NotasEscribe Antonio Piñero Foto: Sansón y Dalila según el cartel del Festival internacional de teatro clásico de Mérida Ya escribí en mi comentario general de la semana pasada que el libro que estoy comentando (véase la ficha en la postal anterior) me parece muy interesante y necesario, por su tema y su tratamiento de la figura del emigrante-extranjero en la primera pate de la Biblia. Quien lea esta segunda parte y luego la tercera, en la que comentaré brevemente alguno de sus capítulos, verá que no exageré. Cualquiera que estudie el Antiguo Testamento conoce perfectamente que esa parte de la Biblia es un documento de historia de primer orden, pero lleno de problemas de historicidad. Es una mezcla de historia y de teología. Y la teología es una ciencia humana que une razonamiento, datos e imaginación, en textos que el creyente cree inspirados. Naturalmente la teología es falible, como toda la teología, y aquí, la historia antigua, como humana que es; la teología no es divina. Pero el libro que comento no se mete en estos intrincados problemas, sino que intenta con buenas razones aprovechar lo aprovechable de un mensaje de hace más de dos mil años, pero que sigue teniendo interés hoy día. Esta es la razón por la que el lector de “Sal de tu tierra”, editado por Verbo Divino, no encontrará tratados los problemas de historicidad. Pongamos un ejemplo: del libro de Daniel. Esta obrita se introdujo en la lista de textos sagrados (“canon”; tanto del judaísmo como del cristianismo) porque los rabinos de los siglos II y III d. C. creyeron firmemente que Daniel era un profeta del reino de Nabucodonosor (siglo VI a. C.), aunque en realidad es una ficción de la época de los Macabeos (en torno al 162 a. C.). Lo que importa aquí es el mensaje del Antiguo Testamento hoy, y eso es lo que destaca el libro que comentamos. Hay en el Antiguo Testamento hay muchísimas ideas que son perennes y que deben aprovecharse. Como dije, el libro tiene dos niveles, el del entendimiento fácil, y digamos popular, y el técnico. Si cualquiera, como lector, se considera no estar suficientemente ducho en temas del Antiguo Testamento, y como cada uno de los diez capítulos pueden leerse independientemente de los otros, le aconsejaría que empezara por el número 6: “El extranjero en la pintura bíblica del siglo XIX. Sansón y Dalila de José Echenagusía como ejemplo de interpretación”, de Carmen Yebra, ya que ofrece una buena introducción para lectores del primer nivel. La autora nos advierte (p. 128) que la terminología utilizada en la Biblia para referirse al extranjero y el emigrante es múltiple y variada. Eso nos indica que en concreto el Antiguo Testamento –obra de muchísimas manos y de reelaboraciones durante siglos hasta la fijación de su texto en torno al siglo II d. C.– tiene múltiples interpretaciones o líneas de exégesis. Una de ellas es el aspecto cultural que muestran sus historias, en donde no solo hay que comprender en qué contexto socio-cultural, económico, político y religioso nacieron, sino también en cómo son recibidas esas historias y mensajes en el mundo de hoy. En concreto, argumenta Carmen Yebra que la interpretación de la Biblia en el siglo XIX supone un enorme cambio de paradigmas. Es la época del romanticismo, generalizando; y al construir un imaginario en el que insertar esas historias bíblicas generadas en el Medio Oriente, ese romanticismo construye un imaginario nuevo con matices importantes que hemos heredado hasta hoy. La autora se centra en el influjo de esta mentalidad en la pintura de este siglo XIX y en una en concreto. Yebra nos dice que el cuadro, mencionado un par de párrafos arriba, conservado en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, representa el diálogo entre dos personajes tan conocidos en la literatura en general como Sansón y Dalila cuando el primero revela a su enamorada que el secreto de su fuerza, divina reside en su cabello, que no se corta porque está ofrecido a Dios (p. 137). Desde el punto de vista de la percepción del extranjero, la pintura refleja cómo la escena se ambienta en Egipto (por la indumentaria que lleva Dalila), sin ningún tipo de “feísmo” por no ser judío el ambiente, menos culto que el egipcio, lo cual es muy positivo, a la vez que está ausente cualquier tipo de figuras de los filisteos, que pudieran ser muy negativas. Omisión totalmente voluntaria. En segundo lugar, presenta la pintura una suerte de pareja mixta de dos etnias. Sansón es de piel aceitunada, mientras que Dalila tiene un cuerpo/piel blanquísimos. Sansón apoya la cabeza sobre el regazo de la mujer y oculta cualquier idea de la traición futura. El cuadro, pues, transmite la idea de que la propagación de mensajes de odio y la xenofobia hace un inmenso daño mental; igualmente –y al revés– que una cierta idealización del extranjero ayuda enormemente a un comportamiento cortés e incluso amistoso/amoroso que fomenta la convivencia. Y la conclusión es clara por parte de la autora (p. 140): Los textos bíblicos son leídos (en cada época) con categoría culturales diferentes. El extranjero es verdaderamente un estereotipo, que puede ser reforzado, o negado, a través de la imagen. “El siglo XIX se ofrece como un ejemplo de las distintas posibilidades de interpretación bíblica, y su pintura se presenta como un caso de novedad y de ‘transgresión’ (esto último en el sentido de que añade un matiz o sesgo que quizás no estaba en el pensar del autor del primitivo del relato de Sansón y Dalila). Añada el lector además otra idea: hay que comprender quién es el otro y representarlo convenientemente ya que está abierto a muchísimas posibilidades, positivas o negativas (p. 140). Y puede añadirse también una reflexión propia sobre el cine, TV e incluso sobre las ideas propagadas por otros medios sociales de masas que todos conocemos. El capítulo I “Israel y los pueblos extranjeros en el Pentateuco”, de Francisco Varo Pineda presenta al lector cómo se va formando la identidad de Israel en los relatos de este corpus, el “Pentateuco”. Este vocablo es la denominación de los cinco primeros libros de la Biblia (en griego “penta” significa “cinco”: Génesis, Éxodo, Número, Levítico y Deuteronomio) que son como la muralla de protección contra la idolatría (“-teuco” corresponde al griego “téuchos”: “utensilio”, en especial “armas”, “objeto de protección”) compuesta de cinco instrumentos defensivos. La ley de Moisés defiende al ser humano de la idolatría, de la sensualidad desordenada, de toda inmoderación, etc. El extranjero puede ser el enemigo, el amigo, y en general el que recibe mi acción caritativa o negativa. Concluye F. Varo que una aproximación a los textos bíblicos podría reflejar una situación histórica muy antigua (de las que más en la Biblia) en los albores del reino de Israel en los inicios del primer milenio a. C. Ya en ese momento son vistos como extranjeros incluso los cananeos (¡los israelitas son también cananeos!) que no son “hijos/descendientes de Jacob”, que lleva el sobrenombre de “Israel” = “hijos de Israel”. Esto es negativo, porque tenemos ya aquí el fundamento de un nacionalismo estricto…, pero en las narraciones del Pentateuco no solo aparece esta idea, sino “que se va desarrollando una reflexión en la que también se contempla una notable apertura hacia los extranjeros, que de hecho conviven en un mismo territorio, viendo además a los pueblos vecinos –unidos a menudo por lazos de parentesco– en un plano que está por encima de las disputas o enemistades coyunturales…, lo que invita a una fraternidad que supera las divisiones” (p. 43). Visión idílica, sin duda, pero muy animante. Y afirma también el autor que “el inmigrante, el extranjero, o el desplazado… suponen una alteridad ciertamente (“son los otros”) pero que esta alteridad se suaviza a medida que se conoce mejor cómo es el Dios de Israel, por muy feroz que aparezca en su imagen superficial. Es un Dios que ama a su pueblo… sí, pero dentro de otros pueblos “lo que supone un avance, sociológicamente estimable del reconocimiento del respeto que la reclama la dignidad humana” (p. 44). El cristianismo avanza sobre esta idea. Un poco de buen deseo… pero muy reconfortante. No termina aquí mi comentario. Deseo en alguna postal posterior comentar algún otro aspecto de este animante libro en tiempos de cierta desesperación. Saludos cordiales de Antonio Piñero http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
Jueves, 30 de Julio 2020
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NotasHoy escriben Sofya Gevorkyan & Carlos A. Segovia Foto: Atenea, copia romana a partir de una escultura griega. Museo del Prado. Foto de los autores En nuestra primera entrega hablamos de pérdida y sustitución, de adaptación y distorsión: de cómo Dionisos y Apolo fueron en parte olvidados y en parte transformados en otra cosa por el cristianismo, y, brevemente también, de las consecuencias de ese olvido. Hoy queremos hacerlo, en cambio, de lo que el cristianismo no recibió de Grecia y nos hizo por tanto olvidar hasta el punto de tornarlo irreconocible: la idea misma de los dioses griegos, que ni son «seres sobrenaturales» ni mucho menos «personas». Sólo de ese modo pudo el cristianismo dar lugar a la que tal vez sea su mayor invención: la idea misma de «religión». I Una plaga devastadora —similar a la que hoy nos acecha— domina Tebas. Sófocles (Edipo Rey, primera intervención del coro, vv. 158-215) nos muestra a su gente invocando a los «dioses»: Invocamos primero a Atenea, hija inmortal de Zeus, / y a Artemisa, defensora de la tierra, [...] / y a Febo [Apolo], el arquero que hiere de lejos: / ¡acudid! [...] / Pues nuestras penas son incontables; […] / Muere la ciudad / con la muerte de su gente; / los niños nacen muertos en la tierra desnuda / […] propagando el contagio de la muerte; y madres y esposas de cabello gris / en todas partes paran ante los altares [de los «dioses»], suplicantes, gimiendo; / suena el himno al dios sanador [= Apolo], pero con él se mezclan las voces que los que lloran. / […] / No se ve el choque de los escudos, pero nuestra lucha es con el dios de la guerra [= Ares], / al que rodean de los gritos de los hombres, el dios bárbaro que nos quema. / [Oh, hija dorada de Zeus (= Atenea),] hazle retroceder hasta más allá las fronteras de nuestro país [...] / [...] Golpea al dios de la guerra, padre Zeus, / con de tu rayo, / porque tú eres el señor del rayo […]. / Ayúdanos con tus flechas incomparables, a las que tu arco dorado presta alas, / […] / oh Rey Licio [= Apolo]; sean ellas con nosotros, / así como las brillantes antorchas con las que Artemisa recorre las colinas de Licia. / Y también a ti te invocamos, dios del turbante de oro, [...] / dios báquico [= Dioniso] que tienes el rostro enrojecido por el viento / y que viajas / en compañía de las ménades: / enfréntate al dios que nos quema [= Ares]; […] / Pues el dios que es nuestro enemigo no es apreciado por los demás dioses. Sería natural suponer que, con estas palabras, los tebanos invocan la ayuda de los «poderes sobrenaturales personificados» en los cuales creen. Al fin y al cabo, ¿no es la «religión» un asunto de «creencia»? Sería natural suponerlo, pero también profundamente engañoso y, en el fondo, antinatural. Para empezar, no hay nada sí como una «religión griega antigua», ya que el término «dioses» (religio) es un término latino (tardío) carente de equivalente griego. Carlin Barton y Daniel Boyarin lo aclaran perfectamente en su libro Imagine no Religion(*). En Julio César, religio es aún sinónimo de «voto» o «promesa»; en Juliano, llamado el «Apóstata», sinónimo de «cultura». En el siglo V, sin embargo, la cosa cambia: los autores cristianos comienzan a utilizar el término religio para denominar un «sistema de creencias» con sus «prácticas», «instituciones» y «tradiciones»; preferentemente el suyo, claro, pues el «cristianismo» se basa en una «creencia», a saber: la de que de que Cristo es el Hijo de Dios enviado por el Padre para redimir a los hombres de sus pecados. En la antigua Grecia, sin embargo, no hay ningún término que diga lo que el término relgio dice de acuerdo con su (nuevo) uso cristiano: εὐσέβεια (eusébeia) nombra el lógico (en el sentido de «apropiado» o «conveniente») «asombro» y «respeto» (o incluso «temor») que suscita lo que es, así pues (es decir, en consecuencia), percibido como algo «sagrado» (ἱερός, hierós), independientemente de si dicho «respeto» se traduce o no en una «práctica ritual», en cuyo caso recibe el nombre de θρησκεία (threskeía). En segundo lugar, como dice Walter Otto(**), los griegos nunca «creyeron» en sus dioses, sino que los «experimentaron». Así y por ejemplo, cuando Aquiles le dice Héctor que será Atenea quien le mate con su lanza (La Ilíada, XXII, vv. 224-225), el nombre de «Atenea» significa en labios de Aquiles la «claridad de visión» necesaria para vencer el duelo. Pero, a su vez, esto no quiere decir que «Atenea» sea la personificación de una «noción abstracta»; llamarla «idea» al modo griego sería mucho mejor sin duda, pero he aquí que ya tampoco recordamos lo que la palabra «idea» (εἶδος, eîdos) significaba en griego(***). Los dioses griegos no son «seres sobrenaturales» en los cuales haya que creer, pero tampoco son simplemente «idas» personificadas. Son, más bien, las fuerzas siempre vivientes que componen eso que llamamos «mundo»; o, mejor aún, nuestros modos de «designarlas» y rendirles «tributo» (es decir, el reconocimiento y respeto que merecen, de lo cual tampoco ya nada sabemos, puesto que lo que hoy hace «mundo» son el capitalismo y el futbol, Apple y Facebook, y puesto que en mundo cada vez más «virtual» la diferencia entre lo viviente y lo no viviente es cada vez menos clara). II En suma, la «religión» en tanto que «creencia» en «seres sobrenaturales», o en un «único» ser sobrenatural (en el sentido de extra-cósmico o extraterrestre), solo tiene sentido en el caso del cristianismo y de sus parientes monoteístas (el judaísmo y el islam, aunque con matices en el caso de éstos). Lo cual, por cierto, hace tanto más ridículos intentos como el de Pascal Boyer y otros «psicólogos evolutivos» de explicar la religión como un fenómeno psicológico universal(****). Por otra parte, en la antigua Grecia los «dioses» no son «seres», sino que designan «acontecimientos», tal y como Károly Kerényi observa al notar que, con anterioridad al cristianismo, el término θεός (theós) se usaba sobre todo como exclamación ante la aparición, es decir, ante del «resplandor» particularmente intenso de algo(*****). Pero entonces, si las gentes de Tebas —tal y como nos la presenta Sófocles— no recurren a seres sobrenaturales en los cuales crean, ¿cómo debemos interpretar sus palabras? Muy fácil. Nacida directamente de la frente de Zeus, Atenea es la «claridad de visión» que no sólo le permite a uno salir airoso en el combate, sino que trae consigo orden, y en cuanto tal se opone a la «confusión» causada por la plaga. Artemisa φωσφόρος (fosfóros) es, a su vez, la «luz» necesaria para contrarrestar la oscuridad en la que la peste ha sumido a la ciudad. Mientras que Apolo es el «remedio» contra la miseria provocada por la peste. Y Dioniso la muy deseada «llegada» de todo: orden, luz y salud, porque Dioniso es justamente el dios «por venir». En plata entonces: ¿cómo no desear el regreso de la vida en medio de la plaga? La conciencia griega antigua habla aún en voz alta y es aún capaz de distinguir entre lo que hace mundo y lo que no, nombra a las fuerzas siempre vivientes del mundo y las invoca. Los dioses no son sino sus nombres. Pero todo esto no es sino una pequeña parte de lo mucho que el cristianismo nos ha hecho olvidar y de lo que, a partir de él, creemos evidente pero no lo es (******). (*) Carlin Barton y Daniel Boyarin, How Modern Abstractions Hide Ancient Realities (Nueva York: Fordham University Press, 2016). Del Boyarin puede consultarse, en castellano, Espacios fronterizos: judaísmo y cristianismo en la Antigüedad tardía (Madrid: Trotta, 2013). (**) Véase Walter F. Otto, Teofanía: el espíritu de la antigua religión griega (trad. Juan Jorge Tomás; México y Madrid: Sexto Piso, 2007). (***) Also así como el brillar perfilado de lo que, arrancándose a la noche del no ser, se hace presente a la visión y al pensamiento, que es como Platón todavía la piensa. Traducir εἶδος por el «aspecto visible» de algo es, por tanto, posible; pero véase que tal paráfrasis pierde de vista la fuerza expresiva del término original. La cultura griega es una cultura de la luz que hace visible (y de los enigmas que lo visible esconde, no vaya a pensarse que todo queda en ella expuesto a la luz, en plan led de alto voltaje); pero nosotros estamos demasiado acostumbrados a pulsar el interruptor para dar la luz como para asombrarnos ante el hecho de que las cosas aparezcan en ella y por medio de ella. Además, el cristianismo nos ha enseñado a interesarnos, más bien, por las sombras que, supuestamente, todos llevamos dentro. (****) Véase Pascal Boyer, Et l’homme créa les dieux : Comment expliquer la religion (París: R. Laffont, 2001) (ed. inglesa: Religion Explained: The Evolutionary Origins of Religious Thought (Nueva York: Basic Books, 2001); o también Stewart Guthrie, Faces in the Clouds: A New Theory of Religion (Oxford and New York: Oxford University Press, 1995). Y, en castellano, Ismael Apud e István Czachesz, «Creencias, rituales y memoria: una introducción a la ciencia cognitiva de la religión» (Psicología, conocimiento y sociedad, vol. 9 núm. 1 (2019), online: http://www.scielo.edu.uy/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1688-70262019000100182). (*****) Karl Kerényi, «Theos und Mythos» (Kerygma und Mythos: Entmythologieserung und existentiale Interpretation, vol. VI, núm. 1 [1963]: 32-35). De Kerényi puede leerse en castellano, entre otros trabajos, La religión antigua (trad. Adan Kovacsics y Mario León; Barcelona: Herder, 2012). (******) «Cada vez que abordamos algo —escribe Felipe Martínez Marzoa— lo hemos tomado ya de una u otra manera, lo hemos situado de antemano en una u otra perspectiva, lo hemos tomado “como” esto o aquello, “como” este o aquel tipo de cosa. Este previo “tener por” es, desde luego, merecedor de continua revisión; lo que nunca ocurre es que no lo haya, pues, si no hubiésemos tomado de una u otra manera la cosa en cuestión, sencillamente no estaríamos en relación alguna con ella y nada sabríamos ni nos plantearíamos a propósito de ella. […] Sólo en el trabajo mismo con la cosa puede ocurrir —y ocurre si el trabajo es especialmente serio— que el previo “tener por” se ponga de manifiesto e incluso que llegue a poder ser discutido. La seriedad del trabajo con algo se mide por la capacidad de someter a continuada autocrítica el “tener por”» (Ser y diálogo: leer a Platón [Madrid: Istmo, 1996], p. 7). (Más en http://polymorph.blog) Saludos cordiales de Sofya Gevorkyan & Carlos A. Segovia
Martes, 28 de Julio 2020
Notas
Una forma fácil de apreciar la importancia que ha alcanzado este recurso teológico a la hora de explicar ciertos aspectos del mundo es, a mi modo de ver, cómo sirvió para describir el origen del mundo mismo.
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Editado por
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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