gol que metió Roberto Carlos a la selección francesa en 1997. A los legos, ciertamente, estos y otros muchos fenómenos les hacen poner los ojos en blanco y cara de papanatas preguntándose cómo tales cosas son posibles, y empezar a acumular los adjetivos de turno –“¡asombroso!”, “¡enigmático!”, “¡sorprendente!”, “¡incomprensible!”–, pero quien ha leído, estudiado y pensado un poco sabe que para todos estos fenómenos hay buenas y convincentes explicaciones. Mutatis mutandis, ¡aviados estaríamos si la historiografía tuviera pendiente explicar a estas alturas la expansión del cristianismo! En efecto, los factores que contribuyen a explicar esa expansión han sido expuestos por una nada exigua investigación, que permite concluir que el éxito del cristianismo no tiene nada de extraño ni asombroso. Me abstengo de proporcionar a los lectores una bibliografía elemental sobre el tema, pero dado que es una buena obra enseñar al que no sabe, yo me ofrezco a organizarle a Javier Gomá en la Fundación March que creo dirige, para su ilustración y la de todo aquel que entre el respetable público siga pasmado, un ciclo de conferencias sobre la expansión del cristianismo que le ilustrará con pelos y señales sobre las razones que la explican –claro que para ello yo elegiría a un selecto plantel de historiadores competentes, españoles y/o extranjeros, intelectualmente independientes, no a los teólogos y apologistas en los que tanto se complace Gomá. Hic Rhodus, hic salta. En realidad, Gomá se limita aquí –como en buena parte de su libro– a reiterar uno de los clichés que la historiografía eclesiástica –es decir, la pseudohistoriografía– lleva incansable repitiendo siglos, a saber, que la expansión del cristianismo es un fenómeno inescrutable y milagroso del que no hay convincente explicación racional y para el cual se precisa, por tanto, el recurso al sobrenatural dedo de Dios. Sobre estos pseudohistoriadores ya dijo todo lo que hay que decir el filólogo Ulrich von Wilamowitz-Moellendorf, en una carta a su suegro Theodor Mommsen, a saber, que “siguen siendo teólogos cristianos”. La expansión del cristianismo es ciertamente un fenómeno complejo que exige tener en cuenta factores políticos, sociales, económicos, psicológicos, demográficos, jurídicos, ideológicos… pero confundir complejidad con ininteligibilidad es impropio ya no solo de un intelectual que se precie, sino de cualquier individuo con dos dedos de frente. Por supuesto, solo la más crasa ignorancia, la dependencia acrítica con respecto a bibliografía dogmáticamente determinada o la existencia de necesidades apologéticas dictada por prejuicios religiosos y teológicos –o una combinación de tales elementos– pueden explicar que en el s. XXI tales paparruchas se sigan repitiendo. Porque, en efecto, no son otra cosa que simples paparruchas. Pero como no hay dos sin tres, Gomá añade un ulterior disparate a su cuenta particular. Tras referirse a la divinización de Jesús y a la expansión del cristianismo como fenómenos inexplicados, nuestro autor se refiere a Jesús como a la “causa” que las produce y a su supuesta “ejemplaridad”. Ahora bien, como ya señalé en la postal anterior, Gomá necesita articular un discurso que no parezca un cuento religioso, sino algo anclado en la pura realidad. De este modo, y para mostrar la “ejemplaridad” de Jesús, recurre a “los admirables métodos científicos” que nos han descubierto al “Jesús histórico”. Otro día hablaremos de la “ejemplaridad” de Jesús. Hoy nos ocuparemos de lo que Gomá entiende –o, mejor dicho, no entiende– por “Jesús histórico”. Ya en la reseña crítica aparecida en Revista de Libros, Antonio Piñero señaló correctamente que lo que Gomá entiende por “Jesús histórico” es el resultado de una fenomenal confusión. He aquí el párrafo de Piñero, que suscribo casi enteramente (en lo único en que discrepo es en considerar asombrosa la credulidad de Gomá –para mí no lo es–): “Asombrosamente para mí, Gomá otorga una credibilidad casi ilimitada a la pintura que de Jesús dibujan los Evangelios. Acepta en teoría los tremendos avances del método histórico crítico, pero en la práctica hace un uso acrítico de las fuentes. La utilización del Cuarto Evangelio como fuente histórica (por ejemplo, la frase de Jesús «Mi reino no es de este mundo», Juan, 18, 36, no es admitida, que yo sepa, por ningún exégeta probado, ni aun católico, como sentencia del Jesús de la historia). Ni Pablo escribió Colosenses ni Efesios, ni mucho menos la Epístola a Tito, citada con aprobación como paulina”. Luego veremos la respuesta de Gomá, pero antes comprobemos hasta qué punto es cierta la crítica de Piñero. Gomá se comporta, en efecto, como si fuera verdadero prácticamente todo el contenido de los evangelios: los pasajes que nos hablan de la malevolencia de las autoridades judías contra Jesús, de su persecución y de su deseo de matarlo, de la incomprensión de los discípulos, del juicio ante el sanedrín, de la comparecencia ante Herodes Antipas, de la condena judía por blasfemia, de las palabras de Pilato a Jesús en el Cuarto Evangelio (¿Qué es la verdad?), de la respuesta de Jesús a Pilato en el mismo, de la frase sobre el perdón pronunciada en la cruz, de la escena en que las máximas autoridades religiosas del pueblo judío son presentadas burlándose del agonizante al pie de la cruz, etc., etc., etc. son metidos en el mismo saco. Confundiendo historia y ficción por doquier, Gomá mezcla alegremente churras con merinas, y todo ello sin una sola palabra de escepticismo. Hace falta tener muchas tragaderas para tragarse todo esto, pero Gomá se lo traga, y –lo que es más grave– de paso se lo hace tragar a sus lectores. Instalado confortablemente en el totum revolutum en que realidad y ficción se mezclan, Gomá puede dar rienda suelta a la pura arbitrariedad, y con ello citar cuanto se le pasa por las mientes como histórico. Sin embargo, hay una excepción que Piñero no menciona, lo que me parece injusto hacia nuestro autor: este, en efecto, en un momento glorioso de su libro, relativiza que real y verídicamente Jesús y Satanás mantuvieran una conversación en el alero del templo de Jerusalén. Así pues, incluso para la casi ilimitada credulidad de Javier Gomá hay algún límite. ¡Deo gratias! De la “probidad intelectual” de Gomá es prueba el que no dedique ni un solo párrafo a algo por lo que cualquiera que pretenda decir algo sensato sobre la figura histórica de Jesús debe empezar, a saber, por los problemas de transmisión y composición de los evangelios, y por las evidentes distorsiones de la realidad, contradicciones, incongruencias, afirmaciones implausibles que estos contienen, en particular los relatos de la pasión. Gomá –quien parece considerar a los evangelios como infalible Palabra de Dios– no dice una sola palabra de todo esto a sus lectores, aunque sí se refiere en una ocasión a la “admirable honestidad” de los evangelistas. Ver para creer. La ausencia de sentido filológico e histórico se transparenta en todo el libro, y por tanto es tarea imposible la de refutar cada insensatez que este contiene. Me limitaré a un solo ejemplo, aunque fundamental, pues se refiere nada menos que a la muerte de Jesús, un tema sobre el que Gomá debería haber reflexionado algo, dado que su libro gira en buena parte en torno a la cuestión muerte-pervivencia. Curiosamente, Gomá nunca analiza en lo más mínimo las circunstancias históricas de la muerte de Jesús. Él tiene bastante con presuponer la versión evangélico-eclesiástica. Pues bien, Gomá afirma que Jesús fue “crucificado entre ladrones” Repitámoslo: “crucificado entre ladrones”. ¿Ah, sí? ¿Y qué habían robado estos ladrones? ¿La cartera al prefecto Poncio Pilato? ¿O tal vez el carro de la compra a su mujer? Dejémonos de fáciles chanzas, y digamos con claridad y sin más preámbulos que la afirmación de que Jesús fue “crucificado entre ladrones” es, según nos enseña una sencilla combinación de filología e historia, rotundamente falsa. A pesar de que el término “ladrones” consta en no pocas traducciones bíblicas, y en que esta aserción ha sido efectuada en innumerables ocasiones por teólogos, exegetas y predicadores cristianos, en la medida en que podemos hacer juicios históricos fundados a partir del material evangélico, esta afirmación es insostenible. De hecho, el equivalente griego del término “ladrones” no aparece en los evangelios en el contexto de la pasión. Hasta el sacerdote y exegeta conservador Raymond Brown, en su The Death of the Messiah (cuya traducción al castellano presenta, dicho sea de paso, algunos errores de bulto) dice correctamente que el término usado por Marcos y Mateo, lestaí, designa a hombres violentos, y añade: “certainly not thieves as the traditional ‘good thief’ description for Luke’s penitent wrongdoer would indicate”. Pero no: para Gomá, autodeclarado experto en Jesús histórico, Jesús fue crucificado “entre ladrones”. Quizás nuestro autor tenga una licenciatura en filología clásica, pero uno se pregunta para qué le ha servido, pues su rigor filológico es simplemente nulo. Por supuesto, como para Gomá las cuestiones filológicas e históricas son pequeñeces sin importancia, ni le dice a sus lectores que el término lestaí utilizado por Marcos y Mateo significa literalmente “bandidos”, ni mucho menos les dice que no es un término fiable. En efecto, por varias razones filológicas y contextuales que han sido ya expuestas ad nauseam (los romanos no crucificaron nunca en Judea, que sepamos, a bandidos y delincuentes comunes, sino solo a insurgentes o sus cómplices y simpatizantes; lestaí es uno de los términos más utilizados por Flavio Josefo para referirse a nacionalistas e insurgentes judíos antirromanos; los evangelios sinópticos, con sus referencias a la stasis/motín y a los stasiastaí/amotinados, denotan la existencia de episodios insurgentes en Jerusalén durante o poco antes de la estancia de Jesús, etc.), lestaí designa con casi completa seguridad a insurgentes antirromanos, como no pocos exegetas –incluyendo, por cierto, también a los cristianos más rigurosos– reconocen. Ni siquiera sería cierto, por tanto, afirmar que Jesús fue “crucificado entre bandidos”, porque todo indica que esos “bandidos” no eran tales. Y esto significa, a su vez, que el término lestaí empleado por los evangelios de Marcos y Mateo (no digamos el de Lucas, que les llama “malhechores”) no es en modo una etiqueta objetiva y fiable, sino una distorsión –si consciente o inconsciente no nos interesa ahora– de la realidad histórica. Es decir, en el mismo núcleo en que se habla de la crucifixión de Jesús, esas Escrituras cristianas que Gomá considera tan admirables mistifican gravísimamente los hechos efectuando una transvaloración radical de la identidad de los sujetos a los que designa, los cuales no son ya patriotas judíos y luchadores de la resistencia, sino simples delincuentes comunes. Esta mistificación se prosigue de otras muchas formas en los relatos de la pasión y ya en lo que se ha silenciado, alterado o añadido en relación con los lestaí, y por supuesto en la historia de Jesús. Y si el enunciado de que Jesús “fue crucificado entre ladrones” es absurdo, todo lo demás va por el mismo camino, pues ex absurdo quodlibet. El supuesto “Jesús histórico” de Gomá no merece la menor credibilidad, pues no solo no es histórico, sino que es el resultado de una distorsión sistemática de la historia. Este es solo un ejemplo, pero conspicuo, no solo por el carácter crucial –nunca mejor dicho– de la cuestión, sino también porque permite entender por qué, sin un considerable análisis crítico filológico e histórico –del que Gomá ni sabe ni quiere saber nada–, no es posible comprender lo más mínimo de la escena de crucifixión colectiva del Gólgota, y por tanto de la identidad del llamado Jesús histórico. En efecto, uno de los problemas suscitados por los relatos evangélicos estriba en que la visión que ofrecen convierte los sucesos del Gólgota en algo estrambótico. Esto puede afirmarse al menos en un doble sentido. Por un lado, un sujeto presuntamente inocente (Jesús) es ejecutado en medio de dos individuos supuestamente culpables, los cuales nada tendrían que ver con él; esto es bastante llamativo en sí mismo, pero lo es aún más teniendo en cuenta el sentido paródico que tenía en el Imperio Romano la crucifixión. Por otro, dos sujetos calificados como “bandidos” son crucificados por los romanos, a pesar de que en Judea, según las fuentes disponibles, Roma crucificó solo a insurgentes o a sus simpatizantes. La escena del Gólgota como la cuenta la tradición cristiana y como la repite, obediente y servil, Gomá, es un completo sinsentido. Esto es precisamente lo que desde hace siglos ha llevado a los estudiosos más reflexivos, críticos y veraces a poner en cuestión la fiabilidad de esos relatos, y a elaborar hipótesis que expliquen no solo lo ocurrido históricamente a Jesús (y a sus compañeros) sino también la génesis de los estrambóticos relatos evangélicos. Como es sabido, esas hipótesis entrevén una historia sensiblemente distinta a la contada en los evangelios (aunque la inmensa mayoría de estudiosos cristianos intentan compatibilizarla como pueden con la fe cristiana, produciendo todo tipo de incongruencias). Como se ha demostrado ad nauseam por parte de varios de los autores que Antonio Piñero cita en su crítica a Gomá –y como quien firma ha demostrado en varios artículos publicados en los últimos años, v. gr. en el Journal for the Study of the New Testament o el Journal for the Study of the Historical Jesus–, la mejor con mucho de esas hipótesis es la de que el visionario galileo, personalidad sin duda intensamente religiosa, estuvo implicado teórica y prácticamente en la resistencia antirromana. Ha sido demostrado con todo lujo de argumentos que esta es la mejor hipótesis por tener varias características que la hacen preferible desde un punto de vista científico, a saber, su simplicidad, su respaldo textual, su plausibilidad contextual y su amplísimo (e inigualado) poder explicativo–. Si la historia, la filología y el razonamiento crítico sirven para algo –aunque a Gomá y a muchos como él claramente no les sirven para nada–, lo que sabemos es que a Jesús –junto a otros que con toda probabilidad eran sus seguidores, o al menos estaban ideológicamente relacionados con él– lo crucificaron los romanos, y lo hicieron por alguna de (o todas) las siguientes razones: 1) porque anunció un reino de Dios que implicaba el anhelo por la desaparición del poder romano (como ya reconoció el piadoso exegeta protestante Johannes Weiss); 2) porque con toda probabilidad albergó pretensiones regio-mesiánicas (hay numerosísimos indicios de ello en los evangelios, como ha reconocido el universalmente respetado exegeta protestante Dale C. Allison, empezando por el titulus crucis y por la conspicua presencia del título “rey de los judíos” en los relatos de la pasión); 3) porque con toda probabilidad se opuso al pago del tributo a Roma (como reconocen hoy en día incluso exegetas de inspiración confesional como Richard Horsley, William R. Herzog o Douglas Oakman); 4) porque tenía un grupo armado con espadas, al que él mismo incitó a armarse, y dispuesto a usarlas cuando llegara el momento (como reconocen hoy en día incluso exegetas tan respetados en el ámbito del Nuevo Testamento y poco sospechosos como Dale B. Martin); 5) porque con toda probabilidad fue responsable de algún tipo de acción mesiánica y/o violenta en Jerusalén (como indican los episodios de la “entrada triunfal”, del incidente en el Templo… y reconocen una gran cantidad de exegetas, incluidos los confesionales). Cualquiera de estas razones habría sido suficiente para que el prefecto romano aplicase la coercitio y eliminase a Jesús por un delito de laesa maiestas, pero hay razones poderosas para pensar que todas ellas son históricamente creíbles. Por qué Jesús fue crucificado por los romanos no encierra misterio alguno. A estas alturas, sin embargo, ya sabemos que para Javier Gomá, instalado en las nubes de su altísima filosofía, el conocimiento crítico susceptible de ser obtenido mediante la filología y la historia son pequeñeces y detallitos sin importancia, cuando no desechables ocurrencias. Y por eso él, sin proceder a análisis textual alguno, prefiere espetar a diestro y siniestro a lo largo de todo su libro que Jesús fue “víctima de la injusticia del mundo”. Con la credulidad que le caracteriza, Gomá –quien nunca explica a sus lectores por qué los romanos decidieron eliminar a Jesús– se ha tragado a pies juntillas la versión evangélica según la cual, mucho antes que los romanos, a Jesús se lo querían cargar desde el principio las autoridades judías. Pero como Gomá es un gran filósofo, necesita ofrecer a sus lectores lenguaje filosófico que no le identifique fácilmente como cristiano y le permita presumir de gran sabio secular. Y así dedica varias docenas de páginas a exponer la idea de que una figura ejemplar no solo suscita en algunos la voluntad de imitación sino también –en la medida en que coloca al sujeto ante su propia vulgaridad– un hondo resentimiento en otros: “Pues si la ejemplaridad ordinaria suscita esos deseos negativos de hostigamiento al justo, se sigue de ello que la súper-ejemplaridad exhibida por el mejor de todos lleva el conflicto hasta su punto máximo y, o bien llama al seguimiento radical de los discípulos, o bien hace brotar en los demás un firme deseo de eliminación del elemento perturbador” Esta es la profunda “explicación” de Javier Gomá a la crucifixión de Jesús. De este modo, la fábula evangélica según la cual el predicador galileo fue eliminado por la presión ejercida ante el prefecto romano por las malévolas autoridades judías, movidas desde el principio por la envidia hacia Jesús (cf. Mc 3 y Mc 15), es racionalizada y dotada de respetabilidad “filosófica”. Traduzcamos: Jesús no fue ejecutado por los romanos en la cruz junto a insurgentes porque anunciara el fin del imperio del césar, porque tuviera pretensiones regias, porque se opusiera al pago del tributo a Roma, porque sus discípulos estuvieran armados o porque se hiciera culpable de algún acto violento en Jerusalén. No, señor, por supuesto que no: Jesús murió en la cruz porque su buen ejemplo gravitó pesadamente sobre sus contemporáneos, ocasionándoles mala conciencia y alimentando en su pecho “un hondo resentimiento contra la persona ejemplar que en tan mala posición” les colocaba. A Jesús lo mató el mezquino “rencor desatado”. Lástima que todo esto tenga que ver con el Jesús histórico tanto como la gimnasia con la magnesia o la velocidad con el tocino, como resulta obvio para cualquiera excepto para quien tenga su sentido histórico irreparablemente atrofiado. Para que nadie se llame a engaño, aclaremos que mi juicio no implica evidentemente negar que el odio y la envidia jueguen un papel muy importante en las relaciones humanas, a veces con consecuencias mortales. Por supuesto que lo hacen. Este es un mecanismo muy conocido por la psicología y la antropología, y que varios textos bíblicos citados por el propio Gomá recogen (René Girard, a quien Gomá en este libro no recuerdo que cite, la empleó también). Lo que no es de recibo es aplicar este mecanismo al caso de la muerte de Jesús, y eso por varias razones que resultan obvias a quien conozca la investigación. Primera, porque como he señalado existe ya una hipótesis muy sencilla, convincente, y con una enorme capacidad explicativa, que permite entender sin innecesarias fantasías por qué Jesús fue crucificado. Segunda, porque el discurso de Gomá está acríticamente basado en la narración evangélica, que es completamente absurda e internamente inconsistente (como lo prueba por ejemplo el que los adversarios que según Mc 3 quieren matar a Jesús no aparezcan para nada en Mc 14-15, donde son sustituidos por otros). Tercera, porque nuestro conocimiento de las circunstancias sociales, políticas, religiosas y cronológicas en que se compusieron los evangelios nos permite entender perfectamente bien por qué los evangelistas excogitaron esa pseudo-explicación, a un tiempo polémica y apologética. (Y podríamos añadir aún una cuarta, porque –como veremos en su momento– la supuesta ejemplaridad de Jesús es una pura fantasía creyente). Por ello, cuando, en su respuesta a Piñero, Gomá habla de “mi esfuerzo por recuperar la figura del Jesús histórico” y afirma que “la erudición crítico-exegética es un método muy usado en una parte de mi libro”, es para empezar a troncharse de risa y no parar. Pero aún hay más, y estamos ya en disposición de apreciar en lo que vale la respuesta de Gomá a la justa crítica de Piñero. Aquel afirma: “Quizá lo que se me hace más extraño de la reseña es ese momento en el que su autor sostiene que yo concedo una «credibilidad casi ilimitada a la pintura que de Jesús dibujan los Evangelios», y que acepto el método histórico-crítico, «pero en la práctica hace un uso acrítico de las fuentes». Esta afirmación es tan obviamente desmentida por una lectura de mi libro, incluso rápida y superficial, y son tan magras las aparentes pruebas que aduce en apoyo de esa afirmación, que para mí el interés intelectual del caso se desplaza del texto analizado, mi libro, al reseñista del mismo, tratando de indagar qué hondas motivaciones ideológicas, quizá esos presupuestos antes confesados, o qué lentes mal graduadas, le han podido arrastrar a un desenfoque cuya evidencia salta a simple vista a cualquier lector imparcial […] Puedo suprimir en mi libro la cita joánica a «Mi reino no es de este mundo» sin que el argumento allí desarrollado sufra lo más mínimo. La objeción del profesor es aquí un achaque de erudición más que un reparo a la línea filosófica de razonamiento”. Como cada vez que Gomá se jacta de su gran sabiduría y pretende sentar cátedra, la cosa no tiene desperdicio, y proporciona ulteriores y elocuentes datos sobre la verdadera categoría intelectual de nuestro autor. En efecto, a los disparates y las falsedades de su discurso Gomá añade aquí unas cuantas falacias. La primera es una falacia ad hominem: ante la crítica respetuosa de Antonio Piñero –que además, como hemos visto, es del todo correcta sino que se queda corta–, Gomá, en lugar de limitarse a responder argumentativamente, ataca a Piñero capciosamente insinuando que este es parcial. El problema, Antonio, es que tienes las lentes mal graduadas, el problema son tus prejuicios y tus motivaciones ideológicas. Claro, claro, pero esto hay que demostrarlo. Lo que es evidente es que utilizar falacias ad hominem es algo vergonzoso, tanto más procediendo de alguien que, como Javier Gomá, se presenta como gran filósofo de talla internacional. La segunda falacia de Gomá estriba en reducir la crítica de Piñero a lo que en el discurso de este no es más que un ejemplo: Piñero menciona el caso de la frase de Jn 18, 36 como un mero ejemplo (recordemos: “La utilización del Cuarto Evangelio como fuente histórica (por ejemplo, la frase de Jesús «Mi reino no es de este mundo», Juan, 18, 36, no es admitida, que yo sepa, por ningún exégeta probado, ni aun católico, como sentencia del Jesús de la historia), y no multiplica los ejemplos para no alargarse, porque si tuviera que señalar todos no acabaría (como de hecho le está pasando a mi crítica). Gomá, en una sinécdoque tramposa, reduce la crítica de Piñero a su tratamiento del Jesús histórico a un ejemplito. Alguien debería enseñar a Gomá qué es el fair play, porque a todas luces también lo ignora. A estas dos falacias se añade un aserto que a estas alturas resulta obviamente una fenomenal falsedad, a saber, que la afirmación de Piñero sobre el uso acrítico de las fuentes por Gomá es “obviamente desmentida por una lectura de mi libro, incluso rápida y superficial […] un desenfoque cuya evidencia salta a simple vista a cualquier lector imparcial”. Lo cierto es que Gomá no es buen juez de su libro, y que –como ya hemos visto– Piñero tiene toda la razón. Pero esto no es todo. Gomá ni siquiera admite que el ejemplo de Piñero sea significativo: “Puedo suprimir en mi libro la cita joánica a «Mi reino no es de este mundo» sin que el argumento allí desarrollado sufra lo más mínimo”. ¿Ah, sí? Lamentablemente, esta pretensión es ridícula. La frase de Jn 18, 36 no es una frase cualquiera, sino que expresa toda una concepción de quién fue Jesús: no un sujeto radicado en las concretas circunstancias sociopolíticas de su mundo, sino uno que levita sobre él. Elegir esa frase es una opción que marca (o refleja) una pauta interpretativa general, y precisamente una que resulta insostenible según la investigación crítica. Pues lo que esta ha puesto de relieve es que el reino que Jesús aguardó es uno que –por muy inspirado religiosamente que estuviera, y por mucho que se esperara que Dios mismo lo traería– tendría un carácter integral, en el que se disfrutarían realidades muy concretas y materiales, y en el que –como Jesús vanamente prometió a sus discípulos más allegados– se sentarían en tronos para gobernar. Baste citar Lc 22, 29-30: “Yo dispongo a favor vuestro, como dispuso a mi favor mi padre, un reino, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino, y os sentaréis en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel”. Conceder credibilidad a la frase de Jn 18, 36 es ya haber abandonado el ámbito de la historia crítica para precipitarse del todo en la ficción teológica. Esperar sentido crítico de Gomá –al menos en lo que respecta a Jesús y el cristianismo– es como pedir peras al olmo. En efecto, este obsequia también a sus lectores con una completa colección de clichés y ficciones cuya falsedad ha sido demostrada por activa y por pasiva en la historia de la investigación crítica: que “sólo Jesús, en el marco del judaísmo antiguo, se dirige a Dios llamándolo Abba”; que “Abba” significa “papá” y que “El Dios Abba de Jesús […] tampoco es, íntegramente, el Dios del Antiguo Testamento”, sino que es un “Dios diferente” (¡toma marcionismo en acción!); la contraposición entre un Juan Bautista condenador y un Jesús compasivo; que Jesús es “es el único judío de toda la Antigüedad que tiene la osadía de afirmar que ese reinado se está realizando ya en el presente…”; que “Reino de Dios” es un concepto “apenas usado antes, en el Antiguo Testamento o en el judaísmo antiguo”; que Jesús tuvo en general una “actitud liberal” hasta el punto de que “la actitud liberal de Jesús respecto al mundo” es “el origen y el fundamento de la secularización de la cultura producida en Occidente”; que fue un “manso predicador…mesías pacífico… que sólo utilizó vías pacíficas”; que Jesús se distinguió por su extraordinaria apertura hacia las mujeres; que Jesús “llama a todos y practica un “igualitarismo insólito en su momento”. Y así docenas de páginas. De cliché a cliché, y tiro porque me toca. Necesitaría demasiado tiempo y espacio para desmontar aquí uno a uno los clichés de Gomá. Por lo demás tal tarea, aparte de ímproba, sería superflua, pues como al parecer dijo Nietzsche, “lo que no se ha llegado a creer mediante razones no puede ser refutado mediante razones”. Pero al menos lo haremos con uno de estos clichés, que además nos servirá una vez más para que la obstinación de nuestro autor en sus errores quede meridianamente clara. En efecto, entre los aspectos insostenibles de Necesario pero imposible, Piñero puso el siguiente ejemplo: “Todas las conclusiones de Joachim Jeremias sobre Abbá y su utilización por Jesús («Padre»; jamás «Papá», y muchísimo menos «Papaíto») están absolutamente rebatidas, comenzando por el hecho de que ya conocemos al menos tres o cuatro ejemplos de ese uso por otros rabinos” La sensata y respetuosa crítica de Antonio Piñero ofreció a Gomá, una vez más, la posibilidad de que este reconociera sus límites y reculase. Pero nuestro autor –que, como hemos comprobado ya, se cree perteneciente a la categoría de las Grandes Lumbreras de la Humanidad y por ende instalado en la infalibilidad– prefirió responder de esta guisa: “Piñero parece sugerir que acepto la visión que el gran teólogo Jeremias sostiene sobre Dios como Abba, como si lo hiciera incondicionalmente, cuando en realidad he manejado los resultados del debate crítico sobre la cuestión del Abba bien resumidos, con criterio ecuánime, en el libro de Jacques Schlosser El Dios de Jesús (Salamanca, Sígueme, 1995)”. Esta es toda la respuesta de Gomá a la crítica antes apuntada. Como muchos lectores no podrán apreciar a primera vista lo divertido –o lo penoso, según se mire– de esta respuesta, merece la pena exponerlo con cierto detenimiento: 1º) Independientemente de lo que Gomá haya leído o dejado de leer, lo cierto es que, en su libro, él reproduce con aprobación e incondicionalmente las ideas de Jeremias, que, como le dijo sensatamente Piñero y veremos a continuación, han sido refutadas. 2º) Gomá cita como autoridad en su réplica el libro de Schlosser El Dios de Jesús añadiendo que este libro maneja “los resultados del debate crítico… resumidos con criterio ecuánime”. Lo que Gomá no dice a sus lectores es, en primer lugar, que el libro de Schlosser, aunque ciertamente alude a algunas apreciaciones críticas a Jeremias, en realidad reproduce con aprobación lo esencial de las ideas de este, con lo cual la pretensión de que este libro tiene un “criterio ecuánime” es falso. 3º) Lo segundo que Gomá silencia es que el original del libro de Schlosser –sobre el que se hizo la traducción española a la que él se refiere– es de 1987. Repito: 1987. Y aquí viene lo bueno, porque resulta que –mire usted por dónde– fue precisamente en el lustro que va de 1988 a 1992, es decir, tras la publicación del libro de Jacques Schlosser, cuando se publicaron una serie de fuentes y de trabajos académicos que redujeron a escombros las pretensiones del bueno de Jeremias. Al referirse a Schlosser en 2013, pues, Gomá se remite a una obra obsoleta como si fuera el no-va-más de la crítica, engañándose de ese modo de modo lamentable a sí mismo y a los lectores. En efecto, fue precisamente entre 1990 y 1992 cuando E. M. Schuller publicó en la Revue de Qumran y en otras revistas especializadas el texto 4Q372 o 4QApocrJosé (una plegaria judía palestina en la que se invoca a Dios como “mi padre” en un contexto oracional; hay otras, como 4Q460), cuyo terminus ad quem fue establecido paleográficamente en época hasmonea tardía o herodiana temprana, por tanto en el s. I a.e.c. Esto demuestra que la afirmación, repetida hasta la saciedad por Jeremias, de que era imposible para el judaísmo llamar “padre mío” a Dios en un contexto oracional era falsa. Y fue precisamente entre 1988 y 1992 cuando se publicaron una serie de excelentes trabajos (en particular los de James Barr y Mary Rose D’Angelo, pero hay otros) que contenían una refutación aplastante y sistemática de la posición de Jeremias y adláteres (incluyendo por supuesto a Schlosser). Estos trabajos permitieron demostrar: 1) Que Jeremias y sus entusiastas seguidores habían minimizado arbitrariamente la importancia de la literatura judía escrita en griego en la que se utiliza el título “padre” para Dios. Y que –como muestra 4Q372– ahora se contaba también con fuentes semíticas palestinas. 2) Que “Abba” no significa “papá” o “papaíto”, como innumerables exegetas, teólogos y predicadores han repetido y siguen repitiendo como loros –ahí está Gomá–, y que la noción de que la intimidad del “Abba” era algo “impensable”, por no decir “blasfemo”, para los oídos judíos, era un disparate monumental donde los haya. 3) Que de hecho ni siquiera hay base exegética suficiente para adscribir con toda seguridad el “abba” a Jesús. Que Jesús haya utilizado el “abba” es posible, pero no es seguro. Esto hace a su vez de los constructos teológicos levantados sobre esta suposición (presentada como certeza), y ante todo de buena parte de la teología de Jeremias, una casa edificada sobre arena. 4) Que si Jesús usó el título “abba” para Dios, lo hizo –como demuestran los textos de Qumrán publicados (y téngase en cuenta que solo se conoce una parte ínfima de la literatura judía del período del Segundo Templo) plenamente integrado dentro de –y no contra, o a diferencia de– la religión judía a la que pertenecía. 5) Que la obra de Jeremias relativa al “Abba” se hace comprensible solo en el marco del extendido paradigma teológico-exegético confesional que contrapone de manera simplista, injustificada y caricaturesca a Jesús al judaísmo, a pesar de que tales contraposiciones no son sino solemnes y apologéticas majaderías. En suma, una vez más, todo esto demuestra que Javier Gomá desconoce enteramente “los resultados del debate crítico”. Lo que él jactanciosamente denomina “los resultados del debate crítico” no son en realidad más que una sarta de disparates cuya falsedad –y cuyo condicionamiento ideológico, de paso– habían sido puestos de manifiesto hace un cuarto de siglo. Si nuestro autor se hubiera molestado en consultar algo de la literatura especializada –y, sobre todo, si se hubiera acercado a las fuentes con genuina voluntad de comprensión, y no con unas anteojeras teológicas con las que solo ve lo que quiere ver– habría podido comprobar que las ideas básicas de su admirado Joachim Jeremias –por cierto, inspiradas en el trabajo del antisemita Gerhard Kittel– carecen de base. Pero como Javier Gomá se cree inspirado por las Musas y probablemente también por Dios Nuestro Señor, prefiere seguir pensando de sí mismo que es un gran especialista en el Jesús histórico y obstinándose en sus disparates. En fin, ya dice la Biblia que hay quien tiene ojos para no ver y oídos para no oír. Continuará. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 17 de Junio 2015
Notas
Hoy escribe Gonzalo Del Cerro
Homilía XII Debate entre Pedro y Clemente sobre la misión del esclavo La Homilía se detiene un tanto en el contencioso que mantienen Pedro y Clemente sobre las palabras del apóstol y su diferencia entre esclavitud y amistad. Clemente encuentra las palabras de Pedro como servidor incomprensibles dada la categoría del príncipe de los apóstoles y la realidad de su conocimiento de las verdades sobre Dios. Estando así las cosas, las funciones de Clemente son más propias de esclavo en su relación con Pedro. Frente a la lógica argumental de Clemente, Pedro responde recurriendo al caso de su maestro Jesús y la humildad que practicó durante su vida. De su dignidad de Dios humanado descendió al nivel de hombre mortal, servidor incondicional a favor de los intereses de la humanidad. Clemente cuenta la historia de su familia Una mención que hace Clemente de sus padres suscita una vez más la curiosidad de Pedro, que pregunta a Clemente si no hay otro superviviente de su familia, sino que el único que queda es él. La pregunta de Pedro provoca la reacción de Clemente, que se siente obligado a narrar los detalles de su vida en el contexto de una familia noble romana emparentada con el mismo emperador Tiberio. El cuadro familiar Ante todo, el cuadro familiar y su enclave en la sociedad romana. Cuenta, en efecto, Clemente que hay en Roma muchos y grandes varones que son de la familia del César. Por ser precisamente de la familia imperial, el mismo César unió con mi padre, como criado con él, a una parienta suya como esposa, de la cual nacimos tres hijos. Los dos que nacieron antes que yo, siendo gemelos eran muy parecidos entre sí, como mi mismo padre me contó. Pues yo no conozco apenas ni a ellos ni a mi madre, sino que tengo su imagen confusa como en sueños. Mi madre se llamaba Matidia, y mi padre Fausto; de mis hermanos, uno se llamaba Faustino, y el otro Faustiniano. Sorprende que los denominados “gemelos” en las Homilías son presentados en las Recognitiones más bien como mellizos, ya que allí se asegura que no tenían ninguna semejanza entre sí. El término griego “dídymos” encierra ambas posibilidades semánticas. La versión latina de los hechos cambia igualmente los nombres del padre y de los gemelos. El padre es allí Faustiniano, mientras que sus gemelos reciben los nombres de Fausto y Faustino. El hijo menor es obviamente Clemente, el autor de toda la obra, convertido en auxiliar y colaborador de Pedro en las tareas de la evangelización. El sueño fingido de Matidia Clemente prosiguió su alegato contando el hecho transcendental del sueño fingido de su madre Matidia: “Una vez que nací yo en tercer lugar, mi madre vio en sueños, -según me contó mi padre-, que si ella no tomaba enseguida a sus dos hijos gemelos y se ausentaba de la ciudad de Roma durante diez años, perecería a la vez que ellos de muerte funesta” (Hom XII 8,4). Las razones del fingido sueño de Matidia no eran otras que el serio peligro que corría su castidad por el loco enamoramiento de su cuñado. La situación provocaba un dilema difícil de evitar. Si Matidia cedía a las pretensiones de su cuñado, quedaría dañada su castidad. Pero el resultado podía convertirse en un escándalo familiar. La versión latina sugiere que el sueño fue fruto de la intervención de una divinidad. Esfuerzos del padre por recuperar a su familia El caso es que Fausto creyó las palabras de su esposa y facilitó su huida de Roma para evitar los presuntos malos augurios para sus seres queridos. Clemente contó a Pedro los esfuerzos de Fausto por recuperar a los suyos y sus continuados fracasos. Este es el preciso relato del hijo menor, que refería a Pedro los detalles del suceso veinte años después: “Mi padre, pues, siendo amante de sus hijos, abasteciéndolos suficientemente y embarcándolos con siervos y siervas los envió a Atenas para que fueran educados, y a mí solo me retuvo con él para su consuelo. Por esto doy muchas gracias, porque el sueño no había ordenado que yo partiera con mi madre de la ciudad de Roma. Pasado un año, mi padre les envió dinero a Atenas, también para saber cómo se encontraban. Pero sus enviados no regresaron. Al tercer año, desanimado mi padre envió igualmente a otros con abastecimientos. El cuarto año regresaron anunciando que no habían visto ni a mi madre ni a mis hermanos, y que ni siquiera habían llegado a Atenas y que no habían hallado rastro de cualquier otro de los que habían ido con ellos” (Hom XII 9,1-3). La tempestad La realidad era que el viaje había terminado en una furiosa tempestad que había provocado el naufragio de la embarcación donde navegaban los familiares de Fausto. Un relato paralelo, hecho por Matidia, convenció a Pedro de lo sucedido. Matidia acabó pobre y enferma, obligada a mendigar el alimento para ella y para la mujer viuda que la había acogido la noche de su naufragio. La mendiga ignoraba la suerte de sus gemelos, vendidos por los piratas en el comercio de esclavos y adquiridos por la piadosa Justa la sirofenicia, cuya hija fue curada por Jesús según el relato de Marcos 7,24-30 par. Saludos cordiales. Gonzalo Del Cerro
Sábado, 13 de Junio 2015
Notas
<a href="https://www.flickr.com/photos/116497287@N03/18361853309" title="A- Pinero 04 by Antonio Piñero, en Flickr"><img src="https://c1.staticflickr.com/1/464/18361853309_eb4f91d347.jpg" width="284" height="375" alt="A- Pinero 04"/></a>
Todavía hay alguna oportunidad más de visitar la Feria los que lo deseen Mañana viernes, 12 de junio de 2015 en la caseta nº 108 de la LIBRERÍA ANTES (especializada en historia) Firmaré ejemplares de varias obras mías de 18 a 21 horas Saludos cordiales
Viernes, 12 de Junio 2015
Notas
Escribe Antonio Piñero
Continuamos, como prometimos, con la exposición y análisis de los resultados del libro del Prof. Fontana sobre los orígenes históricos y el proceso compositivo del misterioso Cuarto Evangelio. Es importante tener siempre en cuenta en historia antigua y en los análisis filológicos sobre textos de esta época que la tarea de reconstruir el proceso de composición del Evangelio de Juan a la luz de los criterios filológicos usuales y la metodología normalmente aceptada pasa también por la revisión de las inquietudes e intereses de sus autores y sus eventuales destinatarios. Pero este proyecto dadas las incertidumbres de la información disponible está siempre predestinado a dar lugar a una hipótesis que solo puede ubicarse en el terreno conjetural. Se impone, por tanto, la modestia. Con todo, los resultados del Prof. Fontana se ajustan a los criterios analíticos habituales en la historiografía y el análisis literario. La importancia de esta, y otras hipótesis sobre el estilo, consiste en su eventual capacidad para integrar en un relato coherente la mayor cantidad posible de los elementos que pueden obtenerse del análisis de los textos. Pero hay hipótesis que son implausibles y otras que son razonables según el criterio del conocedor del ambiente del siglo I en Palestina y Asia Menor. Por ello pienso que la hipótesis interpretativa del Prof. Fontana ofrece algunos aportes significativos a la cuestión, y no solo en lo que hace a la reconstrucción del proceso de elaboración del texto, sino también en lo referido a la caracterización de sus sucesivos redactores, de sus propósitos doctrinales y, muy en particular, de sus vicisitudes históricas. Una de las ideas centrales del trabajo, con la que estoy de acuerdo es que muy probablemente la redacción final –e incluso algunos de sus pasos previos-- del Evangelio de Juan fue compuesta en Éfeso o, al menos, en algún punto más o menos cercano de la costa occidental de Asia Menor. Consta históricamente que en esa región había varios grupos cristianos bastante bien caracterizados. De entre estos, los dos principales serían el propio «grupo johánico» (tal como lo denomina el autor), de impronta marcadamente judaica; y, por otra parte, el «grupo lucano», de matriz paulina y constituido, en principio, por individuos de origen gentil. Solo desde la dinámica generada entre ambas comunidades —aledañas, mas no fundidas en una imposible «cristiandad primitiva» de carácter unitario— será posible reconstruir la compleja historia del texto del cuarto evangelio. Es muy importante esta afirmación: no existió ninguna cristiandad primitiva unitaria en esos primeros tiempos de lo que sería el cristianismo. De ningún modo. Los orígenes están caracterizados por la pluralidad de reinterpretaciones de Jesús. Y, con toda seguridad, cada grupo que tenía una densidad crítica de afiliados, estaba totalmente seguro que su interpretación era la más segura, cierta o correcta. El Prof. Fontana cree haber demostrado –y estoy nuevamente de acuerdo-- que el texto cristiano primitivo del Cuarto Evangelio, lejos de ser el reflejo de la voluntad estética o genéricamente ideológica de un «autor», es, más bien, la materialización de las inquietudes y creencias de un colectivo humano concreto —la comunidad de los creyentes— y, por tanto, es muy verosímil que refleje en sí también la propia trayectoria histórica de ese grupo. Esto es ya una idea antigua desde la llamada “Historia de las formas” (impulsada por Martín Dibelius y Rudolf Bultmann a principios del siglo XX) que atribuye a la “comunidad” más que a un autor preciso la autoría de los grandes fragmentos de la tradición acerca de Jesús. No quiere decir esto que se ningunee la figura de un autor. Ciertamente no porque la “comunidad” no escribe, y siempre es necesario que haya un autor o autores que lo hagan. Pero sí quiere decir que estos autores intentan reflejar con su opinión puramente personal, sino la del grupo en el que están integrados. Así pues, y en lo que hace al texto del Evangelio de Juan —y en general al corpus johánico, que incluye las tres “Cartas de Juan”—, el Prof. Fontana afirma haber establecido con notable seguridad que no tiene nada que ver con el Juan histórico, el discípulo de Jesús, el hermano de Santiago el mayor e hijo de Zebedeo, lo cual no es ninguna novedad, pues la investigación hace muchos años que lo viene sosteniendo. La «comunidad johánica» asentada en Éfeso tuvo en su memoria mítica no solo a Juan sino a otros héroes fundadores previos: el misterioso «discípulo amado» —tantas veces identificado a posteriori con ese Juan—; a Felipe (figura confusa en la tradición, la cual a veces lo llama «apóstol» y otras «diácono», dando lugar así a dos figuras legendarias distintas) —aquí el análisis del Prof. Fontana sí es novedoso—; y, finalmente, pero solo desde la segunda mitad del siglo II (atención a esta fecha tardía), el apóstol Juan, personaje homónimo de otro “Juan”, el presbítero (= anciano) Juan, conocido a través de Papías de Hierápolis (mediados del siglo II) , y que acaso pudiera ser identificado con el individuo que encabeza las cartas johánicas. Si a esto se suma la existencia de un tercer Juan (el vidente del Apocalipsis), no es de extrañar que el desconocido erudito que, a fines del siglo II, fijó para la posteridad las diversas autorías del canon, sintiera la tentación de cortar por lo sano e identificar al creador de todos estos textos con el Juan histórico. Pero esta atribución fácil es del todo inverosímil, ya que existen serios indicios de que este primer Juan hijo de Zebedeo, fue quizás asesinado a mediados del siglo I (aunque tampoco es seguro, porque el texto de los Hechos de los apóstoles presenta a este Juan Zebedeo aún vivo después de que el rey Agripa I liquidara por la espada a su hermano Santiago en una fecha entre el 41-43). Más aún, no solo es que sea imposible asignar el texto a ningún personaje en particular; el caso es que, con toda probabilidad, este es resultado de una compleja serie de intervenciones editoriales sucesivas. En el Evangelio de Juan intervinieron pues, varias manos. Seguiremos comentando los resultados de esta indagación. Saludos cordiales de Antonio Piñero Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Viernes, 12 de Junio 2015
Notas
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Mañana viernes, 12 de junio de 2015 en la caseta nº 108 de la LIBRERÍA ANTES (especializada en historia) Firmaré ejemplares de varias obras mías de 18 a 21 horas Saludos cordiales
Jueves, 11 de Junio 2015
Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
Omnia praeclara rara (proverbio latino) ¡Cuidaao! ¡Dányer! ¡Caaution! ¡Bi cáreful, bi cáreful…! (José Mota) En 2013 la editorial Taurus publicó el libro de Javier Gomá Lanzón Necesario pero imposible, o qué podemos esperar. Concebido por su autor como la inspirada coronación de una tetralogía sobre la ejemplaridad, el objetivo del libro consiste –para decirlo con brevedad– en hacer filosóficamente respetable la idea cristiana de la resurrección del galileo Jesús, y, por extensión, la de “dar veracidad a la continuidad de lo humano tras la muerte”. Dado que la tesis quiere sostenerse en no poca medida sobre el carácter presuntamente ejemplar del “Jesús histórico”, el libro fue ya objeto de una crítica de Antonio Piñero en Revista de Libros, que fue prontamente respondida por Gomá (ambos escritos son accesibles en: http://www.revistadelibros.com/resenas/mas-alla-de-la-muerte). Quien no conozca el libro hará bien en recurrir a la mesurada e imparcial síntesis que Piñero realizó de él al inicio de su crítica. Aunque tras leer en su momento el escrito de mi amigo Antonio Piñero me quedé algo intrigado –tanto más cuanto que la lectura de la respuesta de Gomá me divirtió mucho, mostrándome que aquí había un caso prototípico (ya veremos de qué)–, no ha sido hasta muy recientemente cuando he encontrado el momento de abordarlo. La lectura del libro me ha permitido constatar no solo que la crítica efectuada por Piñero es totalmente correcta, sino también que resulta muy insuficiente (algo explicable en buena parte debido a la necesidad de que una reseña escrita por encargo se atenga a unos límites determinados). Por lo demás, Piñero dejó sin réplica la respuesta de Gomá, a pesar de que –o quizás precisamente porque– esta es, como veremos, peor que insatisfactoria. Todo ello me ha movido a escribir la –lamentablemente tardía– crítica que aquí comienza, y que se prolongará con sucesivas entregas en las próximas semanas. La extensión de mi análisis parecerá, y de hecho es, totalmente desproporcionada para los merecimientos del libro. Sin embargo, los lectores que tengan la paciencia de seguir hasta el final la serie que hoy comienzo entenderán a qué se debe. En efecto, Necesario pero imposible es un ejemplo de un modo de hacer las cosas, muy extendida entre ciertos intelectuales oraculares, destinado a épater le bourgeois y a impresionar a los lectores con un discurso tan grandilocuente como vacuo, y cuyo desenmascaramiento, aunque es tan posible como necesario, al mismo tiempo exige un análisis pausado que precisamente al lector medio suele estarle vedado por falta de conocimientos, tiempo, paciencia y/o voluntad. Ese modo de hacer las cosas que ejemplifica el libro de Gomá solo puede provocar una completa decepción en quien aspira al rigor crítico y al respeto por las verdades más elementales –esas verdades cuya flagrante vulneración por parte de quienes hablan de manera rimbombante sobre la supuesta Verdad permite deducir con fundamento lo peor–. Es cierto que Javier Gomá tiene voluntad de estilo y una prosa cuidada, y es cierto que esto es siempre de agradecer. Es también cierto que es un autor que ha leído –aunque ya veremos cuánto no ha leído–, que manifiesta con claridad lo que quiere decir, y que su prosa resulta entretenida gracias a las abundantes citas de poetas, novelistas, filósofos y teólogos (sobre todo teólogos). Sin embargo, incluso en el aspecto formal su discurso acaba volviéndose reiterativo y hasta cansino, tanto más cuanto que llegado un cierto punto el lector exigente tiene la sensación de déjà-vu y no puede evitar preguntarse si esta prosa florida y a menudo emperejilada está al servicio del conocimiento y la lucidez o más bien al del narcisista lucimiento de un autor en detrimento de metas más altas y más nobles. Pero, sobre todo, es la detección de un buen número de falacias, falsedades y disparates en el discurso de Gomá –que crecen de modo exponencial en toda la segunda mitad de su libro– lo que da al traste con cualquier posible admiración y aplauso por mi parte. Dado que, como demostraré detenidamente, Necesario pero imposible presenta numerosas y cruciales deficiencias informativas y argumentativas, sus atractivos formales no son, en mi opinión, una razón suficiente para salvarlo y recomendarlo. En ello discrepo –aunque prácticamente solo en ello– de la opinión de Antonio Piñero. Por lo demás, aclaro desde ahora que hay diversos aspectos de este libro que, por razones diversas, no comentaré. Así, por ejemplo, tanto en sus larguísimos prolegómenos como en otras secciones hay numerosas afirmaciones (v. gr. “el hombre experimentado… no termina de acostumbrarse a…. su total desaparición del mundo”, “los hombres somos imitaciones de un modelo que está ausente o que no existe, y que añoramos con nostalgia”, “el ser es, en último término, antropomórfico”, “la realidad posee una estructura ejemplar”, y muchas otras por el estilo) que o parecen pertenecer al ámbito indemostrable de lo que Aristóteles consideró axiomático, o cuya refutación nos llevaría demasiado lejos, o que son –para hablar claro– simples paparruchas (como cuando el autor identifica la “buena muerte” con la de quien “muere desdramatizando el absolutismo de la experiencia, relativizada por la esperanza de una continuidad trasmundana del yo” –como si el único morir digno y ejemplar fuera el de los creyentes en lo trasmundano… Sin comentarios–). Hay también una buena parte de este libro que no me molestaré en discutir porque la tarea sería sin duda inútil; me refiero a las docenas de páginas en las que el autor abandona totalmente el ámbito argumentativo para refugiarse en ramplona apologética cristiana (como cuando cita a Ernst Troeltsch, teólogo cristiano, para proclamar la superioridad del cristianismo sobre el resto de las religiones) o en la homilética, combinando su prosa laudatoria de Jesús y su supuesta incomparable significación con gran cantidad de citas de teólogos y exegetas cristianos. En estas partes del libro no hay ni un solo razonamiento válido –de hecho, ni un solo razonamiento–, sino únicamente una prosa ditirámbica al servicio del pasmo y de la adoración. Tampoco me molestaré en comentar, por supuesto, las no escasas páginas en las que el autocomplaciente autor canta las loas de su propia obra y se refiere a su existencia como “rehén de las Musas” (sic). Concentraré mi análisis en los aspectos nucleares del libro de Gomá susceptibles de ser sometidos a la prueba de los hechos, con el objeto de evaluar su credibilidad. Es en este espacio en el que, al menos en principio, puede encontrarse todo lector honradamente inquisitivo, independientemente de sus creencias y sus esperanzas, o su falta de ellas. Necesario pero imposible se ofrece al público como un libro de filosofía, y así es generalmente presentado y considerado. En realidad, a qué género pertenece realmente este libro lo veremos en su momento. Pero hay que dejar claro ya de entrada lo que la pátina filosófica y la prolija prosa de su autor podrían acabar velando a lectores poco avisados, a saber, que este ya da por sentada desde sus primeras páginas la existencia de un “Dios” (aunque con Schopenhauer podríamos preguntar: Wer ist dieser Bursche?) cuya negación supondría según él un “objetivo empobrecimiento” de las posibilidades humanas. Y aunque Gomá habla de “civilizar” la idea de Dios, y se esfuerza por minimizar al “Dios creador” a favor de un “Dios de la esperanza”, en realidad –asumiendo las ideas de la “teología dialéctica” de Barth– está hablando de “el Dios de la confesión cristiana de fe”, el cual sería, al parecer, totalmente diferente “de los dioses todos”. Este tipo de asunciones del autor dejan ya vislumbrar qué se puede esperar de su libro, pues allí donde tal ente está presupuesto, todo lo demás se dará por añadidura. Por ello cabe preguntar a qué vienen todas las páginas en las que Gomá presenta como un problema la cuestión de si la experiencia del mundo agota o no la integridad de lo humano y la extensión de lo real, cuando él ya ha decidido todo de antemano, y a esta pregunta cualquier lector mínimamente avispado sabrá responder. De hecho, por si quedara alguna duda, Gomá también asume que ese Dios “usa de su poder para introducir desde fuera… cierta novedad en el funcionamiento de la ciega rueda del mundo”, y que su modo de hacerlo es “suscitar en el seno de la experiencia el ejemplo de alguien que pruebe en su persona la inexorable injusticia del mundo y, luego, tras morir, ofrezca a los demás el precedente de una continuación trasmundana de la individualidad”. Dicho sin retórica y en román paladino: Dios envía a su Hijo Jesucristo a la tierra, que tras morir resucitó. ¿Les suena? Pues aquí yace la sedicente filosofía de Necesario pero imposible. Discutir con un creyente sobre “Dios” o sobre si la extensión indefinida de la finitud es o no precisamente una contradictio in adiecto o si tal extensión contradice la experiencia o simplemente la suplementa es inútil. Pero para aquilatar y poner a prueba la fiabilidad del discurso de Gomá no será una pérdida de tiempo considerar aquellas de sus afirmaciones que son susceptibles de ser falsadas. En efecto, para “civilizar a Dios” –léase: para intentar dotar de respetabilidad y un mínimo de sofisticación intelectual al discurso cristiano en el s. XXI–, Gomá necesita apelar a algo que suscite cierta consideración en sus contemporáneos, y ello no es otra cosa que la historia y la ciencia. Pero antes aún de entrar en los “admirables métodos científicos del Jesús histórico”, nuestro autor abre uno de sus capítulos clave con estas palabras: “En determinado momento se puso en marcha una cadena de acontecimientos que no han dejado de intrigar al observador imparcial y que aún hoy están esperando una justificación convincente por parte de los historiadores. La historiografía tiene pendiente explicar, primero, qué ocurrió para que un hombre pobre, ágrafo y crucificado por el poder romano, alejado de las esferas de poder económico, político o social de su tiempo, casi instantáneamente después de morir fuera divinizado por sus propios contemporáneos que lo conocieron y acompañaron en su fracaso durante los pocos años de su vida pública, precisamente unos judíos piadosos que habían aprendido a odiar toda tentación de idolatría […] un proceso semejante carecía de precedentes y de consecuentes en el monoteísmo, y mucho menos en uno tan fanático como el judío, devoto de un Dios celoso” (cursivas originales) La idea se reitera en diversos lugares, y vuelve por sus fueros hacia el final del libro, donde, entre los hechos supuestamente “científicamente probados” (sic), Gomá hace constar el siguiente: “El primer hecho se refiere a la temprana divinización de su persona por parte de sus discípulos y seguidores. Éstos, poco después de su muerte, empezaron a rendir culto al predicador de Galilea, contemporáneo suyo, a quien proclamaron el Cristo, el Hijo de Dios, el Señor, títulos que presuponen su divinidad […] Lo extraordinario en el caso del galileo reside en que fue divinizado por quienes, como judíos piadosos, educados en el horror a la idolatría, profesaban un monoteísmo que formaba parte sustancial de su identidad como pueblo elegido. Y además era a un compañero, con el que habían convivido y recorrido caminos juntos, a quienes se atrevían a poner en ‘comunidad de trono’ con el mismísimo Yahvé, creador del mundo” Lamentablemente, en estos párrafos hay ya algunos elementos dudosos, otros falaces, y otros directa y demostrablemente falsos. Ante todo, la pretensión de que “la historiografía tiene pendiente explicar” el proceso de divinización de Jesús es un disparate. Este fenómeno puede resultar llamativo a los legos, pero tras la investigación realizada –en particular, desde hace un siglo, cuando Wilhelm Bousset publicó su Kyrios Christos– ha sido explicado con suficiente claridad. La falsedad de la afirmación de Gomá quedará clara en la discusión subsiguiente. Afirmar que es un “hecho” “científicamente probado” que Jesús fue divinizado por sus discípulos tan tempranamente como Gomá pretende (con “poco después de su muerte” parece referirse a semanas, meses o pocos años) es asimismo falso. Ante todo, esto no es un hecho –mucho menos “científicamente probado”– sino en todo caso una hipótesis, como lo demuestra el que no pocos estudiosos de muy distinto signo ideológico (v. gr. el descreído Maurice Casey y el piadoso cristiano James Dunn), y con argumentos no desdeñables, sostengan que no puede hablarse en rigor de una divinización de Jesús –en un sentido relativamente preciso del término– hasta bien entrado el s. I, cuando los discípulos directos de este estaban presumiblemente muertos (Bousset, que escribió a principios del s. XX y condicionó la investigación durante mucho tiempo, opinó que se habría dado a mediados del s. I tras la entrada de judíos helenizados de la diáspora). En todo caso, las fuentes permiten en este caso más de una posibilidad, y mientras que autores como Hengel o Hurtado (Gomá se basa en el primero en su libro, en el segundo en su réplica a Piñero) mantienen una divinización ocurrida muy tempranamente, esta creencia depende de testimonios literarios abiertos a la interpretación. Así pues, Gomá comete la falacia –elemental y garrafal– de hacer pasar por un hecho lo que no es sino una opinión de algunos estudiosos. Pero hay más. Que Jesús “casi instantáneamente después de morir fuera divinizado” (cursivas mías) es incierto, y por varios motivos. En primer lugar, porque Gomá nunca aclara a sus lectores qué quiere decir con “divinización”, con lo cual crea una confusión que sirve a un discurso vago e impreciso. “Divinización” y “dios” son términos que pueden usarse de diversas maneras –como evidencia el uso del término “dios” y la atribución de rasgos divinos a distintas figuras en el propio seno del judaísmo, la discusión filosófica en la Antigüedad sobre niveles distintos de divinidad y la historia del dogma cristiano (en la que no es lo mismo el sentido de los términos usados en los concilios de Nicea y Constantinopla que en el Nuevo Testamento, aunque algunos crean que sí). Gomá parece asumir la comprensión generalizada y moderna del término, dependiente para muchos de una comprensión media niceno-constantinopolitana, pero que este sea el sentido que tenía en el s. I está por demostrar. Que “un proceso semejante carecía de precedentes y de consecuentes en el monoteísmo, y mucho menos en uno tan fanático como el judío” –dejando aparte por el momento lo de que el monoteísmo judío era “tan fanático”– puede entenderse de dos maneras: o bien referida específicamente a “un hombre pobre, ágrafo y crucificado por el poder romano” –es decir, a Jesús– o bien más genéricamente a la ausencia de procesos de divinización de seres humanos en el ámbito del judaísmo. Resulta que, en el primer caso, la afirmación de Gomá es un truismo (o, si se prefiere, una perogrullada), pues la divinización del ser individual Jesús carece por definición de antecedentes. Pero si lo que se quiere decir es que el judaísmo no conocía procesos de divinización de seres humanos, esto está de nuevo en algún lugar entre lo incierto y lo falso. Veámoslo. El judaísmo antiguo –del que, como veremos en su momento, Gomá tiene una idea simplista y caricaturesca, indiscernible de rancios clichés– era, como el cristianismo antiguo y como tantas otras cosas en el mundo, una realidad más compleja de lo que parece a primera vista. En cuanto al monoteísmo, sin ir más lejos, la propia Biblia judía emplea en diversos pasajes la terminología divina para referirse a seres humanos. Por ejemplo, en el Salmo 45 el rey es llamado “Elohim”, mientras que en la versión griega este nombre divino es traducido como ho theós. En Isaías el rey es aclamado como “dios poderoso” (el gibbor). Por supuesto, en tales concepciones el rey se consideraba subordinado a Yahvé, pero esas tradiciones contribuyeron a la descripción del mesías en términos exaltados en textos judíos del período del Segundo Templo (y, obviamente, a la afirmación de la divinidad de Jesús por sus seguidores tras su muerte). Tal terminología contiene solo los gérmenes de procesos de exaltación de diversas figuras que tuvieron lugar en el judaísmo del período helenístico, y que han sido investigados desde los años 70 por una gran cantidad de especialistas, que han escrito abundantísimos artículos y monografías, normalmente en inglés y alemán. Entre ellos, citemos a bote pronto a Alan Segal, Jarl E. Fossum, Margaret Barker, Loren Stuckenbruck, John Collins, Adela Yarbro Collins, Darrell D. Hannah, Charles A. Gieschen, Andrew Chester, Peter Hayman, Wayne A. Meeks, Crispin Fletcher-Louis, Philip S. Alexander, Steven Richard Scott, Daniel Boyarin, etc., etc. Los resultados obtenidos en las obras de estos y otros autores han obligado ciertamente a cualificar la comprensión del “monoteísmo” de Israel, en la medida en que han demostrado más allá de toda duda que el judaísmo había desarrollado especulaciones sobre distintas figuras a las que se presentaba como agente principal de Dios, y que adquieren cualidades divinas o cuasidivinas. En las fuentes, este rol es desempeñado a veces por uno de los atributos del propio Dios (como la Sabiduría o la Palabra, descritas de manera personificada), otras veces por un ángel o arcángel, y otras por un importante personaje humano del pasado, profeta, figura mesiánica o ancestro, real o imaginado. ¿Hay que recordar que Filón se refiere al Logos como a un “segundo dios”, o también a Moisés en términos divinos? ¿Hay que recordar que en algunos textos de Qumrán el lenguaje para designar a la divinidad se aplica a Melquisedec? ¿Hay que recordar el tratamiento de Henoc en el “Libro de las Parábolas”, en el que coexisten las ideas de la preexistencia del Hijo del hombre, de la futura adoración de Henoc, su designación como mesías, redentor y juez escatológico, así como la combinación en una figura de hombre y dios? En otro orden de cosas, ¿hay que recordar que Pablo de Tarso, normalmente identificado como monoteísta, habla en 2 Corintios del “dios de este mundo”? En efecto, después de que arqueólogos e historiadores de las religiones hayan demostrado la inexistencia de “monoteísmo” en el antiguo Israel –y hayan mostrado el carácter tergiversado, ideológico y anacrónico de la imagen bíblica de las creencias de la época (cf. v. gr. las obras de Zvit, MacDonald, Smith, Becking, y un largo etcétera)–, desde hace varias décadas los estudiosos del judaísmo helenístico han concluido que en este período el “monoteísmo” de Israel hay que tomarlo cum mica salis. Aun sin necesidad de aceptar la propuesta radical de algunos autores como Paula Fredriksen –que en su famoso artículo “Mandatory Retirement…” impugnaba tout court la validez de la categoría de “monoteísmo” al referirse al judaísmo de este período–, lo que desde luego la investigación ha demostrado es la necesidad de cualificar, y de varios modos, el “monoteísmo” de Israel. Comprender esto resulta esencial, pues permite a su vez entender que el proceso de exaltación de Jesús, que Bousset atribuyó a un influjo helenístico, puede haber tenido lugar en el mismísimo seno de una fe “monoteísta”. Como un mero ejemplo de un sentir generalizado entre los especialistas, que expresa la convicción de quienes han analizado las fuentes con cuidado, citaré a alguien poco sospechoso de radicalismo, el eclesiástico británico William Horbury, quien sintetiza uno de sus artículos publicado en 2009 del siguiente modo (traduzco del inglés): “Aquí se argumenta por doquier que la interpretación del judaísmo como un monoteísmo riguroso, “exclusivo” en el sentido de que niega la existencia de otros seres divinos, hace menos que justicia a la importancia de tendencias místicas y mesiánicas en la época herodiana –pues estaban a menudo vinculadas con un monoteísmo “inclusivo”, en el que la deidad suprema era consideraba superior pero en asociación con otros espíritus y poderes”. En época herodiana, es decir, precisamente en el período anterior y contemporáneo al del surgimiento de la secta nazarena. Lo anterior explica que entre las apreciaciones sensatas que Piñero formuló en su reseña crítica a Necesario pero imposible figurase la de que el proceso de divinización de Jesús no es en modo alguno tan extraño como Gomá lo presenta. Escribe Piñero: “Por asombroso que parezca a quien no conoce esta cuestión, el pretendido y rígido monoteísmo judío de los siglos I y II d. C. era, en realidad, en círculos piadosos, un binitarismo subordinacionista y monárquico” Ahora bien, en lugar de hacer uso de esta sensata crítica para admitir los límites expositivos de su libro y entonar honrada y sabiamente una palinodia, Gomá prefiere sin embargo obstinarse en el “sostenella y no enmendalla”. En su respuesta a Piñero, afirma alegremente lo siguiente: “entre los especialistas […] el monoteísmo judío sigue siendo algo incuestionable, y, por tanto, su amago de objeción no vale para impugnar mi posición, asistida por el sentir absolutamente mayoritario de los que saben” Esta afirmación de Gomá es, como se deriva de lo dicho, una manifiesta falsedad. Lamentablemente, Gomá identifica el librito de Martin Hengel de 1975 (El hijo de Dios) y algunas otras obras generalistas que ha leído con “el sentir absolutamente mayoritario de los que saben”. Ahora bien, esto solo demuestra –además de la confianza acrítica de Gomá en cierto tipo de literatura– la medida de la ignorancia de este autor con respecto a la investigación realizada en las últimas décadas. De hecho, uno de los varios problemas de Javier Gomá es que desconoce por entero la bibliografía especializada de muchos de los temas sobre los que, sin reparo alguno, pontifica; en estas circunstancias, la referencia de Gomá a los “especialistas” raya en el ridículo. Gomá no se ha enterado de cuánto ha llovido en el ámbito académico desde que Martin Hengel publicara El hijo de Dios el año de la muerte de Francisco Franco. No solo no cita ni uno solo de los muchos autores a los que me he referido supra, sino que parece desconocer la existencia misma de la investigación realizada desde los años 80 del s. XX. La obstinación de Gomá en el disparate procede con una retórica tan enfática (“incuestionable”, “sentir absolutamente mayoritario de los que saben”), que acaba resultando francamente cómica. Pero por algo dice la sabiduría popular que la ignorancia es atrevida. Entre los problemas del discurso de Gomá no está solo el de estar trufado de falsedades y disparates, sino también el de incurrir en no pocas falacias. Tras la afirmación de que “entre los especialistas… el monoteísmo judío sigue siendo algo incuestionable”, en su respuesta a Piñero este autor prosigue: “Últimamente el libro de Larry W. Hurtado, ¿Cómo llego Jesús a ser Dios? (Salamanca, Sígueme, 2013), que aborda la cuestión de la inesperada divinización del profeta galileo en el seno de un monoteísmo estricto, no toma en consideración ese supuesto binitarismo” Veamos. En primer lugar, la obra a la que Gomá se refiere es la traducción (muy parcial e incompleta, como señalé en su momento en este blog) de una obra de Larry Hurtado –un autor que empezó a publicar en los años 70 del s. XX, y que es ciertamente uno de los nombres de referencia en la discusión sobre la divinización de Jesús– publicada en 2005. Ha llovido mucho entre 2005 y 2013, aunque Gomá no se haya enterado. Pero lo principal ahora es poner de relieve que Gomá utiliza la referencia a Hurtado como si fuera un argumento, cuando en realidad no es sino una falacia, la falacia ad auctoritatem. Lo significativo es que puede mostrarse, además, que en este caso Hurtado no debería ser usado como autoridad. En efecto, Larry Hurtado lleva muchos años utilizando el término “binitarismo” (por cierto, un concepto que empezó a utilizar Friedrich Loofs a finales del s. XIX en la historia de la cristología), a más tardar ya desde su obra de 1988 One God, one Lord, para designar el monoteísmo cristiano y negando al mismo tiempo la pertinencia de aplicar este término –o alguno equivalente– a otros fenómenos del judaísmo helenístico. Ahora bien, aunque Hurtado es un estudioso erudito y respetable que ha efectuado contribuciones de innegable valor, algunas de sus ideas principales –y entre ellas la negativa a considerar desarrollos “binitarios” o, en todo caso, análogos al cristiano en el judaísmo no cristiano– han sido criticadas desde a más tardar finales de los años 90 del s. XX por un buen número de autores muy competentes (entre los cuales cabe citar a John J. Collins, Adela Yarbro Collins, Maurice Casey, William Horbury, Daniel Steenburg, Michael Peppard, David Rainbow, Andrew Chester, David Litwa…) con argumentos muy convincentes, y que muestran que la aproximación de Hurtado no es en absoluto la última palabra que Gomá pretende –como quien no quiere la cosa– que es. Resumiendo muchísimo, lo que las críticas han mostrado es que Larry Hurtado (que en algunas cuestiones cruciales sigue a Martin Hengel) ha incurrido en toda una serie de interpretaciones erróneas del judaísmo helenístico, simplificando y minimizando de varios modos su complejidad, y ello con el (acaso inconsciente) objetivo apologético de sostener a toda costa el carácter sui generis de la divinización de Jesús y de postular su carácter de única verdadera “mutación” del monoteísmo judío que merece el nombre de “binitarismo”. En otras palabras, lo que muchos de los críticos de Hurtado han mostrado correctamente es que al menos algunos de los procesos que en el judaísmo helenístico asocian agentes divinos o cuasidivinos a Dios constituyen analogías suficientemente cercanas a la exaltación de Jesús como para que el proceso de divinización de este se haga más comprensible, y que el intento de negar la existencia de tales analogías es puro wishful thinking teológico. Dicho de otro modo, el proceso de divinización de Jesús es una especie que pertenece a un género reconocible, y aunque las analogías entre los distintos fenómenos no son perfectas (¡pero, por definición, no puede haber analogías perfectas entre fenómenos individuales!), estas son lo bastante considerables para contribuir a explicar su génesis y hacer de esos fenómenos algo inteligible. En este sentido, las deficiencias en la argumentación de Hurtado muestran una ruptura del procedimiento científico en virtud de la necesidad apologética de sostener la absoluta singularidad del fenómeno cristiano. Así se entiende que las obras de Hurtado, cristiano pentecostalista, al referirse al proceso de divinización de Jesús, abunden –en la mejor (o peor) tradición de pasmo cristiano, a la que con todo merecimiento pertenece también Gomá– en adjetivos del tipo “asombroso”, “sorprendente”, “desconcertante”, “incomparable”, etc., que –al igual que gran parte del lenguaje de Necesario pero imposible– provienen no del campo de la ciencia, sino más bien del de la fe y la adoración. En estas circunstancias, aun si hoy en día uno puede encontrar a cientos de exegetas y teólogos que siguen repitiendo como loros las ideas de Hengel y de Hurtado, esto no puede aducirse como un argumento válido, pues en todo caso sería otra falacia –ad auctoritatem o ad populum. Lo único que demostraría es el hecho de que mucha gente no acostumbrada a pensar por su cuenta se empeña en asumir ideas insostenibles en el estado actual de la investigación, quizás por ignorancia, pero también en parte por interés ideológico y en parte por evitarse la vergüenza de tener que reconocer públicamente que lo que han escrito y enseñado durante mucho tiempo no son sino ideas carentes de fundamento. Ahora podemos comprender no solo que Gomá no sabe nada sobre la investigación realizada en las últimas décadas sobre el monoteísmo judío, sino que –lo que es aún más grave– tampoco parece querer saber nada. La razón es que una visión lúcida y matizada del “monoteísmo” que da cabida a la exaltación de agentes divinos junto a Dios contribuye ciertamente a hacer entender el proceso de exaltación de Jesús en la secta nazarena. Pero esto, claro, permite cuestionar la simplista y mistificadora construcción apologética de las creencias cristianas como sui generis y novum absoluto. Por ello Gomá usa un lecho de Procrustes en el que tumbar la realidad del judaísmo, aunque ello sea a costa de mutilarla. Lo que esto dice sobre la honestidad intelectual de este autor, y sobre su fiabilidad, es bastante evidente como para tener que explicitarlo. Que ni Martin Hengel ni Larry Hurtado son la última palabra de la investigación en este campo quedará todavía más claro si se atiende a otro de los factores que es necesario tener en cuenta para entender el proceso de divinización de Jesús. Me refiero a los fenómenos de divinización en el ámbito de las religiones grecorromanas, tanto en el caso de la apoteosis de héroes míticos como de seres humanos de carne y hueso (incluyendo el culto al emperador en el Imperio romano). La enorme importancia de este aspecto para la comprensión de la divinización de Jesús debería ser obvia, máxime después de la amplia investigación realizada sobre este tema en las últimas décadas (v. gr. por Adela Yarbro Collins, Charles Talbert, Dieter Zeller, Michael Peppard, David Litwa, Dar øistein Endsjø, etc., autores de los que Gomá no parece haber siquiera oído hablar). De hecho, numerosos especialistas –entre los que se encuentran los ya citados– han puesto de relieve que la negación o la minimización de este aspecto en las obras de Hengel y de Hurtado (quien en su voluminoso Lord Jesus Christ, de más de 700 páginas, dedica 4 al ámbito grecorromano) constituye un error garrafal que solo puede explicarse, de nuevo, por el afán apologético de no reconocer las obvias analogías existentes entre la divinización de Jesús y la de otras figuras, así como por una aproximación obsoleta a algunos de estos fenómenos (entre los cuales el del culto al emperador es obvio; solo sobre este aspecto se han escrito en las últimas décadas gran cantidad de monografías relevantes, incluyendo el fundamental de Monika Bernett, Der Kaiserkult in Judäa unter den Herodiern und Römern, de 2007). La importancia de este aspecto es obvia, no solo porque el cristianismo se propagó en el mundo mediterráneo, en el que esos fenómenos de divinización constituían una parte natural del humus religioso, sino también porque la secta nazarena se generó en una provincia del Imperio romano que llevaba varios siglos parcialmente helenizada y cuyos habitantes, aun siendo en su mayoría monoteístas, convivían con paganos y estaban familiarizados con sus cultos –incluyendo el culto al emperador, para el que varios miembros de la familia herodiana habían hecho construir templos–. Todo esto, como ha sido señalado por los especialistas, representa una contribución crucial para entender la génesis de la divinización de Jesús, y contribuye a explicar no solo ciertos pasajes del Nuevo Testamento sino también los ecos generados en sus primeros oyentes. ¿Qué dice de todo esto Javier Gomá a sus lectores? La respuesta es: virtualmente nada. En una página de su libro dedica tres líneas de paso a referirse a la existencia de una apoteosis que “no era desconocida en el politeísmo mitológico”, y hacia el final de su libro dedica otras tres a mencionar la existencia del mismo fenómeno. Pero no dedica ni una sola línea en su prolijo libro a comentar la relevancia de los procesos de divinización en las religiones grecorromanas para la comprensión del fenómeno al que se refiere como algo incomprensible. Tras la investigación realizada al respecto en al menos los últimos veinte años, este silencio se parece mucho a una tomadura de pelo. ¿Es que Gomá quiere tomar el pelo a sus lectores? Seguramente no. Lo que ocurre es que implemente ignora, una vez más, toda la investigación relevante. (Que las contribuciones más recientes y equilibradas han ido más allá de Hengel y Hurtado, y que la aproximación de estos está en algunos aspectos clave obsoleta, lo he mostrado en un artículo, de próxima aparición, titulado “La génesis del proceso de divinización de Jesús el galileo. Ensayo de status quaestionis”, sobre cuya publicación informaré oportunamente a los lectores). Pero tampoco se acaba aquí la mistificación de la realidad efectuada –sin duda de modo inconsciente, aunque obstinado– por Gomá. Otro de los factores que es absolutamente necesario tomar en cuenta si se quiere entender el proceso de divinización de Jesús –como tantos otros fenómenos en la historia de las religiones– son los mecanismos del comportamiento y la ideación, cuya comprensión nos han proporcionado a lo largo de muchas décadas las ciencias humanas, en particular la sociología, la antropología cultural y la psicología. Lamentablemente, Gomá no parece haberse curtido tampoco en estos campos. La única referencia a ello es muy breve y se encuentra, ya avanzado su libro, en una frase en la que el autor afirma que la disonancia cognitiva es incapaz de explicar la creencia en la resurrección de Jesús, al tiempo que añade en una nota: “El concepto de ‘disonancia cognitiva’, acuñado en el ámbito de la psicología por L. Festinger, es aplicado a la resurrección por G. Theissen [se cita la obra publicada en castellano en 2002 La religión de los primeros cristianos]… Pero Theissen no utiliza el concepto como argumento contra la realidad de las apariciones” Esto, sin embargo, es peor que insatisfactorio, al menos por las siguientes razones: 1º) Gomá –a diferencia v. gr. del propio Theissen– no dice a sus lectores que “disonancia cognitiva” no es solo un concepto, sino una teoría de amplio valor heurístico, que tras su formulación inicial por Leon Festinger y otros ha sido criticada, sofisticada y mejorada por un considerable número de reconocidos psicólogos y sociólogos (entre los que se hallan Loren Dawson, John Gordon Melton, Joseph Zygmunt, Anthony B. Van Fossen, Diana G. Tumminia, entre muchos otros) a lo largo de décadas. 2º) Gomá no dice a sus lectores –probablemente porque no lo sabe– que mucho antes que Theissen (el original de la obra citada es de 2000) varios especialistas en historia del cristianismo y de las religiones de diversas orientaciones y trasfondos ideológicos (incluyendo a algunos tan respetados como John Gager o David Aune) habían aplicado la teoría de la disonancia cognitiva para elucidar la génesis del cristianismo con resultados –comprensiblemente– muy fructíferos. 3º) Gomá incurre de nuevo en la falacia ad auctoritatem. Que Theissen afirme que “las apariciones de pascua no se producen… por disonancia cognitiva” es simplemente una opinión, y una opinión cuya razonabilidad habría que probar. Que lo que diga Theissen va a misa se lo cree Gomá, pero no lo creemos necesariamente quienes sabemos cómo afectan en ocasiones –y desde luego en este caso– al discurso de Theissen sus constricciones confesionales. Es perfectamente esperable que un autor cristiano evite en lo posible reconocer una derivación psicológica de las experiencias de las apariciones de pascua, pero de ahí a que eso pruebe algo hay un abismo. 4º) Más allá de que Gomá no entiende que “disonancia cognitiva” no es solo un concepto, sino una teoría, tampoco parece comprender en qué consiste la disonancia cognitiva. En las escasas líneas que dedica al fenómeno, por un lado se refiere a “la patología de todo un grupo que se niega en bloque a aceptar los hechos y sublima sus deseos cuando le son negados por la realidad” y a “un supuesto trastorno psicológico colectivo”. Pero la utilización del lenguaje de lo patológico es retórica de su invención, y es capciosa, pues los procesos psicológicos y sociológicos para afrontar las situaciones de disonancia cognitiva no son, propiamente hablando, patológicos (si así fuera, el mundo sería un manicomio en mucha mayor medida de lo que sin duda ya es). Por otro lado, Gomá continúa diciendo: “Porque es difícil imaginar que los discípulos, que acababan de sufrir una experiencia aplastante, tuvieran en ese momento la energía creadora, la vitalidad, la determinación, la audacia y el inverosímil genio religioso que supone inventarse una idea tan absolutamente original como ésa, extraña a su entorno intelectual, sin antecedentes ni consecuentes en la historia universal de las creencias religiosas”. Más allá de la retórica pomposa a la que Gomá es tan aficionado –y más allá de que la idea de la resurrección no es en absoluto ni mucho menos tan original como Gomá absurdamente declara–, lo cierto es que es precisamente la energía creadora y la innovación –lo que suele denominarse “cognitive work”– lo que la teoría postula, y convincentemente, que tiene lugar. Una vez más, lo que Gomá declara “difícil de imaginar” es muy fácil de entender cuando se analiza lo que una teoría de la disonancia cognitiva refinada sostiene. Pero esto, claro, Gomá lo niega, o porque lo desconoce, o porque necesita a toda costa postular la ininteligibilidad del proceso, con el objeto de declararlo sui generis e incomparable, y para poder endilgar al lector hacia el final de su libro que lo único que puede explicarlo es…¡ta-chín, ta-chán!… ¡¡¡una efectiva y real resurrección de Jesús!!! (y aquí el lector puede ya, como Gomá le va proponiendo a lo largo de su opus magnum, hincarse de rodillas, convertir su corazón y sumar su arrobada alabanza a la grey de los christifideles y a los armónicos coros angélicos). En suma, Gomá puede soltar el disparate de que “la historiografía tiene pendiente” explicar la divinización de Jesús y quedarse tan ancho solo porque ignora enteramente los resultados de la investigación de muchas décadas en los distintos ámbitos (judaísmo helenístico, religiones grecorromanas, ciencias humanas…) que es necesario tener en cuenta para entender el fenómeno. La “extensa investigación de hechura académica” a la que se refiere el autor en la presentación de su libro no parece haber sido tan extensa y, sobre todo, está a años luz de haber sido lo profunda y rigurosa que debería haber sido, lo que ha producido en Gomá un fenomenal autoengaño. Y esto es francamente grave, pues el autoengaño se traduce de inmediato en un engaño –por inconsciente que sea– a los lectores, muchos de los cuales, engatusados por las apariencias de una altisonante prosa, comulgarán con las ruedas de molino con las que el propio Gomá piadosamente comulga. Una vez, sin embargo, que uno se ha tomado la molestia de transitar pausadamente por los ámbitos mencionados y conecta los resultados obtenidos –algo que exige ciertamente considerable esfuerzo de reflexión, lectura de fuentes y de la nada escasa bibliografía producida en cada campo–, uno puede ya dejar de mirar pasmado y poner los ojos en blanco ante el supuestamente “incomprensible” fenómeno de la divinización de Jesús, porque ese fenómeno resulta francamente muy comprensible –o al menos todo lo comprensible que resultan los fenómenos humanos. Lo que Gomá denomina “acontecimientos muy intrigantes para los investigadores”, precisamente para los investigadores –para los realmente competentes, claro– están muy lejos de ser intrigantes. No se trata con ello de negar aquí la especificidad del fenómeno cristiano, algo que ningún historiador en su sano juicio hace. Se trata de no mistificar la realidad falseando las características de un fenómeno al punto de hacerlo ininteligible y de incitar a la gente a quedarse boquiabierta y atónita, cuando no hay razón alguna para ello. Esa mistificación supone el abandono de la ciencia, el rigor y el raciocinio crítico, para incurrir en una penosa palabrería que no resulta muy esperanzadora en un libro sobre la esperanza y desde luego nada ejemplar, máxime en una obra que se vende como la coronación de una tetralogía sobre la ejemplaridad. Tarea y responsabilidad del intelectual es iluminar el mundo y aclararlo en la medida de lo posible, haciéndolo más inteligible para uno mismo y para sus semejantes, muchos de los cuales no tienen la suerte (o la desgracia) de poder dedicar tanto tiempo como él/ella a la reflexión. De modo que allí donde lo que es comprensible es convertido por arte de birlibirloque en incomprensible, misterioso y enigmático, no solo se yerra y se mistifica, sino que el intelectual abdica de su responsabilidad y se convierte automáticamente en un patético charlatán, vendedor de humo, trilero del concepto y turiferario del mito. Como seguiremos viendo en próximas entregas, esta charlatanería –eso sí, con una apariencia muy civilizada y hasta poética– caracteriza el discurso de Necesario pero imposible. En efecto, lo visto hasta ahora no es más que el comienzo de una sarta de disparates y falsedades de los que se alimenta el libro de Javier Gomá Lanzón, que hace que su bonita construcción sedicentemente filosófica carezca en realidad de todo rigor y –como seguiremos demostrando– no tenga más consistencia que la de un castillo de naipes. Continuará. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 10 de Junio 2015
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Editado por
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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