CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
La cosmovisión sumeria-acádica-babilónica es la misma que la de Jesús de Nazaret y de Pablo (28-07-2019.1081)
Escribe Antonio Piñero
 
 
Dijimos en la postal anterior que la antigua concepción hebrea del mundo se basa fundamentalmente en la imagen del mundo que presentamos en el gráfico adjunto a la postal. Los hebreos añadieron a la que añadían algunas precisiones, que intentaban formar un sistema más concorde con sus ideas de un Dios único.
 
 
A partir de un caos originario e informe, que se corresponde con las aguas subterráneas de la imagen que presentamos (G: base del océano terrestre), Dios era quien había creado, u ordenado, el cielo, la tierra y los abismos: las tres entidades formaban el “todo”, el universo, concebido generalmente con las mismas tres partes: el cielo arriba; la tierra abajo, y por debajo de ella el mundo subterráneo, constituido en parte por esas aguas caóticas primordiales y por el reino de los muertos.
 
 
Obsérvese de nuevo que –como dijimos también– según Gn 1,1-2, no queda claro del todo si la creación de cielos y tierra es a partir de la nada (no lo dice el texto estrictamente), o bien a partir de un caos originario e informe, sobre el que aleteaba el espíritu divino. Y no es opinión mía, sino de gente mucho más experta que yo en la cosmogonía cananea (los israelitas eran una rama de este pueblo), como es Gregorio del Olmo Lete. Este Dios es considerado a la postre como único absoluto, porque el texto final del Génesis está redactado en torno al siglo V a. C. Anteriormente al exilio de Babilonia es muy posible que el monoteísmo absoluto no fuera la fe del pueblo hebreo en general, sino el henoteísmo.  "Yahvé no era un dios único (había otros), pero sí el más fuerte y poderoso. A él solo debía adorarse. Y los hebreos tenían la suerte que ese Dios poderoso era el suyo.
 
 
Dijimos también que los israelitas modificaron el número de esferas celestes hasta siete, número que indica la perfección. El cielo, en su esfera superior, la séptima, es la morada del Dios único y de su corte celestial, ángeles superiores, arcángeles o “ángeles de la faz”, es decir, que ven directamente el rostro de Dios. Los espíritus angélicos en general sustituyen a los dioses secundarios de los acadios y babilonios de su panteón politeísta.
 
 
Los astros entre el cielo y la tierra estaban gobernados por delegados de Dios, ángeles también o arcontes celestes. Unos astros eran buenos y otros perversos, según el gobierno de sus ángeles, que hacían variar sus órbitas en el caso de los malvados porque no quieren obedecer a Dios. Los que rigen las estrellas fijas, de órbitas inmutables, sin buenos. Los que gobiernan los planetas son ángeles rebeldes, por lo que los planetas no tienen una órbita perfecta, circular.
 
 
La tierra se concebía unas veces como un cuadrado, y otras como una especie de rodaja redonda cuyos límites coincidían con el fin de los cielos en su parte inferior. Los hebreos seguían manteniendo que  las esferas celestes estaban sustentadas por unas enormes columnas, alejadas entre sí, pensadas como montañas grandes y estilizadas; el mundo subterráneo tenía también sus columnas sustentantes proyectadas hacia abajo.
 
 
Pero con el paso del tiempo, el judaísmo helenizado, a partir sobre todo del siglo III a. C. subordinó esta cosmovisión:
 
 
A) A una fe monoteísta en un Dios único. Los dioses secundarios se transforman en ángeles y demonios, siendo los primeros los cortesanos del Rey único. Como gema preciosa de la creación este Dios único había plasmado el ser humano;  
 
 
B) A una concepción apocalíptica muy extendida en círculos de piadosos: fuera de Dios todo está sujeto a una ley divina: el tiempo inexorable es el que conforma una historia del universo y del ser humano diseñada desde siempre por la divinidad. La historia avanza en línea recta desde los orígenes (creación y el paraíso para el ser humano) hasta la consumación final con peripecias diversas. El universo era al principio bueno y perfecto, pero luego resultó tremendamente desordenado por los pecados y la mala inclinación del hombre. Finalmente Dios volverá a poner orden en su creación, y volverá a generarse un nuevo todo, un mundo futuro, similar al del principio, probablemente unos cielos nuevos, o renovados, y una tierra nueva, o renovada, en donde los seres humanos justos (israelitas o convertidos) vivirán felices por siempre jamás.
 
 
Este es el mundo en el que vivía y pensaba, sin duda, Jesús de Nazaret. Y este universo semita coincide en parte con la del otro mundo al que pertenece Pablo, nacido en Tarso en Asia Menor, el helenismo, de lengua griega. Detengámonos un momento en considerar la cosmogonía griega de la época de Jesús y de Pablo, porque en algunos rasgos es parecido, pero teniendo en cuenta que para los griegos el cielo y la tierra existen desde siempre: la materia es eterna. El primero es como la mitad de una esfera, sólida. Este “cuenco” celeste cubre una tierra que es plana. La parte del espacio entre la tierra y el cielo hasta las nubes contiene aire o éter. Bajo la tierra, y hacia abajo, hay un espacio amplio, en cuyo final hunde sus raíces el Tártaro. La tierra está circundada por un río inmenso, el Océano.
 
 
Es importante recalcar, insistir una y otra vez porque no suele decirse, que en esta imagen del universo se basa la estructura mental de Jesús de Nazaret y de Pablo de Tarso, obtenida fundamentalmente de la lectura de los libros sagrados: tanto Jesús como Pablo dependen de la Biblia hebrea, o de parte de la mentalidad griega del otro. Ambos personajes son pensadores apocalípticos, cuyas ideas básicas encajan perfectamente en ella. En el caso de Pablo, el hecho de que concebía el mundo según esta cosmovisión se confirma por 2 Cor 12,1-2: Vendré a las visiones y revelaciones del Señor. 2 Sé de un hombre en Cristo de hace catorce años, si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe…; ese tal fue arrebatado hasta el tercer cielo…
 
 
En esta imagen del universo asumida más en concreta por Pablo, ya que de Jesús no quedan testimonios expresos, Dios, por muy alejado que se lo presente y a pesar de la distancia entre el cielo y la tierra, está relativamente cerca. En ellos parece que está ya afianzada la idea de la creación, aunque la precisión de que esta fue “desde la nada” es una determinación posterior en el tiempo. El universo así concebido es en sí muy pequeño; la divinidad es una entidad muy próxima, y se concibe además antropomórficamente. Sus rasgos básicos son como los humanos, aunque su pensamiento sea siempre muy superior. La tierra es el centro preferente de la creación divina, y hacia ella dirige siempre sus ojos el Dios único, pues en ella ha creado, a su imagen y semejanza, al ser humano.  Ángeles y demonios, además de cortesanos, tienen la función de emisarios buenos, los ángeles, ya de sus contrapartidas perversas, los demonios, cuya misión es a veces poco explicable. Pero ambas clases rellenan el hueco entre el cielo y la tierra, actuando constantemente en la esfera de los hombres y salvando así la distancia entre Dios y el hombre. Pero Dios dirige, consiente o permite todo, arriba y abajo, con designios muchas veces misteriosos.
 
 
Y esta concepción del universo, tan pequeña y manejable, tiene enormes consecuencias en uno de los sustentos del cristianismo paulino de hoy: la teoría de la redención (muerte en cruz del hijo de Dios) del ser humano, que como hijo del primer hombre ha estropeado el designio divino a la hora de la creación.
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
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Domingo, 28 de Julio 2019
Cómo se concebía el universo en Mesopotamia y la cosmología bíblica (25-07-2019. 1080)
Escribe Antonio Piñero
 
 
En extremo interesante para comprender el universo bíblico, e indirectamente la función de Dios en ese universo y el papel del ser humano en él, es el capítulo 5 (“Eclosión de los reinos amorreos. Cosmología sumerio-acadia, cosmología bíblica”) en la sección dedicada a la explicación de la constitución del mundo, en las pp. 104-108, del libro de Francesc Ramis Darder, “Mesopotamia y el Antiguo Testamento”, que ya he comentado anteriormente. El libro está publicado por la editorial Verbo Divino, en 2019, en la colección “El mundo de la Biblia”, y su ISBN es 978-84-9073-490-2.
 
 
Señala nuestro autor que cuando los amorreos (antecesores de los cananeos/hebreos) penetraron en Mesopotamia, hacia el año 2.000 a. C., quedaron deslumbrados por la tradición sumerio-acadia. Y añado por la inmediata sucesora de estas, la babilonia (no olvidemos que Hammurabi empuñó el cetro de Babilonia desde 1792 al 1750 a. C.). Más tarde, los autores de la Biblia, al fin y al cabo de estirpe semita y de la misma familia lingüística, integraron esa cultura que se transformó en el trasfondo de muchas narraciones veterotestamentarias, como ya indicamos. El origen bíblico del cosmos, su estructura, la creación del hombre, el paraíso, el diluvio, y algunos relatos más de nuestra Biblia hebrea no son más que acomodaciones a una teología monoteísta de la concepción del universo politeísta que tenían sus antecesores sumerios-acadios-babilonios.
 
 
Parafraseo la p. 104 del mencionado libro: La parte inferior del cosmos completo estaba constituida por la ‘tierra’, un disco sólido formado por montañas y valles, surcado por ríos, acotado por mares y lagos, que era el ámbito de la existencia humana. La parte superior era el ‘cielo’, que tenía una bóveda, de material duro, metálica. Ese espacio en forma de bóveda contenía una enorme masa de agua dulce (las denominadas “aguas superiores”) y tenía compuertas que los dioses abrían para dejar la benéfica lluvia caer sobre la tierra. Entre el cielo y la tierra estaba el aire. Al principio, la bóveda se pensaba como una masa indeterminada; posteriormente se imaginó que estaba dividida en tres partes, cuya superior estaba habitada por los dioses superiores.
 
 
La luna y las estrellas eran concentraciones de aire y fuego. Las estrellas fijas estaban ancladas en la bóveda celeste; y el sol, la luna y los planetas entonces conocidos circulaban por unas como estrías que poseía esa bóveda y marcaban el curso de esos astros no fijos, sino móviles. Debajo de la tierra había también mucha agua, “las aguas inferiores”, que contenía además un lugar oscuro, el depósito de los humanos difuntos. Los hombres habían aparecido sobra la tierra por voluntad de los dioses. La creación del primer hombre fue realizada por ellos amalgamando arcilla previamente amasada y la sangre de un dios inferior degollado. Así, el hombre es terrestre, pero tiene algo de divino. Los animales fueron creados a partir también de arcilla, pero sin rastro alguno de sangre divina. Eran como un ejército de seres al servicio del ser humano. Y espontáneamente habían surgido de la tierra los vegetales, también para servir a los humanos.
 
 
Ramis Darder describe (pp. 106-107) el cosmos de la Biblia hebrea como un producto de esta tradición sumeria-acádica-babilónica. Ese cosmos era en realidad muy pequeño. La tierra era plana, un disco sostenido por columnas, que –a su vez– se apoyaban de modo misterioso sobre un mar inferior, bajo la superficie terrestre (Sal 24,2). Naturalmente, esas columnas se cimbreaban un poco y provocaban los terremotos que siente la tierra de vez en cuando (Sal 75,4). Bajo la tierra hay un inmenso depósito de agua, que alimenta mares, fuentes y ríos. Y también existe un lugar lóbrego, el sheol, que es el depósito donde se guardan las “sombras”, o humo, que tienen figura reconocible, de los humanos que pasaron sobre la superficie de la tierra.
 
 
Los extremos de esa superficie terrestre tenían montañas muy altas, que eran como las columnas que sostenían el cielo (Job 26,11). Este se concebía también como una campana o bóveda que se llamaba el “firmamento”, que a su vez sostenía las aguas superiores, desinadas a las lluvias (Gn 1,7). También esa bóveda celeste tenía compuertas (Is 24,18), de la que caía la lluvia (Mal 3,10).
 
 
Y ahora cito literalmente (p. 107): “El firmamento desempeñaba una doble función. En primer lugar separaba las aguas de la superficie de la tierra (mares, lagos, ríos y fuentes) de las aguas situadas sobre ese firmamento que ocasionaban la lluvia (Gn 1,6). El susodicho firmamento sostenía también al sol, la luna y las estrellas (fijas), que no son dioses, sino que penden del firmamento para separar el día de la noche, y servir de señales para distinguir las estaciones, los años y los días. También desempeñan la tarea de alumbrar la tierra (Gn 1,15). Así el sol durante el día, y la luna por la noche, recorren la campana del firmamento. Y sobre las aguas del firmamento hay una superficie sólida que envuelve todo el cosmos (Gn 1,6). Más allá de esta segunda cubierta está la morada divina –un único dios–, el trono del Señor, inaccesible para el ser humano (Ez 1,22.26; 10,1).
 
 
“La superficie terrestre veía crecer las plantas, puesto que a la orden de Dios la tierra hacía brotar hierba verde que engendra semillas, según su especie, y árboles que dan frutos (Gn 1,12). Después el Señor determinó que bulleran las aguas de seres vivientes, que los pájaros volaran sobre la tierra; y a continuación creó los grandes cetáceos; acto seguido dio origen a los animales terrestres y finalmente al hombre (Gn 1,11-27).
 
 
Como puede verse fácilmente hay una semejanza estructural muy estrecha entre la cosmología de la Biblia hebrea y la antigua sumeria-acádica-babilónica. El próximo día extraeremos unas consecuencias de esta cosmología que creo fundamentales no solo para la comprensión del Antiguo Testamento, sino para hacernos una idea de cómo entendieron Jesús y Pablo de Tarso la actuación de la divinidad para rescatar al ser humano del lapso de Adán dentro de este universo tan pequeñito.
 
 
Seguiremos, pues.
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
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Jueves, 25 de Julio 2019
El jardín del Edén. Mesopotamia, eco bíblico del paraíso terrenal (21-07-2019. 1079)
Escribe Antonio Piñero
 
 
Foto: Hammurabi, rey babilonio del siglo XVIII a. C.
 
 
Comento hoy el primer capítulo (“Geografía y descripción del paraíso”) del libro de Francesc Ramis Darder, “Mesopotamia y el Antiguo Testamento”, que ha publicado muy recientemente la editorial Verbo Divino. Mi breve comentario de hoy indicará el carácter del libro y cómo está construido. Como la historia de la región mesopotámica y sus habitantes abarca un dilatado arco temporal, el autor se ciñe a la consideración de esa zona desde que forma una entidad política perceptible: el surgimiento de los sumerios (hacia el 3.000 a. C.) hasta la época de Ciro II, el Grande, monarca persa que conquistó la zona en torno al 539 a. C. El autor se detiene ahí y no considera las etapas históricas de la región dominadas por los persas, tras el asentamiento del poderío  de Ciro II, y por los soberanos helenísticos.
 
 
El sistema del comentario por parte del autor, en general, es recorrer los hitos históricos que convienen para los pasajes bíblicos veterotestamentarios en los que se percibe el influjo de las leyendas y la historia mesopotámica y hacer una lectura de esos pasajes evocando también el pensamiento bíblico completo, es decir, aduciendo otros textos del Antiguo Testamento que ayuden a comprender bien el trasfondo de la leyenda. Se trata, por tanto, de un ejercicio de hermenéutica del texto bíblico, y una suerte de comentario del pasaje en cuestión y de otros, como en una suerte de “lectio divina”.
 
 
El capítulo primero se ocupa de la descripción del paraíso terrenal en el libro del Génesis. El texto es Gn 2,7-15, cuya redacción definitiva se presume que es bastante tardía, del siglo V a. C., aunque las leyendas forman su base procedan como mínimo del siglo XVIII a. C., época del rey babilonio Hammurabi.
 
 
Según nuestro autor, la descripción del Edén bíblico evoca el resultado completo de la historia mesopotámica, y de los inmensos esfuerzos por hacer que la riqueza natural de aquella zona, tan irrigada por el Tigris y Éufrates y multitud de afluentes, se convirtiera desde un territorio inhóspito, salvaje y más bien, tal como estaba en los inicios, en una suerte de jardín/huerto feraz. Al parecer desde tiempos muy antiguos una intensa labor de desbroce y limpieza, y una tenaz política hidráulica muy precisa (presas, acueductos, embalses y canales) hizo de la zona algo inusitadamente feraz. Considérese también que allí abundaban en estado salvaje ovejas, cabras, vacas, cerdos y camellos y que crecían espontáneamente lo cereales básicos como el trigo y la cebada.
 
 
 
La Biblia con su relato hace que ese lugar inhóspito, pero potencialmente feraz de los inicios de la civilización, se convierta por obra divina en un jardín. Fue Dios “el que plantó un jardín del Edén” (Gn 2,8); no fue obra humana. En esa frase, el vocablo “edén” significa lo “excelente” y “delicioso” (2 Samuel 1,24; Jeremías 51,34; Salmo 36,9). Y según nuestro autor este hecho no es más que el trasunto de la idea, histórica, de que la región “era una suerte de jardín protegido por los reyes, lugartenientes de los dioses, para propiciar la felicidad del hombre. Así lo certificó Hammurabi en el prólogo del código que lleva su nombre: «Los dioses Anum y Enlil me eligieron… para proclamar el derecho en este país y para que pudiera iluminar el país para asegurar el bienestar de la gente»” (p. 25).
 
 
Ramis Derder anota que el término “jardín”, plantado por mano de Dios, evoca el ámbito divino en el que la divinidad protege y defiende especialmente al ser humano, citando a Is 58,11: “Te guiará Yahveh de continuo, hartará en los sequedales tu alma, dará vigor a tus huesos, y serás como huerto regado, o como manantial cuyas aguas nunca faltan”, y a Jeremías 31,12:  el pueblo judío, liberado de sus enemigos, “acudirá al regalo de Yahvé: al grano, al mosto, y al aceite virgen, a las crías de ovejas y de vacas, y será su alma como huerto empapado, no volverán a estar ya macilentos”.
 
 
Así puede entenderse bien, a la luz de la feracidad del territorio, ayudada por mano humana, el relato que le Génesis atribuye solo a Dios, tras formar al hombre (solo varón al principio) del polvo:
 
 
“Luego plantó Yahveh Dios un jardín en Edén, al oriente, donde colocó al hombre que había formado. 9 Yahveh Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer, y en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. 10 De Edén salía un río que regaba el jardín, y desde allí se repartía en cuatro brazos. 11 El uno se llama Pisón: es el que rodea todo el país de Javilá, donde hay oro. 12 El oro de aquel país es fino. Allí se encuentra el bedelio y el ónice. 13 El segundo río se llama Guijón: es el que rodea el país de Kus. 14 El tercer río se llama Tigris: es el que corre al oriente de Asur. Y el cuarto río es el Éufrates. 15 Tomó, pues, Yahveh Dios al hombre y le dejó en al jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase”.
 
 
Resulta que el motivo del “árbol del bien y del mal” procede también de la teología mesopotámica, que hace de la presencia de los árboles uno de los ejes que sustentan la existencia del mundo. Escribe nuestro autor: “Así lo señala a modo de ejemplo, la epopeya de Gilgamesh, obra señera de la literatura mesopotámica, que  muestra cómo en la ciudad de Eridu, el centro del mundo, se yergue un árbol negro, el kinsanu, alegoría de la presencia de la diosa Ea, consejera del ser humano, que se paseaba en torno al árbol” (p. 27).
 
 
Como puede observar el lector, este entrecruzamiento de historia mesopotámica, relato del Génesis y aportación de sentido por medio de otros textos bíblicos convierte a este libro en interesante lectura, y agradable.
 
Seguiremos.
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
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Domingo, 21 de Julio 2019
La influencia de pueblos y culturas de Mesopotamia en la Biblia hebrea (18-07-2019. 1074)
Escribe Antonio Piñero.
 
 
Sobre el libro de Francesc Ramis Darder, Mesopotamia y el Antiguo Testamento, 2019. 238 pp.
 
 
Acaba de publicar la editorial Verbo Divino un volumen que me parece que puede eliminar ciertos dolores de cabeza de muchas personas interesadas no solo por el Antiguo Testamento (mejor expresado por el sintagma Biblia hebrea, que es políticamente más correcto respecto a los judíos), sino por poner orden al gran barullo mental que nos produce la historia de esa región, muy pequeña por cierto, donde se congregaron pueblos diversos, lenguas diferentes, culturas variadas, dinastías con reyes de nombres raros: sumerios, acadios, babilonios, neoacadios, neobabilonios, casitas y persas, donde intervinieron otros pueblos cercanos como los hititas de Anatolias y los hurritas de Mitanni… ¡Qué jaleo! ¡Qué enorme confusión de elamitas, casitas asirios y babilonios en una misma zona geográfica! Imposible de retener ordenadamente en la memoria sin confundirse a menudo y groseramente.
 
 
Pues bien, este libro pone orden y concierto en todo este magma…, a menudo confuso pero interesantísimo a la vez y siempre, porque esa región –regada por el Tigris y el Éufrates y su afluentes – es la cuna de la civilización que luego se extiende a Occidente, y el humus donde crecieron tantas historias míticas, que tienen acogida en la Biblia y que tanto han repercutido en nuestro imaginario religioso. El eco cultural de Mesopotamia es enorme en la literatura y en la religión de los hebreos y, por tanto en el cristianismo. Los mitos, o símbolos religiosos, que han sido moldeados, o se ven afectados por la cultura que nació en esa religión son muy importantes: el origen del universo, el modo cómo lo entendemos o nos lo imaginamos, (la cosmología), el origen del ser humano, la historia y genealogía de personajes bíblicos de los inicios, el pecado original, el diluvio, la confusión de las lenguas, la legislación bíblica, el mundo de los profetas…
 
 
No nos extrañemos de hablar de mitos y leyendas recogidas por la Biblia, porque también Platón los emplea cuando hay ciertos ámbitos de la vida mental-religiosa que se iluminan mejor con historias y leyendas que con sesudas definiciones de talante filosófico. Este carácter de las imágenes, conceptos y manifestaciones religiosas sobre Dios es absolutamente necesario, si se cae en la cuenta de que, por principio, la divinidad es lo esencialmente otro y, en principio también, incomunicable. En estricta puridad no podemos hablar de lo inefablemente Otro si no es a base de símbolos, analogías, leyendas y mitos. Afirma el jesuita Roger Haight:
 
 
“El movimiento de todo pensamiento teológico desde abajo hacia Dios procede sobre la base de la experiencia religiosa y del lenguaje simbólico. El carácter simbólico de todas las imágenes, conceptos y manifestaciones religiosas sobre Dios tiene una inmensa importancia… que queda realzada en el grado en el que se la ignora… Se podría decir que el lenguaje religioso es simbólico, metafórico, analógico y basado en modelos; cada uno de estos marcos de referencia permite reconocer que el objeto del lenguaje religioso es trascendente y no está disponible de modo inmediato. Tal lenguaje, por tanto, no es el trasunto de una representación objetiva, no es referencial de modo inmediato, o lógicamente descriptivo o demostrativo en su referencia. El lenguaje religioso tiene siempre una estructura metafórica, porque su referente, Dios, se concibe siempre implícitamente ‘como’, como algo vehiculado por el lenguaje ordinario sobre objetos intramundanos. Este lenguaje es simbólico y análogo porque su objeto trascendente es similar y diferente al mismo tiempo a su análogo finito y simbólico. Tal símbolo, por tanto, apunta hacia lo trascendente, que está fuera de sí, y lo hace presente para que el ser humano pueda encontrarse con él” (Jesús, símbolo de Dios, Madrid, Trotta, cap. 16, “La Trinidad”).
 
 
El autor del libro que hoy presentamos, Francesc Ramis, se siente heredero de otros trabajos en lengua hispana sobre Mesopotamia y a Biblia hebrea como el de Maximiliano García Cordero (Biblia y legado del antiguo Oriente, de 1977, Madrid, B.A.C.) y el de Joaquín González Echegaray (La Biblia y el Creciente fértil, de 1990, editorial Verbo Divino). Nuestro autor pretende, a la vez que expone la historia de Mesopotamia y su literatura, explicar con sencillez y claridad cómo han influido la historia y su literatura en las narraciones bíblicas. El pensamiento religioso de Sumeria, Acadia y Babilonia, y Persia / Mesopotamia moldeó profundamente la teología del Antiguo Testamento basada en narraciones legendarias y mitos que no eran originariamente de Israel, pero que el pueblo hebreo supo personalizar y delinear con más precisión dentro de una teología que apunta decididamente al monoteísmo desde al menos el siglo VIII a. C.
 
 
Seguiremos comentando algunos aspectos notables de este libro.
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
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Jueves, 18 de Julio 2019
¿Qué ocurre con el alma de un ser humano justo, ya fallecido, cuyo cuerpo se descompone en la tierra hasta la resurrección del Último Día?  ​(15-07-2019. 1077)
Escribe Antonio Piñero:
 
 
La última cuestión de esta miniserie sobre la inmortalidad del alma en el Nuevo Testamento es: partiendo del supuesto de que los autores del Nuevo Testamento defienden que el alma humana es inmortal, ¿qué ocurre con el alma de un ser humano justo, ya fallecido, que ha superado el Juicio Particular y ha sido declarado apto para participar del paraíso, pero cuyo cuerpo se descompone en la tierra hasta la resurrección del Último Día? ¿Anda vagando por la región aérea ultra lunar en espera del fin de la historia y del Juicio General subsiguiente, de modo que si resulta elegida para entrar en el Reino futuro pueda unirse de nuevo con en su cuerpo?
 
 
El Nuevo Testamento tampoco lo dice de una manera clara, de modo que no ofrezca duda alguna. Parece sin embargo, que ya Pablo pensaba que en el momento de la muerte (el de los fieles que se había “dormido” ya pero el ansiado final del mundo no había llegado aún) el alma, viva por supuesto, estaría ya con el Señor, por tanto en el paraíso. Así lo da a entender claramente en Flp 1,21-25:
 
 
“Pues para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. Pero si el vivir en la carne significa para mí trabajo fecundo, no sé qué escoger... Me siento apremiado por las dos partes: por un lado, deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor; mas, por otro, quedarme en la carne es más necesario para vosotros. Y, persuadido de esto, sé que me quedaré y permaneceré con todos vosotros para progreso y gozo de vuestra fe. Aquí, para nuestro propósito es necesario hacer hincapié en que Pablo “deseaba ardientemente partir y estar con Cristo”.
 
 
Luego de aquí se deduce que el alma del justo fallecido está ya en el paraíso como dice el Jesús de Lucas al buen ladrón: “Hoy estarás conmigo ya en el Paraíso” (23,43) una vez fallecido el cuerpo, pero cuando aún no ha habido Juicio Universal, sino particular.
 
 
Ahora bien, este estado es transitorio y no deseable totalmente: la inmortalidad fáctica del alma, concedida por la divinidad graciosamente, como se ha dicho, se hará más completa y perfecta cuando su compañero, el cuerpo, transformado, hecho espiritual (en sí un oxímoron: un cuerpo/espiritual) esté con ella disfrutando eternamente de la presencia de Dios.
 
 
Debe señalarse que la doctrina de Pablo sobre la resurrección, por el contrario, no está ya provista de ese humanismo judío que anhelaba el reino de Dios en la tierra y que hemos visto en el Apocalipsis johánico en entregas anteriores de esta serie, pues la doctrina paulina sobre el reino de Dios se ve condicionada por sus presupuestos de talante gnóstico acerca de la maldad ínsita dentro de la materia y de lo corpóreo. Su enseñanza sobre el Reino se halla totalmente desconectada de la noción de un reino de Dios en la tierra. Aunque Pablo mantiene la idea de resurrección corporal, carece del aspecto terreno y material propio de la finalidad de la resurrección dentro de la doctrina del judaísmo, puesto que –según el Apóstol, el cuerpo que resucita sufre una transformación completa de su condición humana, que deviene angélica o supraangélica: el cuerpo resucitado del creyente se convierte en un “cuerpo espiritual” (1 Corintios 15,50).
 
 
Pablo no tiene su mente orientada hacia el establecimiento de una sociedad justa y feliz acá abajo en la tierra como meta escatológica, del final de los tiempos. Tal objetivo fue propio de Jesús, de los profetas del Antiguo Testamento y de la apocalíptica judía. Así pues esa meta es abandonada por Pablo, puesto que piensa que la inmortalidad del alma no es en el fondo compatible con la finalidad de un reino de Dios terrenal, imposible de conseguir por una humanidad corrupta. Para Pablo, pues, la resurrección de los cuerpos, que completa al alma inmortal que ya se ha librado de la cárcel del cuerpo perecedero, significa una escapada de la miserable vida mortal hacia una dimensión diferente, en la que el problema del ser humano, compuesto de materia y espíritu, no se resuelve en realidad, sino que se elude.
 
 
En conclusión, para Pablo y su doctrina, que es el fundamento del tipo de cristianismo vencedor de otros tipos que quedaron derrotados y murieron en la cuneta de la historia, no existirá jamás una sociedad humana perfecta, como piensan sus colegas judíos; la inmortalidad del alma y su salvación plena es enteramente sólo para el individuo, como en los esquemas de pensamiento órficos y gnósticos, y en un mundo absolutamente diferente. Esta salvación consiste en la elevación del individuo humano a un status suprahumano. Su alma inmortal, por la gracia de Dios, solo tiene su plenitud fuera de este mundo, unida a un cuerpo que ya no es cuerpo y en un reino divino que es solo espiritual. Platón estaría bastante satisfecho con esta derivación de sus ideas.
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
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Lunes, 15 de Julio 2019
No hay proclamación expresa de la inmortalidad del alma en el Nuevo Testamento III (11-07-2019-1076)
Escribe Antonio Piñero
 
 
En el Nuevo Testamento no encontramos ninguna proclamación expresa de la inmortalidad del alma. Ahora bien, insisto que en tiempos de Pablo, el judaísmo había hecho progresos teológicos en contra mismo de los griegos cuando sostiene y defiende ardorosamente no sólo la inmortalidad del alma sino la resurrección del cuerpo, al menos del cuerpo de los justos. La tendencia judía antigua a no distinguir entre alma y cuerpo, sino entender al ser humano como una unidad orgánico-psicológica, como un “almicuerpo”, como hemos escrito ya, lleva a la idea de la exigencia de una participación integral del ser humano en la felicidad del mundo futuro. No solo una parte de él, el alma sin cuerpo, como sería el caso de los griegos, que se contentaban con que fuera solo el alma y no el cuerpo también, el que gozara en la Isla de los Bienaventurados o en los Campos Elíseos de una bienandanza sin fin.
 
 
Suele decirse, sin embargo, que el sustrato ideológico del Nuevo Testamento no está de acuerdo con el pensamiento griego, el cual, desde los órficos-Platón, sostiene que el alma en sí es inmortal por su propia naturaleza y que no puede ser otra cosa. Eso es al menos lo que se percibe en conjunto leyendo el Fedro y el Fedón, dos diálogos de Platón significativos en este tema.
 
 
Objeta David Torrijos, profesor en la Universidad San Dámaso de Madrid que ciertamente entre los griegos pesa más la 'naturaleza' mientras que en el mundo judeo-cristiano pesa más la 'voluntad de Dios', pero por eso precisamente el Timeo tendrá tanto éxito entre los cristianos como lo había tenido ya con Filón. En Tim. 41a y ss., donde el Demiurgo (el “encargado por la divinidad suprema dela creación del universo y del ser humano) habla a los dioses (los dioses olímpicos + los titanes + los astros) y dice que son inmortales porque “la divinidad lo ha querido así” y porque ella lo ha hecho así, pero podría revocar su inmortalidad. La referencia a la 'decisión' divina es algo bastante sorprendente, a mí entender.
 
 
A continuación, en ese mismo pasaje, el dios encarga a los dioses la creación de los hombres partiendo de una 'simiente' divina análoga a la de ellos: yo diría que es evidente que se trata del alma, que es inmortal, como los dioses, pero también 'porque el dios lo ha querido así'. San Justino, a mediados del siglo II parece adoptar esta doctrina para criticar a los filósofos que consideran el alma naturalmente inmortal. Aparece (al menos) en el Diálogo con Trifón, 5, donde alude precisamente a los filósofos (medio-) "platónicos"; en 5,4 hace una referencia explícita al Timeo diciendo que el mundo es un gran dios inmortal, pero lo es porque el dios lo ha querido así (aunque la referencia más bien parece aludir al pasaje arriba mencionado, en el cual se habla de una parte del mundo y no de todo él).
 
 
Pero aunque esto sea así, y como el pasaje del Timeo de Platón es único en los diálogos de este filósofo, y como está hablando en el terreno de los mitos, es posible que no esté expresando con toda exactitud su pensamiento. Lo cierto es que a pesar de este texto, el pensamiento platónico, y de los griegos que creían en la inmortalidad del alma se sostenía que esta era inmortal por su propia naturaleza y no por una decisión divina.
 
 
Por el contrario, se percibe que en todos los autores del Nuevo Testamento se concibe la inmortalidad del alma no como una característica propia e ineludible de ella, sino como un don de Dios. Solo Dios es inmortal. La inmortalidad del alma no pertenece al derecho natural de esta, sino a la gracia concedida magnánimamente. Dios podría haber creado igualmente un alma mortal, al igual que la de un “bruto” como afirma desesperanzado el autor del Eclesiastés 3,19-21: “Porque el hombre y la bestia tienen la misma suerte: muere el uno como la otra; y ambos tienen el mismo aliento de vida. En nada aventaja el hombre a la bestia, pues todo es vanidad. Todos caminan hacia una misma meta; todos han salido del polvo y todos vuelven al polvo. ¿Quién sabe si el aliento de vida de los humanos asciende hacia arriba y si el aliento de vida de la bestia desciende hacia abajo, a la tierra?”.
 
 
Ahora bien, y esto es básico en el Nuevo Testamento, el Jesús de Marcos sostiene que el Qohelet (Eclesiastés) se equivoca: Dios hizo el alma inmortal, porque el Dios de Israel es Dios de vivos, no de muertos (Mc 12,27); y por eso estableció la resurrección: para que los que sean dignos de entrar en él “sean como ángeles” (Lc 20,36), que son inmortales una vez creados.
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero

http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
 
 
NOTA:
 
Enlace para otro programa de la serie sobre Pablo de Tarso (su vida contada por los Hechos de los apóstoles y en su obra) que dirige y presenta Gabriel Andrade:
 
 https://www.youtube.com/watch?v=u8Mn71QZDdE&t=454s
 
Jueves, 11 de Julio 2019
Inmortalidad del alma en el Nuevo Testamento II (7-06-2019; 1075)
Escribe Antonio Piñero
 
 
En el Nuevo Testamento hay vocablos diversos para expresar el concepto “alma”, que suele decirse néphesh, de la Biblia hebrea. Para traducirla suele emplearse la palabra griega psyché (de donde viene por ejemplo, “psicología”), en un buen número de con las mismas connotaciones de una antropología no dualista de la Biblia hebrea (el ser humano no es alma y cuerpo sino “almicuerpo”, todo junto: el ser humano es una unidad).
 
 
En algunos casos en los Evangelios Sinópticos se expresa con psyché la idea de una vida después de la muerte. Por ejemplo, Mt 10,28: “Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna”; Mc 3,4:  “Y les dice: «¿Es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar un alma en vez de destruirla?» Pero ellos callaban.”; Mc 8,35: “Porque quien quiera salvar su alma, la perderá; pero quien pierda su alma por mí y por el Evangelio, la salvará.”
 
 
El vocablo griego pneuma = “espíritu” tradujo en muchos casos el hebreo rúaj, para aludir a la vida espiritual, pero sin incluir necesariamente la inmortalidad. “Rúaj” es femenino y en algún evangelio judeocristiano del siglo II – Evangelio de los hebreos– se presenta una incipiente Trinidad del modo siguiente Dios Padre / Diosa Madre = el Espíritu: Hijo = Jesús (Habla Jesús): “Hace poco me tomó mi madre, el Espíritu Santo, por uno de mis cabellos y me llevó al monte grande del Tabor”, (citado por Orígenes, Comentario al Evangelio de Juan, 2, 6; PG XIV 132C; Homilía sobre el profeta Jeremías., 15, 4; PG XIII 433B) =
 
 
Kardía, “corazón”, puede tener también este último sentido en el Nuevo Testamento, es decir simplemente para expresar la sede de los sentimientos.
 
 
Según la mayoría de los intérpretes, cuando el Nuevo Testamento habla de “alma”, o de “espíritu” como oposición a “cuerpo y sangre” (1 Cor 5,5: “Sea entregado ese individuo a Satanás para destrucción de la carne, a fin de que el espíritu se salve en el Día del Señor”; 7,34: “La mujer no casada, lo mismo que la doncella, se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Mas la casada se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido”; Jn 6,63: “«El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida”; Col 2,5: “Pues, si bien estoy corporalmente ausente, en espíritu me hallo con vosotros, alegrándome de ver vuestra armonía y la firmeza de vuestra fe en Cristo.”), tampoco se alude al concepto estricto de la inmortalidad.
 
 
Del mismo modo si se menciona en el Nuevo Testamento el centro interno donde radica la voluntad, el querer (Mc 14,38: “Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil.”), o la personalidad íntima del hombre, o incluso el propio “yo”, que naturalmente puede ser perecedero: Gal 6,18: “Hermanos, que la gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vuestro espíritu. Amén.”; 1 Cor 16,18: “Ellos han tranquilizado mi espíritu y el vuestro. Sabed apreciar a estos hombres”, tampoco se implica estrictamente la inmortalidad como consustancial del alma humana.
 
 
Pero que el alma es inmortal, una vez surgida, o nacida, queda claro, al menos relativamente (porque, como sostuvimos en la postal del día anterior, en principio “resurrección del cuerpo” no implica la inmortalidad), cuando el Nuevo Testamento habla de que le es posible al alma una vida fuera del cuerpo, como en Lc 23,43 (“Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”). O también cuando se alude a la supervivencia del alma del Salvador en 1 Pe 3,19 (El espíritu de Jesús fue a predicar a los espíritus encarcelados en el Sheol, o Hades, entre su muerte y resurrección: “En el espíritu fue también a predicar a los espíritus encarcelados”).
 
 
También se supone un alma inmortal cuando Pablo menciona el “revestimiento de inmortalidad” o transformación del cuerpo material del ser humano, tras la resurrección del Último Día, en cuerpo espiritual. De este modo el cuerpo puede acompañar a su alma (es decir, ser el hombre completo –1 Cor 15,48: “Como el hombre terreno, así son los hombres terrenos; como el celeste, así serán los celestes”:  hombre celeste es el que disfrutará de la dicha del mundo futuro) al final, en el paraíso, en esos momentos eternos en los que la vida será “estar siempre con el Señor”:1 Tes 4,17: “Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos, al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor”).
 
 
Como se ve, hay concepciones variadas en el Nuevo Testamento sobe espíritu / alma que necesaria y estrictamente no suponen una inmortalidad consustancial del alma.
 
 
Seguiremos.
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
 
 
Domingo, 7 de Julio 2019
Inmortalidad del alma en el Nuevo Testamento I (4-06-2019; 1074)
Escribe Antonio Piñero
 
 
En un Curso de Verano de la Universidad “Juan Carlos I” –donde hay muchísimos buenos profesores y departamentos a pesar de la mala fama que ha caído sobre ella por un solo departamento, su famoso “máster” en tiempos de dos rectores de acción muy poco clara en el manejo de los casos de corrupción– sobre la “Inmortalidad / amortalidad en la filosofía, religión y en la ciencia”, me tocó disertar a mí brevemente sobre el tema que aparece en el título de esta postal. A este propósito les ofrezco brevemente mi intervención, dividida por partes en diversas postales.
 
 
La inmortalidad del alma es una noción de la que el judaísmo carece hasta bien entrado el s. III a.C. Aunque algunos les cueste saberlo casi nada, o nada sabía la religión judía sobre la presunta división del ser humano en alma y cuerpo, la existencia de una vida futura, el juicio de Dios y los premios y castigos según las acciones de la vida de cada uno tras ese examen. Unos pensaban que el hombre completo era aniquilado por la muerte y se disolvía en mero polvo, y otros que el ser humano caía en el sheol, también denominado “hades” como los griegos, y allí –al igual que en la religión homérica– la persona humana vivía un vida de sombra y humo, una especie de casi nula existencia
 
 
Sin embargo, en las creencias judías generales de la época de Jesús unos 250 años más tarde, la inmensa mayoría de los judíos creían vagamente que  todos los seres humanos, judíos o no, que hubieren llevado una vida virtuosa volverían a recuperar sus cuerpos en los últimos días para participar en la paz, prosperidad y justicia del Reino de Dios, concebido no como un reino espiritual e incorpóreo, bien en el interior del ser humano, bien en un mundo futuro absolutamente distinto al actual, sino como el cumplimiento de las mejores esperanzas humanas sobre la tierra. Y ya pensaban muchos que el hombre estaba compuesto de alma y cuerpo, y que habría Juicio y retribución divina en una vida futura según las acciones de la vida presente.
 
 
Puede decirse que estos cambios se debieron no a un impulso interno de la religión judía, sino a influencias exteriores. Sin duda, influencias del pensamiento griego, el cual se expandió por el Mediterráneo oriental y por el Medio Oriente próximo tras las campañas de Alejandro Magno y el consecuente gobierno de amplias zonas geográficas por generales griegos, sucesores de este. La popularización de las ideas filosóficas más elementales que afectaban a la religión y la religiosidad –sobre todo las del platonismo y del estoicismo—fue hecha por cientos de filósofos ambulantes que las expandieron en formas de máximas en sus charlas y coloquios. En concreto, la cultura griega casi general había incorporado a su acervo la noción de la inmortalidad del alma.
    
 
Entre los temas de la religión judía que cambian profundamente por influencia del helenismo, según Bousset-Greßman (“Die Religion des Judentums im späthellenistischen Zeitalter“ = La religión del judaísmo en el helenismo tardío, de 1903 con varias ediciones posteriores. Que yo sepa no está traducido al castellano) los más importantes afectaron a la trascendentalización y alejamiento de Dios, a la eliminación de antropomorfismos, y a la universalización del concepto de Dios.
 
 
También se vieron afectadas la concepción del ser humano, que empezó a considerarse no como una unidad sino como una dualidad compuesta de alma y cuerpo. Este cambio llevó implícito la incorporación al conjunto de la religión judía las nociones de la inmortalidad del alma, del Juicio divino, y en algunos casos de la resurrección de los cuerpos.alejamiento de Dios, a la eliminación de antropomorfismos, y a la universalización del concepto de Dios. También se vieron afectadas la concepción del ser humano, que empezó a considerarse no como una unidad sino como una dualidad compuesta de alma y cuerpo. Este cambio llevó implícito la incorporación al conjunto de la religión judía las nociones de la inmortalidad del alma, del Juicio divino, y en algunos casos de la resurrección de los cuerpos.
 
 
Dentro de las nociones acerca del fin del mundo, o escatología, debe destacarse en el judaísmo del siglo I de nuestra era la inmortalidad del alma, que en ese momento era ya una creencia casi general judía, aunque griega en su base. De ella debe distinguirse con todo cuidado la noción de la resurrección de los cuerpos. Esta no implica por sí misma la idea de la inmortalidad del alma. Por ello no es curioso que --de acuerdo con el anhelo por la llegada del reino de Dios y el deseo de entrar en él-- se popularizara primero el concepto de resurrección de los muertos antes que la idea de la inmortalidad del alma. Luego se unieron las dos ideas.
 
 
La resurrección de los cuerpos como creencia popular judía está bien representada en el Nuevo Testamento, tanto la resurrección de los justos como de los injustos (Jn 5,29; Hechos 24,15). A veces, sin embargo, se afirma que la resurrección será solo de los justos (Lc 14,14). En el Apocalipsis de Juan se describe muy claramente la resurrección de solo los justos para participar en el reino del mesías, cuando afirma que los que “habían sido degollados (por la Última Bestia, el Imperio Romano), “por dar testimonio de Jesús y por la palabra de Dios” volverán a la vida (20,4) y reinarán con Cristo en este mundo, en una especie de Jauja feliz, durante mil años. El resto de los malvados que había muerto también no resucitará para tomar parte del reino de Dios en la tierra. Aquí se observa, además, cómo la doctrina de la resurrección de los cuerpos estaba imbuida de un humanismo y un ‘materialismo’ típicamente judíos. Toda la historia humana aspira y se orienta hacia un reino mesiánico de cumplimiento humano al menos durante un cierto tiempo.
 
Seguiremos.
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero

http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
Jueves, 4 de Julio 2019


Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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