CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
El bautismo como rito de paso en el cristianismo primitivo (29-09-2019.- 1091)
Escribe Antonio Piñero
 
 
Seguimos con el tema iniciado en la postal anterior.
 
 
Hay otra rama importantísima en el cristianismo primitivo que surgió ante todo de la predicación independiente de Pablo de Tarso. Él mismo nos cuenta que después de la llamada divina (no conversión al cristianismo, que aún no existía) que le hizo pasar de perseguidor del judeocristianismo a compartir las ideas de estos sobre la mesianidad de Jesús; de pasar unos tres años de retiro, junto con los inicios en la proclamación del mesías Jesús; de convivir unos catorce años de estancia con el grupo judeocristiano, pero de lengua griega, de Antioquía de Siria y de participar en su revolucionaria idea de proclamar la mesianidad de Jesús no solo a los judíos, sino también a los paganos , decidió emprender por su cuenta el cumplimiento de su tarea.
 
 
Como Pablo mismo cuenta en Gálatas 1-2, Dios le había elegido y lo había separado ya desde el seno de su madre para revelar en su persona a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles. Ese encargo, o proclama, es decir, el Evangelio anunciado por él no lo había recibido ni aprendido de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo. Era ciertamente una proclama especial solo para los gentiles (los paganos) evangelización de los incircuncisos, que lo había transformado literalmente en apóstol de los gentiles.
 
 
Pablo indica en la misma carta que había una diferencia de contenido entre la proclamación de Jesús a los judíos, de la que se encargaba especialmente Pedro (Gal 2,8) y la suya. Eran, pues dos «evangelios» distintos. Esto puede explicar ya, entre otras muchas cosas, que el rito de paso, o ingreso, en el grupo de gentiles creyentes en el mesías judío, fuera algo diferente, o contara con nuevos elementos.
 
 
Las características de esta proclamación peculiar paulina del mesías Jesús a los paganos se entiende bien si se considera que a Pablo, preocupado intensamente por el fin cercano del mundo y de la historia (1 Tes 4,13-17) le interesaba ante todo la salvación de Israel, y que la conversión de los gentiles –más exactamente de algunos gentiles– era solo un complemento necesario para esa deseada salvación de Israel al final de los tiempos. Pablo es muy claro al afirmar, por una parte, que su misión consiste en conducir a los gentiles hacia el Dios de Israel proclamándoles lo que el Cristo ha obrado para ellos. Pero también es muy claro, al menos para el que conozca bien su pensamiento, que pretende con ello en último término, y como buen judío apocalíptico que en nada reniega de su religión, es que se cumpla la Promesa de Dios a Abrahán y que se salve el Israel restaurado del final. La Carta a los romanos 9-11 recuerda a los gentiles que para salvarse tienen que injertarse en el nuevo Israel mesiánico. Los profetas de la restauración de Israel después del exilio en Babilonia, Ezequiel, pero sobre todo Isaías, ya habían predicho que al final Israel será la luz de las naciones (Is 49,6) y que, en la era mesiánica, al final de los tiempos, incluso algunos gentiles se harían plenamente judíos y algunos llegarían a ser sacerdotes y levitas (Is 66,21).
 
 
Otro punto interesante a considerar en la misión paulina a los paganos y que afecta radicalmente a los ritos de paso, que básicamente son el bautismo y la eucaristía, es que Pablo –consciente del poco tiempo que restaba para el final– buscó entre los paganos aquellos que eran más fáciles de convertir a la fe en un mesías que al fin y al cabo venía de Israel. Estos paganos eran de dos tipos. En primer lugar, la enorme masa de gente –como ocurre siempre– más o menos indiferente en materia de religión, o bien solo interesados en que los dioses les protegieran de la mejor manera posible (en un sistema de “do ut des”, te ofrezco sacrificios y honra y tú me das protección). En segundo, la amplia minoría obsesionada por la salvación. Jamás en la historia religiosa del Imperio habían proliferado tanto las divinidades – sobre todo venidas de fuera– que ofrecían un plus a una vida que terminaba aparentemente en este mundo. A esta segunda clase fue a la que dirigió Pablo de Tarso su mensaje.
 
 
Los deseosos de la salvación eran de muchas clases, pero entre ellos destacaban dos grupos: 
 
 
A) El de los “temerosos de Dios”, paganos muy afectos al judaísmo y que se sentían atraídos por su monoteísmo, ética y solidaridad. Todo lo que viniera de Israel, un mesías debidamente desjudaizado y universalizado, todo lo que procediera de las Sagradas Escrituras de Israel, era muy bien venido.
 
 
B) Los adeptos a los cultos de misterio, que estaban dispuestos a gastar enormes sumas de dinero por iniciarse en los misterios y asegurar así su salvación en el mundo futuro.
 
 
La oferta de Pablo a los «ansiosos de la salvación» de las dos clases era seductora ya que contenía todo aquello que podía considerarse atractivo. Se ofrecía lo mismo que otras religiones en el mercado religioso del siglo I, pero asegurando que su efectividad y seguridad eran máximas y garantizadas: vida gloriosa después de la muerte; experiencia muy reconfortante de grupo cerrado y unido: carismas espirituales, gozo de las comidas en común; consuelo y satisfacción de una devoción religiosa bien formada; una enseñanza ética y espiritual y bien estructurada en tradiciones escriturarias como la Biblia hebrea con todo su peso, complementadas y mejoradas; una suerte de «seguridad social» interna que cuidaba de sus miembros como ninguna otra institución del mundo antiguo, etc.
 
 
Para dirigirse especialmente a los del segundo tipo de «ansiosos de salvación», los adeptos a los cultos de misterio, mucho más separados del judaísmo que los «temerosos de Dios», Pablo optó por la técnica de utilizar su propio lenguaje. De ahí que se haya observado desde hace siglos una gran semejanza entre el vocabulario y mentalidad de las religiones mistéricas y el «cristianismo» procedente de Pablo. Tanto es así que tal parecido es un tema recurrente desde el siglo XIX a partir de los estudios comparativos de la “Escuela de la historia de las Religiones”, en la que se afirmaba, como norma general, que la religiosidad cristiana copiaba directamente de las religiones paganas contenidos e interpretaciones de ritos, y nociones tan importantes como la eucaristía, el bautismo o el cuerpo místico del Mesías. 
 
 
Hoy día se ha llegado a una posición más matizada: no es necesario postular una copia o influjo consciente y positivo, sino más bien un enfrentamiento directo entre dos religiosidades, en una atmósfera religiosa común, con la utilización de un mismo vocabulario elemental que estaba en el ambiente y con esquemas mentales comunes. Insisto, pues, en que no debe postularse una copia o imitación, sino en la necesidad de comprender que se vivía una época con intereses religiosos comunes. Por ello Pablo utiliza dialéctica y pragmáticamente un mismo vocabulario para ser entendido y para conseguir adeptos para su proclamación.
 
 
I.- EL BAUTISMO 
 
 
El bautismo en Pablo debe entenderse dentro del marco general del ambiente religioso del siglo I en Israel y fuera de él. Como rito sigue Pablo las directrices del judeocristianismo anterior a su llamada. Por ello, como hemos afirmado, el bautismo que él predica como rito de paso para integrarse en el grupo de creyentes en el Mesías es igualmente una herencia de Jesús, el cual a su vez lo recibió de Juan Bautista, quien probablemente fue el «inventor» de la idea que concibe el bautismo como un paso de las abluciones generalizadas y purificatorias del judaísmo (por ejemplo, de los esenios) al acto único como signo de que los pecados han sido perdonados y de que se está dispuesto a ingresar, con el cumplimiento de los requerimientos convenientes, en el reino de Dios que viene. 
 
 
Indicamos arriba cómo en Hch 2,41 Pedro invita no solo al arrepentimiento, sino a la recepción de un bautismo, probablemente ya «en el nombre del Mesías». Y según Pablo, el bautismo entra en la cadena de actos para lograr la apropiación de los beneficios del evento de la cruz, después de haber oído con fe/confianza la proclamación del evangelio. La secuencia, según 1 Tes 1,5-6, era la siguiente: escucha de la predicación; aceptación con fe de la proclamación; recepción del Espíritu; bautismo. Los dos últimos términos podían invertirse, y conviene señalar que el bautismo era en algunos casos posterior a la recepción del Espíritu (Hch 10,44.47 ; 11,15-17) . De todos modos, en el acto del bautismo se confirmaba la recepción de nuevos dones del Espíritu, haciendo del bautizado templo del Espíritu (1 Cor 6,19). 
 
 
El significado del rito bautismal era dejar constancia de la eliminación del vínculo con el Pecado, del paso a ser propiedad del Mesías, quien era su señor (1 Cor 12,3) y de la recepción del sello del nuevo propietario, como reconocimiento de ese acto de cambio de propiedad. En Pablo es ya seguro que el bautismo es «en el nombre de» con el significado de cambio de dueño, y de que la vida anterior no tenía ya valor ni sentido. Textos que abundan en esta idea son 1 Cor 1,13-154 y 2 Cor 1,21-22 .
 
 
Según Pablo, el bautismo hace que el creyente participe de la «nueva creación» del Mesías –el tiempo mesiánico que acabará con la tierra y el cielo antiguos– que ya ha comenzado, y es ante todo un símbolo de la participación mística del creyente en la peripecia vital del Mesías: sufrimientos, muerte y resurrección:  
 
 
“¿Qué diremos, pues? ¿Permaneceremos en el pecado para que abunde la gracia? ¡De ningún modo! Quienes hemos muerto al pecado ¿cómo seguiremos viviendo en él? ¿Acaso ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, para que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva. Pues si hemos sido injertados con él en una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante” (Rm 6,1-5).
 
 
Es este uno de los pasajes más claros en Pablo de la comprensión del bautismo como participación del creyente en la peripecia de una entidad divina que muere y resucita, típica de los cultos de misterio. Por tanto, el bautismo sirve también como rito de incorporación al cuerpo místico de Cristo: «En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo. 28. No hay ya judío ni griego; no hay esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, puesto que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús (Gal 3,27-28); «Pues al igual que el cuerpo es uno aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, que son muchos, no son más que un solo cuerpo, así también el Mesías. Y pues en un único Espíritu hemos sido todos nosotros bautizados para constituir un único cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres, y todos hemos bebido de un solo Espíritu (1 Cor 12,12-13). 
 
 
El bautismo es un acto público donde se confiesa en alta voz la fe en el Mesías. El siguiente pasaje no nombra explícitamente el bautismo, pero es casi seguro que se refiere a él: «Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo. Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para la salvación» (Rm 10, 9-10). 
 
 
A este sentido misteriosófico del bautismo añade Pablo un elemento muy judío, que sigue los pasos de la Biblia hebrea, de Juan Bautista y de Jesús: ese acto es también un símbolo de la purificación y del perdón de los pecados, incluido dentro de la imagen del lavado por medio del agua lustral. La escena se refiere al paso de Israel por el desierto, tras el éxodo de Egipto: «No quiero, pues, que ignoréis, hermanos, que nuestros padres todos estuvieron bajo la nube y que todos atravesaron el mar; y todos fueron bautizados en Moisés por la nube y el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; 4 y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca era Cristo [...] Todo esto les acontecía en figura, y fue escrito para nuestra corrección, para quienes ha salido al encuentro el final de los siglos (1 Cor 10,1-4.11). 
 
 
En el acto del bautismo había lugar también para la exhortación moral, destinada a resaltar la fidelidad consecuente, en la vida, de la fe proclamada, como da a entender Rm 6,3 (¿Acaso ignoráis…). Ahora bien, en Corinto al menos los fieles estaban convencidos de que la recepción del bautismo era como una garantía absoluta, casi mágica, para evitar la condenación eterna y conseguir la inmortalidad, independientemente de las obras del cuerpo, por ejemplo, frecuentar prostitutas. Esta creencia explica la costumbre de que los vivos se bautizaran por segunda vez en sustitución de los creyentes fallecidos, pero aún no bautizados (1 Cor 15,29).
 
 
Se ha propuesto que la circuncisión espiritual preconizada y defendida por Pablo para los gentiles (Flp 3,3) es el bautismo. Este rito sustituiría a la circuncisión carnal de los judíos. Pablo lo interpretó así porque de este modo solucionaba un problema centenario del judaísmo: formalmente la admisión de mujeres gentiles en el judaísmo, es decir, su transformación en prosélitas, no podía hacerse fisiológicamente por el rito de la circuncisión. Si ese rito era sustituido por el bautismo en el nombre de Cristo quedaba el problema resuelto. La idea es muy sugerente, aunque no tenemos testimonios directos en las cartas paulinas para defenderla. En realidad pasa igual que con la propuesta de que la “justificación por la fe” es la circuncisión espiritual, puesto que en ninguna parte Pablo se expresa con claridad. Los textos básicos, Flp 3,3  y Rm 2,27-29  pueden ser invocados para defender cualquiera de las dos posturas, aunque el segundo no mencione el bautismo para nada. 
 
 
Un texto de Colosenses, escrito por un discípulo de Pablo, Col 2,11-13, parece relacionar bautismo con circuncisión: «En él, en el Mesías, fuisteis también circuncidados con la circuncisión no quirúrgica, sino mediante el despojo de vuestro cuerpo mortal, por la circuncisión en Cristo. Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que resucitó de entre los muertos. Y a vosotros, que estabais muertos en vuestros delitos y en vuestra carne incircuncisa, os vivificó juntamente con él y nos perdonó todos nuestros delitos».
 
 
Pero otro de Gálatas (3,2-5) parece defender lo contrario, pues cuando Pablo habla ahí, directa o indirectamente de la circuncisión espiritual menciona la recepción del Espíritu: 
 
 
«¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la Ley o por la escucha de la fe? ¿Sois tan insensatos como para empezar por el espíritu y concluir ahora por la carne? ¿Habéis padecido en vano tantas cosas? Ciertamente ¡en vano! Así pues: el que os otorga el Espíritu y obra prodigios entre vosotros, ¿lo hace porque observáis las obras de la Ley o por la escucha de la fe?».
 
Si no siempre es el bautismo el momento de la recepción del Espíritu, que puede ocurrir antes y, en segundo lugar, puesto que la tradición cristiana habla del bautismo como sello confirmatorio de que ya se pertenece al Mesías al haberlo aceptado la fe en él, es también posible que para Pablo la circuncisión espiritual fuese unida a la «justificación por la fe», es decir, que el acto de creer firmemente en el Mesías y confirmarlo en el mesías es un acto de fe. La cuestión sigue abierta. 
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
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Domingo, 29 de Septiembre 2019
Ritos de paso e iniciación en el cristianismo primitivo. Bautismo y eucaristía  I (22-09-2019.- 1090)
Escribe Antonio Piñero

 Foto de Cecilia Banco Muñiz
 
Como complemento a la información sobre el más que interesante libro “Morir antes de morir” (información bibliográfica en la postal número 1087 del 1/09/2019) voy a presentar el capítulo que me correspondió en esta obra de colaboración. No me cabe duda de que quienes hayan leído mi libro sobre Pablo, “Guía para entender a Pablo. Una interpretación del pensamiento paulino”, 2ª edición de 2018, Trotta, Madrid, este tema le sonará conocido. Pero no vine mal recordarlo. Y espero que sea interesante para quienes lo hayan leído ese libro.
 
 
El cristianismo de hoy no fue al principio –es decir, inmediatamente tras la muerte de Jesús ocurrida quizás en abril del 30 d. C.– más que una rama, tendencia, o en todo caso secta, del pluriforme judaísmo del siglo I. Creer que Jesús de Nazaret era el mesías que había aparecido ya sobre la tierra, que lo era a pesar de su aparente fracaso en la cruz, que había sido resucitado por Dios y trasladado al cielo para colocarlo a su diestra como su agente, no era más extraño a los ojos de un judío increyente en estas ideas que la figura de un saduceo estricto. Este último no creía en el alma inmortal, ni en la resurrección para otra vida mejor, que conllevara el juicio divino que retribuía las acciones, buenas o malas, perpetradas en la tierra. 
 
 
Ambas opciones eran ciertamente raras, pero no podían causar asombro verdadero alguno en el Israel del siglo I. Tampoco era una opción extraña, aunque aún más rara si cabe, la de los esenios en general, quienes vivían en las afueras de las ciudades formando grupos apartados de todos y con normas de observancia de la ley mosaica mucho más severas que cualquier otro. Ni tampoco la de los fanáticos esenios de asentamiento en Qumrán, muy cercano al Mar Muerto, cuya vida y creencias eran todavía más rígidas.
 
 
Sin embargo, para profesar como saduceo o como esenio en general (salvo entre los qumranitas del mar Muerto, como diremos) no era necesario, que sepamos, ningún rito de paso estricto. Pero sí lo era entre los judeocristianos y los esenios de Qumrán. Para estos últimos el rito de paso era muy largo y podía durar casi tres años. En ellos el aspirante a formar parte del grupo era sometido por lo menos a un par de exámenes, incluso fisiológicos (para comprobar que no tenían ningún defecto físico excluyente), y escrutinios de sus ideas y costumbres por un consejo denominado los «Numerosos» (Regla de la Comunidad VI 14; IX 12-16; Flavio Josefo, Guerra de los judíos II 8,7). Posteriormente debía pronunciar un juramento de fidelidad a las normas del grupo (Regla de la Comunidad V 7-11). Al final, tras un año de espera, participaba en una liturgia solemne de entrada el día de Pentecostés, en el que toda la comunidad juraba fidelidad a la alianza de Israel con Yahvé según el modo de entenderla el grupo, y con ella lo hacía también el candidato (Regla de la Comunidad 1,16-2,18).
 
 
La primitiva comunidad judeocristiana de Jerusalén, por boca de Pedro (según el autor de Hechos 2, 38-41) afirma que el ingreso en el grupo de creyentes en Jesús exigía un acto triple: arrepentimiento de los pecados, confesión de fe en Jesús como mesías y aceptar un bautismo como signo de perdón y símbolo de la entrada. Dice Pedro a sus compungidos coetáneos que preguntaban «¿Qué hemos de hacer, hermanos?». Y Pedro les contestó: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo… Los que acogieron su Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas tres mil almas».
 
 
Este bautismo ha de entenderse en el marco de la enseñanza de Juan Bautista, ya que Jesús había sido bautizado por él y muy probablemente se quedó en su compañía hasta que fundó su propio grupo y se lanzó por su cuenta a predicar le inmediata venida del reino de Dios. No es posible entender de otro modo un bautismo en los primerísimos momentos del judeocristianismo. Jesús se mantuvo siempre fiel a su mentor, Juan, y tuvo de él un altísimo aprecio, como señala Lc 7,25-28: «Cuando los mensajeros de Juan se alejaron, se puso a hablar de Juan a la gente: “¿Qué salisteis a ver en el desierto? … ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta… Os digo: Entre los nacidos de mujer no hay ninguno mayor que Juan; sin embargo el más pequeño en el Reino de Dios es mayor que él”».
 
 
Mejor que los Evangelios describe Flavio Josefo el sentido del bautismo de Juan Bautista en su obra Antigüedades de los judíos XVIII, 116-117:
 
 
«Herodes lo mató, aunque [Juan] era un hombre bueno y [simplemente] invitaba a los judíos a participar del bautismo, con tal de que estuviesen cultivando la virtud y practicando la justicia entre ellos y la piedad con respecto a Dios. Pues [sólo] así, en opinión de Juan, el bautismo [que él administraba] sería realmente aceptable [para Dios], es decir, si lo empleaban para obtener, no perdón por algunos pecados, sino más bien la purificación de sus cuerpos, dado que [se daba por supuesto que] sus almas ya habían sido purificadas por la justicia» (Traducción de F. Bermejo).
 
 
Parece lógico pensar que Jesús cuando bautizaba (él o sus discípulos según Jn 4,1-2: “Cuando Jesús se enteró de que había llegado a oídos de los fariseos que él hacía más discípulos y bautizaba más que Juan, aunque no era Jesús mismo el que bautizaba, sino sus discípulos…”) lo hacía según este tipo de teología porque el Evangelio no indica cambios en Jesús. Por tanto, según Josefo, «la justicia» ante Dios del pecador –es decir el cambio de enemigo de Dios a hacerse amigo suyo– se lograba por el arrepentimiento previo. Luego el bautismo era como un signo y señal de haber hecho ese acto de arrepentimiento y de haberse unido al conjunto de los que esperaban la inmediata venida del juicio final y el advenimiento del Reino.
 
 
Así parecen recogerlo tanto Hechos de apóstoles como la Didaché, o Doctrina de los Doce Apóstoles.
 
 
El primero, que podemos fechar entre el 110-115, menciona la «fracción del pan» en diversos pasajes: 2, 42.46; 20, 7.11; 27, 35. El más interesante es 2, 46: “Diariamente acudían unánimemente al Templo, partían el pan en las casas y tomaban su alimento con alegría y sencillez de corazón”. El resto de los pasajes dice exactamente lo mismo, «partir el pan», sin ninguna mención a lo que hoy entendemos por eucaristía con su referencia al cuerpo y sangre de Cristo. Se trataba por tanto de una mera comida en común de los que esperaban el segundo advenimiento, definitivo, del mesías sin ningún tipo de alusión a que se estaba conmemorando la muerte de Jesús, ni se mencionaba por lo más remoto el posible sentido de esa muerte como salvación para todo el género humano, comunión con el cuerpo y sangre del mesías o el establecimiento den una nueva alianza entre Dios y su pueblo. Nada hay de eso, porque si así fuera, una novedad tan importante estaría bien documentada en ese pasaje. 
 
 
La Didaché es aún más clara al respecto. Se trata de un documento judeocristiano, ajeno al movimiento de los discípulos de Pablo, muy antiguo (se suele afirmar que es del 110 aproximadamente, aunque no hay argumentos constriñentes, anterior incluso a la Segunda Epístola de Pedro, compuesta hacia el 120/130) y que a punto estuvo de entrar en el canon de Escrituras sagradas del Nuevo Testamento. Menciona una liturgia judeocristiana primitiva, que se llamaba justamente «eucaristía», en los capítulos 9 y 10. El autor describe una ceremonia sensiblemente igual a una comida comunal judía en un día festivo, un sábado por ejemplo, denominada qiddush. Esta constaba en primer lugar de una bendición sobre el vino, como paso previo y anterior a la comida propiamente dicha, y de una bendición sobre el pan (en hebreo “pan” significa a veces todo tipo de alimento, comida en general), que era el inicio de la comida propiamente tal. 
 
 
En el texto de la Didaché sobre la «eucaristía» hay oraciones de acción de gracias a Dios, hay plegarias por la Iglesia y se expresa el anhelo cristiano común en esos momentos de que se acabe el mundo cuanto antes y que venga el Señor Jesús. Tampoco hay mención alguna a la sangre y cuerpo de Jesús, ni a «comunión» alguna, tal como entendemos nosotros la eucaristía después de leer a Pablo y el relato evangélico de la institución en una tradición que sigue hasta hoy día.
 
 
Por tanto, puede afirmarse con buena seguridad que en la rama judeocristiana del cristianismo primitivo no había más rito de paso que el bautismo, y que las comidas en común no eran más que actos semilitúrgicos judíos que afianzaban la cohesión del grupo.
 
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
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Domingo, 22 de Septiembre 2019
“Ritos de iniciación y experiencias místicas en la historia de la cultura”. Prólogo de “Morir antes de morir”  Segunda  parte (15-09-2019.- 1089)
Escribe Antonio Piñero
 
 
Como prometí en mi postal anterior, transcribo  la segunda parte del excelente prólogo de los editores del libro que comenté en ella, ya que me parece muy informativo sobre lo que hay en el libro y no lo he encontrado en Internet. Recuerdo para lectores que se incorporan hoy el título y la ficha del libro:
 
Subtítulo como en el título que lleva esta postal: “Ritos de iniciación y experiencias místicas en la historia de la cultura”; Está editado por Javier Alvarado Planas  y David Hernández de la Fuente. Editorial DYKINSON, S. L. Meléndez Valdés, 61 -28015- Madrid en 2019. ISBN: 978-84-1324-294-1. Precio 27,85€. 435 pp. 17x24 cms.
 
 
Así pues, esta –segunda– es la última entrega del Prólogo
 
 
Manuel Salinas de Frías analiza desde una perspectiva global las sociedades iniciáticas y mistéricas del mundo helenístico y romano, con especial atención a su adaptación de los cultos egipcios. 
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La antigüedad tardía, un momento clave, como han estudiado Peter Brown y su escuela, para la transformación de las ideologías y del conglomerado heredado desde la Antigüedad grecorromana y al medievo, es abordada por José Antonio Antón: es un tránsito fundamental para la historia de la filosofía y de la religión que atestigua corrientes como el gnosticismo, el hermetismo o el neoplatonismo de los oráculos caldeos.
 
Abundando en el estudio fundamental de la deriva mística del platonismo en la antigüedad tardía, Marco Alviz Fernández colabora con un estudio sobre esta escuela concebida como grupo iniciático en torno a un maestro de sabiduría de dimensiones casi divinas.
 
 
La transformación de los esquemas iniciáticos desde el mundo antiguo al medieval, ciertamente, no se puede comprender sin la acción del cristianismo sobre la herencia del mundo grecolatino. Por ello, Antonio Piñero nos ofrece una interpretación del Bautismo y de la Eucaristía como ritos iniciáticos por excelencia del cristianismo primitivo.
 
 
En la misma línea, pero adentrándose en el misticismo cristiano y en el medievo, Mercedes López Salvá estudia el origen del hesicasmo en el cristianismo tardoantiguo y su desarrollo medieval, como línea clara de continuidad de una tradición mística de hondas raíces. 
 
 
Versando ya sobre el pleno medievo, Victoria Cirlot recoge los temas iniciáticos en la novela artúrica, que suponen otra interesante herencia – literaria y caballeresca– de estas tradiciones en la Edad Media.
 
 
Por su parte, y también en un marco temporal similar, Pere Sánchez Ferre examina analiza el caso de la Cábala como experiencia espiritual entre el judaísmo tardoantiguo (desde la divulgación del primer texto cabalístico en el siglo VII) y el medieval, trazando un completo panorama de su historia.
 
 
Su complemento desde el punto de vista del mundo islámico es la contribución acerca del sufismo, y en concreto de la iniciación como recuperación del estado de inocencia primordial en un tratado de Ibn Arabí, a cargo de Pablo Beneito.
 
 
Por su parte, Joaquín Pérez Pariente recupera la antigua simbiosis pitagórica entre ciencia y religión con su estudio de la experiencia alquímica como camino espiritual y, a la par, como origen de la moderna química. Raimon Arola presenta, por su lado, un panorama de los rosacruces, que se da a conocer en el siglo XVII, como recopiladora de la antigua tradición esotérica de la muerte del beso de Dios (“que me bese y que me toque con el santo beso de su boca”, Cantar 1,2), porque ese beso que mata el falso “yo” proporciona la consciencia de la propia inmortalidad, lo que equivale a matar a la muerte misma.
 
 
En la parte más moderna del recorrido, Pedro Vela del Campo estudia el silencio y el rito de iniciación desde la perspectiva del místico René Guènon, proporcionando un útil catálogo de definiciones de conceptos básicos (“tradición”, “iniciaciones”….),
 
 
Javier Alvarado Planas presenta una visión de conjunto de la manera en la que la masonería supone, en pleno Siglo de las Luces, una revitalización, recepción y transformación de los antiguos esquemas iniciáticos que se han visto hasta el momento.
 
 
Finalmente, en la contribución que tiende puentes hacia el mundo actual, Jacobo Núñez Martínez compara la tradición iniciática que tiene la muerte como centro de la experiencia espiritual con las llamadas experiencias cercanas a la muerte que han sido investigadas por la medicina en los últimos decenios. 
 
 
Como puede verse, todos los hitos que jalonan este recorrido, necesariamente parcial pero con pretensión panorámica, y que han ocupado a místicos, poetas, filósofos y visionarios desde la más remota antigüedad hasta hoy, abordan la eterna pregunta sobre los estados póstumos del Ser y si es posible conocer y experimentar en vida lo que nos aguarda más allá de la muerte. La ascensión o camino hacia el saber supremo, que aguardaría en ese otro lado, ha sido descrito por maestros del conocimiento, de todas las épocas mencionadas, en sociedades y contextos iniciáticos como los anteriores: la idea de experimentar una muerte anticipada en vida que proporcione la certidumbre de la inmortalidad está presente no solo en las religiones sino también en sociedades de la tradición iniciática universal, desde los órficos y los pitagóricos hasta la caballería medieval, la alquimia, los rosacruces o la masonería.
 
 
Pero también la ciencia y la medicina se han ocupado de los umbrales entre la vida y la muerte mediante el estudio de las llamadas experiencias cercanas a la muerte (ECM), es decir, de aquellas personas que por una grave enfermedad se encuentran a las puertas de la muerte y regresan para contarlo. Ya desde la antigüedad, estas experiencias sirvieron como inspiración de los temas iniciáticos y para trazar una geografía del más allá. Tales experiencias pueden rastrearse en imágenes artísticas, símbolos y temas de la mitología y la literatura. Desde luego que el tema del morir antes de morir, como resulta ya evidente, es riquísimo desde todos los puntos de vista, antropológico, religioso, filosófico, literario, artístico y científico
 
 
El panorama que se quiere ofrecer aquí, en definitiva, pretende superar la vieja y artificial escisión que, desde hace un par de siglos al menos, se ha querido establecer de modo espurio entre las disciplinas científicas y humanísticas. Junto a la imprescindible interdisciplinariedad en el campo de las humanidades, sería muy deseable potenciar una colaboración profunda con las disciplinas científicas que permitieran obtener una perspectiva amplia y comparativa, psicológica, médica o antropológica, que ilustrara cómo las religiones, las sociedades iniciáticas o las diversas culturas han afrontado el viaje al más allá con ciertos ritos y tradiciones y ver en qué sentido la ciencia –antigua o moderna– las ha intentado o las intenta explicar. El tema  de la experiencia de la muerte y de la nada y de la disolución de la identidad no solo es vital para el estudio de las antiguas religiones del Mediterráneo y del mundo euroasiático o para su recepción en los grandes monoteísmos posteriores, sino que sigue siendo un tema crucial para el conocimiento del ser humano.
 
 
Tal vez haya faltado en el libro algún capítulo final dedicado a las pervivencias y mutaciones actuales de la mentalidad iniciática y, más propiamente, de las recreaciones (¿parodias?) modernas que nos ilustran sobre los afanes e intereses (¿derivas?) de cierta parte de la población que busca obtener la felicidad o la salud mental. Algunas escuelas de psicoanálisis podrían ser un buen ejemplo de ello, pero en la versión de las nuevas orientaciones dedicadas no a universalizar abusivamente el resultado de la investigación de la psique de enfermos, sino el de la psique de personas sanas y, especialmente, de personas reconocidas o tenidas por especialmente espirituales.
 
 
Igualmente dignas de comentario podrían ser las modernas aventuras cosméticas y dietéticas, en las que el antiguo concepto de salus espiritual ha sido sustituido por el de salud corporal que gestionan médicos, dietistas y esteticistas como nuevos sacerdotes comerciales. La sana doctrina del gurú o la penitencia del sacerdote ha sido trocada por la receta farmacológica del psiquiatra o la dieta severa del nutricionista que hay que cumplir escrupulosamente para ser salvado y formar parte del selecto grupo de quienes lucen un cuerpo apolíneo o una mente inmunizada ante las cuitas existenciales. El elixir de la eterna juventud ya no se encuentra en un bosque o templo abandonado, sino en asépticas (limpias de malos espíritus, es decir, bacterias) clínicas y gimnasios robotizados en los que, en vez de libaciones de óleo sagrado o velas de cera, los iniciandos sacrifican su propia grasa humana o se someten a drásticas operaciones quirúrgicas y estéticas con una determinación y valor ejemplares.
 
 
Entre las nuevas formas cultuales de hedonismo mediático destaca también el arte y ciencia culinarios, cuyos gurús-chef descubren sus fórmulas mágicas y recetas físico-químicas a discípulos y comensales con un lenguaje técnico y preciso. En todo caso, todo este bagaje ilustra cómo el ansia de trascendencia del hombre moderno, en el marasmo de su escepticismo y de la pérdida de toda tradición, ha generado toda una oferta multimedia de maravillosismo en que espiritualidad y mercadotecnia (dos términos aparentemente incompatibles) parecen convivir, lo cual, nos llevaría a otro tema no menos relevante que el de la iniciación, aunque igualmente complejo y discutido, el de la “contra-iniciación”. Pero de todo ello tal vez hablaremos en otra ocasión.
 
 
Saludos cordiales de Javier Alvarado Planas David Hernández de la Fuente
y subsidiariamente de Antonio Piñero
 
Domingo, 15 de Septiembre 2019
Interesante Prólogo de “Morir antes de morir”  Primera parte (8-09-2019.- 1088)
Escribe Antonio Piñero
 
 
Como prometí en mi postal anterior transcribo el excelente prólogo de los editores del libro que comenté en ella, ya que me parece muy informativo sobre lo que hay en el libro y no lo he encontrado en Internet. Así que –salvo error por mi parte– lo creo de utilidad para los lectores.
 
Lo voy a dividir en dos entregas para que no sea cansino a los lectores
 
 
PRÓLOGO DE LOS EDITORES
 
 
“Dijo el mensajero de Al·lâh [el Profeta Muhammad] a los suyos: Morid antes de morir y pedíos cuentas a vosotros mismos antes de que se os pidan" (Hadîz recogido por Al-Tirmidhî).
 
 
“Preguntaste, cíclope, cuál era mi nombre glorioso y a decírtelo voy, tú dame el regalo ofrecido: ese nombre es Nadie” (Homero, Odisea IX, 364-366).
 
 
Desde la más remota antigüedad, el hombre ha tratado de descifrar el más descomunal y misterioso enigma de la existencia; ¿qué será de mí tras la muerte? En todas las culturas y civilizaciones encontramos doctrinas que explican las vías para salir de este mundo, considerado pasajero y, por tanto, ilusorio. Se trata de una peculiar forma de fuga mundi o salida del reino de la desemejanza y la multiplicidad, que proporciona la experiencia de que hay algo de nuestro ser que sigue existiendo, y es testigo, en otro estado, de la existencia post mortem. Ese estado, que es superación de todos los estados y, por tanto, no es propiamente un estado, es descrito con toda clase de paradojas; el espacio y el tiempo humanos se han abolido, los límites de la individualidad humana quedan rebasados y la nada del ego es trascendida en una Nada supraesencial en la que hay una consciencia de todo en Todo.
 
 
“Morir antes de morir”, sobre todo morir al yo, es una indicación tradicional para aquellos que quieren emprender el camino iniciático que lleva a la contemplación del Ser o a la feliz reunión con lo Uno. El experimentador de un tal estado sin estados se encuentra con la dificultad de describir y racionalizar su viaje iniciático pues ¿cómo poner calificativos a una experiencia en que la misma mente es trascendida? ¿Cómo puede dar cuenta la mente de una situación en la que ella no estaba? Y es que la vía iniciática es un camino preñado de paradojas que avisan al buscador que aquello que constituye su más anhelado objetivo carece de parcelas ontológicas; allá donde quiere ir, no hay un tú ni un yo, ni sucesión o causalidad, sino pura unidad. Por eso, la mors mystica, en efecto, implica ante todo la experiencia de disolución del yo y de la toma de posesión de los estados superiores del Ser hasta alcanzar el último peldaño que de da, precisamente, sin pies. Ya las primeras manifestaciones artísticas de este proceso, los sellos preindoeuropeos de Mohenjo-Daro (Pakistán occidental) en los que aparece un asceta sentado en la postura del loto (padmasana), constituyen un ejemplo de las aspiraciones del buscador que, para obtener una experiencia anticipatoria de la muerte, intenta reproducir los síntomas de la muerte; permanece en absoluta inmovilidad, lentifica la respiración casi hasta detenerla, y fija su atención en un solo objeto para suprimir o “matar” el pensamiento. Como explicaba Mircea Eliade, si tales actos son tan contrarios a la vida ordinaria es porque la “muerte” que se busca es preludio de un renacimiento que confiere la experiencia de la inmortalidad y de la liberación en vida (jivanmukta).
 
 
En todo caso, la vía tiene dos momentos clave; el paso del umbral (la llamada “liturgia de la puerta”), y la experiencia de la Unidad del Ser (o “éxtasis”). Respecto al primero, la historia de la literatura y de las religiones ofrece notables ejemplos del momento culminante en el que el aspirante, después de diversas prácticas ascéticas o piadosas o de pruebas de todo tipo, es interrogado acerca de su verdadera identidad o sobre la naturaleza del guardián del umbral (“¿Quién eres?”, “¿Quién dice la gente que soy yo? Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”). Urgido ante una puerta simbólica o en una situación extrema, el iniciando ha de responder adecuadamente para demostrar que se ha desprendido de la ilusión de la separatividad y de que reconoce lo divino en uno mismo y en el otro. Las respuestas correctas en las tradiciones religiosas son también muchas (“Yo soy nadie” “Yo soy tú y tú eres yo”, “Yo soy el que soy”, “Tú eres”….) y sirven para franquear la puerta celeste. Desde la E de Delfos a los textos de los iniciados órficos, de Pitágoras a los rosacruces, de los brahmanes a Yahvé –en cuyos nombres late etimológicamente la pregunta por la identidad–, de Cristo a Mahoma, todas las tradiciones hablan de ese momento de reconocimiento de la auténtica y suprema identidad.
 
 
Si, de alguna manera, la iniciación consiste en un viaje consciente al mundo del sueño profundo, de donde nacen los arquetipos o, más propiamente, a la consciencia universal, que no hay que confundir con la consciencia colectiva (mientras la primera es la fuente homogénea y sin partes, la segunda es una creación de la psicología moderna que consiste en una suma de partes que mantienen su individualidad), ¿cabe la posibilidad de ir más allá de la consciencia?
 
 
Sobre este sutil dilema y proceso versaron sendos cursos que tuvimos el honor de dirigir los editores que suscriben en el Centro Asociado a la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) de Madrid en 2017 y 2018. El primero, precisamente bajo el título Morir antes de morir: sociedades y experiencias iniciáticas a lo largo de la Historia proponía un recorrido histórico por las sociedades y experiencias iniciáticas que, desde el mundo antiguo hasta el siglo XVIII, se han basado, como fundamento sapiencial de sus saberes ocultos, en la esta noción de procurar un conocimiento previo del paso al más allá. El segundo curso, titulado Yo soy tú: el paso al Mas Allá, la experiencia de la Nada, la extinción del "Yo" y otros viajes iniciáticos en la historia de la cultura, continuaba el anterior centrándose específicamente en la evocación de la muerte como extinción simbólica de la personalidad y en el descubrimiento de la inconsistencia del ego en el "paso al más allá". 
 
 
Ambos cursos reunieron a un nutrido grupo de especialistas de diversas disciplinas que se centraron en estos dos momentos clave de la vía desde el punto de vista de la historia de las religiones, de las sociedades fraternales e iniciáticas, desde la antigüedad, donde surge está rica y diversa tradición, hasta la edad moderna. De ahí nació la idea de elaborar un volumen conjunto que diera cuenta, de la forma más completa posible, de estos temas. Más allá de recoger algunas de esas conferencias por escrito, hemos pretendido elaborar un volumen colectivo para ofrecer un panorama con materiales para la reflexión. Veamos ahora en breve los diversos capítulos que articulan este recorrido histórico-cultural por los temas expuestos.
 
 
En primer lugar, Julia Mendoza Tuñón se centra en la antigua India, y en concreto en el más antiguo estrato de su religión, testimoniado por los textos védicos, para establecer un marco y a la vez un preámbulo general en la experiencia de la muerte y la identidad.
 
 
A continuación, José Ramón Pérez-Accino estudia el concepto de la muerte y el desarrollo de los conceptos sobre la identidad y la conciencia en la otra gran cultura fundacional de la antigüedad extraeuropea, el antiguo Egipto.
 
 
El zoroastrismo y la muerte como reunificación son estudiados por Juan Antonio Álvarez-Pedrosa, que nos proporciona a la perspectiva de la religión irania por excelencia, en un imprescindible tercer pilar de la orientalística.
 
 
A continuación, Raquel Martín Hernández retoma el tema cruzando el umbral hacia Occidente, con el caso de los misterios griegos, cuya relación con Oriente y Egipto siempre es atractiva y disputada, y se ocupa de la idea del morir como iniciación.
 
 
En el marco de los misterios griegos, pero concretamente acerca de las especificidades de los misterios llamados órficos, Miguel Herrero de Jáuregui ofrece un texto que recoge precisamente la idea de muerte como renacimiento en el marco de esta influyente secta. 
 
 
Pasando de los misterios a la filosofía griega, David Hernández de la Fuente trata la escuela pitagórica como sociedad iniciática entre la experiencia mistérica y las iniciaciones filosóficas en unas comunidades sapienciales relacionadas con el conocimiento del más allá.
 
 
Otro tanto hace David Hernández Castro con su amplio estudio sobre la figura de Empédocles en el marco de la filosofía suditálica, como expresión concreta de una religión apolínea más rigurosa y específica, y mostrando la fina línea divisoria entre misterios y filosofía, mito e historia.
 
 
 
La adivinación como iniciación se examina en el capítulo que dedica Mario Agudo Villanueva al famoso oráculo de Trofonio, con su experiencia de catábasis subterránea, que sigue el patrón inconfundible de los ritos de paso.
 
 
Saludos cordiales de Javier Alvarado Planas David Hernández de la Fuente
y subsidiariamente de Antonio Piñero
 
 
Domingo, 8 de Septiembre 2019
"Morir antes de morir"  (1-09-2019. 1087)
Escribe Antonio Piñero
 
 
El libro que comienzo a comentar hoy lleva como subtítulo “Ritos de iniciación y experiencias místicas en la historia de la cultura”; Está editado por Javier Alvarado Planas  y David Hernández de la Fuente, dos estupendos colegas míos de la Universidad. El primero es Catedrático de Historia del Derecho y de las Instituciones de la Universidad Nacional de Educación a Distancia; y el segundo es  Profesor Titular de Filología Griega de la Universidad Complutense. Editorial DYKINSON, S. L. Meléndez Valdés, 61 -28015- Madrid en 2019. ISBN: 978-84-1324-294-1. Precio 27,85€. 435 pp. 17x24 cms.
 
 
Me parece que la mejor iniciación a este volumen, que creo espléndido, es hacerles accesible un breve comentario al contenido del libro, transcribiendo el índice y el Prólogo de los editores que ilustra perfectamente sobre el interés del libro.
 
 
ÍNDICE
 
 
“Muerte e identidad en el Más Allá en la religión védica antigua” (Julia M.
Mendoza)
 
 
“Como un átomo fisionado. El ‘yo’ y la muerte en el Egipto antiguo” (José
Ramón Pérez-Accino)
 
 
“El encuentro consigo mismo: la experiencia de la muerte en el Zoroastrismo”
(Juan Antonio Álvarez-Pedrosa)
 
 
“La experiencia de la muerte como proceso iniciático. El caso de los miste-
rios griegos” (Raquel Martín Hernández)
 
 
“Acabas de morir y de nacer”: las especificidades del orfismo (Miguel
Herrero de Jáuregui)        
 
 
“La escuela pitagórica entre mito e historia” (David Hernández de la
Fuente)     
 
 
“Buscando a Empédocles. Vivir y morir como un cantor de Apolo” (David
Hernández Castro)
 
 
“El oráculo de Trofonio en Lebadea: una iniciación entre la cosmología y la
Escatología” (Mario Agudo Villanueva)
 
 
“Fraternidades, Iniciaciones y Misterios en el mundo Helenístico y Romano:
los cultos egipcios” (Manuel Salinas de Frías)
 
 
“Iniciación y Tradición en la Antigüedad Tardía” (José Antonio Antón
Pacheco)  
 
 
“Tοῦτον ἐζήτουν. Esto buscaban. Algunos ejemplos de iniciación filosófico-religiosa en los
βίοι  (Vidas) de hombres divinos de Porfirio de Tiro y Eunapio de Sarde” (Marco Alviz Fernández) 
 
 
“Ritos de paso e iniciación en el cristianismo primitivo: Bautismo y Eucaristía” (Antonio Piñero)     
 
 
“La plegaria en los Padres hesicastas y sus antecedentes” (Mercedes López Salvá)     
 
 
“Iniciación y transformación en la novela artúrica” (Victoria Cirlot)     
 
 
“La Cábala. Exégesis y experiencia espiritual” (Pere Sánchez Ferré)  
 
 
“En la matriz del universo: el nonato espiritual en el sufismo de Ibn ʿArabī de Murcia” (Pablo Beneito)       
 
“La experiencia alquímica como itinerario redentor” (Joaquín Pérez Pariente)
 
 
“Los Rosacruces y la muerte del beso” (Raimon Arola)
 
 
“El lenguaje del silencio, el rito iniciático como mediador privilegiado del es-
píritu según René Guénon” (Pedro Vela del Campo)     
 
 
“El rito de iniciación en la Masonería” (Javier Alvarado Planas)
 
 
“Las Experiencias Cercanas a la Muerte y las iniciaciones” (Jacobo Núñez
Martínez)
 
 
 
Espero que los temas, al menos algunos, les parezcan interesantes. Y espero también que muchos de los autores les sean conocidos.
 
 
Seguiremos.
 
http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
Domingo, 1 de Septiembre 2019


Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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