CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
Hoy escribe Antonio Piñero

Respecto a lo que expusimos en la nota anterior, opino que no hay razones contundentes para oponerse a la opinión de "Lucas", autor de los Hechos de los apóstoles, en su afiramción de que Pablo era ciudadano romano. Por tanto, aceptamos en principio su afirmación.

A este respecto surge otra cuestión:

En las cartas auténticas nunca aparece Pablo con un nombre romano completo compuesto de tres nombres. Por ejemplo, Marco Tulio Cicerón. A este propósito se ha argumentado que este hecho –Pablo aparece simplemente con un nombre- es una prueba más de que no era ciudadano romano. Este argumento no es en sí fuerte, pues la mayoría de los cristianos, y muchos judíos, de quienes por otro lado se sabe ciertamente que eran ciudadanos romanos, nunca o casi nunca utilizaban el nombre triple completo. Probablemente no lo hacían porque la costumbre judía, y también cristiana primitiva, era acentuar su pertenencia al grupo religioso en donde el nombre completo desempeñaba ningún papel.

¿Por qué el cambio de Saulo a Pablo?

A lo largo de los siglos se ha formulado muchas veces esta pregunta. En los Hechos de los Apóstoles, en los primeros capítulos –del 7 al 13-, aparece siempre "Saulo" (en griego Saulos como helenización del hebreo Sha'ul), en total unas quince veces. Pablo no se encuentra nunca en estos capítulos.

De repente en Hechos 13,9 encontramos la siguiente frase: “Entonces Saulo, que también es Pablo”…, y desde ese momento, de la narración de la segunda parte de la obra de Lucas desaparece el primer nombre para encontrar sólo “Pablo”. Y en las cartas auténticas del Apóstol encontramos también sólo “Pablo”. ¿Por qué?

Saulo parece a veces como Soulos en la traducción de los LXX. Como es bien sabido, Saúl /Saulo es el nombre del primer rey de Israel, de la tribu de Benjamín, y Paulos es la helenización del nombre latino Paulus, que significa literalmente “pequeño”.

La historia de la investigación sabe que se han formulado muchas hipótesis para responder a esta cuestión del cambio de nombre y de la falta de explicación. Algunos han llegado a creer probado que el nombre latino del Apóstol era Gaius Julius Paulus, porque la familia de Pablo -al recibir la ciudadanía romana después de que hubo nacido el niño Saulo- había adoptado el nombre de la famosa familia que había dado al mundo al general Emilio Paulo. Los otros dos vocablos, Gaio Julio, se los habrían puesto al niño Saulo/Pablo en honor de Julio César, personaje conocidísimo que tantos beneficios había procurado a los judíos. También es posible que si la familia de Pablo/Saulo, aunque libre, procedía de antiguos esclavos luego liberados (los "libertos"), sus padres hubieran puesto al niño el nombre del "patrono" de la familia que sería un roamano y se llamba Paulus.

Todas estas explicaciones no pasan de ser meras especulaciones, o hipótesis que carecen de apoyo o fundamento en los textos que conservamos.

Es conveniente que antes de ofrecer una posible respuesta a la cuestión del cambio de nombre nos detengamos en un tema previo: ¿Cómo se formaba un nombre romano?

El nombre romano tenía tres partes. Para explicar su uso tomemos como ejemplo la designación de un romano famoso: Marco Tulio Cicerón.

- El primer miembro era el “praenomen” (“lo que está delante del nombre”): por ejemplo, Gaius, Lucius, Marcus… Corresponde a lo que hoy nosotros llamamos el nombre propio de cada persona.

- El segundo miembro era el “nomen”, nombre o “gentilicio”: es la designación según la “gens” o tribu a la que pertenecía cada uno. Al principio, en la antigua Roma, había grandes clanes o tribus de latinos dispersos en aldeas del Lacio, que se fueron congregando poco a poco tras la fundación de Roma, hasta formar el gran pueblo que fue más tarde. Cada ciudadano recibía como segunda parte de su nombre el “gentilicio”. En nuestro ejemplo Marco Tulio. Este personaje era por tanto de la tribu, o gens, Tulia.

- El tercero y último miembro era el “cognomen” o designación específica -a veces un apodo- con el que llamaba concretamente a una “familia” dentro de cada gens o tribu. En nuestro caso Cicerón (literalmente: “el garbanzón”). Esa familia era, pues, designada como “Los Garbanzones”. A veces este cognomen era un apodo, bien para la familia entera o para un miembro ilustre de ella.

Por tanto un nombre romano estaba compuesto de:

Un nombre propio + El nombre de la tribu + el nombre la familia (a veces un apodo).

Nada que ver, en principio, con nuestro sistema:

Nombre propio + nombre de la familia del padre + nombre de la familia de la madre.

En las cartas auténticas de Pablo sólo aparece como nombre un vocablo: el Apóstol se designa a sí mismo con una sola palabra, que suena a latina, aunque esté helenizada en su terminación, Paulos. Nunca se presenta con un nombre completo compuesto de tres partes. En principio, pues, no sabemos por boca de Pablo cuál era su nombre complet, ni tampoco si "Paulos" era un praenomen -nombre propio- o un "gentilicio", como arriba hemos explicado.

En este cambio de nombre, además, hay como un juego de palabras: de “Saulus” a “Paulus” sólo se muda un fonema, una letra. Es éste en principio un cambio muy curioso y llamativo: de tener nombre de un gran rey de Israel, al que la tradición pinta como grande y apuesto, pasa el Apóstol a utilizar un nombre que significa “El pequeño”.

Nos preguntamos de nuevo: ¿Por qué?

Entre todas las explicaciones que he leído a este respecto la que más me convence es la que ofrece Giorgio Agamben en las pp. 20 y siguientes de su obra “El tiempo que resta. Un Comentario a la Carta a los romanos”, Madrid, Editorial Trotta, 2006.

Exponer los argumentos de Agamben será el tema de nuestra próxima nota.

Saludos cordiales de Antonio Piñero
Viernes, 19 de Diciembre 2008
La teología en la literatura apócrifa
Hoy escribe Gonzalo del Cerro

La divinidad de Cristo en la literatura apócrifa

El dogma de la divinidad de Cristo, básico en la teología cristiana, se apoya en unos argumentos bíblicos, que no convencieron ni a todos ni siempre. La prueba es la facilidad con que surgieron herejías que negaban o ponían en duda elementos esenciales del dogma. A pesar de todo, la iglesia oficial rotuló pronto los componentes fundamentales de la fórmula que proclamaba sin el menor titubeo la divinidad de Jesús. Ahora bien, según la fe proclamada particularmente en el Deuteronomio, Yahvé es Dios y no hay otro (Dt 4, 35; 32, 39). Esa fe del Deuteronomio era admitida como tranquila posesión en los tiempos del Nuevo Testamento y en los cristianos primitivos. Pero la reflexión sobre los hechos cristianos, de la que Pablo fue pionero, estableció la ecuación que establecía la igualdad Yahvé Dios = Cristo.

La denominación del nombre impronunciable e intraducible de Yahvé, que en la Biblia griega de los LXX aparecía siempre como Kýrios (Señor) y en la Vulgata latina como Dominus, la hereda Jesús, que ahora es, sin necesidad de nuevos apelativos, “el Señor”. Como es bien sabido, Yahveh se escribe en la Biblia hebrea sin vocales con el tetragrámmaton sagrado o las cuatro letras consonantes que componen “el nombre” (YHWH). El texto masorético hebreo no usa nunca sus vocales correspondientes, sino que las sustituye por las de Adonay (nombre enfático de Señor) o Elohîm (Dios).

Esto quería decir que Jesús heredaba la dignidad de Dios y que se convertía en el sujeto de todas las actividades divinas consignadas en el Antiguo Testamento desde la creación hasta la venida de Jesús al mundo. El Dios que con su sola palabra había llamado el universo a la existencia, el que había encendido las lumbreras de los cielos, el Dios de los Patriarcas, del Éxodo, de los Profetas, estaba allí, revestido de carne, hecho hombre como “uno de tantos” (Flp 2, 7). En uno de los apócrifos asuncionistas, atribuido a San Juan Evangelista, aparece una escena que describe un diálogo de Jesús con su madre María. Ésta le pide que la bendiga. Y cuando lo hace Jesús, toma María la mano de su hijo y, colmándola de besos, dice: “Adoro esta diestra que ha creado el cielo y la tierra” (Libro de San Juan Evangelista sobre la Dormición de la santa Madre de Dios, XL). En Jesús latían la sabiduría y el poder del Creador. Este apócrifo recoge tradiciones muy antiguas, que pueden remontarse al siglo III o incluso al II.

La consecuencia natural era la reaparición de los signos que delataran la presencia de Dios. En el momento de su nacimiento, apareció sobre la gruta una nube luminosa que la inundaba de resplandor según cuenta un apócrifo anterior al siglo IV, el Protoevangelio de Santiago, XIX 2. Varios pasajes del Éxodo mencionan la nube de fuego, la “nube de Yahvé” que se hacía presente cuando su gloria llenaba el tabernáculo (Éx 14, 24; 19, 18; 24, 16s; 40, 34). Es la nube luminosa que cubrió a los apóstoles, testigos de la Transfiguración (Mt 17, 5 par.). El Evangelio del Pseudo Mateo, obra del siglo VI, cuenta también del excesivo resplandor que llenaba de temor a las comadronas que vinieron a contemplar el prodigio del parto virginal (EvPsMt XIII 4). Jesús, desde su más tierna infancia, desplegaba una majestad, ante la que los mismos animales se sometían, los árboles y las plantas le obedecían, toda la naturaleza estaba pronta a cumplir su voluntad. En el Libro de la Infancia del Salvador, se cuenta que cuando nació Jesús, se detuvo la marcha del mundo: vientos, árboles, aguas, todo cayó en una especie de pasmo cósmico. Y a los ruidos del mundo siguió un gran silencio (InfSalv, 72).

Vuelto Jesús con sus padres de Egipto a Galilea, se mostraba como dueño de la vida y de la muerte. Sus palabras daban a entender que estaba por encima del tiempo. A las protestas de sus paisanos respondía realizando toda clase de prodigios. Sus vecinos lo interpretaban en el sentido de que era capaz de convertir en realidad cuanto decía o deseaba. Pero todo era una insignificancia para quien demostraba poseer todos los poderes de Dios. Uno de los maestros que pretendieron inútilmente enseñarle, el rabino Zaqueo, no veía otra explicación a la conducta de Jesús que su dignidad divina (EvPsTom, VII 4). El Evangelio del Pseudo Tomás es una obra que los eruditos sitúan en las lejanías del siglo II.

Los cristianos que estaban detrás de los Apócrifos tenían muy claro que Jesús era Dios desde siempre. Pero el Evangelio árabe de la Infancia cuenta cómo ya desde la cuna hizo su autopresentación a su madre diciendo: “Yo soy Jesús, el Hijo de Dios, el Logos” (EvÁrInf, I 2). Y cuando José, el carpintero, se acercaba a su última hora, mantuvo con su hijo Jesús una conversación en la que no sólo le invocaba como Señor, rey, Salvador y libertador, sino que proclamaba solemnemente: “En verdad, tú eres Dios” (HistJosCarp, XVII 1-4).

Notamos que, al margen del momento concreto de su composición, muchos de estos apócrifos reflejan tradiciones que se remontan a una lejana antigüedad.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro

Miércoles, 17 de Diciembre 2008
Hoy escribe Antonio Piñero

Pablo no dice en ninguna sección de sus cartas auténticas dónde nació ni cuándo. Cálculos bien fundados afirman que debió de ser en torno al 5-10 d.C. Tendría, pues, unos quince años menos que Jesús.

Para determinar aproximadamente la cronología de la vida de Pablo sólo tenemos un dato: al final de una estancia en Corinto el Apóstol fue acusado ante el procónsul romano de la provincia griega de Acaya, Galión –Lucio Junio Galión, hermano del filósofo Lucio Anneo Séneca—, de actuar ilícitamente al predicar el cristianismo (Hch 18,12), es decir, de escándalo de orden público o bien de actuar contra la Lex Julia de collegiis que prohibía reuniones no autorizadas dentro de las fronteras del Imperio Romano (para oficiar ceremonias de culto, fuera de las oficiales había que pedir permiso; en principio los judíos eran los únicos exentos del cumplimiento al pie de la letra de esta ley). Sabemos que Galión fue procónsul probablemente entre junio del 51 y mayo del 52 d.C. Por tanto Pablo estaba en Corinto (cap. 18 de Hechos) en esa fecha.

A partir de este dato hay que reconstruir, hacia delante y hacia atrás, los sucesos principales de la vida y actividad de Pablo. Ello se consigue a duras penas, barajando hipótesis y combinando con sentido crítico los datos de las cartas paulinas con los de los Hechos. Por eso la cronología de Pablo varía hasta en 5/6 años en los diversos autores modernos.

Son los Hechos (22,3) los que afirman que Pablo era oriundo de Tarso, en Cilicia, al sur de la actual Turquía. Pablo no lo dice en sus cartas, pero no hay por qué negar la rectitud de este dato que sitúa al Apóstol en la Diáspora y no en Israel, ya que es evidente que Pablo era un judío muy helenizado: ciudadano del Imperio, no de Judea o Galilea.

Lo que Pablo afirma de sí mismo es que era totalmente judío, de la tribu de Benjamín y fariseo (Flp 3,5-6). Su educación primaria pudo haberla adquirido entre la sinagoga y las escuelas de su ciudad natal, que como acabamos de decir era muy afamada por sus ambiciones culturales y su estima de las letras y la filosofía. Probablemente no conoció a Jesús de Nazaret, si es que debe interpretarse así lo que dice en 2 Cor 5,16 (No “conocí a Cristo según la carne”). Esta cuestión será abordada con más detenimiento más tarde.


Pablo ¿ciudadano romano?

Pablo no dice en ningún lugar de sus cartas que fuera ciudadano romano, pero sí lo sostienen los Hechos (16,37; 22,25; 23,27). Sobre este silencio se ha discutido mucho, pero en líneas generales es preciso advertir que Pablo prácticamente no habla nunca de temas personales ni familiares…, por lo que su silencio no sería extraño.

La base fundamental para esta ciudadanía fue la posible concesión de los derechos de ciudadanía griegos a la ciudad en el siglo III a.C. por el monarca Antíoco II, o III -no se sabe- y la confirmación de estos derechos ciudadanos, ya como “ciudadanía romana”, por Julio César en el 47 a.C. Esta fidelidad a César se mantuvo después de su asesinato por el grupo de republicanos dirigido por Bruto y Casio en el 45. Después de la batalla de Filipos, en el 42 a.C. –en la que estos dos personajes fueron vencidos por Marco Antonio y Octavio (luego Augusto)- la ciudad de Tarso siempre fiel fue declarada “civitas libera” (“ciudad libre”), es decir sus gentes tenían derecho en general a al ciudadanía romana.

Esta es la razón por la que “Lucas”, el autor de los Hechos de los apóstoles, hace decir a Pablo que él es “un tarsiota, ciudadano de una villa no carente de importancia” (Hch 21,37-39).

Hay autores modernos que no se fían de esta afirmación puesto que Pablo sufrió muchos castigos corporales durante su vida (cárceles, azotes, apedreamientos: 2 Cor 11,24ss), que hubiera podido evitar si fuera ciudadano romano (cf. Hch 22,28: “Yo tengo esta ciudadanía por nacimiento": en este pasaje Pablo impide de hecho ser castigado a latigazos).

Este argumento no parece ser válido. Hay que tener en cuenta que la mayoría de estos castigos fueron intrajudíos, es decir, aplicados internamente por las sinagogas a miembros o fieles judíos cuya comportamiento o ideología fuera no conforme a la norma. Y lo normal era que los castigados se aguantaran y no recurrieran a los tribunales civiles, paganos, externos. Pablo habría hecho lo mismo.

Opinan además quienes niegan la ciudadanía romana a Pablo que en tales ciudades sólo tenían la ciudadanía plena, es decir plenos derechos, los ciudadanos "normales", paganos, no los judíos. Éstos tenían ciertos privilegios, pero al formar una “tribu” aparte no eran plenamente ciudadanos.

Otros defienden que este asunto no les importaba a los judíos. Se dice que los “judíos piadosos” no estarían a gusto siendo “ciudadanos romanos”, por loq en general no se preocupaban de serlo. por tanto, si Pablo callla de ello en sus cartas es porque no era ciudadano romano.

Estos argumentos tampoco parecen ser válidos, pues en líneas generales la impresión de la lectura de las fuentes es la contraria. Tanto en Alejandría, como en otras ciudades importantes, los judíos piadosos estaban encantados cuando se les concedían los plenos derechos ciudadanos, y la mayoría de las veces luchaban por ellos sin que sintieran que su piedad se resentía lo más mínimo.

La razón principal para defender que Pablo fuera ciudadano romano es su apelación al César (Hch 25,10-12). Pero, se argumenta en contra que cualquier habitante libre del Imperio Romano podía apelar al Emperador. Por tanto, sólo con dudas puede aceptarse el dato de los Hechos.

Seguiremos con las consecuencias de esta cuestión. Saludos cordiales de Antonio Piñero
Miércoles, 17 de Diciembre 2008
Hoy escribe Antonio Piñero

Los argumentos empleados por la crítica literaria para efectuar esta separación en dos grupos diferenciados son de tres tipos, que apuntan hacia diferencias importantes entre las auténticas cartas de Pablo y el resto:

Grandes o notables divergencias de estilo y vocabulario, sobre todo palabras iguales empleadas con significado diferente (por ejemplo, “iglesia”, “cuerpo de Cristo”, “justificación”).

Notables diferencias de concepciones teológicas que afectan, p. ej., a la concepción de la obra del cristiano en este mundo, a la idea de la parusía, al matrimonio, a la organización eclesiástica.

• Dificultades para el historiador a la hora de encajar los datos ofrecidos por las cartas sospechosas en lo que se sabe con certeza de la vida de Pablo. El ejemplo más claro es el conjunto de las Epístolas Pastorales. Para adscribirlas a Pablo hay que inventarse un período de la vida de éste que no es fácil justificar.

Hoy día hay un notable consenso (90%) entre los investigadores para apoyarse en estos argumentos y declarar genuinamente paulinas, es decir, “sólo auténticas sin duda alguna”, las siguientes cartas: 1 Tesalonicenses, Gálatas, Filipenses, Filemón, 1 y 2 Corintios y Romanos. Junto a éstas hay un grupo de 4 cartas en las que la inmensa mayoría de la investigación tiene pocas dudas al declararlas “no auténticas”: las llamadas “Epístolas Pastorales”: 1 y 2 Timoteo y Tito, la Epístola a los hebreos. Queda un grupo de tres cartas en las que la discusión sobre el verdadero autor continúa hoy día, aunque la proporción de los que se inclinan por un veredicto de inautenticidad supera a los defensores de lo contrario: 2 Tesalonicenses, Efesios y Colosenses.


Vida y formación de Pablo de Tarso

Son varios los componentes que confluyen en la formación de Pablo: el haber nacido en una familia judía muy religiosa, la cultura griega de su ciudad natal, su psicología de ciudadano –ya que Pablo pertenece a una cultura urbana, no campesina— y su talante universalista como ciudadano de un mundo amplio, el Imperio Romano, entre cuyas nacionalidades no había verdaderamente fronteras. Su “conversión” –el nunca la denomina así, sino “llamada”— desde su postura como celoso defensor de la ley y religión “oficiales” judías a una secta marginal, el cristianismo, da el último toque a los elementos que determinan su personalidad. Estos componentes sociológicos y religiosos tienen poco que ver con el mundo rural y galileo de Jesús de Nazaret.

Explicitemos un poco más estas ideas, aunque sea adelantando algo que debe proceder de la investigación misma sobre Pablo y su desarrollo.

Pablo no se entiende bien si no se considera que

1. Pablo es un fariseo; que su familia en la ciudad de Tarso, o fuera de ella, le da una formación religiosa judía dentro en concreto del fariseísmo.

2. Que dentro de su piedad judía tiene una absoluta, prioritaria e inmensa importancia la salvación del Israel (el verdadero) y la teología de la restauración de Israel: en el final de los tiempos, y antes de que legue el fin del mundo Dios procederá tal como ha prometido por los profetas, en especial por Isaías, a restaurar a Israel en su plenitud. Esto implica

a) volverán a reunirse los miembros de todas las tribus perdidas

b) al menos algunos paganos se convertirán y entrarán a formar parte del Israel verdadero

3. Que Pablo de Tarso es un visionario. Las visión celestes – como afirma en 2 Corintios y en la Epístola a los Gálatas y en los Hechos (22,17: “caí en éxtasis”), son el fundamento de su interpretación de Jesús.

La teología de Pablo es una evolución de las ideas del judeocristianismo (los judíos que siguen siendo tales, pero que afirman que el mesías ya ha venido y que éste es Jesús de Nazaret) que recibe después de su “conversión” en la ciudad de Antioquía (Hechos 9) y que él madura durante al menos una decena de años (Gálatas 1) en la soledad de un retiro.

Las doctrinas sobre Jesús como mesías (= “cristología”, del griego christós, “ungido”) se forman, tras la creencia en su resurrección reflexionando sobre su vida en la tierra e iluminándola y explicándola –sobre todo el aparentemente inexplicable fracaso de la muerte en cruz- a base de textos mesiánicos de la Sagrada Escritura (lo que hoy llamamos el Antiguo Testamento) que se aplican a Jesús.

Toda esta cristología/teología que Pablo recibe la conforma –según dice él expresamente- a base de revelaciones directas de la divinidad.

4. Pablo y su enfrentamiento con el paganismo. Pablo cree ser el encargado por el Espíritu de Jesús de conseguir que se conviertan a la fe de Jesús como mesías al menos algunos paganos…, luego el mayor número posible de ellos.

Pablo explica su “evangelio sobre Jesús” dentro de un ambiente cuyas ideas filosóficas básicas pertenecen al platonismo ya vulgarizado y extendido entre la población media culta.

Respecto a las exigencias morales de su “evangelio” hay que tener en cuenta que tanto la moral judía de su momento como la pagana estaban moldeadas sobre las normas éticas expandidas por las versiones vulgarizadas del estoicismo.

5. Los verdaderos "adversarios" de Pablo a la hora de conseguir seguidores para le fe en Jesús dentro de los paganos del Imperio Romano en general eran los adeptos de las llamadas “religiones de misterios”.

Tales sujetos estaban totalmente convencidos de que si se hacían “iniciar” es decir, si seguían determinados ritos propios de las divinidades salvadoras (Deméter, Isis, Dioniso, Hermes trismégistos, Atis, Adonis) y participaban de los sufrimientos de esas divinidades (y en algunos casos de la muerte y resurrección de dios), también participarían de su gloria, a saber pertenecerían al ámbito de la inmortalidad. Si cumplían con la iniciación aseguraban la salvación de su alma

Frente a estos individuos, la misión de Pablo consistía en defender, probar y convencer de que la verdadera respuesta a las ansias de salvación estaba en Jesús de Nazaret, que éste no era sólo el mesías judío, sin también el salvador universal. Jesús era el único y definitivo salvador.

Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero
Martes, 16 de Diciembre 2008
Hasta el momento, en este blog “Cristianismo e historia” hemos tratado del tema general “la divinización de Jesús”, y dentro de él hemos terminado la breve exposición -en lo posible- de dos de los temas generales previos, a saber “la religión de Jesús” y “¿Dijo Jesús de sí mismo que era Dios?”.

Las conclusiones de este segundo tema fueron expuestas brevemente al final de la nota del día anterior (2-24-8). Igualmente expusimos en su momento que –según se desprendía de la religión de Jesús, tal como nos la pintan directa e indirectamente los relatos evangélicos- no parece que pueda caber dentro de la mente de un judío piadoso, como era sin duda el Nazareno, que se considerase a sí mismo Dios, ni mucho menos.

Dentro del tratamiento general sobre "La divinización de Jesús", tocaría ahora abordar los temas siguientes:
· ¿Implica el mesianismo de Jesús que fuera Dios?

· ¿Implica igualmente el título el “Hijo del Hombre” que Jesús fuera Dios realmente? Y por último,
· ¿Puede deducirse del modo como Jesús concebía a Dios que él era asimismo Dios?

A pesar de que de un modo lógico tendríamos que abordar en tres series estos tres temas, pienso que para no cansar a los lectores, y por afán de ofrecer algo variado, voy a dejarlos de lado momentáneamente, y voy a comenzar con el segundo gran tema general que es también el propósito de este blog sobre "cristianismo e historia" “Qué es necesario saber para entender bien a Pablo de Tarso”.
El tema me parece muy importante, pues subyace en el fondo la notable cuestión de quién fue en verdad el fundador del cristianismo. De algún modo esta cuestión está presente en varios de los libros publicados en España recientemente sobre Pablo, como:

· J. L. Reed, En busca de Pablo, Verbo Divino, Estella, 2006

· F. Vouga, Yo, Pablo. Ls confesiones del Apóstol, Sal Terrae, Santander, 2007.

· S. Vidal, Pablo. De Tarso a Roma, Sal Terrae, Santander, 2007

Y algún otro más antiguo, pero difundido, como el de G. Barbaglio, Pablo de Tarso y los orígenes del cristianismo, Sígueme, Salamanca, 1989

El desarrollo, pues, de este tema nuevo -para entemnder a Pablo- sería, de un modo general , del modo siguiente:

1. Quién y cómo era el Pablo precristiano

2. La llamada “conversión” de Pablo

3. Análisis filológico y breve comentario de las cartas auténticas que nos ha legado el Pablo cristiano

4. Síntesis del pensamiento de Pablo de Tarso.


Comenzamos hoy con el tema 1. “El Pablo precristiano” e iniciamos nuestro comentario indicando de qué fuentes disponemos para estudiarlo.

Las fuentes antiguas para conocer a Pablo son fundamentalmente dos:

A. Un conjunto de cartas, unas catorce, denominada en conjunto el “corpus paulino” de entre las cuales hay siete que llevan la marca clara de haber salido de una misma mano. El autor de ellas se denomina a sí mismo “Pablo, siervo de Jesucristo, apóstol” (Romanos 1,1). Otras siete, que llevan también su nombre, pero que por su vocabulario e ideas teológicas parecen no proceder de esta misma mano.

B. Una sección muy importante, sobre todo a partir del capítulo 11, de una obra recogida en el Nuevo Testamento, titulada “Hechos de los apóstoles”, que en realidad es la segunda parte del Evangelio llamado “según Lucas”.

Y prácticamente no hay más, pues otras menciones en la antigüedad, como los prólogos antimarcionitas –escritos contre le hereje Marción- a las cartas de Pablo, dependen en realidad de estas dos fuentes. Del mismo modo puede decirse de cualesquiera otras menciones a Pablo que empiezan a surgir sobre todo a partir de mediados del siglo II de nuestra era, que dependen de las dos ya mencionadas.

Como es lógico, si entre las fuentes, A. y B., hubiere alguna discrepancia habrá que atender sobre todo y en primer lugar al testimonio de las llamadas cartas auténticas.

Para lo que sigue inmediatamente, a modo de introducción, tomo material de mi obra Guía para entender el Nuevo Testamento, Editorial Trotta, Madrid, 3ª edición 2008, capítulo 11, pp. 253ss. Luego expondré lo que puede saberse del “Pablo precristiano” de la mano del capítulo de Martin Hengel “Der vorchristliche Paulus”, de la obra en equipo, Paulus und das antike Judentum, editada por el mismo Hengel y publicada en la editorial J.C.B. Mohr, de Tubinga de 1992.

Que yo sepa esta obra no ha sido traducida al castellano, aunque de este capítulo se ha hecho una versión italiana, a cargo de G. Pontoglio, publicada como librito con el título Il Paolo precristiano (Studi Biblici 100), Brescia (Paideia Editrice) 1992, 204 pp. Si alguna vez necesitamos citar algún pasaje concreto, lo haremos directamente de la edición original alemana que es la que tenemos.

El modo de imprimir el Nuevo Testamento hoy día –modo que viene desde muy atrás y se apoya en el orden de algunos de los grandes manuscritos que desde el siglo IV d.C. nos han transmitido el Nuevo Testamento entero- juega una pasada a la mayoría de sus lectores. Lo primero que se encuentra el lector son los Evangelios junto con los Hechos de los Apóstoles. Como estas obras tratan de Jesús y el autor que viene a continuación, Pablo de Tarso, supone el conocimiento previo de aquel, de un modo espontáneo las gentes tienden a creer que los Evangelios se compusieron cronológicamente primero y que luego escribió Pablo sus cartas. Pero esto no fue así. La primera composición del Nuevo Testamento es la Carta primera a los tesalonicenses, redactada hacia el 51 d.C.

Dentro del Nuevo Testamento se han transmitido trece cartas que llevan el nombre de Pablo, a las que la tradición añadió otra: la Epístola a los hebreos. Sin embargo, el término medio de la investigación tanto protestante como católica reconoce hoy como plenamente auténticas sólo siete de ellas. Las otras siete son declaradas no genuinas, “pseudónimas” o “deuteropaulinas” (paulinas de segunda clase), es decir, obras de discípulos más o menos directos de Pablo.

El próximo día ofreceremos una visión de conjunto de los argumentos en los que se apoya esta distinción tan importante.

Saludos cordiales de Antonio Piñero
Lunes, 15 de Diciembre 2008
Hoy escribe Antonio Piñero

Concluimos hoy con el tema si la conciencia de filiación divina de Jesús implicaba que él se creyese a sí mismo Dios

Comenzamos con el pasaje de la Transfiguración (Mc 9,2-8):

« Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan, y los lleva, a ellos solos, aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo. Se les aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús. Toma la palabra Pedro y dice a Jesús: «Rabbí, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías»; - pues no sabía qué responder ya que estaban atemorizados -. Entonces se formó una nube que les cubrió con su sombra, y vino una voz desde la nube: «Este es mi Hijo amado, escuchadle.» Y de pronto, mirando en derredor, ya no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos. »

¿Qué pensar de este texto? La crítica, casi unánimemente sostiene que la Transfiguración es una escena evangélica “postpascual”, es decir, pertenece al período después de la resurrección de Jesús, que alguien en la comunidad primitiva -quizá algún profeta cristiano- ha trasladado da la vida en la tierra de Jesús. Con otras palabras: es una escena de aparición del Jesús resucitado, transformada en visión de Jesús cuando estaba aún sobre la tierra. Por tanto, se trata de una escena contada en la comunidad primitiva y refleja la teología de esta comunidad. No pertenece al estrato del Jesús histórico, y no vale como prueba de que el Jesús real pensara que la voz divina le hubiera dicho a él que era el hijo real, bienamado, de Dios.

La escena del Bautismo de Jesús y la Voz Celeste

Si interpretamos este pasaje junto con la escena del bautismo de Jesús contada por el mismo Marcos, observamos que la tradición nos menciona una Voz celeste que proclama la filiación especial de Jesús.

· En el bautismo: “Y se oyó una voz que venía de los cielos: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco” (Mc 1,11)

· En la transfiguración: “Vino una voz desde la nube: «Este es mi Hijo amado, escuchadle.” (Mc 9,7)

Interpretado según la mentalidad judía del momento, cuando se pensaba que ya Dios había dejado de mandar profetas a Israel (es decir, se opinaba que había concluido el tiempo de la revelación oficial y seguía el tiempo de la interpretación y el cumplimiento en el cual si Dios deseaba manifestar algo lo hacía por medio de una voz celeste), los dos textos nos indican que Jesús tuvo en su vida algunos momentos importantes, en los que Dios le había comunicado su voluntad y su deseo de que él fuera de algún modo su mensajero.

Dos textos judíos nos ayudan a situar bien lo que decimos. El primero se refiere a la ausencia de profecía en sir sustituido por la “Voz divina”:

« Con la muerte de Ageo, Zacarías y Malaquías, los últimos profetas, el Espíritu Santo dejó a Israel; sin embargo, se les sigue haciendo oír (= revelaciones) a través de una voz celestial (Talmud de Babilonia, Sotah 48b; Tosefta Sotah 13,2) »

El segundo se refiere a esta “Voz divina” que señala a un rabino como personaje (no dice exactamente “hijo”) predilecto de Dios porque era además profeta:

« Cuando los ancianos llegaron a la casa de Gadia, en Jericó, Una voz celestial les anunció: Hay un hombre entre vosotros digno del Espíritu Santo, pero esta generación no lo merece. Ellos fijaron los ojos y (vieron) a Hillel el Viejo (Tosefta Sota 13,3; Talmud de Babilonia Sotah 48b) »

Lo que pasó con Jesús sería algo parecido: como una suerte de “momentos estelares” de su vida o de paso de una situación a otra, que puede imaginarse como un trance extático o una experiencia espiritual de cualquier tipo. Tales momentos significaban cambios de vida. Tales momentos serían el bautismo a manos de Juan, la retirada al desierto, la transfiguración o una visión divina que le señalaba su camino.

Y como hemos visto por el texto número dos arriba citado(el de Hillel), la manera de describir tales experiencias o sucesos entre los judíos del momento era: “Una voz del cielo le había hablado” diciendo que era tal cosa u otra, por ejemplo, profeta o hijo de un modo excelente.

Posteriormente esos hechos o experiencias se transmitieron entre los discípulos como manifestaciones de esa “Voz de Dios”. Y así pasaron a los Evangelios. Debemos pensar que los evangelistas, Marcos en concreto, compusieron literariamente las dosescenas. En concreto a la acción del bautismo añadió Marcos la teofanía, o aparición sobrenatural de la Paloma = Espíritu Santo, convenientemente escenificada dentro de la cual se encaja la Voz divina que proclama la filiación especial de Jesús.

Nos parece evidente que todo ello, tanto en el Bautismo como en la Transfiguración, son unas escenas compuestas por los evangleistas, o por la tradición que está tras ellos, dado su contenido altamente mítico y sobrenaturalista. Tales acontecimientos no pudieron ser históricos.

¿Cómo debemos entender la filiación vehiculada por estas escenas? Naturalmente al modo judío original, donde fueron concebidas estas leyendas, y no a la manera como lo transmite el evangelista, el cual escribe su evangelio para un público de habla griega, con una mentalidad distinta a la judía, y muchos años más tarde del pretendido suceso.

Y en el modo judío denominar a un ser humano “hijo de Dios” no significa que se transmute su esencia de mero ser humano y quede divinizado de algún modo, sino simplemente que ese hombre obtiene una elación especial con Dios.

Así consideradas, las escenas del bautismo y la transfiguración queda de algún modo como “desmitificadas” y reducidas a su ámbito originario, el judío. En él, al que pertenece el Jesús de la historia, no parece posible que el sintagma “hijo de Dios” que se encuentra en los Evangelios pueda entenderse al modo griego, como hijo físico y natural de Dios, sino como “hijo” metafórico, lo que indica una especial intimidad con la divinidad y nada más.

Es preciso insistir en que otra cosa es que los evangelistas y sus lectores griegos de los Evangelios –y luego el común de la Iglesia, formada ya a finales del siglo I por conversos procedentes del paganismo- entendieran esta filiación como se comprendía en general en el mundo grecorromano: una filiación real y verdadera, óntica diríamos. Pero en el ámbito del Jesús de la historia no podía ni cabía comprenderse así.
..........................

En conclusión, de las 1.315 veces que aparece la palabra "Dios" en el Nuevo Testamento, sólo hay siete –como dijimos- que afirman de alguna manera que "Jesús es Dios", pero entre ellas ninguna en la que los críticos estén de acuerdo que procede de los labios del Jesús histórico.

Por ello, como conclusión al menos provisional, podemos afirmar: en opinión de la crítica, es más que dudoso que Jesús se considerara a sí mismo como Dios verdadero, ya que no conservamos ninguna palabra auténtica suya que lo afirme y –como veremos- no encaja con la concepción que tenía de Dios ni con su religión.

Saludos cordiales de Antonio Piñero

Sábado, 13 de Diciembre 2008
Hoy escribe Antonio Piñero

El tema de esta nota es: ¿significaba el uso de “Señor” otorgado a Jesús que las gentes que así lo llamaban lo consideraban Dios? O él mismo, ¿lo pensaba así?

Hay algunos textos del Nuevo Testamento que llaman "Señor" a Jesús (en griego kýrios), no en un sentido banal (lo que aparece repetidas veces en los evangelios), sino implicando la divinidad del que es Señor. A este respecto, el pasaje más diáfano en los evangelios es Mc 12,35-37:

« ¿Cómo dicen los escribas que el Cristo es hijo de David? David mismo dijo movido por el Espíritu Santo: Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi diestra...  »

La crítica afirma a propósito de este texto que es más que probable que sea secundario: no pertenece al estrato del Jesús histórico; es una creación posterior de la comunidad primitiva, posterior a la muerte de Jesús que contiene material apologético, de defensa de la fe cristiana, que conocemos por otras vías.

Las razones para considerar este texto secundario, es decir, que contiene palabras no auténticas de Jesús son las siguientes:

A. En esta clase de discusiones Jesús nunca toma la iniciativa. El que la tome aquí hace el pasaje sospechoso en cuanto a la forma.

B. Parece deducirse de este pasaje que Jesús argumentaba que el mesías no puede ser hijo de David. Pero esta afirmación contradice el capítulo 11 del mismo Marcos, en donde es aclamado como hijo de David y él no se molesta en contradecir a quienes así lo proclaman.

C. Si Jesús hubiese contradicho de manera tan clara la concepción de que el mesías no era hijo de David, tal concepción jamás habría tenido un sustento firme en la comunidad primitiva. Ahora bien, lo cierto es que ya Pablo la conoce y la mantiene (Rom 1,1-4: Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios, que había ya prometido por medio de sus profetas en las Escrituras Sagradas, acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos, Jesucristo Señor nuestro”.

D. El argumento de fondo del pasaje marquiano podría ser que Jesús, aunque mesías no es hijo físico de David, sino algo superior a hijo de David, es decir hijo de Dios ontológico. Ahora bien, tal argumentación sería una confesión de fe de la comunidad helenística, no palabras atribuibles al Jesús de la historia.

Otros textos pertinentes en los Evangelios son

1. Mc 1,40: “Señor, si quieres puedes curarme”.

2. Mc 9,22: “Señor si puedes hacer algo, ten piedad de nosostros y ayúdanos”

3. Mc 11,13: “El Señor lo necesita” (los discípulos piden prestado un asno para que Jesús entre en Jerusalén el “domingo de ramos”)

4. Mt 8,25: “Sálvanos, Señor que perecemos” (los discípulos en la tormenta del lago de Genesaret). Texto parecidos en Mt 14,28 y 14,30

5. Mt 8,21: “Señor, déjame primero ir a enterrar a mi padre…”

6. Mt 18,21: “Señor, ¿cuántas veces deberá mi hermano pecar contra mí…?

Otros pasaje parecidos en Mt 13,51 y 26,22

En el Evangelio de Lucas:

7. Exclama Pedro: “Vete, Señor, déjame, pues soy un pecador”: Lc 5,8

8. Lc 9,54: “Señor, permítenos que hagamos descender fuego del cielo sobre ellos...” (petición de Juan y Santiago, hijos del Zebedeo, para que Jesús con su poder taumatúrgico castigue a una ladea samaritana)

9. Lc 10,17: “En tu nombre, Señor, hasta los demonios se nos someten”.

10. Lc 23,42: el buen ladrón en la cruz: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino…”.

Obsérvese cómo ya en el Evangelio de Lucas los empleos de “Señor” sobre todo el último, tienen un carácter más sobrenatural.

En el Evangelio de Juan este carácter divino del uso del término “Señor” se hace más palpable:

11. Marta exclama ante Jesús: “Sí, Señor, creo que tú eres el mesías, el hijo de dios que ha venido al mundo”: Jn 11,27

12. Muy claras son las palabras de Tomás cuando Jesús se le aparece tras su resurrección: “Señor mío y Dios mío”: Jn 20,28

A este respecto debemos comentar que los análisis de textos judíos durante siglos, desde mediados del siglo II a.C. hasta comienzos del siglo III dan testimonio de los usos siguientes del vocablo Señor, tanto en invocaciones como en una narración:

• Se utiliza para designar a Dios

• Entre seres humanos para designar a un maestro (alguna que otra vez puede ser equivalente a “maestro”, pues se prefiere “rabbí”)

• También, como hoy día, para dirigirse a una persona de respeto

• Si van juntos “rabbí” y “señor”, este último suele tener la preeminencia

• En textos en los que los judíos se dirigen a un sanador o taumaturgo suele aparecer la designación “Señor”.

Con estas aclaraciones, sería preciso que el lector repasara ahora los textos citados más arriba, y creo que estará muy probablemente de acuerdo en que los usos que se observan en los Evangelios de Marcos y de Mateo encajan bien con un ambiente natural de respeto a un maestro o persona importante, sin que en esa designación haya de verse ninguna fe en que tal persona es divina.

A la vez se observará que en textos más tardíos, comenzando por Lucas, se observa una “teologización” del título de “Señor”, en donde se trasluce con ciereta claridad que al menos el evangelista está convencido de la dignidad divina o casi divina de Jesús, sobre todo en la escena de la cruz (el buen ladrón). Ahora bien, no conozco a ningún exegeta serio e uindependiente que afirme que ese pasaje pertenece al Jesús de la historia. Por el contrario, se sostiene comúnmente que es una creación de Lucas o de su tradición: por tanto, pura teología.

Lo mismo cabe decir de los dos pasajes del Evangelio de Juan
, a los que prácticamente ningún comentarista independiente sitúa en el ámbito del Jesús histórico, sino en el de la teología proyectiva del Cuarto Evangelista, quien pone en boca de Jesús, o de otros personajes, signos de una teología/cristología que tiene su entorno natural a finales del siglo I y no en el tiempo del Jesús histórico.

Por tanto, en mi opinión, y a pesar de la intención más o menos clara de los evangelistas, se puede reconstruir con certeza que a Jesús como maestro y sobre todo como sanador y exorcistas las gentes de la Galilea del siglo I lo denominaban “Señor”, según el uso respetuoso de la época (y hasta hoy día) sin que ello signifique que los que así hablaban estuvieran pensando que estaban ante la encarnación de un ser divino. Y opino que Jesús tampoco lo pensaba de sí mismo.

Saludos cordiales de Antonio Piñero
Viernes, 12 de Diciembre 2008
La literatura apócrifa y su valor histórico
Hoy escribe Gonzalo del Cerro

La Llteratura Apócrifa

Venimos comentando el valor real de los libros apócrifos y su presencia en la historia de la doctrina cristiana. Después de muchos siglos de olvido e indiferencia, la investigación ha comprendido que su aportación al conocimiento del origen del cristianismo y al desarrollo de su doctrina merece una atención y una estima nada despreciables. Su valor no se reduce al campo de las leyendas piadosas, sino que abarca aspectos transcendentales para la comprensión de las verdades de la fe contenidas en el “depósito”, cuya custodia considera la Iglesia como una de sus misiones esenciales.

Quiero recordar aquí dos artículos notables que se mueven en el contexto del estudio de la Prof. Annick Martin y la importancia que atribuye al valor histórico de la literatura apócrifa. En el año 1988 describía Louis Leloir un trabajo en la Revue théologique de Louvain, donde recogía una opinión manifestada en el encuentro celebrado en la Nueva Lovaina por los exégetas francófonos de Bélgica. En la dirección de los que subrayan la estrecha relación de los Apócrifos con la Biblia, trataba L. Leloir sobre la “Utilidad o inutilidad de los apócrifos”. Hablaba allí de la AELAC (Asociación para el Estudio de la Literatura Apócrifa Cristiana), surgida en 1981 y constituida por especialistas en los estudios bíblicos y patrísticos.

El título un tanto peyorativo de “apócrifos” no impide reconocer que la literatura apócrifa constituye una fuente estimable a la hora de conocer y trazar los perfiles de “la situación viviente del cristianismo popular en la época de sus primeras manifestaciones” (p. 45). Los Hechos de Juan, escritos probablemente en Egipto entre los años 150 y 180, ofrecen aspectos del cristianismo alejandrino de esa época y aclaran algunos matices de los grandes teólogos alejandrinos, Clemente y Orígenes. Así lo entiende Leloir, basado en un anterior estudio de E. Junod.

Intenta luego destacar tres elementos presentes en los Hechos Apócrifos, como son los datos escriturísticos, los orígenes de la vida consagrada y la pastoral de la oración. A través de ellos podemos “descubrir algunas parcelas importantes del mensaje cristiano primitivo” (p. 70). Los relatos de los apócrifos confirman y explican la continuación de sucesos cumplidos o anunciados en las páginas del Nuevo Testamento. De tal manera que, como más tarde exigirá A. Martin, forman en cierta medida parte de los escritos bíblicos.

El otro artículo al que quiero referirme en este momento es un estudio serio de Eric Junod, autor junto con J.-D. Kaestli de los Hechos de Juan en la colección de los Apócrifos de Brepols. Dentro de un contexto más amplio sobre la “Crónica de la antigüedad tardía y del cristianismo antiguo y medieval”, se pregunta si “La literatura apócrifa cristiana constituye un objeto de estudio”. Huelga decir que su respuesta es decididamente afirmativa. Respuesta a una pregunta más real que retórica. Agradece a la ciencia la atención que de un tiempo a esta parte ha prestado a esta literatura. Recuerda la AELAC, la iniciación de la Series Apocryphorum en el Corpus Christianorum de Brepols (CChSA) en el año 1983 y la fundación de la revista Apocrypha en 1990.

Lamenta el escaso aprecio que clérigos y hombres de ciencia han tenido hacia esta literatura, actitud que parte ya del juicio de Eusebio de Cesarea en su Historia de la Iglesia (HE 25, 6). A pesar de su importancia, “estos escritos no han entrado todavía de hecho en el repertorio de las fuentes del cristianismo de los primeros siglos” (p. 401). Sin embargo, debemos reconocer su “vecindad con los estudios bíblicos”. El detalle de que los apócrifos cristianos estén encuadrados en el contexto temático de los libros del Nuevo Testamento, indica su relación intencionada con ellos. Los escasos datos sobre los apóstoles de Jesús en los evangelios y en los Hechos canónicos quedan generosamente ampliados en los diversos Hechos Apócrifos dedicados al recuerdo y a la exaltación de sus protagonistas.

Por todo esto, Junod se hace una pregunta, algo más que retórica, “si es posible a pesar de todo detectar trazas de tradiciones más antiguas referidas a los apóstoles, de testimonios de prácticas, ritos, formas de vida y de organización comunitaria en relación con el medio de producción o destino de tales obras” (p. 413). Más que pregunta, se trata de un deseo o un augurio.

Louis LELOIR, “Utilité ou inutilité de l’étude des apocryphes”, Revue théologique de Louvain, 19 (1988) 38-70.
Eric JUNOD, “La littérature apocryuphe chrétienne constitue-t-elle un objet d’édtudes?”, Revue des Études Anciennes, 3-4 (1991) 397-414.

Saludos cordiales de Gonzalo del Cerro




Miércoles, 10 de Diciembre 2008
Hoy escribe Antonio Piñero


Seguimos con la serie "¿Dijo Jesús de sí mismo que era Dios?" y en concreto con el subtema de la nota anterior, comentando los pasajes de los que puede deducirse que Jesús se sentía realmente “hijo especial de Dios”, por tanto al menos aparentemente se sentía como hijo real, no metafórico, de Dios:

El parecer de los rabinos un poco posteriores a Jesús, de época tanaítica (se denomina así a los rabinos de los años en los que se está reuniendo el material de la Misná: siglo II d.C.) sostenía lo siguiente: la persona que fuera en verdad mesías, o tuviera conciencia de serlo -como Jesús al menos al final de su vida- debía tener una conciencia especial de ser “hijo de Dios” de una manera sobresaliente, pero sin dejar por ello de ser un mero hombre.

Tal conciencia debía generarse –argumentaban los rabinos- porque estaba escrito en el Salmo 2,7-8: “Voy a anunciar el decreto de Yahvé: El me ha dicho: «Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy. Pídeme, y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra”. Este salmo se lo aplicaban tanto al rey –teórico en esta época- como al mesías que había de venir. Y es bien sabido que los rabinos tanaítas jamás pensaron en otro mesías que no fuera una figura simplemente humana. Eso sí, “hijo especial de Dios”, con especial asistencia divina dadas las características del cargo especial que debía cumplir.

Por tanto, pienso que la conciencia de “especial filiación respecto a Dios” del rabino Jesús encaja perfectamente en este marco judío. No se puede deducir de la personalidad de Jesús ninguna atisbo de “filiación” real o físico respecto a Dios, que es de lo que aquí tratamos. Se trataba de una “filiación divina” al fin y al cabo metafórica.

Queda también fuera de consideración en este blog, que es en verdad de filología y de historia (antigua, de las ideas, de Jesús y del cristianismo primitivo), una consideración teológica de la cristología del “hijo de Dios” o de la divinidad de Jesús que llaman “ascendente” o “descendente”. Ambas parten de un punto de vista teológico-confesional. La “descendente” supone la existencia de Dios –que aquí en este blog ni se discute ni se afirma- de la existencia desde toda la eternidad del Hijo, Logos, Pensamiento o Palabra del Padre y de su “descenso” en Jesús. La “ascendente” supone la realidad histórica de la resurrección de Jesús (sea como fuere como se entiende), y su “ascenso” cabe Dios y su constitución como Hijo (sea como fuere como se entiende). Estos son temas confesionales y no pertenecen a la historia. Dejo su discusión para los teólogos.

Hay un pasaje en Mateo (11,25-27) que parece indicar también esta conciencia de “hijo especial” que tenía Jesús. Dice así:

« En aquel tiempo, tomando Jesús la palabra, dijo: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. »

¿Cómo interpretar este texto? En primer lugar, es un pasaje que se parece muchísimo a la teología del Cuarto Evangelio, por lo que ya a primera vista es en extremo sospechoso: tal teología es muy tardía; se conforma plenamente unos 60-70 años después de la muerte de Jesús. Por tanto es sumamente improbable que pueda adscribirse al Jesús histórico. Según el parecer de la mayoría de los intérpretes es una creación, tras la muerte del Maestro, de la comunidad primitiva la cual –por boca de un profeta cristiano que hablaba en nombre de Jesús- puso estas palabras en boca del Nazareno cuando aún vivía sobre la tierra.

El proceso cómo la comunidad primitiva adscribió a Jesús una teología de “Hijo de Dios” en sentido real es difícil de explicar en sus detalles más pequeños (y éste es el objetivo de esta serie de “notas”), aunque no es difícil trazar un cuadro general de la evolución, a saber del proceso en sus líneas generales y maestras del paso “Jesús de la historia y su sentido de la filiación –era simplemente ‘hijo’ especial sin dejar de ser un hombre- por su contacto particular con Dios ya que era el heraldo del reino de Dios y obrador de prodigios ‘por el dedo de Dios’ a Jesús resucitado hijo de Dios real’.

Expresaré el sentir general de muchos investigadores independientes con una larga cita de G. Vermes, tomada de su obra “Jesús el judío” (Muchnik Editores, Barcelona). Aunque este volumen es de 1971, poco han cambiado las perspectivas:

« Es un hecho el que a Jesús se le llama a menudo hijo de Dios en el Nuevo Testamento. Lo es también el que incluso lectores no cristianos de los Evangelios, influidos persistentemente y aun sin su voluntad por el dogma de la Iglesia, tienden a identificar con toda naturalidad el título de hijo de Dios con la idea de divinidad. Dentro y fuera del cristianismo, aceptado como artículo de fe o rechazado, se supone que cuando los evangelistas aplican esto a Jesús le están reconociendo como igual a Dios. En otras palabras, la tendencia, consciente o no, es inyectar en los primeros documentos cristianos y, más allá de ellos, en una tradición que brotó del suelo judío, la doctrina profundamente antijudía del Concilio de Nicea: «Jesús Cristo, el unigénito Hijo de Dios ... Dios de Dios ... que es de una sustancia con el Padre».

Para analizar este título cristológico, último y más influyente, deben formularse y responderse las preguntas cronológicas, históricas y exegéticas usuales. ¿Puede demostrarse por las pruebas neotestamentarias que Jesús proclamaba paternidad divina? ¿Afirmaron y aceptaron esto sus discípulos inmediatos, judíos galileos? ¿O se impuso esto entre sus seguidores de la segunda generación, en Palestina o en la cristiandad judía helenística? Por último, ¿cuál fue su significado original; experimentó algún cambio sustancial al pasar del mundo judío al helenístico gentil?

En cuanto a la primera cuestión, si se acepta la teoría de que Jesús rechazó el título de «Mesías el hijo de Dios» con ocasión de la confesión de Pedro y la pregunta del sumo sacerdote, no hay el menor indicio en los Evangelios Sinópticos de que se haya arrogado esta relación gloriosa. Autores que desean mantener que él se consideró «el hijo de Dios en un sentido preeminente» se ven obligados a basarse en lo que es claramente última fase de la evolución del título, la sustitución de «el Hijo» por hijo de Dios, y pretender que es histórica y auténtica. Pero, unos cuantos conservadores aparte, todos los intérpretes más abiertos, con independencia de sus creencias cristianas, se abstienen de una afirmación tal.

Para citar sólo unos cuantos ejemplos de opinión erudita más reciente, B. M. F. van Iersel admite que Jesús jamás se refirió a sí mismo como hijo de Dios, y C. K. Barrett declara sin vacilación que la doctrina de la filiación no jugó ningún papel en la proclamación pública de Jesús. H. Conzelmann, tras subrayar que el título nunca figura en una narración, siempre en confesiones, deduce de su atento examen que todos los ejemplos son antihistóricos y que «según los textos que tenemos, Jesús no utilizó el título».

Los especialistas en el Nuevo Testamento distinguen, siguiendo a Rudolf Bultmann, dos etapas en la evolución del concepto hijo de Dios.

La primera está adscrita a la comunidad palestina, donde se aplicaba la antigua fórmula oriental de adopción real divina, «Tú eres mi hijo», a Jesús en cuanto Rey Mesías.

La segunda etapa la representa la predicación de la Iglesia helenística gentil. Aquí, el significado judío de hijo de Dios sufrió una metamorfosis esencial hasta venir a indicar no el oficio de Jesús sino su naturaleza, concibiéndose ésta luego por analogía con el vástago, mitad divino mitad humano, de las deidades de la mitología clásica renombradas por sus proezas y actos redentores.

Para Ferdinand Hahn la fusión de elementos helenísticos y mesiánicos en la idea hijo de Dios se produjo en tres etapas:

Se utiliza primero en la comunidad palestina «postpascual» como título adecuado a un Mesías cuya vida en el mundo había terminado y que había sido ya adoptado por Dios y entronizado en el cielo.

Como siguiente paso, la judeo-cristiandad helenística, pasando de la existencia celeste de Jesús a su vida en la tierra, le vio como taumaturgo y exorcista de dotes sobrenaturales cuya concepción en el vientre de una virgen se debía a intervención directa de Dios.

Y por último, la filiación divina de Jesús se reconoció principalmente como resultado de una apoteosis, una deificación que también implicaba preexistencia y, como si dijésemos, una filiación física debida a la parte atribuida a Dios en su peculiar forma de concepción. »

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Miércoles, 10 de Diciembre 2008
Hoy escribe Antonio Piñero

Seguimos comentando los pasajes recogidos en la nota anterior (2-19) respecto a la afirmación de ciertos pasajes evangélicos en los que Jesús aparece denominado como “hijo de Dios”.

5. Respecto a las afirmaciones de otras personas sobre la filiación divina de Jesús (número 5: A. La pregunta de Caifás de Mc 14,61 y Mt 26,62-64 junto con la escena paralela en Lc 22,70. B. :Los que pasaban por allí le insultaban, meneando la cabeza y diciendo: «Tú que destruyes el Santuario y en tres días lo levantas, ¡sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz!» (Mt 27,39-40). Algo similar en Mc 15,39: “Al ver el centurión, que estaba frente a él, que había expirado de esa manera, dijo: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios.»

Respecto a que el mesías fuera “hijo de Dios” debemos afirmar lo dicho ya en la nota anterior: tal expresión no quería decir en el judaísmo del momento, y menos en boca de Caifás, el sumo sacerdote, que el mesías fuera hijo real, físico, óntico de Dios, sino que al igual que el rey de Israel, o cualquier profeta ungido Dios tenía con él una especial relación de afecto y cuidado.

Ninguno de estos textos aparece en los tratados modernos de cristología o de exégesis como palabras auténticas de Jesús expresando su divinidad.


La conciencia de filiación divina por parte de Jesús

Se argumenta continuamente que la divinidad real de Jesús –aunque no se afirme directamente en los Evangelios- sí se deja “traslucir” indirectamente que Jesús tenía respecto a Dios una conciencia tan clara y tan distinta de su filiación, que denomina a Dios Abbá, padre (Mc 14,36, ocurrencia única en todos los Evangelios, pero uso de Jesús confirmado indirectamente por Pablo de Tarso en Rom 8,15; Gál 4,6).

Con otras palabras: se afirma que Jesús distingue claramente entre "su Dios" y el "Dios de los discípulos". De ello se argumenta que debe deducirse al menos la indicación implícita de que Jesús se consideraba “hijo” de Dios de modo especial, con una conciencia tal de la diferencia de su filiación respecto a la de los demás mortales…, que es lícito ver en ello un indicio de su divinidad real.

El argumento no me parece convincente: esa conciencia especial de “filiación divina” la tenían en el judaísmo de época de Jesús los rabinos carismáticos, sanadores, exorcistas y taumaturgos, dentro de los cuales debe encuadrarse a Jesús.

Ciertamente se han conservado pocos ejemplos para el siglo I de nuestra era: el rabí Haniná ben Dosa, que vivió una generación después de Jesús en Galilea; el rabí Honí el trazador de círculos, que murió en el año 65 d.C.; el jornalero y taumaturgo Abba Hilkya). Todos ellos tenían una conciencia especialísima de ser “hijos de Dios” de un modo diferente a la gente “normal”,; todos ellos consideraban “su Padre” a Dios de un modo particular. Era muy natural que un taumaturgo se sintiera más cerca de Dios que los demás hombres, pero eso no significaba que se considerara Dios. En el judaísmo de la época es imposible.

He aquí unos textos significativos:

Se cuenta en el Talmud que una voz celestial dijo de Hanina ben Dosa:

« El mundo entero será alimentado gracias a mi hijo Hanina; (es un hombre austero) con un puñado de algarrobas tiene bastante mi hijo Hanina para una semana (Talmud Taanit 24b) »

El mismo tratado Taanit (23a) dice de Honí que, al saberse que era afecto a Dios y que había realizado otros prodigios (en concreto curaciones milagrosas, como Jesús), unos colegas fariseos le pidieron a intercediera ante la divinidad para que ésta otorgara la lluvia, muy necesaria en un tiempo de feroz sequía. Entonces Honí trazó un círculo en torno a sí y juró no salir de allí hasta que Dios no le concediera su petición, y dijo:

« Señor del mundo: tus hijos se han dirigido a mí, porque soy en tu presencia como un familiar de tu casa. Juro por tu Gran Nombre que no me moveré de aquí hasta que te apiades de tus hijos. »

A otro fariseo, Simeón ben Satá, le pareció que la postura de Honí era muy irrespetuosa y arrogante para con Dios, de modo que aunque vino milagrosamente la lluvia, reprendió a Honí:

« Si no fueses Honí, te excomulgaría. Pero ¿qué puedo yo hacer contigo? Pues tú sabes conquistar a Dios para que te conceda lo que quieres, como un hijo conquista a su padre y éste concede lo que desea su hijo. Cuando le dice: ‘Padre (abbá, como Jesús), báñame en agua caliente, o échame agua fría, dame nueces, almendras… él se lo otorga. »

Es evidente por estos pasajes de la época de Jesús que a un taumaturgo se le llamaba “hijo de Dios” con especial énfasis sin que ello significara ninguna divinización por parte de los que los llamaban, ni menos por parte de quien era así denominado. De este modo debemos entender los pasajes evangélicos. E insistimos en que debemos tener en cuenta que una cosa es la transmisión de la noticia (en este caso, que se denominaba a Jesús hijo de Dios), y otra el modo cómo la cuentan los evangelistas -de treinta a cincuenta años más tarde de la muerte de Jesús- junto con la intención implícita como la transmiten. El historiador debe rescatar la noticia llevándola hacia su contexto originario, ditstinguiéndolo del contexto posterior (el "evangelio", es decir un libro que hace propaganda explícita d una fe) dentro del cual se transmite.


Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero
Martes, 9 de Diciembre 2008


Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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