CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero




Escribe Raúl González Salinero



Concluimos hoy esta miniserie sobre la propaganda cristiana primitiva acerca del martirio, y en concreto, la reducción a términos reales, históricamente verosímiles de la famosa “condena a las fieras/leones” de la que se ha formado un auténtico mito literario-teológico.


Aunque los casos no son tampoco numerosos, los relatos hagiográficos históricamente menos fiables ofrecen algunas de las escenas más truculentas de asesinatos de cristianos en la arena como imagen impactante y, probablemente, más eficaz del sacrificio martirial como fueron los casos de las Actas de Pablo y Tecla, de santa Marciana, y de los santos Taraco, Probo y Andrónico. Y no cabe duda que, desde sus mismos inicios, la literatura apologética reforzó esta imagen. Ambos géneros literarios se nutrieron mutuamente con una retórica que habría de dar origen a una ideología de la muerte por la fe absolutamente extraña a la tradición clásica --como señalan los historiadores modernos que se han ocupado del tema como son SK. Hopkins; A. Quacquarelli; R. Lane Fox; J. Perkins y C. R. Moss—a pesar del infructuoso esfuerzo de Clemente de Alejandría por establecer la equiparación del mártir con la figura del héroe clásico, en su obra “Tapices”, Stromata IV, 4.


De todos modos, es cierto que, como denota la célebre frase de Tertuliano (Christiani ad leonem: Apología, 40, 50; con alusiones en otras obras como la Exhortación a la castidad, 12, recogidas por otros autores cristianos como Cipriano de Cartago, Epístola 55 a Cornelio, 6; y Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica, IV, 15.), este tópico aparece ya completamente asentado en el discurso apologético a finales del siglo II, sus inequívocas manifestaciones en clave teológica están ya presentes en los escritos de Ignacio de Antioquía un siglo antes (B. A. Paschke argumenta que existe ya una referencia a la condena ad bestias ya en la Primera Carta de Pedro, 5, 8 (finales del siglo I), aunque sus razones no parecen ser convincentes. Bajo el significativo epígrafe «trigo soy de Dios», así se expresa Ignacio:


b[Escribo a todas las iglesias y anuncio a todos que voluntariamente voy a morir por Dios si vosotros no lo impedís. Os ruego que no tengáis para mí una benevolencia inoportuna. Dejadme ser pasto de las fieras por medio de las cuales podré alcanzar a Dios. Soy trigo de Dios y soy molido por los dientes de las fieras para mostrarme como pan duro de Cristo. Halagad más bien a las fieras para que sean mi sepulcro y no dejen rastro de mi cuerpo a fin de que, una vez muerto, no sea molesto a nadie [...] No os doy órdenes como Pedro y Pablo. Aquéllos eran apóstoles; yo soy un condenado; aquellos, libres; yo, hasta ahora, un esclavo. Pero si sufro [el martirio], seré un liberto de Jesucristo y en él resucitaré libre. Ahora, encadenado, aprendo a no desear nada (Epístola a los romanos, IV, 1-3 en la edic. y trad. J. J. Ayán Calvo, Ignacio de Antioquía. Cartas, Ciudad Nueva, Madrid, 1999, pp. 152-155.
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La anhelada muerte por la acción de las fieras salvajes sirve a Ignacio para construir una metáfora dramática de fuerte significado teológico: el futuro mártir se considera trigo de Dios que ha de ser molido por los dientes de las bestias con el fin de convertirse en pan duro de Cristo. Un poco más adelante expresa la misma idea en un pasaje rebosante de trágico efectismo:


b[¡Ojalá goce con las fieras que están preparadas para mí! Ruego que se muestren breves conmigo. A ellas las azuzaré para que me devoren rápidamente, no me vaya a suceder como a algunos, a los que, acorbardadas, no tocaron. Y si ellas, sin voluntad, no quieren, yo mismo las obligaré [...] Fuego, cruz, manadas de fieras, laceraciones, separación y dispersión de huesos, mutilación de miembros, trituramiento de todo el cuerpo, perversos tormentos del diablo vengan sobre mí con la sola condición de que alcance a Jesucristo (Epist. rom., V, 2-3; ed. y trad. Ayán Calvo, pp. 154-155).
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Ignacio de Antioquía se describe ya como condenado (katakritós). Es evidente que ha recibido una sentencia a muerte, pero, a pesar de que desea fervientemente que sea en la arena de Roma, ignora realmente qué tipo de ejecución le aguarda, según idce en la Espistola a los esmirnenses IV, 2 (ed. y trad. Ayán Calvo, pp. 172-173): «¿Por qué me he entregado totalmente a la muerte, al fuego, a la espada, a las fieras?».


Es muy posible que hubiese oído hablar de la damnatio ad bestias (condena a las fieras), e incluso que supiese de algún caso en que los cristianos habían sufrido como resultado de este tipo de sentencia, pero lo cierto es que, según se desprende de esta observación en forma de pregunta retórica, Ignacio desconocía en ese momento la forma en que habría de ser ajusticiado cuando llegase a Roma, expresando su deseo de que las autoridades no le propusieran por benevolencia librarse del martirio, como he escrito en mi libro sobre La persecución a los cristianos, pp. 37ss, que mencioné al principio de estas postales: sabemos por diferentes fuentes que, durante el juicio (especialmente en el momento de la quaestio, “interrogatorio”), los magistrados romanos trataron de persuadir a los cristianos procesados para que apostataran y así pudieran salvar sus vidas.


Desde luego no existe forma de verificar si tales deseos se llegaron a cumplir, pero, de haber encontrado la muerte en la capital del Imperio, tal y como vaticina, es muy probable que esta se produjese por decapitación. No habría que descartar en este sentido que su traslado a Roma pudiese haber estado relacionado de alguna forma con el reconocimiento de una posible condición social elevada (su grado de instrucción intelectual y la posición jerárquica máxima que ocupaba en su comunidad apuntarían en la misma dirección). Llama la atención en cualquier caso que, especialmente durante las persecuciones generales a partir del emperador Decio (250 d.C.), apenas existiesen condenas contra los cristianos que no fuesen por decapitación, un hecho que D. Potter relacionó con la pérdida de credibilidad entre las masas populares de las viejas acusaciones anticristianas de incesto o de banquetes tiesteos, es decir donde se ingerían carnes humanas, y sobre todo con la presencia, cada vez más evidente, de cristianos entre las clases privilegiadas.


Para las autoridades provinciales del Imperio, tal y como se constata, por ejemplo, en el norte de África, resultaba intolerable condenar a muerte agravada a cristianos que pertenecían a su mismo grupo social. Lo normal en estos casos era que la ejecución fuese por decapitación, tal y como ocurrió con el obispo Cipriano de Cartago. En este mismo sentido, un pasaje de las actas del martirio de Pionio evidencia que los magistrados locales no deseaban condenar a este cristiano a la arena por considerar que este tipo de condena infamante no correspondía a su rango social (aunque a la postre su destino fuese la hoguera, como indica su “Martirio” en VIII, 1).


Desde el punto de vista de su trascendencia social, tal y como señaló G. Alföldy, la historiografía actual parece haber llegado a la conclusión cierta de que «fue raro el martirio de los cristianos antes de las grandes persecuciones que se iniciaron en tiempos del emperador Decio». Además, esas acciones persecutorias no afectaron por igual a todas las comunidades cristianas del Imperio y ni siquiera a todos los miembros de cada una de ellas, hecho que parece corroborarse por la constatación de las visitas a las cárceles de otros correligionarios de la misma comunidad, como señalan E. Wipszycka y A. Carfora, historiadores de la Iglesia, y en similar proporción más raras fueron aun las condenas ad bestias.


Ni siquiera los testimonios epigráficos pueden desmentir esta apreciación. En un estudio reciente sobre las inscripciones martiriales procedentes de los cementerios suburbanos de Roma, en cuyo Coliseo la tradición eclesiástica sitúa la muerte cruenta de miles de cristianos arrojados a las fieras, no existe testimonio alguno sobre la damnatio ad bestias. Tan solo hay una referencia a la muerte por despedazamiento a cargo de perros (ED 15 = IC 48), y el resto de las condenas y torturas resulta ser muy diverso (y a veces insólito): desnudamiento público del reo; azotes; hoguera; garfios; lanzazos; hambre, decapitación, ahogamiento, destierro, etc., como señala Sabino Perea Yébenes, «Los suplicios de los mártires cristianos de Roma según las inscripciones suburbanas», en Idem, Estampas del cristianismo antiguo, Padilla, Sevilla, 2004, pp. 129-135.


Todas las pruebas examinadas apuntan, por tanto, hacia la conclusión de que la damnatio ad bestias, la condena a las fieras fue una condena a muerte aplicada a los cristianos solo de forma excepcional, bien porque este tipo de pena no fue asumido por las autoridades romanas como habitual para estos casos, bien porque una parte considerable de los cristianos sentenciados a muerte gozaba de una posición social privilegiada en virtud de la cual estos reos eran normalmente ejecutados ad gladium, es decir, por la espada.


Saludos cordiales de Raúl González Salinero
UNED Madrid,
y de A. Piñero.


Viernes, 17 de Abril 2015


Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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